El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico Año IV

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Julio - Agosto 2002. Nº 37

Apocalipsis

Juan Carlos Martínez

Fuera llueve, la noche llegó hace horas, el frío se cuela por las miles de rendijas del simple refugio donde sólo hay un jergón, una pequeña mesa con cuatro taburetes y una vela cuya sujeción a la mesa es la misma cera perdida por su desesperada lucha contra la oscuridad reinante, arriesgándose la minúscula llama a morir bajo una de las múltiples goteras. Una puerta se sujeta con dificultad contra el fuerte viento gracias a una simple madera atravesada a la altura de la cintura.

Sólo se oyen las gotas de agua contra el techo, el fuerte viento batiendo la medio suelta puerta y el murmullo de un monje de mediana edad, cuya boca casi no se mueve mientras recita rápidamente salmos de protección una y otra vez.

Hace más de un día partió el último grupo de Sir Robert, no más de veinte hombres, presididos por él mismo. Llevaban sólo dos semanas de guerra contra un contingente de once mercenarios y contra casi los cien de la leva del humilde señor feudal. Lo más probable es que ya estuviesen todos muertos, luchaban como demonios. Nadie se podía explicar semejante derrota sólo los tres primeros días de la batalla, mas el monje estaba convencido desde el primer día de su naturaleza: demonios. Y el cabecilla sería el mismísimo Lucifer. La maldita lluvia vino un día antes que ellos y aún no se había ido. El líquido vital de los valientes llevaba días mezclándose con el barro en un denso líquido, donde el olor ácido de la sangre casi sobrepasaba al de la humedad.

El monje no es un guerrero, sólo es un estudioso. Sus estudios parecen servir sólo para esconderse como una rata mientras reza y lee al mismo tiempo del único libro que ha podido salvar de la biblioteca de la abadía antes del incendio provocado por la desigual lucha. Sólo él sobrevivió a aquella noche donde el infierno subió a la Tierra. El libro está raído por el paso de las páginas y en muchas de ellas el agua de las goteras ha emborronado este dibujo o aquella frase. ¿Qué importan ya los cien años del libro? Seguramente lo ha salvado de las llamas sólo durante unos pocos días, volverían los dos al polvo de sus propias cenizas. Otra ráfaga de viento trajo el familiar olor de carne quemada, los últimos supervivientes; no puede llorar, sus ojos se han secado mucho antes que las nubes del cielo. Dios parece llorar interminablemente. Un rayo surca el cielo, una azulada luz ciega por un momento al mundo, el monje cree oír un grito de agonía oculto misteriosamente en el trueno. ¿Será Dios, lamentándose por la pérdida de sus hijos en este último momento del mundo? Se santigua. Otro trueno. Comienza una tormenta. Los truenos no le dejan pensar, lo agradece infinitamente. Un fuerte dolor de cabeza es el único testigo de los últimos días en los que sólo ha podido pensar, leer y rezar. Su corazón late rápidamente en su pecho, sabe el resultado. Sólo es cuestión de tiempo, los jinetes del Apocalipsis no tardarán en encontrarlo, a él, al último superviviente, al único cobarde. Casi puede oír el infernal sonido de unas victoriosas carcajadas. Piensa en quitarse la vida, no puede, Dios no lo permite, se regaña a sí mismo – "no seas el último cobarde, sé el único valiente" – piensa mientras reza, los salmos de protección ya son inútiles, sólo le vale la extremaunción.

Unos débiles golpes suenan en la estancia. El corazón del monje se para por un momento. Una indefinida sombra se ve entre los cinco tablones que componen la puerta. Ya han venido.

- Idos en nombre de Dios. No os dejaré mancillar su último ministerio en esta Tierra, ¡mi cuerpo! – Sin aliento acaba la frase medio ahogado. Los golpes son ahora algo más fuertes.

- Soy yo, padre. Hugo. – La voz parece la de un muchacho herido. Los golpes siguen en la puerta.

- ¿Hugo? – Le suena el nombre, incluso la voz le parece familiar.

- Sí, padre. El escudero de Sir Robert.

- ¡Es verdad! ¡Ahora mismo te abro!

Se levanta del taburete de un salto. Un momento. Puede ser una trampa del demonio para tentarle a abrir. ¿De qué sirve entonces esperar lo inevitable? Piensa. Abre la puerta entre esperanzado y resignado, como un cordero de Dios dirigiéndose hacia el hacha de su verdugo. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de mi alma; recita con voz temblorosa mientras levanta la madera de la puerta. Nada más levantarla un empujón le echa hacia atrás. Entra un muchacho con sus ropas raídas hasta casi la desnudez manchadas por la sangre de muchas heridas. Lleva en las manos una pesada espada con el sello de Sir Robert, sin duda su espada. Cierra la puerta tras él.

