El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

Histórico Año II

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Julio - Agosto 2000. Nº 17

El pasado 26 de junio se entregaron los premios del

IV Certamen de Poesía y Cuentos Cortos "Escuela Politécnica" de la Universidad de Alcalá de Henares.

Nuestro colaborador habitual, sobre todo en esta página literaria, Daviz Melero, fue galardonado con el primer premio del concurso.

Dado que en las bases del mismo no existen datos sobre los derechos de publicación de las contribuciones, Vivat Academia se ha tomado la libertad de publicar este bonito relato, salido de la pluma que tantas veces nos ha hecho pasar un buen rato y reflexionar.

Asimismo instamos al resto de participantes a enviar sus trabajos premiados a esta revista, para su inclusión en sucesivos números.

"El dragón"

Daviz Melero. Abril de 2000

Dicen que los turcos tienen un dragón domado. Quizá sea por ello por lo que todos hemos perdido la esperanza. Ahora me doy cuenta realmente de que no sé qué es lo que estoy haciendo aquí, tan lejos de mi tierra, de mi hogar, de mi trabajo. El general Giustiniani nos prometió la gloria y la seguridad de que nuestro apoyo escribiría un capítulo en la historia de la cristiandad, pero me temo que serán páginas manchadas de sangre. Sangre derramada, procedente de todos los rincones del Mediterráneo, incluida la infiel.

Por toda la ciudad circula el rumor de que el sultán ha conseguido encerrar al dragón en el enorme monstruo metálico que apunta su ciclópeo ojo hacia las murallas. Pobres infelices supersticiosos. En realidad es un enorme cañón diseñado por un húngaro que intentó vender su idea al emperador el año pasado, pero que éste tuvo que rechazar por falta de medios económicos. Situándose aparte de toda ética y religión, el húngaro se la vendió al sultán, que recibió la idea como una señal divina que justificaba el asedio, y le colmó de oro. Por lo menos eso es lo que me ha dicho Tariq, y parece verosímil. Desde lo alto de la primera muralla he visto cómo lo disparaban hacia el otro extremo de la ciudad, y en verdad que es un espectáculo asombroso. Tiene una altura de diez hombres y, si mis conocimientos como orfebre pueden ser aplicados al arte militar, el motivo de que lo tapen rápidamente con mantas es para que el enfriamiento sea homogéneo en toda su superficie y no se resquebraje en las zonas donde se enfría antes, igual que hago yo cuando sumerjo las joyas de plata en agua para mantener las soldaduras firmes. Sería un bello espectáculo si no fuera tan mortífero y efectivo. Cada dos horas el dragón ruge y vomita una bombarda de tres codos de diámetro que destroza un trozo de la primera muralla y transforma en cascotes un pedazo de la Historia. Si salgo de ésta prometo no trabajar nunca para un húngaro.

No lo he dicho todavía. Mi nombre es Luciano Constanzi, soy genovés de nacimiento y orfebre artesano de profesión. Me encuentro en la noche del 28 de Mayo del año de Nuestro Señor de 1453 en la ciudad de Constantinopla, y tengo la serena seguridad de que pronto moriré a manos turcas. Escribo esta breve epístola con la dudosa esperanza de que si alguien encuentra mi cadáver haga llegar estas letras a mi familia, tan lejos de mí pese a ser una tierra bañada por el mismo mar. Partí del puerto de Génova engañado por las promesas del general Giustiniani, un joven y brillante estratega que nos aseguró que los técnicos no estarían en primera línea de batalla. Y sin embargo aquí estoy, protegiendo mis seis varas de muralla, demasiado para un solo hombre pero inevitable, dada la escasez de efectivos de los que dispone la ciudad.

El mismísimo emperador Constantino nos recibió a nuestra llegada con un vehemente discurso en latín que versó sobre el fin de la cristiandad y la necesidad de proteger el último bastión del imperio de aquellos que habían mancillado el suelo santo de Jerusalén. Tuve que traducir sus palabras a mis compañeros de armas ya que ellos son simples campesinos que sólo conocen el latín por las oraciones que repiten en misa. No me encontraba lo suficientemente cerca del emperador para apreciar su rostro con claridad, pero sí lo bastante como para vislumbrar su sudorosa tez morena reflejando la luz del sol. No ha sido su discurso sino la gravedad de la situación lo que nos ha obligado a genoveses y venecianos, enemigos comerciales irreconciliables, e incluso más aún, a latinos y bizantinos, separados en creencias desde hace siglos por una cuestión de apreciación de la naturaleza del Espíritu Santo, a conjuntar nuestras fuerzas contra un enemigo común.

