El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico Año IV

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Febrero 2002. Nº 32

En esta sección

El color de los duendes (Daviz Melero)
Recorte de prensa sobre Camilo José Cela
La colmena

El color de los duendes

Daviz Melero

Brendan miró de nuevo el papel amarillento. ¿Cuántas veces lo había hecho ya? Ahí estaba, inocente como una pluma de ganso al viento, venenoso como una serpiente, de las que no hay en Irlanda. Lo había observado desde todos los ángulos, dando vueltas a la mesa, haciendo juegos ópticos con los espejos enfrentados, orlados de molestas luces blancas, girando el cuello en posiciones nada cómodas... Sólo había leído el texto mecanografiado una vez. Hacía ya varias horas de ello, durante las cuales había ido al teatro, se había duchado y había bebido sobrias cervezas sin alcohol que había tomado prestadas del minibar del camerino. Pero el papel (amarillo..., ¿de qué clase de árbol se puede conseguir papel amarillo?) continuaba donde lo había dejado, sobre la mesa de maquillaje, inexpresivo mientras no lo leyera alguien. ¿Fue Platón o fue Aristóteles quien dijo que las cosas no tienen sentido si no se usan? No, no era eso, pero le daba igual. De los griegos sólo conocía sus dramas, no su filosofía.

Un tumor, un jodido tumor en medio del jodido cerebro. Inoperable, intratable, indoloro... Te vas muriendo poco a poco y no te enteras, vives tu miserable existencia con normalidad, vas dejando que la vida transcurra, día tras día, sin darte cuenta de que los granos van cayendo sin remedio en el otro seno del reloj de arena, y una noche te duermes y al día siguiente ya no te despiertas. Fin de la historia.

El médico le había dicho que, dentro de lo malo, era lo mejor que podía ocurrirle, que había gente que lo pasaba mucho peor. "Claro," - pensó Brendan egoístamente - "a esa gente se la opera con microcirugía de su doloroso tumor superficial, y después sigue su vida como si nada." Por lo menos estaba avisado, y además tenía que estar agradecido a la torpeza de un joven actor de reparto.

El destino es a veces caprichoso: si al torpe joven no le hubieran admitido en la compañía a pesar de las recomendaciones..., si no hubiera querido gastar una broma a sus compañeros desfilando marcialmente, sin tener en cuenta que una lanza de madera es más larga y ligera que un fusil..., si Brendan no hubiera ido al teatro un día que no le tocaba ensayar para recoger discretamente la media botella de whisky que Welshball y él habían dejado entre los baúles de vestuario la noche antes..., si se hubiera incorporado un segundo antes, o un segundo después, de que el chico diera media vuelta y la cabeza de Brendan interrumpiera la trayectoria de la lanza... La radiografía que detectó el tumor se la hicieron para asegurarse de que el chichón que le hizo el patoso advenedizo no era nada. Sin embargo, el médico que le atendió encontró que tenía un amiguito invisible en la cabeza.

Un día podría haber aparecido muerto y nadie se explicaría por qué. O quizá sí, quizá todos darían explicaciones factibles. "Todos los actores son iguales. Las drogas..." dirían algunos, "La mala vida..., ¡bebía demasiado!" dirían otros. Pero a nadie se le ocurriría pensar que La Muerte estaba dentro de él, haciéndose realidad cada día un poco más, transformando la entelequia certera que todos los seres humanos saben que un día llegará en la entidad física, con toda su parafernalia (capa, calavera, guadaña), que los mismos seres humanos tienen en la mente. Y era en su mente donde ese sonriente esqueleto crecería y crecería hasta que al fin ocupara todo su cuerpo.

"Maldita sea mi estampa" - masculló - "Ahora que todo empezaba a ir bien". La Royal Shakespeare Theatre Company agrupaba a actores de todas partes del Reino Unido, pero rara vez admitía a un irlandés del sur entre sus filas. Simple tradición. Al genio de Stratford no le caían bien los hijos de San Patricio, y su antipatía había sido heredada por la compañía que llevaba su nombre, incluso siglos después de la muerte del autor. Aunque la subvención del estado estuviera a punto de desaparecer para esta representación, preferían clausurar una institución centenaria como la Royal antes de dejar que alguien que no fuera hijo del Imperio protagonizara una de sus obras. La tradición es la tradición, y eso era fundamental entenderlo si querías sobrevivir en Inglaterra.

