El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

Histórico Año II

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Junio 2000. Nº 16

Hace ya muchos años, allá por noviembre de 1984 nacía la primera revista de opinión de la Universidad de Alcalá. En este mismo número hablamos más detalladamente de "Campus" (así se llamaba). Nació con la misma vocación que tiene esta "nuestra" revista electrónica: "Estas dieciséis páginas son nuestras, de todos. No significan un boletín oficial de los órganos de Gobierno. Por eso desde aquí, quiero rogaros vuestra colaboración. Que nadie piense que su aportación es insignificante o falta de interés". Así lo veía Julio Gutiérrez, entonces vicerrector de estudiantes, en la contraportada de aquella primera publicación.

Los años y los avatares de la deriva tomada por los sucesivos gobiernos de los equipos del rector Gala, hicieron desaparecer la revista, la nuestra, la abierta a todos. Ahora queremos rendir homenaje a aquella publicación malograda, ya que la opinión libre en la UAH parece no estar bien vista.

Como decíamos, comentamos más detenidamente, en la página dedicada a la "Historia reciente de la UAH" la corta historia de Campus y nos ha parecido la mejor forma de reavivar su recuerdo, sobre todo para aquellos que no la conocieron, ofrecerles el primer cuento que vio la luz en sus páginas, "El hedor tangible", de nuestro compañero Eduardo Acaso: una pequeña historia de terror, ajena a la política universitaria, que esperamos les divierta.

Una divertida anécdota: algún/a otro/a compañero/a se tomó la historia en serio, creyendo que se trataba de una crónica.

EL HEDOR TANGIBLE

Eduardo Acaso Deltell

A Rosa, con todo cariño.

Desde que sucedió vivo al borde de la locura. Sé que no puedo durar mucho. La situación es insostenible pero debo contarlo, debo dejar un testimonio que ayude a no sé quién. ¡Oh Dios! ¿cómo contarlo? ¿Cómo narrar el indecible horror que encontré y que desde entonces muerde mi mente?

He huido, me he escapado del escenario de los hechos, me he refugiado en Gredos, esperando que su frío me calme, pero el miedo me rodea y está dentro de mí. Las noches son terribles pues sé lo que me espera; son horas inmensas, cargadas de presagios en donde todos los ruidos naturales se convierten en crujidos de quien me busca. Las noches son lo peor, la oscuridad me acosa y yo vigilo de un modo incesante, prisionero del terror, atenazado por mi histeria, dominado por mi locura. Por eso escribo, por mí, por mi salvación. ¿Salvación? Esta es la más loca de mis ideas; sé que no hay salvación porque el horror me busca, porque sabe de mí y, sin embargo, a pesar de todo, a pesar de la absoluta convicción de mi abominable fin, tengo esperanzas. ¿Esperanzas de qué? ¿De que no me encuentre? ¿De que pueda escapar? ¡No, no! No es posible, sé que no es posible aunque esté en Gredos, aunque esté en medio de la ventisca, aunque esté en la Cuerda del Cervunal. ¡No puedo escapar! Pero mi mente se mueve en círculos incesantes, en torbellinos sin fin, y caigo de nuevo en la ingenuidad de mi salvación.

Estoy solo, escondido en el Cervunal, en medio de la noche y he de escribir. Escribir no para mí pues no hay esperanzas –repítelo ¡no hay esperanzas!- sino para salvar a otros del horror que se ha extendido por el mundo. Quizá este manuscrito sea mi triunfo, el que ayude a la próxima víctima. ¡Difícil triunfo! pues el manuscrito ha de permanecer después de mi muerte, ha de encontrarlo alguien, ha de creerlo, ha de hacerlo público... Ingenuidad de nuevo. Y, sin embrago, he de escribir la historia, aunque nadie la encuentre, aunque nadie la crea, aunque no esté destinada a otros. He de escribir aunque sólo sea para mí, para combatir mi locura, para que cesen los escalofríos del miedo, el temblor de mis manos, los espasmos que me sacuden, la fiebre que me domina.