No puedo evitar pensar en la irremediable paradoja de que el primer emperador de Constantinopla, que a su vez dio nombre a la ciudad, se llamara como el actual. Quizá sea un misterio de naturaleza teológica incomprensible para mí, en el que el nombre nunca antes repetido en la genealogía de los emperadores bizantinos sea ahora necesario para cerrar el círculo. Este pensamiento me sorprende y a la vez aterroriza, porque puede ser una señal más de nuestro fin. Los bizantinos dicen que no hay de qué tener miedo porque Dios está de nuestra parte, que antes de que entren en la basílica de Santa Sofía un ángel guerrero descenderá del cielo para protegerla, que los demonios turcos están amparados por un diablo renegado que será apresado en cuanto su superior se dé cuenta contra quién lucha.... Palabras y más palabras, porque la realidad es demasiado cruda como para pensar en otra cosa que en darse moral a ellos mismos.

Estoy sorprendido de la lucidez que ha invadido mi espíritu en las últimas semanas. Hace sólo dos meses era un artesano más en la calle de los metales, independizado de mi maestro hacía ya un año y ganándome la vida, a duras penas, con encargos de la pequeña nobleza, insignificantes y mal pagados. Ya tengo 25 años y aún no me he casado, más por no poseer un peculio abultado que por no haber encontrado a la persona adecuada. Mi maestro insistió en que aprender a leer y escribir era fundamental para hacer las inscripciones en las tallas, y gracias a él puedo volcar mis pensamientos e inquietudes en estas líneas, mucho más de lo que pueden hacer la mayoría de mis compañeros. Tengo la sospecha de que incluso los escasos trabajos que recibía eran recomendados por mi maestro, pero soy demasiado orgulloso como para agradecerlo.

Aunque más bien debería hablar en pasado, porque no soy la misma persona que partió de Génova hace dos meses. Ahora me doy cuenta de que desde que llegué a la otrora brillante capital del imperio, mi vida había transcurrido como en un sueño, voluble y manipulado por voluntades más fuertes que la mía. Tariq es un buen ejemplo de voluntad: un pequeño y nervudo turco, alistado en las tropas bizantinas contra sus compañeros de raza.

- Mira Lucio. A mí no me importa quién tiene la razón. Yo lo que sé es que mi abuelo vino a trabajar aquí hace cincuenta años y me he ganado el derecho a que me llamen bizantino de nacimiento. Mi vida y mi familia pertenecen a esta ciudad, y mi conciencia no me toleraría saber que si esa cuadra de salvajes atraviesan las tres murallas, toda la civilización y cultura que he conocido hasta ahora desaparecerá.

Cuando le pregunto sobre el sentido de Guerra Santa que defienden los turcos su espeso bigote se extiende hacia los lados en una amplia sonrisa.

- Eso es el Corán, Lucio, lo mismo que vuestra Biblia. Si las interpretaciones se sacan de contexto pueden justificar cualquier cosa. ¿Qué más da si luchan por su Dios o vuestro Dios? ¿Y por qué no va a ser el mismo Dios que se manifiesta de modos distintos? Que te quede claro que por lo que se lucha aquí es por el control sobre el comercio de esta zona, pero los sultanes y los reyes son demasiado precavidos como para que seáis conscientes de ello. No se muere por dinero si al otro lado del frente te ofrecen más. Pero morir por la promesa de otra vida mejor.... ¡Eso es un honor!

Otro estallido ha hecho que interrumpiera esta narración. Me he asomado por un hueco de la muralla para ver dónde ha hecho blanco el monstruo metálico de los turcos esta vez, pero sólo he podido vislumbrar las hogueras de su campamento, la magnífica tienda dorada y roja del sultán al fondo y los restos de la gigantesca torre de asedio que quemamos con pólvora unos pocos voluntarios hace diez días. Aquella noche tenía la certeza de que moriría, pero la escaramuza salió bien y regresamos sanos y salvos a las entrañas de la ciudad, dejando detrás nuestra otra amenaza reducida a cenizas. La gente de abajo está diciendo que el dragón ha vuelto a escupir su fuego. Creo que si no me matan me volveré loco de escuchar tantas estupideces. Mi moreno amigo Tariq es más sobrio que yo y les justifica cuando les escuchamos mientras buscamos algo de comer tras nuestro turno en la muralla.