- Ya está. – Su voz no es más que un susurro y su mirada refleja la locura de la muerte.

- ¿Qué está? – Un sudor frío le recorre el cuerpo.

- Necesito descansar, padre.

- ¡Ah, sí!, por supuesto hijo, perdona. Ven acuéstate, pero dime, ¿qué está? – El muchacho no dice nada hasta estar acostado y tapado con la embarrada manta.

- Hace sólo dos horas conseguimos, no sin enorme sufrimiento y casi todos perdidos acabar con ellos, salvo uno. Debía ser el líder, luchaba con una habilidad y una fuerza indescriptibles. Vestido todo de negro y con una espada de hoja azulada, más dura que todas nuestras espadas. Nos iban matando a todos, uno a uno,. a los cinco caballeros, a Sir Robert, y a mí. Mientras nos mataba poco a poco, reía a la vez que gritaba a los cuatro vientos en un idioma nunca antes oído en esta tierra. Sólo quedábamos Sir Robert y yo, el niño que no pudo seguir luchando, mi espada se rompió y no tenía fuerzas ni para respirar. No sé cómo fue pero resbalé y no recuerdo más.

    El humo me despertó. Me dolía todo el cuerpo. Junto a mí estaba la espada de mi Señor, no había ni un solo cadáver. Ya no tenía frío, un calor venía de la única luz de la zona. Levanté los ojos y aquella visión me hizo maldecir el momento en que miré.

El muchacho se interrumpió, comenzó a llorar desconsoladamente. A duras penas consiguió calmarse para continuar el relato.

- Todos los hombres de Sir Robert estaban apilados sobre una enorme pira ardiente. Sobre aquella demoníaca montaña estaba mi señor, enfundado en su armadura. Los cadáveres se estaban consumiendo a pocos pasos de mí. Pude ver a Sir Leopold mirarme con unos ojos derretidos goteando sobre los desnudos huesos de su calavera. El hedor de la carne quemada entraba en todo mi ser. De espaldas a mí estaba Lucifer, riendo frente a su obra. Tenía puesta su capa negra, ensangrentada y embarrada. Su forma cambiaba bajo la luz de la pira, no puedo decir si estaba dentro de ella o no. Me pregunté por qué no estaba yo quemándome con los míos. Pensé en Dios y en su salvación. No me salvó porque aún tenía una tarea por hacer. Supe cuál era entonces. Me levanté como pude y cogí la espada de mi amo. El maligno me oyó y se dio media vuelta.

- Has despertado, bien, me alegro. Te estaba esperando. – Su voz era profunda y algo ronca, evité mirar su rostro y me fui acercando a él. Si Dios guiaba mi mano, podría vencer. Mientras el humo se metía en mis ojos y me cegaba podía seguir escuchando sus mentiras. – Te he dejado para el final, serás el primero en entrar vivo en la hoguera. – Se rió a carcajadas. – Luego iré a por los del refugio.

Cuando creí estar lo suficientemente cerca levanté la espada para asestar el golpe. Él se echó hacia atrás rápidamente y sacó la suya. Cuando yo bajé la mía él la golpeó. Un relámpago de dolor me tiró al suelo, dejé de sentir la espada en mi mano. Abrí los ojos todo lo que pude, las lágrimas que los inundaban me escocían, pero tenía que mantenerlos abiertos. El demonio fijó la mirada en mi rostro contento.

- Bueno, ¿qué te parece si te mutilo un poco? Así no harás estupideces mientras te quemas.

    Levantó de nuevo su espada y fue cuando ocurrió el milagro, ¡un milagro padre! Un rayo bajó del cielo y se posó en el hierro del maligno. Una sacudida me quitó la respiración mientras él gritaba, el humo salía de su cuerpo y se mezclaba con el de la hoguera. Luego sólo vino el silencio, mientras el cuerpo sin vida caía sobre mí.

    No sé si me he quedado inconsciente o no, padre. Un fuerte escalofrío me estremecía y me ha costado quitarme el pesado cuerpo de encima. Me he arrastrado hasta aquí como he podido, padre.

- Sin duda, Dios nuestro Señor ha ejecutado Él mismo a su eterno enemigo. Alabado sea. – Se santigua y se desmaya.

Días después el sol volvió a aparecer. A lo lejos sólo quedan los humeantes restos de lo que fue una enorme hoguera. Junto a un pequeño bosque de árboles se puede ver un camino de barro salpicado de piedras medio enterradas en él. Un poco más allá andan pesadamente los tres únicos testigos de la batalla de StoneVille, un monje cabizbajo, un joven herido y un antiguo ejemplar del Apocalipsis.

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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