A Brendan, entrar en la compañía le había costado lo suyo: demostrar que llevaba años viviendo y trabajando en Londres, unos castings durísimos, en los que la fortaleza física y el aguante a las humillaciones primaban sobre el talento. Y todo para ser figurante, decir un par de frases de vez en cuando y portar una lanza de madera, como la que le había abierto el cuero cabelludo y, a la vez, la puerta del conocimiento de su destino fatal. Paradójicamente, hasta este día había sido feliz así, había cumplido su sueño siendo relativamente joven, demostrando a su familia, y a sí mismo, que los sueños estaban para cumplirlos.

Muchos años después de menospreciar su decisión de ser actor, su propio padre tuvo que reconocer que estaba orgulloso de él cuando la compañía ofreció un par de actuaciones por el país del arpa. "Te has llevado a los duendes contigo", le dijo solemne tras la actuación. Maldito viejo irlandés... El pragmatismo innato de Brendam, indispensable en cualquier actor para no caer en la locura inherente de dejar que otras personalidades usurpen la suya, casi le hizo contestar a su padre que sus duendes no existían, y también que el teatro no da para comer. Pero por esa vez, la flema británica aprendida le hizo contenerse: es difícil discutir la tradición con un viejo irlandés de campo.

Brendan era un enamorado de la obra de Shakespeare. Tildaba de ridículas las afirmaciones modernistas de la inexistencia del autor, porque para él el genio estaba vivo, era su propia vida. En sus títulos encontraba siempre la fuerza para seguir adelante porque nada humano le fue ajeno: en una frase, en una escena, en una situación, encontraba Brendan el espejo en el que reflejar su propia vida. De hecho, el Genio era la causa de su pasión por la actuación, desde que representara de niño a uno de los protagonistas de El mercader de Venecia, en el campamento de verano donde estaba obligado a ir con sus compañeros de escuela a aprender irish.Nota1

Brendan sintió la tentación de beber algo fuerte, tal vez un Paddy, incluso se conformaría con una Guinness,Nota2 pero al instante se vio reprochándose a sí mismo su infantil inseguridad. La nota amarillenta seguía estática sobre la mesa, agazapada a ella más bien, y él no paraba de dar vueltas en su camerino sin decidirse.

En realidad no era su camerino. El actual director artístico de la compañía, un galés gordo y borrachín llamado Welshball (que jamás bebía una gota de alcohol cuando había estreno, como esa noche, pero que no tenía inconveniente en hacerlo tras los ensayos, como la brecha en la cabeza de Brendan demostraba), antiguo compañero de academia y borracheras de Brendan, y medio amigo suyo, había otorgado el honor de ceder el protagonismo de la obra al más obvio candidato: John Wiley, el hombre de la memoria perfecta, el actor de televisión reciclado para el teatro, sin un ápice de carácter ni complicidad con el público. Un público con el que rara vez habría tenido contacto en sus folletines de recalcitrante "humor inglés" para la televisión, rodados en estudio. "¿Dónde estará la gracia de estereotipar a los hombres como obsesos sexuales y a las mujeres como objetos decorativos?", se preguntaba Brendan cuando veía algún capítulo de las series de Wiley. "Será que mi sencilla mente irlandesa no está preparada para las extravagancias inglesas". Wiley el Pomposo, le llamaban los demás, a los que éste rara vez dirigía la palabra entre bambalinas, si no era para gritar que le estaban robando la concentración.