- No les puedes echar en cara que tengan miedo. Si el emperador hubiera tenido dinero para pagar a aquel ingeniero húngaro Orbón cuando se presentó ante él, en vez de gastarlo en aparentar opulencia en su palacio, ahora serían los turcos los que hubieran desistido de asaltar la ciudad. Nosotros tendríamos el juguetito del sultán Mohamed y ningún ejército nos plantaría cara. Pero ya ves, Lucio, ni haber rechazado los ataques con escalas ni prender fuego a las minas con las que pretendían desmoronar las murallas ha servido para dar moral a las tropas. Este pueblo es demasiado soberbio como para admitir que los buenos tiempos terminaron hace cientos de años y que los bizantinos son un pueblo casi extinguido. Déjales que se justifiquen con una explicación sobrenatural como la tontería del dragón si quieren.

Sé que esta es la última noche de Constantinopla como ciudad cristiana. La misa en Santa Sofía ha sido conmovedora y ha sido la primera vez en mil años que los dos ritos, latino y ortodoxo, han sido practicados juntos. El mismísimo emperador ha recordado a su pueblo que eran descendientes de los héroes de la antigüedad y que tenían el sagrado deber de estar a la altura de tan ilustres predecesores. Incluso ha afirmado que él también perecería en defensa de la ciudad si fuera necesario. Ha agradecido a los italianos, genoveses y venecianos, nuestra ayuda desinteresada. Todo un detalle inesperado por su parte.

Estoy escuchando el estruendo de trompetas, tambores y campanas que precede al ataque turco, pero todavía me queda un rato para terminar antes del fin. Querida familia, sabed que si estas líneas llegan a vuestro poder es porque habré muerto por vosotros, pero no porque me considere un guerrero de Cristo. Creedme si os digo que en realidad yo nunca he querido matar a nadie. Encomiendo mi alma a Dios, aunque no tengo la seguridad de si este Ser es el mismo por el que mueren los turcos también. Como fuere, rezad porque estas dudas en las últimas horas de mi vida no impidan que me reúna con Él.

************* 

Retomo la escritura de esta carta una semana después del terrible asalto a la ciudad que casi la ha reducido a cenizas. Auténticos ríos de sangre discurrieron por las calles empedradas aquella noche y los seres humanos dieron lo mejor y lo peor de sí mismos en una batalla encarnizada que se volvió a favor de los turcos cuando un trozo de la muralla quedó desprotegido por la cobarde huida de sus defensores. El recuento indica que cuatro mil bizantinos han muerto, entre ellos el emperador, y la mitad de las tropas de apoyo extranjeras han sido pasadas a cuchillo. El honor de la decapitación pública se ha reservado a las personas de alcurnia como los cónsules y embajadores. No he vuelto a ver a Tariq, así que supongo que perecería en defensa del orden que siempre había conocido.

Y sin embargo yo sigo vivo, y soy un extranjero en esta tierra. Relataré lo sucedido a modo de confesión sin atisbo de arrepentimiento. Si Dios es justo sabrá perdonar las faltas que por omisión pueda haber cometido ya que no tengo conciencia de haber obrado mal.

A la llegada de la primera oleada de guerreros protegí mi sector de la muralla como pude, cortando escalas, atravesando cuellos o seccionando miembros. Recuerdo que la mayoría de los rostros que pude distinguir entre la orgía de sangre que me rodeaba ni siquiera eran morenos sino de rasgos europeos. Parece ser que el sultán utilizó a sus esclavos como carne de cañón para reducir nuestras fuerzas y reservó a las tropas de élite para cuando ya estuviéramos debilitados. Volvía a sentirme engañado y un agujero se formó en mi pecho. Me había alistado para luchar por la cristiandad, no contra hombres armados con palos que ni siquiera profesaban culto por el Islam. A la llegada de la segunda oleada, esta vez en perfecta y disciplinada formación, la decepción se tornó en un terror que me invadió de tal modo que arrojé la túnica y la espada que me identificaban como soldado y me dirigí a todo correr hacia Santa Sofía, donde se había congregado el pueblo para rogar por un milagro que no llegaría. Ya que había recorrido medio mundo quería que lo último que mis ojos vieran fuera la belleza oriental de la basílica.

