El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

Histórico Año II

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Octubre 2000. Nº 19

"Barras y estrellas"

de Daviz Melero. Julio de 2000

Oleadas de orgullo patrio se transmitían por la multitud, animadas por vítores y canciones improvisadas a los héroes de guerra. Niños, hombres, mujeres y ancianos, agitaban pequeños cuadrados de papel unidos a cortas barras de madera, representando el sereno ondear de la Bandera, formando entre todos los presentes una orgullosa Unidad Nacional. El calor primaveral del mediodía, contrariamente a la laxitud que debería provocar, ensalzaba los ánimos y enrojecía rostros desencajados por la euforia del acto. Atronadores sonidos, reverberantes e imperfectos, eran emitidos por la banda, que circulaba en perfecta formación por el centro de la calle, y colaboraban a animar el entusiasmo de la multitud.

Joe y los muchachos habían estado bebiendo cerveza en el garaje antes de asistir al acto. El frescor amargo y burbujeante de la bebida les había ayudado a soportar el inesperado calor de ese día, además de influirles en el descubrimiento de una brillante capacidad para componer himnos en honor de homenajeados ese día. Habían llegado con dificultad hasta el lugar, con la grúa del jefe de Joe, debido a que éste acto en concreto había congregado a casi todo el pueblo y las calles estaban atestadas de vehículos. Pero había merecido la pena ya que podían otear toda la celebración subidos en la cabina y la trasera del vehículo desde el sitio que Joe, gritando y haciendo sonar el claxon a más de un panoli, había conseguido. Eran chicos duros, y jugaban duro para conseguir lo que se proponían. Los muchachos se habían apostado una ronda a ver quién de ellos podía gritar más alto y conseguir que alguno de los homenajeados le dirigiera un saludo. Joe en concreto, animado por el paradójico calor interior que le provocaba la cerveza helada, era uno de los que más jaleaba, convirtiéndose en candidato casi seguro a ganar la apuesta.

Por el centro de la calle, despejada hasta las aceras por verjas y escasos policías aislados, circulaba en exquisita formación la banda del pueblo, que había estado ensayando para el acto durante dos meses. La banda estaba integrada exclusivamente por los estudiantes del Centro de Jóvenes Músicos Patriotas, especializado en marchas militares, de las cuales la institución se jactaba de guardar en sus archivos partituras anteriores a la Guerra Civil. Joe pensaba que la música era para gente "sensible", y que los chicos del Centro eran todos unos maricones, pero le gustaban las marchas militares. Quizá se enrolaría en los Marines cuando se graduara, ...o quizá precisamente si no lo hacía. Previa a la banda, las muchachas del Taller de Danza de Jóvenes Animadoras del instituto del pueblo habían hecho su numerito, encabezando la ilustre marcha de este año. Joe conocía a casi todas las chicas del instituto, del que era miembro del equipo de rugby, a pesar de que su asistencia a las clases era prácticamente nula, ya que tenía demasiado trabajo en el garaje como para perder el tiempo en aprender la localización de países de los que nunca había oído hablar y que no le importaban en absoluto. ¿Y qué más le daba a él quién fuera Napoleón o Cervantes? Esa gente estaba muerta desde hacía siglos y él estaba vivo, deseando ir a la Colina del Amor con la furgona de su padre, acompañado de esa chica, Jenny, que le había sonreído mientras agitaba las cintas en el desfile. Después la invitaría a un helado doble e intentaría sugerírselo, si lograba que los muchachos le dejaran en paz con sus bromas y risas.

Enseguida aparecieron las carrozas, subvencionadas por los negocios más prósperos del pueblo. Estaba la cadena de hamburgueserías Dr. Good Taste, que tenía franquicias por todo el Estado; la armería Save Yourself, un brillante negocio con fábrica propia que daba trabajo a medio pueblo, y del que Joe tenía el orgullo de poseer una estupenda escopeta de caza; la cerveza Gud, refrescante y ligeramente amarga, y, lo que era lo más importante, del país, de la que Joe y los muchachos habían dado buena cuenta de casi dos docenas de latas antes de llegar al desfile... Ejemplos de lo que el País de las Oportunidades ofrecía a aquellos hombres con iniciativa suficiente como para arriesgarse en los negocios.