"Es un actor famoso, Brendan. Necesitamos que el teatro se llene el día del estreno o nos retirarán la subvención para siempre. Si al respetable no le atrae un nombre conocido, entonces esta compañía, con sus cientos de años de historia, se irá al infierno, nosotros incluidos", le había confesado Welshball cuando le pidió explicaciones por su elección. De nada sirvió que le recitara de memoria escenas sueltas de la obra para demostrar que él podía hacerlo mejor, ni que le asegurara que el Pomposo no tenía madera: la elección estaba hecha y Wiley figuraría en los carteles. Lo único que podía garantizarle era que él le sustituiría como segundo actor si ocurría una desgracia, lo cual era tan improbable como que se congelara el infierno en el siguiente cambio climático.

Brendan se sentó frente al espejo, mirándose a los ojos durante un rato. No sabía qué buscaba, quizá un bulto en el cráneo que le indicara la posición de su amigo invisible. "Está justo en medio de los dos hemisferios. Operarle llevaría asociado el riesgo de dejarle sin sus capacidades cognitivas, ser un completo vegetal hasta que falle alguno de sus órganos, y muera años después por alguna infección interna, y ese es un riesgo que este hospital no está dispuesto a asumir. Inténtelo en una clínica privada." "La medicina privada es incompatible con mi trabajo, por lo menos económicamente", debería haberle dicho al médico. Por lo menos había conseguido desquitarse de la solemnidad del cirujano explicándole que, en Irlanda, los galenos curan los tumores cerebrales pidiendo a sus pacientes que den cien saltitos todas las mañanas hasta que logren que parte del absceso baje hasta la garganta y lo puedan escupir. El método está garantizado si lo repiten durante tres meses y expulsan hasta la última gota del tumor. Mereció la pena ver la cara de perplejidad del médico inglés, hecho lo cual le mandó al infierno. Pero su momento de satisfacción terminó en cuanto hubo salido de la consulta, la búsqueda de una evidencia visible frente al espejo era inútil y sabía que el dolor sería inexistente, así que lo mejor era seguir adelante como si no pasara nada. Apartó a un lado el diagnóstico y preparó los tarros de maquillaje. Siempre se vestía después de maquillarse, lo contrario de la norma actoral, como manía personal o estúpida rebelión contra la compañía, con lo que siempre tenía que retocar algún punto de su pequeño milagro (convertirse en otro) en la nariz o el mentón.

Esa misma mañana le había despertado la voz grave de Welshball.

- ¿Cómo va esa cabeza? ¿Ya puedes hablar gaélico fluido gracias al golpe?

Brendan abrió los ojos y se encontró al galés, con cara de no haber dormido en toda la noche y con un aliento de resaca que se olía a diez metros, sentado a los pies de la cama en la habitación que había alquilado en el Chelsea.Nota3

- ¿Qué haces tú aquí? ¿Quién te ha dejado entrar? ¡Pero si todavía es de noche! ¿Qué hora es?

- Calma muchacho. He llamado al timbre y me ha abierto tu housemate. A ella no le ha importado que fuera temprano.

- Ya, ¿y se puede saber qué quieres?

- Querido Brendan... - Welshball se levantó de la cama y miró por la ventana - ¿Recuerdas lo que ocurrió hace quince años en la escuela de arte dramático?

Brendan sonrió sin rastro de humor.

- Pues..., ¿Te refieres a tu memorable representación de Fausto? ¿Cuando te abuchearon por empezar a toser en medio de una escena y te escondiste tras el telón? ¿Cuando yo te quité el disfraz y la careta mientras lloriqueabas y salí a escena imitando tu voz, y todo el mundo pensó que fuiste tú y te llevaste todos los honores, honores que por cierto deberían haber sido míos? Si no es eso, no sé qué puede ser. Ahora estaba soñando con ello otra vez. De hecho, lo hago todas las noches.

Welshball sonrió con amargura.

- Ese día me decidí por la dirección artística. Algo me dijo que la actuación no era para mí. Bien amigo, hoy he venido a devolverte el favor.

- ¿Qué quieres decir?

