El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

Histórico Año II

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Diciembre 1999 - Enero 2000. Nº 11

"La persistencia de la locura"

Por Daviz Melero.

Dentro de cada persona cuerda hay un loco luchando por salir a la luz - explicó el tendero -. Eso es lo que he pensado siempre. Nadie enloquece tan deprisa como una persona completamente cuerda.

Terry Pratchett - La luz fantástica

Su mirada está fija. No mira a ningún punto en concreto; sólo mantiene la cabeza erguida, los ojos abiertos, azules como el mar, grandes y asustados. Sus labios están cerrados, pero no relajados. Más bien son el reflejo de la inquietud preocupante que angustia su mente.

Una mente encerrada en su, por cierto, hermosa cabeza. Ella lo es. Una cascada dorada cae sobre sus hombros, y la blanca piel que le da personalidad es tersa y suave, sin ningún atisbo de acartonamiento o rugosidad. Por lo demás, las formas de su cuerpo responden perfectamente a los cánones de proporcionalidad establecidos para la mujer ideal.

Ahora está sentada, vestida de andar por casa, en su sala de estar. Lleva así una hora, sin moverse; las manos cruzadas sobre la mesa, los hombros caídos, sus dorados rizos recogidos y esa expresión indefinida en su cara angelical. Una situación de estabilidad casi perfecta.

Algo repentino deshace la situación entrópica de la sala. Ella salta, asustada por la vibración. La repetitiva turbación trepida en su cabeza deshaciendo su estabilidad. Ella se levanta lentamente, la mirada fija en el objeto causante de su desconcentración. Sus pasos son cautos pero, en breve, consigue alcanzar su destino. Su delicada mano descuelga el teléfono de la horquilla.

- ¿Sí?

El silencio como única respuesta. Ni un ruido, ni una respiración.

- ¿Quién es?

Su voz argentina es ahora temblorosa. Una ligera inquietud comienza a abrirse paso a través de su pecho.

- ¡Haga el favor....!

Han colgado desde el otro lado de la línea. Ella coloca el receptor en su sitio y vuelve al lugar donde había encontrado relajación. Pero es en vano esta vez. Sus manos temblorosas colocan un cigarrillo en sus labios de fresa, que a duras penas puede encender con la llama oscilante de una cerilla. El tiempo ya no es su aliado, sino un enemigo que, inexorablemente, ha de llegar.

La frágil linealidad de los acontecimientos se ve rota de nuevo por la dura maza de la realidad. Ella desentierra su cabeza de entre los brazos, y los rizos de oro caen hasta la altura de sus hombros. El sopor la había vencido y, por un momento, había olvidado la brutal realidad de su existencia, navegando en el delicado hilo de plata del sueño. Sus ojos, que se resisten a ser de nuevo los responsables de la percepción con el exterior, intentan evitar su trabajo cubriéndose con los párpados. Pero la voluntad del todo puede más que la de la parte. Ella se levanta con torpeza y deja atrás la mesa, la silla, el cenicero lleno de colillas. Se dirige nuevamente hacia el repetitivo timbre. Pero, antes de descolgar, el recuerdo de la inquietud acude a su memoria, y un escalofrío le recorre la espalda. Esta vez duda antes de responder. Puede ser cualquiera, o puede ser él. Él, ella o ello. Aún no lo sabe.

- ¿Dígame?

De nuevo, el silencio, el vacío al otro lado, la oscuridad. La inquietud se ha convertido en miedo. Ella aspira profundamente, intentando llenar los pulmones al máximo, como si fuera la última vez que fuera a hacerlo. Su voz suena esta vez desesperada y a un volumen excesivo.

- ¡Quién es! ¡Haga el favor de hablar!

Sigue sin obtener respuesta. Ahora sus manos apenas pueden sostener el auricular, que se ha convertido en un objeto de pesadilla. Sus piernas le fallan, y desea que esta tortura acabe de una vez. La desesperación de la impotencia acude a su mente. Sólo queda el recurso de la súplica. El tono es gimoteante, parece empapado de lágrimas.

- Por favor, diga algo..... Diga quién es.....