Por el camino pude ver cómo salían naves aliadas del puerto. Ahora sé que eran fugitivos que habían pagado con todas sus pertenencias la posibilidad de escapar de una muerte segura. El mismísimo Giustiniani fue transportado a una de ellas tras ser herido, lo que en su momento provocó la desbandada de los defensores e invade ahora de zozobra mi corazón. Ignoro si ha sobrevivido, pero seguro que tiene una estancia reservada en el infierno de los traidores. A la carrera llegué a Santa Sofía, la cual estaba llena de feligreses celebrando la que sería su última misa.

El silencio era sepulcral y el clérigo cantaba su letanía en latín con solemnidad, de espaldas a nosotros. Observé las embellecidas arcadas y las altas cúpulas circulares, tan distintas a las sobrias y frías construcciones de ventanas minúsculas a las que estaba acostumbrado en mi lejana tierra genovesa. Si alguna vez Ha estado a mi lado, no cabe duda de que éste ha sido el momento en el que me he sentido más cercano a Dios. Recuerdo que mis pensamientos, lejos de estar preocupados por una inminente y horrible muerte, estaban centrados en la belleza del momento, en la sobriedad y pureza del rito religioso, en la hierática perfección de las construcciones creadas como consecuencia de la fuerza de la fe. Extrañas divagaciones para quien se enfrenta a un poder más arrollador que cualquier otro en el mundo: el del organizado y soberbio ejército turco.

En un momento comenzó y en un momento finalizó. Uno de los portones laterales se abrió con gran estruendo y una miríada de hombres morenos de barbas largas, ataviados con turbantes y túnicas, irrumpieron en la basílica. Del lado cristiano se empezó a escuchar algún grito y sollozo, pero la mayoría mantuvimos la calma, cautivados como estábamos de la solemnidad del momento y resignados a nuestro fin. Lenta, metódicamente, los turcos empezaron a dispersarse entre la gente, dejando cuellos degollados y miembros amputados a su paso, pero un grito rotundo interrumpió la matanza. Hombres a caballo habían irrumpido en la basílica y miraban desafiantes a los otros ataviados con túnicas. Me sorprendió darme cuenta de que el aspecto de los barbudos era bien distinto del de los jinetes, protegidos por armaduras de cuero, adornados con barbas cortas y con soberbios caballos árabes engalanados por montura. Hasta aquél momento había pensado que los turcos eran una sola raza, maligna y de aspecto demoníaco, aunque ya había tenido mis dudas durante la pugna de la muralla. Ésta fue la primera vez que fui consciente de que en el otro bando también podría haber jerarquías, luchas de poder o uniones de ejércitos de distintos lugares, igual que en el nuestro. Los jinetes parecían de una facción del ejército turco predominante sobre los hombres de las túnicas y, a mi juicio, contrarios a una matanza en masa. Luego supe que el sultán había prohibido expresamente la matanza y el saqueo de la población civil de la ciudad, y que éstos jinetes eran su policía personal, fieles y vigilantes de que se obedecieran sus órdenes.

La tirante tensión entre los bandos del mismo ejército fue interrumpida por la voz grave del sacerdote.

- In nomine Pater, et Fillum, et Espiritu Santo

Ante la mirada atónita de todos, el clérigo recogió el cáliz consagrado y se dirigió hacia el muro, desapareciendo detrás de él. Durante un instante los turcos se quedaron boquiabiertos, pero inmediatamente recuperaron la compostura y empezaron a agrupar a los supervivientes al fondo de la basílica. Ha sido la única vez en mi vida en el que no he tenido miedo a morir, a pesar de la inminente presencia de la Muerte, y aún ahora me pregunto qué extraña inspiración me condujo a ese estado de gracia. Respecto al sacerdote, dicen que cuando Santa Sofía vuelva a ser cristiana resurgirá de las piedras para finalizar la misa inacabada. En el momento todos creímos que fue un milagro, pero con el pensamiento en frío, supongo que se escabulló a través de un pasadizo, abierto por algún resorte invisible.