Los hechos se iniciaron en el mes de Enero de 1981. La Universidad de Alcalá de Henares proseguía con normalidad el curso. No había nada que hiciese presagiar la tragedia; además ¿por qué iba a haber una tragedia? La fuerza de lo cotidiano es inmensa. Obliga, en demostración tan irrefutable como irracional, a la imposibilidad de lo extraordinario. ¿Cómo iba a suceder algo? ¿Por qué iba a extrañarnos que Rosa decidiese, de nuevo, otro cambio de tesis? Le habían dado la Beca y, sin embargo, decidió estudiar en profundidad el espectrómetro. He de decir que nos extrañó, pero fue una extrañeza normal, cotidiana. El tren de la costumbre no se había salido de carril. Rosa cambiaba de nuevo su Tesis, ¿por qué? ¿Qué más daba? Era extraño, sí, pero no especialmente raro, curioso pero seguramente no inexplicable. Se le preguntó el porqué del cambio y adujo razones, para mí, poco convincentes: que el Campo Arañuelo no era nada atractivo, que el curso de Hidrogeología le iba a quitar mucho tiempo, que el espectrómetro era fascinante y un largo etcétera. Con febril determinación se sumergió en el mundo del espectrómetro, reunió bibliografía con rapidez asombrosa y comenzó a hacer las últimas gestiones para la puesta en marcha definitiva del aparato. Ninguno notó el siniestro brillo de sus ojos, su paulatino aislamiento, su creciente mutismo. No, nadie notó nada, pero un halo diabólico comenzó a rodear a Rosa y su máquina.

Al fin un día se puso en marcha el espectrómetro y su siniestro zumbido fue como el detestable reloj que iba marcando nuestro fin. Fue, desde entonces, la satánica música que nos rodeó hasta la consumación. Aún ahora la sigo oyendo, incansable, funesta, matemáticamente fatal.

A partir de ese momento Rosa dejó de existir para nosotros. Atendía sus clases como mero formulismo, no hablaba prácticamente con nadie, no discutía con Luis, no compraba ya sus extraños libros sobre Aragón, no corregía memorias de excursiones y lo más asombroso: aún antes del amanecer ya estaba trabajando con su detestable máquina. El día entero lo pasaba allí, trabajando incansablemente y cuando, a la hora de comer, la invitábamos a acompañarnos nos despedía enfurecida por haber interrumpido, durante unos instantes, su labor. Al llegar la noche, aún seguía allí y sospechábamos que, a veces, no volvía a su casa. Como consecuencia el aspecto de Rosa fue desmejorando paulatinamente: adelgazó espectacularmente, exhibía unas imponentes orejas y su febril estado de ansiedad –ansiedad ¿por qué?- obligaba a su cuerpo a nerviosas convulsiones.

Así, un día, decidimos todos que había que hablar seriamente con Rosa. En definitiva, le íbamos a decir que, en las Tesis, se investiga para ser Doctor, no para morir en el intento; que el adelantar estaba bien pero no convenía trabajar –por su salud- al ritmo acelerado en que lo hacía ella. Y ocurrió que unos cuantos fuimos al laboratorio a ver a Rosa. La inmensa sala estaba dominada por el incansable zumbido del espectrómetro, por el frío gélido que imperaba en la estancia, por el frenético jadeo de la interminable labor.

Fue todo tan rápido, tan asombroso: apenas comenzamos a balbucear las primeras palabras cuando Rosa, imaginando quizá el porqué de nuestra presencia allí, cortó en seco todo intento lanzando un alarido furioso, tan bestial, tan ajeno a la condición humana, que nos paralizó. Sus ojos llameaban una extraña furia incontenible y, arqueando sus dedos como una amenaza de la selva, comenzó a avanzar hacia nosotros. Y por primera vez aleteó el miedo, no el miedo a que nos hiciese algún daño físico, sino el Miedo con mayúsculas, el pavor a lo irracional, el espanto al ver surgir -¿de dónde? ¿en qué dirección?- el lado siniestro que tienen todas las cosas de este mundo. ¿Cómo, si no, se explica el que poco a poco retrocediéramos con las manos extendidas en ademán de defensa? ¿Cómo se explica nuestro rostro paralizado, nuestro gesto de terror, nuestras pupilas dilatadas? Sin saber cómo, salimos del laboratorio. Sí, estábamos asustados, nuestros cuerpos temblaban, sudábamos, nos miramos... El miedo ya había anidado en nuestros corazones como un huevo negro que esperase eclosionar en el momento señalado.

A partir de ese día nuestras conversaciones giraron entorno a Rosa, pero ya no veíamos el caso como una muestra de profesionalismo –ser Doctor, investigar- exacerbado sino como una inquietante enfermedad, un proceso diabólico en donde el espectrómetro jugaba un papel decisivo. ¿Qué siniestra aplicación había encontrado Rosa del aparato? ¿Qué hacía con él? ¿Qué estaba pasando? Comenzamos a admitir la posibilidad de hablar con sus padres, con un médico, con quien fuese... No hizo falta, el proceso estaba en marcha y era imparable. La espiral no detendría su avance porque nosotros hablásemos, decidiésemos algo que, de todos modos –luego tendríamos plena certeza de ello-, estaría muy por debajo de los acontecimientos.