Mientras el sollozo sale de su boca, la señal vuelve a cortarse, y ella deja caer el teléfono. Está aterrorizada y, en su cabeza, ve pasar demonios y seres espantosos que vienen a buscarla para llevársela al infierno de sus temores. Tiene que ocultarse, esconderse para que no la encuentren. Apoya la espalda contra la pared, pero es inútil: ellos sabrán dónde está porque habitan dentro de ella, se alimentan de su miedo. No puede hacer nada por evitarlo. Su espalda resbala por la pared hasta llegar al suelo, entierra la cabeza entre sus rodillas y espera, entre lagrimas, la espantosa conclusión de esta pesadilla. Su cuerpo se convulsiona entre gimoteos desconsolados. Está sola, sola ante el terror de lo desconocido.

 - ¡Cariño! ¡Ya estoy en casa!

Cierra la puerta con un sonoro portazo, mientras guarda las llaves en el bolsillo de su abrigo. Llega alegre y sonriente al hogar, donde le espera su bella mujer, con una palabra amable y un gesto de cariño. Nunca le ha ocultado su descontento por su trabajo, pero siempre lo ha asumido, consciente de que ella es la recompensa a la agotadora rutina diaria.

- ¿...Cariño....?

Ella siempre le recibe con infantil alegría al llegar al hogar, pero esta vez no es así. Su a veces cargante necesidad de sentir la vida a su alrededor, de evitar la soledad que supone vivir casi todo el día sola, hace que su casa parezca, en algunas ocasiones, demasiado ruidosa a su llegada. Radio, televisión, música a todo volumen, suelen ser los inciertos acompañantes matutinos de su mujer. Pero esta vez no es así. Un inesperado silencio es el único recibimiento de este día.

El sonido de unos gimoteos rompen la inesperada y silenciosa sorpresa de su llegada. Por desgracia, tampoco son extraños los fortuitos estados depresivos de su mujer, y no sería la primera vez que tiene que recurrir a soluciones químicas, condensadas en pastillas, para otorgar la paz a su enferma mente durante unas horas.

Guiado por el desconsolado llanto, localiza la fuente de tanta aflicción. Se dirige con paso firme hacia la cocina de su lujosa casa, donde quizá encuentre la explicación que necesita para solucionar el miedo que ha consumido la frágil estabilidad mental de su amor. Allá está ella, agazapada en posición fetal en un rincón de la sala, moviendo su cuerpo rítmicamente adelante y atrás. Se dirige con pasos apresurados para intentar consolar la aflicción del angustiada alma de su mujer, pero sabe que esta vez, como todas las anteriores, será de nuevo inútil.

- Cariño, mi vida... ¿Qué te ocurre?

Intenta que su voz no suene cansada de repetir las mismas palabras de siempre. Ella parece que balbucea algo, demasiado entrecortado para entenderlo claramente.

- ¿Qué dices? ¿El contestador?

El perfecto cuerpo de ella parece calmarse paulatinamente, al tiempo que las lágrimas que atragantaban su voz van cesando. No alza la cabeza, y su rubio pelo, ahora suelto, oculta su cara que ahora debe estar roja y llena de una salada humedad.

- Esta mañana..., después de irte. Yo estaba en la ducha y no oí el teléfono. ...Ha dejado un mensaje...

La explosión del llanto impide que termine la frase. Vuelve a ocultar la cabeza entre sus rodillas y esta vez el llanto es incontrolable, como si hubiera vuelto con nuevas fuerzas tras un breve descanso. La abandona sin decir palabra para comprobar el incierto temor de su esposa. El contestador se encuentra en el salón, y hacia allí dirige sus pasos. Una extraña duda nace en su mente. ¿Qué será esta vez? ¿Quizá otro aviso de sus periódicas visitas al médico? Ahora lo sabrá.

El sobrio aparato descansa sobre una valiosa mesa de madera labrada, antigua propiedad de sus suegros. Parece un enorme insecto agazapado, esperándole para desvelarle sus secretos. Un rojo parpadeo indica que guarda mensajes en su memoria metálica. Con mano insegura aprieta el botón. PLAY. Su razón está preparada para lo que pueda salir del mecanismo automático de la máquina.