Sin embargo, Joe no estaba todo lo contento que querría. Unos días antes había intentado entrar con los muchachos en un bar de música Country en directo, pero les habían pedido el carnet para comprobar su mayoría de edad y tuvieron que marcharse. Para resolver sus ganas de juerga, habían comprado unas latas de Gud en una tienda abierta 24 horas, regentada por un tailandés o coreano (Joe no lo sabía muy bien) que ni siquiera se había molestado en preguntarles su edad. "Estos emigrantes no tienen ningún tipo de ética, pensó Joe, sólo les importa la supervivencia de su negocio y el dinero". Consumieron la primera tanda de bebidas en el jardín de uno de los muchachos, y luego se dedicaron a increpar a los negros e hispanos que se reunían en los locales de las afueras del pueblo, mientras acababan con su reserva de cerveza de la tienda del chino aquél. Pero el hecho de no permitirles la entrada al bar había dejado en Joe un hondo sentimiento de desasosiego, como si tuviera que demostrar a todos que no necesitaba ser mayor de edad para darse a valer.

Después de las carrozas llegarían los héroes de guerra, y a continuación el alcalde del pueblo leería su discurso, que Joe esperaba fuera tan bueno como el de otros años. De repente, notó que algo no marchaba bien. Había algo que le molestaba imperceptiblemente, como una mosca que vuela alrededor de la cabeza. Joe empezó a fijarse en la gente apelotonada en los bordes de la carretera y se dio cuenta de que había un hombre solo, al otro lado de la calle, mirándole fijamente con desprecio. Joe le devolvió la mirada con arrogancia, retándole a que la mantuviera, y le hizo un gesto obsceno, pero el hombre giró su atención hacia la carroza que desfilaba en ese momento (la de los almacenes All In One, que arrojaban caramelos para los niños) manteniendo la misma mueca de repulsa. La adrenalina empezó a fluir por el pecho de Joe. "¿Pero qué se habrá creído ese cretino?" No era alguien que despreciara una pelea, más aún cuando no sólo se le ofendía a él sino también a un acto patriótico como éste. "Si no le gustan los desfiles que no venga, pero que no busque camorra porque la va a encontrar".

Avisó a los muchachos de lo que ocurría, y todos empezaron a mirar al tipo del traje negro con cuya sola presencia se descaraba la solemnidad del acto. Decidieron esperar a que llegaran los veteranos y mutilados de guerra antes de hacer nada, dando al desconocido la oportunidad de cambiar su actitud. Tras la última carroza (Cigarrillos Lawn, a los que, por un día, les habían levantado la prohibición de hacer publicidad del tabaco), las sillas de ruedas de tracción manual sustituyeron a los motores de cuatro tiempos que habían vibrado bajo las guirnaldas de los carruajes. Hombres jóvenes, pertenecientes a la Asociación de Veteranos de Guerra, que habían luchado valientemente contra los enemigos del país a miles de millas de distancia, saludaban ahora a los habitantes del pueblo, orgullosos de su heroicidad. Lucían brillantes medallas en la pechera de sus trajes de gala, ostentando, con la satisfacción que sólo ofrecen las mutilaciones de brazos o piernas en actos de servicio, o quizá por la pensión vitalicia que el Estado concede por ellas, sonrisas y saludos entusiastas a un público volcado. A pesar del incidente del hombre de negro, Joe no había olvidado la apuesta y no era persona que se dejara ganar fácilmente. Sus gritos y vítores competían con el sonido ya casi extinto de las marchas militares de la banda, y no le importaba tener que estar callado el resto de la tarde si quería recuperar su voz al día siguiente. Aunque era capaz de reventarse las cuerdas vocales si fuera necesario para rendir homenaje a estos valientes.