No hizo falta tomar medidas porque ya el destino había comenzado a jugar fuerte. En efecto, una mañana, al llegar a la Universidad encontramos el cadáver de Pedro. ¡Dios mío y en qué estado! Estaba al fondo del laboratorio, en donde solía trabajar, tirado en el suelo, con los ojos abiertos, monstruosamente dilatados por el terror. Su piel presentaba un aspecto horrible, acartonada, cubierta de grietas rellenas de sangre seca. Pero lo más terrible era su aspecto general: su cuerpo estaba mutilado y como descoyuntado, desencuadernado, mostrando un nuevo diseño que nada tenía que ver con la naturaleza humana. Rodeándolo todo, un penetrante olor fétido nos mareaba, nublaba nuestra razón, vaciaba nuestra alma. Y como una siniestra convicción, el zumbido impenetrable del espectrómetro y le jadeo febril de su servidor: Rosa.

Sólo hubo una persona que permaneció ajena a todo: Rosa. En efecto vivía para su trabajo que ya había alcanzado cotas de actividad absolutamente demenciales. Su aspecto nos producía la más deplorable impresión y en el fondo más oscuro de nuestra alma sospechábamos de ella y su espectrómetro como los causantes del desgraciado final de Pedro. Sin embargo, la mente humana sabe defenderse de sí misma y así, lo que nuestro inconsciente exclamaba a gritos -¡ella es la culpable!- la consciencia lo silenciaba, siempre atenta a conservar un estado de cosas psicológicamente normal.

Pasaron unos días sin que sucediera nada -¡qué torpes fuimos, la transformación de Rosa era ya normal!- e intentamos reintegrarnos en nuestro trabajo. Las clases, las excursiones, las interminables reuniones, los paseos burocráticos al Rectorado, las eternas discusiones sobre el mejor sistema de puntuación... Poco a poco nuestras almas, azotadas por el horror, fueron serenándose, adquiriendo su pulso cotidiano, su latido normal, su familiar ritmo. Casi, casi, olvidamos que en el laboratorio aún permanecía el fétido olor que acompañó la muerte de Pedro, el zumbido detestable, los apresurados pasos de Rosa, la amenaza, en suma, la ponzoñosa calidez de la degeneración. ¡Cuán ignorantes éramos de lo que iba a suceder! Pues el destino tenía ya preparado el golpe definitivo, la infernal suma de los horrores. En realidad, era como si una calma tensa, una expectación cargada de presagios aguardase el final. Porque era el final, el más espantoso de los finales, la culminación de drama, su postrera terminación en tragedia.

Aquel día Rosa estuvo particularmente activa. En efecto, su ya incansable labor se vio acelerada a un ritmo frenético. Del laboratorio surgían los sonidos más extraños: metálicos, susurrantes, quitinosos... que se sumaban al eterno zumbido espectrométrico. Además, un olor penetrante, aunque indefinido, invadió todo el ala del edificio ahogando en sus vapores a los ya de por sí detestables de Química Inorgánica. Incluso Rosa salía de vez en cuando del laboratorio y, corriendo como una loca, recogía algún apunte de su olvidada mesa. Sí, algo ocurría, algún nuevo acontecimiento iba a suceder, pero nosotros no lo vimos, o no lo quisimos ver, entregados como estábamos al culto de lo normal del "no pasa nada" cueste lo que cueste.

Transcurrió el día tranquilo y murió con un atardecer violentamente rojo como una sangrienta premonición. Oscuras nubes de alma azulada surgieron de la Sierra. Como siempre ocurría a estas últimas horas de la tarde, la Universidad estaba vacía y un silencio sepulcral reinaba en los pasillos.

De pronto unos alaridos espantosos quebraron el aire. Blanca, Luis y yo nos miramos sobrecogidos. Continuaban los gritos, eran como estertores de muerte, pero de una muerte horrenda en donde todos los sufrimientos de este mundo se concentraban en esas gargantas hechas pedazos. De nuevo volvió el silencio, ahora pesado, sólido, ominoso.

-¡Los gritos vienen del laboratorio!- corrimos angustiados y a medida que nos acercábamos algo iba helando nuestros corazones, como si un aura de miedo espectral rodease esa parte del edificio.