Sólo el silencio; ni una respiración, ni ningún otro ruido. De repente, un susurro ronco que parece salido del mismo infierno.

- ...Hola princesa. Esperaba que cogieras el teléfono, pero, en la ducha, no lo habrás oído. ¿Te ha gustado el café y las tostadas con mermelada de moras que has desayunado? Hoy no has guardado el tarro donde siempre, ¿verdad? Lo has tirado a la basura porque estás harta de ese sabor. Je, je, je...

La infernal voz calla tras la risa. El silencio absoluto es la única respuesta. La impersonal voz sin entonación vuelve a romper la sagrada insonoridad que envuelve la atmósfera.

- ...Pero eso es lo de menos, preciosa. Sólo quiero anunciarte algo que ya deberías saber: hoy vas a morir. Te reunirás con tus padres antes de que acabe el día. Pero tranquila, no estarás sola. Te iré informando. Adiós, pequeña...

Su índice aprieta otro botón, y la cinta se para. STOP. Tras una breve pausa, decisiones internas, aprieta un tercero. ERASE. Tras el zumbido, un súbito parón y un pitido, que indica que el mensaje ha sido borrado.

Sus pasos son ahora lentos, su cara inexpresiva. Vuelve a la cocina, donde seguirá su mujer con la entereza hecha añicos. No tiene ningún objetivo en concreto, sólo calmarla por un rato. Al traspasar el umbral ve que ella sigue allí, pero esta vez no llora ni grita; sólo mantiene la mirada perdida, fija en algún punto que él no acierta a descubrir.

- ¿Estás mejor?

Alza la cabeza y sus ojos de mar le miran sin ver. Su delicada piel está enrojecida alrededor de los ojos y por los pómulos.

- Creo que sí.

Él se relaja. Parece que ya entra en razón. Las carísimas terapias deben haber servido para algo.

- He oído la cinta. No te preocupes. No será más que la broma de algún desgraciado que no tiene nada mejor que hacer.

- Entonces, ¿cómo sabía tantas cosas de mí?

Por un momento duda. No se puede tener siempre respuesta para todo.

- No lo sé... Casualidad, quizás.

Ella parece sonreír levemente, pero sólo dura un instante. Vuelve a apoyar su pequeña cabeza sobre las rodillas y a mantener la mirada con algún imaginario personaje al otro lado de la sala.

- Que esté enferma no quiere decir que sea idiota. No hay casualidades así.

Hace ademán de acercarse a ella, de transmitirle serenidad, pero se contiene. Sabe que en estas situaciones no quiere que la toquen.

- Ha dicho que hoy voy a morir. ¿Será él quien me mate?

- ¡Deja ya de decir incongruencias! ¡Hoy no va a morir nadie!

- Muere gente todos los días...

Es inútil seguir por este camino. Cuando se pone así no hay nada que hacer.

- Escúchame, cariño. Voy a salir un momento y quiero que cuando vuelva estés tan guapa y animada como siempre. ¿De acuerdo? Tardo diez minutos.

Le da la espalda rápidamente. No quiere ver su cara de angustia por dejarla sola de nuevo. La llamada que ha de hacer prefiere que no la oiga ella.

El sonido de la puerta al cerrarse deja paso al silencio de nuevo, a la oscuridad de la soledad, a la impotencia de la inacción. Su pecho está dejando de dolerle poco a poco y la picazón en la cara va suavizándose. El médico le enseñó a tomar el control de su mente, y el método está funcionando. Ya ha dejado de lado sus temores; los ha reunido en una pelota mental y les ha dado una tremenda patada que los ha expulsado de su mente. Todo imaginario, pero efectivo. Los métodos psiquiátricos a veces son poco ortodoxos pero funcionan, piensa mientras se incorpora lentamente. Atrás han quedado ya sus terrores imaginarios; ahora sólo tiene que enfrentarse a los reales. Es una mujer distinta a la de hace diez minutos. Ahora se enfrenta a ella misma, en una batalla en la que va a ganar. Lo que el médico la recomendaría sería escuchar la cinta de nuevo y convencerse de que no es más que una absurda broma de mal gusto, y eso es lo que va a hacer. La va a escuchar una vez, y después otra más. Las necesarias hasta que deje de aterrorizarla el sonido de esa voz, susurrante, pero cargada de malignos matices.