Mucho queda por contar pero abreviaré dado que quiero que esta carta llegue cuanto antes a su destino. Al igual que a mi llegada a Constantinopla, el sultán se dirigió a nosotros, capturados como rehenes, en su propia lengua y también en latín para hacerse entender, pero esta vez no quedaba nadie a mi alrededor a quien traducir sus palabras. Al igual que aquél lejano día, no pude distinguir su rostro pero sí su aspecto soberbio y juvenil, más o menos de mi edad. Nos habló de la pena que habitaba en su corazón por el desastroso resultado del asalto efectuado a la preciosa ciudad; de la promesa de empezar una nueva era en la que se recuperaría la cultura y se iniciaría otra edad de oro, más brillante si cabe que las anteriores; de la justificación, por medio de la guerra santa, de los medios empleados en la conquista; del glorioso futuro que aguardaba a los hijos de la verdadera fe....

He estado reflexionando sobre el significado de la verdadera fe. Cada pueblo tiene la suya, incluso esto no es cierto siempre. Tariq era de raza turca pero cristiano de creencias y hay armenios de raza convertidos al Islam. En Europa, la cristiandad se extiende por todas partes: germanos, normandos, hispanos...., lo mismo que el islamismo se extiende en Asia entre persas, sirios, egipcios...., y por último turcos. La raza no es determinante de la fe que se profesa, aunque ésta produzca una cultura que envuelve al hombre que la practica. He encontrado algo que compartimos todos los seres humanos, un nexo común que debemos conocer para poder evitar: tenemos miedo de lo que no conocemos y ese miedo se transforma en violencia. Por todas estas reflexiones, por la visión de que todos los seres humanos somos una sola raza, por la esperanza de obrar como semilla para una futura unión de las dos culturas en el respeto y la búsqueda de unidad, he tomado la decisión de convertirme al Islam.

Querida familia, sé que me repudiaréis cuando leáis esto. Puede incluso que dejéis de leer y queméis ésta carta. Sólo quiero que entendáis que tengo motivos más que suficientes para quedarme aquí, y que no ha sido una decisión fácil. He encontrado por fin un sentido a mi vida y puedo ser más útil como moro con perspectiva cristiana que como un pobre orfebre italiano sin trabajo. Quiero que comprendáis que he entendido que el Dios al que adoramos desde nuestras iglesias es el mismo al que los turcos rezan cinco veces al día, que esta raza a la que llamamos salvajes erróneamente es cultivada y recta en el camino de Dios y no son mejores ni peores que nosotros, que esta guerra ya perdida no busca la purificación ni el peregrinaje hacia Tierra Santa sino la apertura de las vías comerciales a nuestras tierras para el enriquecimiento de la Iglesia y los nobles que nos oprimen. Ahora sé cuál es la verdad, dónde está el sitio de cada sector de nuestra sociedad. La visión de Dios sólo es un estado mental, y los cristianos tienen uno y los turcos otro, y cada uno lucha por imponer el suyo. Puede que exista el dragón al fin y al cabo..., dentro de cada uno de nosotros. Es ese dragón el que nos hace débiles, el que sustituye voluntad por creencias, el que nos obliga a vagar sin rumbo fijo haciéndonos creer que nuestro destino está ya determinado.

Yo he estado perdido toda mi vida, viendo el mundo a través de un cristal opaco, haciendo lo que se suponía que debía hacer. Ahora, tan lejos de vosotros, me doy cuenta de que soy dueño de mi destino y he necesitado matar y morir para retirar la venda que cubría mis ojos. He matado turcos, pero el único asesinato del que me enorgullezco es el de el dragón de mi intolerancia, aunque con él haya muerto yo. Luciano Constanzi ya no existe, murió la primera vez que miró con respeto a otra cultura, a otra raza que no era la suya, y sé que este hecho no lo aceptaréis nunca.

Querida familia Constanzi, sabed que ahora mi nombre es Tariq en honor a un amigo al que conocí durante escaso tiempo y en unas circunstancias desfavorables, pero que me abrió los ojos a la diversidad. Recibiréis esta carta a manos de un comerciante judío, y puede que las joyas que le engalanen las haya engarzado yo, ya que parece que soy el único que domina este arte en una ciudad renaciente. Perdonadme por renegar de todo lo que he conocido hasta ahora y no me ha llenado nunca, pero sabed que rezo a Dios todos los días por vosotros. Ofreced una misa por vuestro hijo, muerto en la que ya llaman con nombre propio la Batalla de Constantinopla, y pensad de vez en cuando que hay un hombre inmerso entre las gentes de Bizancio, al otro lado del mar, que se siente feliz de haber encontrado su destino en la cultura islámica a pesar de sus rasgos europeos.

Que la paz de Dios sea con vosotros.

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