¡Dios mío! ¡Qué horrible momento cuando estuvimos frente a la puerta del laboratorio! No sabíamos cómo, pero teníamos la certeza absoluta de que al otro lado existía un poder nuevo, indestructible, diabólico, insaciable. Ya no importaban los gritos, lo que queríamos era huir, escapar, alejarnos de esa amenaza. De repente nos dimos cuenta de que el silencio era demasiado agobiante. Sí, no había duda, el espectrómetro había dejado de funcionar, no oíamos su zumbido característico. No me pregunté porqué, sólo sentí una oleada de miedo incontenible como si el poder que existía al otro lado ya hubiese comenzado a actuar. ¿Por qué abrimos esa puerta? ¿Qué nos impulsó a ello? Fue el momento crítico, el instante que nos separaba la vida de la muerte, la cordura de la enajenación mental, la felicidad de una vida común de la certeza de lo horrendo.

El laboratorio estaba sumido en tinieblas. Un olor fétido, abominable, nos invadió y nos hizo tambalear mareados, próximos al vómito. Era algo cercano a la putrefacción de la esencia misma de lo húmedo mezclado con el vapor que produce la carne degenerada y descompuesta.

Luis y yo avanzábamos a tientas en medio de la oscuridad mientras Blanca buscaba, frenética, el interruptor de la luz. Un grito ahogado de Luis nos paralizó. Había caído, tropezado con algo. Con sus manos intentó saber qué era ese bulto y cuando lo supo comenzó a hablar de manera incoherente, dando roncos gritos como un poseso. Nos acercamos, encendí mi mechero y horrorizados vimos el cuerpo de Antonio hecho pedazos en un mar de sangre. Un poco más allá, en el límite de la penumbra, divisamos el cadáver de José Luis, también salvajemente mutilado y descoyuntado. Era ya demasiado, Blanca y yo intentamos levantar a Luis que, convulso, le iba atenazando cada vez más la histeria. ¡Huir, huir!, pero ya era tarde.

De pronto, el espectrómetro comenzó a zumbar de un modo diabólico y un halo de luz difusa le rodeó. Una masa informa, indefinida, fue incorporándose de detrás de la infernal máquina.

¡Dios mío! ¿qué era eso? ¿qué abominable criatura era ésa que avanzaba hacia nosotros? Fue en ese momento cuando mi mente se distorsionó por completo, cuando perdí el equilibrio de la cordura y se me heló el cerebro pues lo que se movía lentamente era Rosa, pero ¡qué Rosa! Parecía como si la hubiesen dado la vuelta y sólo conservase lo diabólico que todos llevamos dentro pero infinitamente aumentado hasta ser la esencia misma de la maldad, de la degeneración más absoluta. Era una especie de masa bulbosa cubierta de pústulas, un coágulo amenazante, un vómito sanguinolento, una masa plasmática semoviente, un gorgoteante zoomorfo. Como la concreción de un cambio de fase, un esputo con vaga forma humana, una hedionda mucosidad, una babosa pútrida. ¡Horror de los horrores! ¡Era el hedor tangible!

No sé como pude escapar. Sólo contengo en mi memoria imágenes nubladas, siluetas en medio de la luz fantasmal, destellos fuera de foco. Debí de perder el conocimiento cuando "eso" caía sobre Blanca y Luis. ¿Qué pudo suceder? ¿gritos? ¿alaridos de agonía? Me arrastré por el suelo, sí, repté hasta la puerta mientras oía chasquidos que me helaban la sangre, succiones, desgarros. ¡No, no, no! ¿No quiero recordar! Es demasiado espantoso... Pude huir, no sé cómo pero escapé y ahora estoy en Gredos esperando lo que ha de venir.

Han pasado unas horas, dentro de poco amanecerá. ¿Qué ha sido eso? Oigo como crujidos en la nieve. No voy a salir de la tienda, no quiero ver nada. Probablemente es el viento... he de dominarme, cada ruido me sobresalta.

Ahora estoy seguro: algo se acerca lentamente. ¡Dios mío, el olor! ¡viene a por mí! ¡Es el hedor tangible!

No tengo escapat...

 

NOTA FINAL: Este texto fue hallado, en forma manuscrita, en la Sierra de Gredos, en un paraje denominado Cuerda del Cervunal, en la primavera de 1981. Junto a él se encontraron los restos de un campamento y el cadáver de un hombre, presumiblemente Eduardo Acaso Deltell, desaparecido, en extrañas circunstancias, el 20 de febrero del mismo año.

Este documento forma parte del dossier que, sobre el caso "La matanza de Alcalá", obra en poder del Cuerpo Superior de Policía de Madrid. Quien lo haga público, extravíe o destruya le serán aplicadas las sanciones que, por ley, le correspondan.

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Última modificación: 15-06-2000