- A Wiley le detuvieron anoche por escándalo público. Oficialmente, parece ser que estuvo en una fiesta y abusó de los gintonics. En mi opinión, creo que debió mezclar la disciplina inglesa con sustancias psicotrópicas y entró en el otro lado de sí mismo. El caso es que, cuando le encontraron, estaba bañándose desnudo en una fuente del jardín donde celebraban la fiesta, con el cuerpo lleno de magulladuras, y cantando Octopuss's Garden a voz en grito. Decía que estaba poseído por el espíritu de John Lennon.

- Del mismísimo, por supuesto. No podía ser el de Ringo. Estaría por debajo de sus posibilidades.

- Y además, Ringo Nota4 se revolvería en su tumba si alguien como Wiley le imitara, si no fuera porque el maldito sigue vivo.

Un silencio forzado cruzó la habitación.

- ¿Y bien? - se atrevió a preguntar Brendan

- Bienvenido al carro de la fama, compañero. Eres el primer actor.

Una bomba de adrenalina estalló en el pecho de Brendan. ¡Sí, lo había conseguido! ¡El primer irlandés que representaría un papel principal en toda la historia de la compañía! ¡Era un hecho histórico!

- Gracias amigo. No..., no sé cómo agradecértelo.

Welshball movió la mano quitándole importancia.

- Hagamos honor a nuestros líquidos orígenes en el mar e invítame a una copa esta noche, pero después de la actuación. El propio delegado de cultura me ha llamado esta mañana de parte del primer ministro para contarme lo sucedido. Ha abierto un expediente a Wiley y me ha dicho literalmente que aunque pusiera a mi madre de primer actor, esa obra se representaría. Parece ser que los de Buckingham tenían asientos reservados en los palcos para varias visitas internacionales y los políticos de la Royal no quieren sobresaltos. Esta compañía de miserables comediantes se ha convertido en un asunto de interés internacional.

- ¿Y lo dejan en manos de dos hijos putativos del imperio? Tienen que estar muy desesperados...

Welshball dejó de mirar por la ventana y clavó sus ojos en él.

- También me ha dicho que será la última representación, que se cortó el grifo. La Royal no da dinero y hay otras compañías privadas, mejor administradas, que también representan a Shakespeare y difunden su obra por el mundo. Ya no nos necesitan.

Brendan se esperaba la noticia, con lo que no le cogió de sorpresa. La emoción de ser el primer actor, aunque fuera en la última representación de la Royal, bien valía una vida de trabajo, porque después iría derecho a la cola del paro.

- Haré lo que pueda, te lo aseguro.

Brendan se sorprendió al no sentir alegría por la desgracia de Wiley.

- ¿Sabes? Wiley me da pena. Ha hecho lo equivocado en el peor momento.

Welshball sonrió.

- Amigo, ese es el problema de los ingleses: no tienen término medio ni piden disculpas por ello. Y lo peor de todo, no saben beber sin emborracharse.

Tras las capas de maquillaje, Brendan sintió de nuevo la extraña sensación de no reconocerse en la figura que le miraba al otro lado del espejo. Quizá sería la manera de entregarse al papel sin tener mala conciencia, la fibra que compone a los grandes.

Su padre siempre encontraba una explicación factible para todos los hechos de la vida. Todavía recordaba las historias que le contaba de niño al calor del fuego mientras, afuera, la lluvia caía sobre el campo y los castillos. "Verás hijo, en Irlanda no hay serpientes porque San Patricio acabó con ellas. Aquí los duendes son verdes porque es el color de nuestros campos. En el teatro son amarillos, para no dejar al azar ningún problema que dé al traste con la actuación. En la ciudad son grises, para disimularse entre el asfalto..." Y así seguía hasta que Brendan, el niño, se dormía y soñaba con pequeños personajes sonrientes de orejas desmesuradas y ropas verdes con capucha, que le arropaban cuando tenía frío, le escondían las ceras para que no las encontrara al ir a la escuela, le ataban los nudos de los zapatos después de limpiarlos y le susurraban chistes al oído para que se despertara todas las mañanas de buen humor. Durante toda su vida adulta nunca pudo evitar que los cuentos de su padre planearan constantemente sobre sus pensamientos.