Volvió a tener la misma sensación molesta de unos minutos antes, y dirigió su mirada hacia donde se encontraba el hombre de negro. Ahí seguía, en primera fila, la mirada fija en los militares de baja y los labios más fruncidos que antes, expresando el desprecio más grande que Joe hubiera visto en su vida. Esto ya era demasiado. Una cosa era retarle a él, algo que se podría solucionar hablando o a puñetazos. Pero muy distinto era ofender a un puñado de valientes, nacidos en su pueblo, a los que habría que erigir un monumento. Ni siquiera estaba sólo ofendiendo aquellos hombres sino que se burlaba de su País, del Estado, del Presidente, de la Bandera y de toda la nación. Una rabia incontrolada, un Fuego de Justicia, avivado por la Fuerza de la Razón, invadió a Joe. El Gobierno ya se ocupaba de filtrar los emigrantes, a los cuales se les ofrecía una oportunidad, pero el problema es muy distinto y mucho más complicado de solucionar cuando el enemigo está bajo el mismo cielo de tu país.

- Chicos, mirad al tipo ese. Sigue igual que antes.

Los muchachos se agruparon en torno a Joe, increpando al hombre de negro.

- ¡Respeta a esos valientes!

- ¡Vete a tu cubil, alimaña!

- ¡Mírame a mí así si eres hombre, gallina!

- ¡Maldito comunista....!

La gente alrededor del hombre de negro empezó a darse cuenta de por qué aquéllos muchachos gritaban a su zona, comprobando la mueca despreciativa que el hombre en la primera fila se empeñaba en no alterar. Agarrado a la valla de seguridad, el hombre parecía ignorar todo lo que estaba sucediendo a su alrededor. Por las venas de Joe pareció correr un fuego de rabia. La actitud de ese hombre, mejor, de ese animal, era intolerable. La obnubilación inicial provocada por la cerveza había sido sustituida por una clarividencia que sólo da la Fuerza de la Justicia. Había que hacer algo, dar una lección a ese maldito comunista, ese traidor que se empeñaba en mantener la mirada arrogante hacía los dueños de las lustrosas sillas de ruedas. Como en una coreografía, Joe y los muchachos saltaron de la grúa y atravesaron la multitud, cruzando la calle enfurecidamente, dejando a su paso un rastro de gritos asustados y sillas de ruedas volcadas.

Apoyado por la muchedumbre que también vociferaba al arrogante personaje de negro, Joe rugió:

- ¿Es que no tienes ningún respeto por tu país, pedazo de cabrón?

El canalla sólo giró la cabeza levemente en dirección a Joe, sin cambiar un ápice su cara.

- ¡Pide disculpas ahora mismo!

El traidor dio unos pasos atrás, manteniendo la mano agarrada a la valla, pero sólo relajó algo su rostro. Un vacío creció alrededor de él, formando un círculo de gente que le insultaba y animaba a Joe a seguir. Ésta era su oportunidad para darse a valer y demostrar que no le hacía falta ser mayor de edad para comportarse como un hombre.

- Tú lo has querido. Te vamos a dar una lección que no olvidarás jamás.

Joe descargó el primer puñetazo en la nariz del hombre, que se rompió con un espantoso crujido, cayendo aparatosamente al suelo.

No pudo descargar ningún golpe más.

La gente, que hasta ese momento sólo había vociferado, se abalanzó sobre el desdichado, liberando toneladas de Orgullo Patrio en la indeseable figura de alguien que parecía no respetar los símbolos vivos de la fuerza de su país. Joe, acostumbrado a librarse de las avalanchas humanas en su equipo de rugby, salió como pudo del corazón de la paliza. Patadas, puñetazos y golpes convirtieron en una pulpa sanguinolenta el cuerpo del hombre, cuya sangre roja teñía ahora el negro de su traje. Sólo habían hecho falta unos minutos para extirpar un tumor aislado en el sano cuerpo de la Conciencia Patria. Cuando el hombre dejó de moverse, los artífices de la masacre, el pueblo entero, contemplaron su obra rodeando el cuerpo sin vida y desfigurado de la irreverencia personificada. Los espontáneos guerreros populares habían hecho un buen trabajo.

