El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico Año IV

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Abril 2002. Nº 34

Cuentos moralistas

Arturo Pérez París

Gurús...
El tigre
El barrendero
Los clavos
La herencia

Gurús...

La mayoría de los gurús de masas son unos farsantes que, con su repertorio de trucos bien estudiados, embaucan a1 discípulo incauto.

El gurú de nuestra historia era de este tipo. Se pasaba los días hablando del despego y decía:

- El verdadero iluminado ha extinguido todo deseo, todo apego. Tal es mi caso. Para mí, amados míos, es lo mismo un terrón de arcilla que un lingote de oro.

Iba a visitar una ciudad en la que pensaba reunir un gran número de devotos. Anunció previamente a la asamblea espiritual:

- Que cada cual traiga como presente lo que pueda. Para el que os va a hablar es lo mismo, os lo aseguro, un terrón de arcilla o un lingote de oro. Yo estoy más allá del apego.

Al atardecer infinidad de devotos acudieron a recibir la bendición y gracia del gurú. Algunas personas llevaban gallinas para ofrendarlas, otras transportaban frutas, otras flores o dulces. Un hombre muy rico llevó un lingote de oro y un hombre muy pobre aportó lo único que tenía: un ladrillo. Cuando acabó la asamblea espiritual y se fueron los visitantes, el gurú dijo a sus más próximos acólitos:

- Quedaos con la comida que necesitemos para los próximos días y repartid el resto con 1os pobres, pero que se sepa que es una caridad que les hago.

Entonces el maestro cogió el lingote de oro y se lo guardó debajo de la túnica. Un discípulo osó preguntar:

- Maestro, si para ti es lo mismo un terrón arcilla que un lingote de oro, ¿por qué dejas ladrillo y te llevas el lingote?

Y el maestro dijo:

- ¡Cuán ignorante eres! Pues precisamente por eso, porque me es lo mismo un terrón de arcilla que un lingote de oro y, como no hago distinción, he cogido el lingote como podría haber cogido el ladrillo.

Y es que cuánto falso anda suelto por este mundo, y quizás sea éste el signo de los tiempos actuales, mejor dicho, desde que el mundo es mundo y a un primate se le ocurrió enderezarse y engañar a su prole para salir de la selva al "descampao". No nos engañemos, es mucho más simple y sencillo predicar que dar trigo ¿o no?.

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El tigre

Un cordero estaba saciando su sed en las límpidas aguas de un arroyo. Poco tiempo después llegó un corpulento tigre y se puso a beber unos metros por encima del área en la que estaba bebiendo el pacífico corderillo. De súbito, el tigre miró desafiante al cordero y le interrogó con acritud:

- ¿Se puede saber por qué estás enturbiando el agua que estoy bebiendo?

El cordero contestó:

- Pero, amigo tigre, ¿cómo puedo estar enturbiando tu agua, si está por encima de donde yo bebo en varios metros?

- ¡Insolente! -exclamó el tigre-. Pero ayer sí qué lo hiciste.

- Pero si ayer yo no aparecí por aquí -replicó el cordero.

- Pues entonces -dijo el tigre- fue tu madre.

- Mi madre, lamentablemente, murió hace mucho tiempo -explicó el cordero.

- Entonces fue tu padre.

- ¿Mi padre? ¡Oh, no! Ni siquiera he sabido nunca quién fue mi padre.

Temiéndose lo peor, el cordero se preparó para salir corriendo, pero no tuvo tiempo para ello. El tigre, implacable, se lanzó sobre el cordero y lo devoró.

Y es que, como en este cuento, siempre habrá gente "malvada" buscando pretextos para hacer daño a los demás. Las excusas son como el culo: todos tenemos uno. Por ello, lo mejor ante ellos/as, dos soluciones, o nos mantenemos fuera de su alcance, o nos buscamos aliados o mañas para hacerles frente. Con todo, si se opta por esta segunda opción, mejor recordar aquel viejo dicho castellano: "Enemigos los menos y muertos". Así que en función de nuestra naturaleza y posiblemente de las circunstancias, ante cuestiones como éstas, la imaginación al poder y que cada uno opte por la que esté más de acuerdo.

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El barrendero

Un hombre de avanzada edad llamó a la puerta de un monasterio. Aunque era analfabeto y muy ignorante, vibraba en él el deseo de purificarse y encontrar la libertad y paz interiores.

Solicitó humildemente que le aceptasen como novicio, pero los monjes y el abad del monasterio se dieron cuenta de que era analfabeto y de muy corto entendimiento intelectual. Le consideraron totalmente incapacitado para leer los sermones de Buda, recitar mantras o poder efectuar las ceremonial sagradas. Pero contemplaban en el anciano mucha motivación espiritual y un ardiente deseo por perfeccionarse.

¿Qué hacer, pues?

No podía llevar a cabo ningún tipo de estudios, no entendería la esencia de los métodos meditacionales y ni siquiera comprendería el sentido de los rituales.

¿Qué hacer entonces?

El abad y los monjes hablaron sobre el tema unos minutos y decidieron permitirle al hombre quedarse en el monasterio. Pero, aunque fuere porque no se sintiera humillado, alguna ocupaci6n habían de asignarle. Le dieron una escoba y le dijeron que se encargará de mantener limpio el jardín del monasterio.