La Armada Invencible (¿invencible?) naufragó en costas irlandesas, y los supervivientes se mezclaron con su pueblo. ¿No llaman los españoles duende a la facilidad innata para el arte? Quizá ahí esté la explicación de la obsesión de su padre por dejar en manos ajenas la buena o la mala suerte. Unas manos muy pequeñas y mitológicas.

Brendan se embutió las mallas, ajustó la chamarreta y se contempló ante el espejo. Ahí estaba El Personaje mirándole al otro lado, la gran falacia de la que él era artífice y el público cómplice. Por un momento, la visión en segundo plano del papel amarillo casi le devolvió a la realidad, pero bastó con apartar la mirada y centrarse en el personaje para volver a imbuirse de la esencia pura de su profesión, del material del que están hechos los sueños.

Los diálogos, las expresiones faciales, la emotividad, los gestos... No hay que aprenderlo, hay que practicarlo hasta que sea parte de uno mismo, hasta que el actor sólo sea el medio para que el personaje exista. No es un subgénero literario, no es sólo contar historias; es hacer vivir al público lo que se está representando, hacerle partícipe del drama o la comedia, que sientan el dolor, el odio, el amor, la maldad, la osadía... como si fuera suyo. Un arte por sí mismo.

Esa es la magia del teatro: durante hora y media se está actuando sin ningún "¡Prevenidos!" que les avise del inicio de la obra, sólo un corrimiento de telón. En la televisión o el cine los actores rara vez lo logran durante más de un minuto sin que les griten: "¡Corten, ha valido!". Y aún así, desde el punto de vista del espectador de televisión, al otro lado de la pantalla no hay vida, sólo electricidad, pulsos de energía que pretenden sustituir a la carne y la sangre, al paroxismo de sentimientos que explota y se derrama sobre el escenario. En el teatro hay personas, personajes; está la fortuna del momento, la inevitabilidad del error humano. Por eso existe el teatro desde el principio de los tiempos. Por eso seguro que habrá una última representación el día del fin del mundo.

De repente, Brendan sintió un momento de duda. ¿De verdad eran pamplinas los cuentos sobre duendes de su padre? Entonces, ¿qué era la sensación que le estaba haciendo entrar en esa especie de trance previo a la actuación? Si incluso el Genio había hecho protagonistas a duendes, hadas, elfos y demás seres en su Sueño de una noche de verano. ¿Quién era él para dudar de las fantásticas creencias de su padre, si hasta el maestro había especulado con su existencia...?

¿Pero, de qué padre estaba hablando? Su padre estaba muerto y enterrado con honores en Dinamarca, y él era el príncipe alocado que veía sombras de noche. ¿Dónde está su amada Ofelia? ¿Y sus fieles Horacio y Marcelo?

- ¡Brendan, a escena!

"¡No! ¡Yo no soy Brendan, ignorantes! Soy..."

Entra en la sala creyéndose solo. Ofelia hace que lee a un extremo de la estancia, y Claudio y Polonio, escondidos tras las cortinas, aguardan su presencia para ser testigos de su demencia. Él camina despacio, con un libro abierto entre las manos, hasta situarse frente al público. La expresión solemne y un profundo suspiro indican que está reflexionando sobre lo que va a decir antes del monólogo.

- To be or not to be, that is the question...

El rugido de los aplausos le hizo abrir los ojos y preguntarse durante un momento dónde demonios se encontraba. Las expresiones de asombro de sus compañeros, vestidos de época como él, le recordaron que no era el hijo traicionado del rey de Dinamarca, que no había vengado a su padre por el trono usurpado a manos de su tío Claudio, que no yacía herido de muerte sobre las losas del palacio. Estaba otra vez en el teatro, tirado sobre las tablas, los focos apagados y el telón bajado.

- Brendan, muchacho.... ¿Cómo no nos lo habías dicho? Déjame que te ayude...

- Deciros.... ¿el qué?

Se incorporó lentamente, ayudado por su compañero aureolado con una corona de plástico en la cabeza, sospechosamente parecida a la de su tío, el usurpador Claudio.