Un grito aterrado quebró el sentimiento de satisfacción que invadía a los presentes. Una mujer rubia, con dos pequeñas banderas de papel en su mano, atravesó a empujones la masa de gente que rodeaba el cuerpo.

- ¡Mi marido! ¡Qué le han hecho a mi marido!

Un leve murmullo creció entre la multitud. Por un momento, Joe pensó en cómo alguien así podía tener esposa, en que quizá ella también fuera una enemiga a la que machacar, pero decidió ser benévolo: cualquiera puede matar, pero sólo los emperadores tienen el beneficio del perdón. Fue él quien habló.

- Se ha hecho justicia. Este hombre se estaba burlando del desfile.

La mujer rodeó el cuello de su marido y le acunó.

- Insensatos, insensatos...

Un sentimiento de culpabilidad comenzó a atenazar el corazón de Joe. Pero no debía ser así: había hecho lo correcto al denunciar la actitud del hombre; la Conciencia del pueblo había hecho el resto. Y el resultado de un juicio popular justo es una sentencia justa, eso lo sabe cualquiera.

- Señora, siento lo que le ha pasado a su marido, pero él se lo estaba buscando. Amo a éste país, y no podemos consentir que nadie se burle de su ejército.

Sus palabras no sonaban convincentes, ni siquiera eran suyas, pero eran auténticas .La mujer rubia dirigió a Joe un rostro enrojecido de ojos llenos de lágrimas.

- Le había dejado solo unos minutos mientras compraba unas banderas. Él era un héroe de guerra. Le estalló una granada en la cara y su rostro quedó desfigurado. Estaba sordo y medio ciego, aunque los médicos consiguieron reconstruirle la cara...., pero sus músculos quedaron paralizados....

Un sudor frío humedeció la rapada nuca de Joe. De repente se dio cuenta de lo borracho que se sentía, así como lo debían estar los muchachos. Empezaron a temblarle las piernas. Miró en torno suyo buscando apoyo pero, escondiendo a la espalda puños manchados de la sangre del héroe asesinado, la gente esquivaba su mirada y se dispersaba lentamente. Ni siquiera encontró apoyo en los muchachos, que vio huyendo a todo correr a lo lejos de la calle. Estaba sentenciado: él era el único culpable de lo que había sucedido. El Pueblo le había juzgado. Le entraron ganas de vomitar.

- Su cara quedó maldita con esa permanente mueca de desprecio, que se hacía aún mayor cuando sonreía...

Joe se dio la vuelta y caminó arrastrando los pies en dirección a la grúa de su jefe, mezclándose entre la multitud aturdida, ignorante de lo sucedido, para evitar a la policía. Dejaba atrás a la mujer rubia con su desgracia y a infinidad de testigos que jurarían sobre lo más sagrado que él, junto con sus amigos, había sido el instigador del asesinato de un héroe de guerra ante los ojos de todo el pueblo. A pesar de la inmensa sensación de culpabilidad que le invadía, todavía apareció en él un sentimiento de tristeza al pensar en lo difícil que sería ahora convencer a Jenny para que fuera con él a la Colina del Amor, alguna noche, en la furgona de su padre.

Nadie sabía todavía que, entre otras, las hamburgueserías Dr. Good Taste, la empresa de cervezas Gud y las tiendas de 24 horas, regentadas por emigrantes orientales, perderían un buen cliente esa misma noche a manos de una magnífica escopeta de caza, producto de las armerías Save Yourself.

*************

- Y ahora, unas palabras del alcalde McQuincy....

- Gracias, Bill. Queridos conciudadanos, nos hemos reunido aquí para rendir homenaje a los valientes que han luchado contra los enemigos de su país, dejándose la piel, e incluso la vida, en el empeño. No hay nación más grande que ésta, ni la habrá jamás, mientras sigan naciendo hombres (y mujeres) hechos con la madera de los héroes que lograron su independencia y son capaces de dar su vida por mantener nuestro modo de vida y salvaguardar al mundo civilizado. Antes de que un veterano nos dirija unas palabras, demos un aplauso a estos héroes capaces de recorrer todo el mundo para luchar contra nuestros enemigos...

FIN

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