Su nueva fortaleza no impide que sus piernas tiemblen mientras camina hacia el contestador, el mensajero, el Mercurio del maligno. Allí está, como siempre, disimulado sobre la mesa, preparado para mostrar voces sin consistencia, etéreos espíritus sin cuerpo. Sus frenos mentales están listos para pasar la prueba, así que aprieta decidida el botón. PLAY. Un leve zumbido, y después nada. Extrañada, lo aprieta de nuevo. PLAY. Otra vez el zumbido.... y, otra vez, el silencio, su viejo amigo, que parece no querer abandonarla. El temblor de sus piernas se va transmitiendo, acentuado, al resto de su cuerpo. No puede ser, el maldito mensaje tiene que estar grabado. Inútilmente, abre la tapa del contestador en busca de una cinta inexistente. Maldita tecnología digital. Los mensajes los guarda en un disco de memoria, alojado en el interior del condenado cacharro. Ya no hay mensaje, pero lo hubo. Ella no puede haberlo imaginado....

¿...O quizá sí? No sería la primera vez que su mente le juega una mala pasada. Pero no, él lo ha oído. Se lo ha dicho. Le tiene a él, a su amor, al que voluntariamente se ofreció para dirigir las empresas de sus padres cuando ellos murieron en aquel accidente. Al que iba a visitarla al manicomio (la "Institución Mental", como pedían que lo llamaran) cuando tuvo la crisis nerviosa poco después de casarse. Él ratificaría la existencia de esa grabación.

Pero él no está. Volvía a estar sola, perdida en el desierto de su locura. Pero, ¿no había estado sola siempre? Él sólo aparece cuando ya ha pasado la pesadilla de cada mañana, pero nunca está cuando le necesita realmente. El médico le recomendó que tuviera ocupaciones para distraer la atención. ¿De qué clase? Estaba harta de la cerámica que le ensuciaba las manos, de la pintura que la mareaba. Sola, en su enorme casa todas las mañanas, sólo podía huir de la causa de su terror: del silencio. La radio, la televisión y la música llenan todos los rincones con sonidos, testimonios de que el mundo, fuera de su cabeza, está vivo. Ahora ya no está tan segura. El pájaro negro sobrevuela sobre ella, preparado para capturar a su presa.

Vuelve corriendo a la cocina, tropezando con mesitas de maderas nobles, tirando a su paso las pequeñas figuras, pruebas de su inutilidad para el arte, que se rompen en mil pedazos al caer al suelo. Un pensamiento racional cruza su cabeza. Se está dejando llevar de nuevo. Tiene que dominar el terror, expulsar a sus monstruos imaginarios, dejar que la mujer fuerte que vive dentro de ella tome el mando.

Despacio. No se pueden parar los estremecimientos tan rápido. Ya está. Las manos, blancas y frías como nieve, se tranquilizan. Es lo primero; las piernas y el resto del cuerpo vienen después. Lo está consiguiendo de nuevo, como en aquella habitación del manicomio antes de que le dieran el alta. Su consciencia es más fuerte que sus temores.

El timbre hace explotar otra bomba de adrenalina en su pecho. Otro timbre, y otro más. Despacio. La mente en blanco. Puede coger el teléfono sin temor. Todo está en su cabeza.

Su mano está temblando cuando lo descuelga.

- ¿...Sí...?

Ni un ruido. Ni una respiración. El silencio es la respuesta. Los frenos se resquebrajan. Su mente quiere liberarse y la lucha interna provoca que todo el cuerpo se convulsione.

- ¿...Quién es...? ¡Responda!

No hay nada que hacer. Es él de nuevo. ÉL. Se burla de su estabilidad artificial. Sabe que no existe, que la enfermedad es su vida, que el terror habita dentro de ella. Las lágrimas de la impotencia resbalan por su cara otra vez. Es inútil resistirse.