- Demonios, Brendan, que eras tan buen actor. Parecías tan... entregado.

Welshball, eufórico, les estaba haciendo aspavientos desde un extremo del escenario y parecía a punto de estallar de alegría. Tenían que salir a saludar. Brendan, aturdido, dejó que le cogieran la mano y atravesó con los demás la cortina medio abierta, se inclinó y reculó hasta la seguridad del oscuro escenario, oculto por el segundo telón. Los aplausos y el impulso de los demás le obligaron a repetir la operación otra vez, y otra, y otra más, hasta que empezó a sonar música barroca por los altavoces del teatro.

Abandonó la compañía de sus colegas y se dirigió precipitadamente al camerino. Se sentó frente al espejo y se miró largamente a los ojos. Sólo veía su cara cubierta por un dedo de maquillaje que ya estaba empezando a correrse. Luego miró la ridícula vestimenta fuera de época que lucía y después el papel amarillo que reposaba en el borde de la mesa. Lo cogió por segunda vez en ese día y lo leyó lentamente, moviendo los labios en silencio a la vez. Sonaron unos golpes en la puerta y Welshball cruzó la puerta.

- ¡Brendan, muchacho, perdóname por creer que no darías la talla! ¡Qué actuación, por todos los santos! Adivina quién quiere felicitarte personalmente. ¡La familia de los palcos reservados! Tenemos la subvención asegurada para diez años por lo menos. ¿Pero qué te pasa? ¿No estás contento?

- Eeh... Sí, claro que sí. Es que..., yo tampoco me puedo creer que haya salido bien sin ensayar.

"Vaya, sin ensayar..., y sin recordar nada de lo que ha sucedido", pensó. Una mirada fugaz al papel que sostenía entre las manos le hizo pensar en una explicación lógica para lo ocurrido, pero el recuerdo de su tierra natal, las explicaciones de su padre, unas pícaras sonrisas sobrenaturales, unas orejas desproporcionadas... Desechó enseguida la explicación racional. ¡Estaba claro! ¡La tradición es la tradición, igual en Inglaterra que en Irlanda!

- ¿Y cómo ha sido así? Qué callado te lo tenías.

Brendan le dedicó a su antiguo compañero una sonrisa sincera, sin sarcasmo ni socarronería, de irlandés viejo y borracho.

- Los duendes...

- Los... ¿qué?

- ... Unos duendes amarillos de orejas puntiagudas. ¡Ja, ja, ja...!

¡Por supuesto que sí, su padre había tenido razón todo este tiempo! En realidad se había estado preparando toda la vida para este momento, para su momento. Le había sido concedido su mayor deseo antes de morir: actuar. ¿Qué importaba si iba a morir mañana o dentro de un año? Su éxito sería efímero, pero le recordarían durante generaciones. Lo importante es que la suerte, que le había sido negada durante toda su vida, por fin estaba de su parte. Y su color era el amarillo. ¡Qué ironía!

- Te voy a dar yo a ti duendes esta noche cuando me invites a la copa que me debes... Venga, irlandés chiflado, que a la realeza no le gusta que le hagan esperar. No te cambies de ropa, pero límpiate el maquillaje.

Brendan se lavó obediente la cara con jabón y se secó con una toalla que dejó tirada sobre la silla al dirigirse hacia la puerta. Pero, antes de cruzar el umbral, se detuvo y volvió sobre sus pasos. Tras un segundo de duda, en el que a Welshball le dio tiempo a lanzar varias maldiciones sobre Brendan, su familia y su país, y a recordarle de paso que tenían prisa, rompió meticulosamente el papel amarillo de forma que no quedara ninguna evidencia de su existencia y lo tiró a la papelera. Se quedó mirando el confeti en el que se había convertido su pesadilla y susurró:

- Gracias, amiguitos.

Tras lo cual se dio media vuelta y se reunió con el galés.

- Vámonos, gordo borracho.

- ¿Sabrás comportarte, hijo de la República?

- Ni lo sueñes.