Fueron transcurriendo los meses y los años. El anciano se aplicaba con minuciosidad y esmero en su sencilla tarea. Poco a poco los lamas comenzaron a percibir cambios en la actitud del barrendero. ¡Se le veía tan sosegado, contento y equilibrado...! De todo él emanaba una atmósfera de paz infinita y contagiosa. Los monjes comenzaron a darse cuenta de que el anciano había ido consiguiendo un notable y evidente avance espiritual, un gran progreso anímico. Siempre era afectivo, nunca se inmutaba y era ecuánime en las palabras. Los monjes, extrañados, decidieron preguntar al barrendero qué prácticas o métodos especiales había desarrollado para conseguir un estado de mente tan lúcido, estable y ecuánime. El anciano dijo:

- No, amigos, no he hecho nada especial, podéis creerme. Diariamente, con mucha atención, me he dedicado a limpiar el jardín. He puesto, eso sí, mucho esmero y amor cada vez que barría las hojas. Cada vez que barría la basura y limpiaba el jardín, pensaba que estaba barriendo la basura de mi corazón y limpiando mi espíritu. La verdad es que así, día a día, me he ido sintiendo más sosegado, contento y lúcido.

Y es que hace más el que quiere que el que puede.

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Los clavos

Érase una vez un chico con mal carácter. Su padre, para darle una lección, le dio un saco lleno de clavos y le dijo que clavara uno, en la verja del jardín, cada vez que perdiera la paciencia o se enfadara con alguien.

El primer día clavó 37 clavos. Durante las semanas siguientes se concentró en controlarse y día a día disminuyó la cantidad de clavos nuevos en la verja. Había descubierto que era más fácil controlarse que clavar clavos.

Finalmente llegó un día en el que ya no clavó ningún nuevo clavo. Entonces fue a ver a su padre para explicárselo.

Su padre le dijo que era el momento de quitar un clavo por cada día que no perdiera la paciencia. Los días pasaron y finalmente el chico pudo decir a su padre que había quitado todos los clavos de la valla. El padre condujo a su hijo hasta ella y le dijo:

- Hijo mío, te has comportado muy bien, pero mira todos los agujeros que han quedado en la empalizada. Ya nunca será como antes. Cuando discutes con alguien y le dices cualquier cosa ofensiva le dejas una herida como ésta. Puedes clavar una navaja a un hombre y después retirarla, pero siempre quedará la herida. No importan las veces que le pidas perdón, la herida permanecerá. Una herida provocada con la palabra hace tanto daño como una herida física. Los amigos son joyas raras de encontrar; están listos para escucharte cuando tienes necesidad, te sostienen y te abren su corazón.

Enseña a tus amigos cuánto les quieres.

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La herencia

Era un padre muy anciano con dos hijos. Uno de estos hijos era muy bondadoso, en tanto que el otro sólo había demostrado interés por el padre cuando necesitaba algo de él. El hijo bondadoso había cuidado con enorme cariño a su padre cuando estaba enfermo, en tanto que el otro hijo se había despreocupado de él por completo.

Cuando iba a morir hizo testamento en un pliego de papel, señalando que el ochenta por ciento de la herencia sería para el hermano bondadoso y sólo el veinte por ciento para el otro hermano. Pero he aquí que, por los caprichos imprevisibles del destino, una jarra de manteca clarificada cayó sobre el pliego de papel tras la muerte del anciano y los nombres de los hijos no eran visibles. El hijo egoísta, gimoteando, fue al juez para decir que a él le habían dejado el ochenta por ciento de la herencia, porque había sido siempre un hijo modelo. Pero el juez no sabía qué determinación tomar. Así que decidió no tomar ninguna resolución hasta que viese el asunto más claro.

Llegó el día del entierro. Como el anciano era muy querido, todas las gentes del pueblo asistieron al sepelio. El hermano bondadoso caminaba en silencio, sin aspavientos, sufriendo íntimamente su dolor, pero el hermano hipócrita daba gritos desgarradores, se golpeaba en el pecho y se desplomaba contra el suelo de vez en cuando para que los asistentes creyeran que sufría mucho. Cuando el cadáver fue puesto sobre la pira funeraria, ambos hermanos comenzaron a llorar. Entonces sucedió un hecho portentoso: las lágrimas del hermano bondadoso se fueron convirtiendo en pétalos y las del hermano egoísta en piedras. Ni que decir tiene que a partir de ese momento el juez encontró elementos fiables con los que juzgar.

Y es que no hay hipócrita tan ladino y hábil que no quede, antes o después, al descubierto. El tiempo siempre nos pone a todos en el sitio que nos corresponde. Esta es una cuestión de física "clásica": a toda acción le corresponde una reacción. Si escupes al cielo, por la simple aceleración de la gravedad, te cae encima. A mí, por lo menos, no se me ocurre en un día ventoso mear (va, venga: miccionar) contra el viento. Así las cosas, si te comportas de forma tal, que vas jodiendo (va, venga: fastidiando) al personal, lo raro es que no termines hundiéndote en tu propia miseria. He dicho.

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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Última modificación: 30-04-2002