- ¿...Quién es, quién es, quién es...?

Las súplicas no sirven de nada. Los tonos repetitivos anuncian su despedida. Ha vuelto a colgar. Deja caer el auricular. Si va a venir a buscarla, ella estará preparada. Los restos de la mujer fuerte que aún vive en ella son los que actúan, porque el resto está escondido en algún rincón oscuro de su cabeza. Abre el cajón de los cubiertos lentamente y coge el enorme cuchillo de cortar carne que había escondido en el fondo por miedo a su filo. Ya está hecho. Ya puede dejar que la mujer fuerte descanse en paz y muera tranquila. Ahora, la desesperación y el terror toman el mando de su dionisíaco cuerpo. Ahora sólo puede esperar. Y la soledad y la desesperación serán sus fieles compañeras.

Cierra la puerta con precaución. Ojalá se haya calmado, piensa esperanzado. Cruza la casa en dirección a su habitación, pero no está allí. Abre el cajón de la mesilla de noche y coge una llamativa pastilla rojo y verde que guarda en el bolsillo de la camisa. Con esto bastará, de momento. Piensa que quizá se haya quedado en la cocina sin hacerle caso así que va hacia allí. Los pedazos de su cerámica están extendidos por el suelo. ¿Los habrá destrozado en algún ataque de rabia? Tiene que actuar rápido si no quiere que se ponga histérica. Convencerla de que se tome la pastilla y después llevarla a la cama e inyectarla algo más fuerte.

La ve sentada en el suelo, pero algo ha cambiado. No está temblando, aunque tenga la cabeza enterrada entre sus rodillas. No llora ruidosamente, aunque las lágrimas caigan al suelo como una cascada. En su delicada mano tiene un enorme cuchillo, y eso es peligroso para alguien en sus condiciones. Ante esa visión se le erizan los pelos de la nuca y nace en él un pequeño temor, que siente que puede crecer hasta hacerse grande, muy grande. Cuelga el teléfono, que pendula sobre el suelo, sin dejar de mirarla.

- Cariño..., ¿estás mejor?

Ella levanta la cabeza y clava sus ojos de cielo en él.

- Ha vuelto a llamar..., y tú no estabas.

- ¿Qué es eso que tienes en la mano? Suéltalo ahora mismo.

Su cabeza gira hasta posar la vista en el infinito de la pared de enfrente.

- Voy a defenderme para cuando venga. No me dejaré cazar tan fácilmente.

- ¡Deja de decir estupideces! Mira, ahora voy a quitarme el abrigo y nos vamos a ir juntos a dormir un rato. Ya verás cómo, cuando nos despertemos, estaremos mucho mejor...

Sabe que no ha pronunciado las palabras con mucha convicción, pero no es a sí mismo a quien tiene que convencer. Lentamente, se despoja del abrigo y lo deja sobre la mesa. Avanza hacia ella, ofreciéndole una mano, mientras con la otra desengancha el teléfono móvil del cinturón.

- Vamos, mi vida. Ven conmigo...

Pero ella no le está escuchando. Mira, horrorizada, su mano izquierda, que está depositando el móvil sobre el abrigo.

- Vamos, yo te ayudo a levantarte...

- ¡No me toques!

Ella salta a un lado y se pone de pie. Su cara tiene un rictus de locura salvaje mezclada con el miedo más absoluto. Sus ojos brillan y sus manos sujetan el cuchillo y mantienen su filo apuntando hacia él.

- ¡Pero qué te pasa!

- Eres tú, ¿verdad? Tú has estado llamando todo el día sin decir nada. Tú has borrado el mensaje para que no quedaran pruebas.

- ¡Cariño tranquilízate! Lo he borrado para que no te pongas histérica cuando lo oigas otra vez. Has avanzado mucho en tu enfermedad, y ese jodido mensaje supondría un paso atrás en tu recuperación.

- Tú no quieres que me recupere. Te has ido para llamarme con el móvil cuando sabías que estaba destrozada.

- ¡No, mi vida! Sí, me he llevado el móvil, pero para llamar al médico y pedirle ayuda. Me ha dicho que lo mejor es que duermas...