Ambos se alejaron, riéndose, del camerino del actor principal, bromeando con la idea de que quizá los miembros más jóvenes de la familia real se apuntarían a unas copas tras la recepción.

Uno de los trozos de papel amarillo había caído fuera de la papelera, la cara mecanografiada hacia arriba. Aún podía leerse: "... disfunciones síquicas, así como alteraciones de la realidad, visiones o voluntad disociada, que con el debido tratamiento farmacéutico y psiquiátrico..."

FIN

Nota 1: Irish, gaélico o celta, lengua autóctona de Irlanda y Escocia (NdA)

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Nota 2: Paddy y  Guinness, whisky y cerveza irlandesa respectivamente (NdA)

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Nota 3: Barrio de Londres, famoso por ser un núcleo de tendencias culturales y residencia de artistas (NdA)

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Nota 4: John Lennon y Ringo Starr, integrantes del grupo musical de Liverpool The Beatles (NdA)

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Recorte de prensa sobre Camilo José Cela

De todos los artículos publicados en la prensa nacional, con motivo de la muerte de Camilo José Cela, como homenaje de Vivat Academia a la insigne figura de nuestro último premio Nobel en Literatura, hemos seleccionado el siguiente, por considerar que es el mejor resumen de su figura y carácter

La colmena

EDUARDO HARO TECGLEN. Diario "El País", Viernes, 18 de enero de 2002

En la adolescencia en la que yo luchaba para recomponerme, Camilo era un mito. Un rebelde: un vencedor rebelde, como algunos falangistas de los que creyeron que no había que ser de izquierdas ni de derechas, y que el pueblo estaba esquilmado por la monarquía y los aristócratas. El día en que fue elegido para la Academia, su periódico, Arriba, tituló: ‘El Frente de Juventudes entra en la Academia’.

El mito consistía en que era el cronista de los vencidos y, tras su aspecto abrupto, sus disfraces para llamar la atención, su vozarrona, sus desplantes, sus tacos, había escrito el Pascual Duarte, que era la vida de un campesino aplastado desde la idiocia hasta el patíbulo, y que se lo habían prohibido; que había escrito La colmena, también prohibida, que era el relato de los ofendidos, humillados, aterrorizados, reprimidos, hambrientos, y que de ahí salía una ternura extraña a sus maneras. La que luego brotaría en el inolvidable Viaje a la Alcarria.

Ese camino siguió como pudo, hasta agotarse, y aún le dejó con ánimos para tratar de hacer una vanguardia cuyos libros Cristo versus Arizona o el último y pesado Madera de boj no pude terminar de leer. La trayectoria de falangista, censor, confidente, pasó con los años a ser la de cortesano, no sé si le hicieron conde o marqués, palaciego. La vida ahora es demasiado larga, y las contradicciones, demasiado fuertes para que un escritor las soporte. Almas frágiles. Se ve cada día uno de entonces, o de después, que halaga, medra, compra títulos o premios con adjetivos bien encontrados, como un poco cobardes, para ver si engaña a unos y otros. Pero la verdad es que los otros ya dan igual, o creen que dan igual.

No sé si el palacete de segunda mano o la coronita para el papel de cartas estaban ya inscritos en aquella juventud. Por entonces era abrupto y llamativo. Todavía duraba algo del tiempo en que los escritores tenían que disfrazarse de absurdos para llamar la atención: todavía quedaban destellos del paraguas rojo de Azorín, el anarquista que terminó en ABC, y en los peluches del café había hebras de las barbas de chivo de Valle; Camilo hizo también barba un tiempo, y se le vio bajar un día por la calle de Alcalá, saliendo de una boda, con los calzoncillos puestos sobre el pantalón rayado del chaqué, y otro día, metido en la fuente de la Cibeles.

A mí no me hacía ninguna gracia. Yo buscaba entonces ser invisible, transparente; él era ostensible a la fuerza. A la hora de su muerte, la primera palabra que me viene es La colmena, donde él contaba la vida de los invisibles y estaba de su parte. Lo demás ya no es nada.

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Última modificación: 04-03-2002