- ¡Mentira! Ahora ibas a drogarme para dormirme y no volver a despertar, ¿verdad? Así tendrías el control absoluto sobre las empresas. Sólo quieres mi dinero, el dinero de mis padres...

Mientras hablan, él va acercándose poco a poco hacia ella con las palmas de las manos abiertas, preparado para quitarle el cuchillo en el momento oportuno

- ¡Por favor, no digas eso! Me casé contigo por amor, y por amor he estado contigo en los peores momentos. Me hice cargo de las empresas para que no las vendieran, y he seguido cuidándote mientras tanto.

- ...Hasta ahora que eres el presidente y ya no me necesitas. Y vas a matarme para no tener ningún obstáculo en tu carrera...

Este es el momento. Con un rápido movimiento, él agarra sus muñecas con fuerza, pero ella se resiste. Caen al suelo, en un mortífero abrazo. Ella grita de rabia y forcejea para librarse de la presa. La hoja del cuchillo reluce antes de atravesar la piel, la carne, los huesos, los tejidos, los órganos vitales. Los dos se quedan quietos, él encima de ella, mientras un charco rubí se extiende lentamente por el suelo a su alrededor.

Abre los ojos y ve la expresión de muerte, sorprendida, en su rostro. Lentamente, se incorpora hasta que queda en pie. El cuchillo ha atravesado limpiamente su pecho y la sangre sale como un río sin destino. Sangre, que ha manchado sus ropas y que gotea de sus manos. Sangre, que, en el suelo, corre como afluente que se unirá al mar que rodea su cuerpo.

Mira la figura sin vida, pensando qué pasará ahora. Pero sabe que no pasará nada, porque ha llegado su liberación. Su libertad es esto, es tiempo de alegría. Alegría que forma en su boca en una sonrisa. Alegría que brota de su garganta en forma de risa incontenible.

- ¡Ja, ja, ja! ¡Jódete! ¡Jódete, maldita loca de mierda!

Ahora él es el dueño de todo. Nadie podrá contradecirle. El dinero pagará los mejores abogados y saldrá libre de este feo asunto. Es perfecto: ella le atacó y él se defendió. Defensa propia. Él es fuerte, es grande, es el mejor.

- ¡Por fin ha acabado! ¡Ya estaba harto de aguantar tus locuras! ¡Tenía que haberlo hecho antes, jodida chiflada!

El inesperado timbrazo a su espalda hace que salte sorprendido. Esta será la última vez que descuelgue un teléfono. A partir de ahora lo hará siempre su secretaria. Su mano, teñida del ocre de la sangre seca, coge el auricular. Tiene que procurar mostrarse tranquilo.

- ¿...Sí?

No hay respuesta. Sólo silencio. Pero algo empieza a escucharse de fondo. Es una risa contenida, silenciosa, que va creciendo. Sus ojos se abren, sus labios se separan, su cuerpo abandona las fuerzas. La demoníaca risa va haciéndose estruendosa. Atraviesa su mente poco a poco y hace pedazos su razón; recorre como fuego sus venas y paraliza su corazón. Demonios sin forma vienen a por él para torturarle durante toda la eternidad por sus pecados. El temblor recorre todo su cuerpo como reflejo de la angustia y el terror que le invade. Su mano, sin fuerza para sujetarlo, deje caer el teléfono. Su cordura dimite y deja que otros, sin forma ni control, tomen el mando, mientras su cuerpo resbala lentamente hasta quedar posado sobre el lago rojo, que ya parece formar parte de él.

Golpes en la puerta intentan atraer su atención. Pero es inútil, porque la maléfica risa está ya instalada en su cerebro y reclama la posesión de su personalidad. Las voces y los demonios han venido para quedarse, y van a estar siempre con él. Los golpes son cada vez más fuertes y un bramido, que escucha pero no oye, que no está en su cabeza sino que viene de fuera, le muestra, a lo poco que queda de cuerdo en él, que todo está perdido.

- ¡Policía, abra la puerta! ¡Sabemos que está allí! ¡Abra!

FIN

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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Última modificación: 27-12-1999