El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico Año IV

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Octubre 2002. Nº 39

Lefert

Arturo Pérez París

Para esta historia, mi nombre no importa. Es algo que me contaron, y que puede ser verdad y puede no haber sucedido. Al protagonista, creo que tampoco lo conozco, aunque siento que nunca lo sabré. Sin embargo, pienso que él si me conoce, lo cual me intriga y hasta cierto punto me asusta. Quizás no tanto por mi propia seguridad, sino por las implicaciones en mis creencias y en su propia existencia. Es muy posible que este pequeño relato que a continuación os narro no sea nada más que otra leyenda urbana. Pero, como se suele decir, cada leyenda suele encerrar algo de verdad. Nunca se sabe.

Un día, yendo de copas con los amigos, se me fue algo la mano bebiendo y, por no cortarles el rollo, me aparté un poco para descansar y ver si se me pasaba el mareo. Así que me senté en un taburete y pedí un poco de agua. Sin que yo me diese cuenta entablé conversación con el camarero. Pensé que me hablaba para animarme (y se me pasase el muermo que llevaba). Al cabo de un rato de diálogo intranscendente, contándole la mala racha que estaba pasando, me dijo que él sabía una historia francamente buena, que sería necesario que yo conociese y recordara, cada vez que me sintiera mal.

Dicen que en un pequeño pueblo al sur de lo que hoy conocemos como Alemania en el siglo XV nació un chico que no quería ser campesino como sus padres. Además los tiempos que corrían no eran muy seguros para la gente de paz, por lo que pronto decidió hacerse mercenario y probar suerte con aquel príncipe que mejor pagara sus servicios.

Enseguida destacó por su habilidad en el campo de batalla, y por ello, pronto, el príncipe al que normalmente servía, le hizo caballero y dio permiso para levantar su propia leva. Dicho y hecho. En menos de dos meses Lefert, que así se llamaba o se hacía llamar este caballero, reunió a más de sesenta hombres, bien pertrechados y preparados para combatir. Como él destacó en la guerra, enseguida su pequeño ejercito se convirtió en uno de los más temidos de Centroeuropa. Tanto fue así, que su príncipe empezó a temer por su propia seguridad y pensó: "Al fin y al cabo no son más que mercenarios. Algún día alguien puede pagarles más y volverlos contra mi".

Por esto, en una ocasión, decidió que era tiempo de deshacer tal ejercito. Debía hacerse con cuidado, ya que de otra forma podía costarle caro. Así, tal plan tendría que llevarse a cabo en el contexto de una batalla, o mejor, justo al acabarla y reservar un grupo que estuviese listo para atacar a traición a la leva de Lefert. Previamente se le debería asignar a él y a sus hombres el peor frente de la batalla, donde más tuviera que guerrear, más cansado fuese, y más bajas le causara. Con ello, su suerte estaba echada.

La batalla consistió en el asedio y la conquista de una ciudad que ya no merece ni la pena mencionar. A Lefert lo pusieron con sus hombres en primera línea de combate. Esto no le extrañó. Al fin y al cabo dicha situación también le beneficiaba, ya que, de todos es sabido, que los primeros en entrar en las ciudades asediadas son los que mejor botín en el saqueo obtienen. Así ocurrió, la ciudad cayó y Lefert perdió muchos soldados y obtuvo un gran botín.

Cuando escapaba con las riquezas obtenidas del pillaje, cayó en una emboscada ante los soldados del príncipe. Apenas sí podía creerlo: Había sido traicionado y, lo peor de todo, no sabía el porqué.

La lucha fue corta, aunque intensa. En unos minutos los hombres de Lefert fueron cayendo sin remedio. La única opción era volver hacia la ciudad y tratar de huir por otra salida. Lefert, con las pocas fuerzas que tenía y herido, gritó: "Seguidme para salvar vuestras vidas". Cogiendo unas teas las arrojó a un carro con paja. Éste ardió, y entre unos pocos lo lanzaron a los hombres del príncipe. "El fuego les entretendrá un rato" dijo uno de los supervivientes. "Dejad el botín y todo lo que no sea un arma y salgamos corriendo de aquí" dijo Lefert. Algunos no hicieron caso y en la huida fueron presa fácil para los soldados.

Los pocos que escaparon de la ciudad junto a Lefert huyeron al bosque, donde permanecieron unos días mientras descansaban y curaban como podían sus heridas. A la semana se dijeron:

-"El príncipe y sus hombres se habrán cansado ya de buscarnos. Saldremos del bosque y que cada uno vuelva a su tierra. Dejaremos de ser una amenaza para él y nos dejará tranquilos".

-"Qué ilusos y simples sois" - dijo Lefert – "No véis que es muy pronto para salir. Además si os separáis, seréis una pieza más simple de cazar".

Uno de los mercenarios se levantó:

- El príncipe tiene asuntos más importantes que atender que nosotros, y tú nos quieres a tu lado para continuar teniendo tu ejército particular. ¿Acaso tienes con qué pagarnos?

-"No, no lo tengo –dijo Lefert –, pero el príncipe quería dar escarmiento con nosotros y apostaría mi brazo derecho a que no descansará hasta matarnos a todos.

La respuesta no se hizo esperar:

- Yo me quiero ir a casa, a diferencia de ti, Lefert, yo tengo quién me espera. El que quiera que me siga.

Enseguida se levantaron todos y le dejaron solo.

- Espero que tengáis suerte. La vais a necesitar.- Terminó Lefert.

En estas condiciones, aún herido, solo y perseguido, lo único que podía hacer era adentrarse más en el bosque, recuperarse un poco más y entonces partir a las montañas donde pudiera encontrar alguna aldea para refugiarse durante el otoño y el invierno. Al fin y al cabo, el bosque, de momento, le daba tanto protección como los medios de subsistencia que necesitaba.

Pocas semanas después del abandono de sus hombres, Lefert estaba mucho mejor, y antes de que empeorara el tiempo, o los soldados del príncipe le dieran caza, decidió partir a las montañas. El camino era peligroso, por lo que decidió moverse por la noche y descansar oculto por el día. De esa manera, evitó a los guardias y delatores, además de serle más sencillo de obtener aquello que necesitaba para el camino: ropas, comida e incluso un caballo, del que previamente tuvo que desmontar a un capitán de los soldados del príncipe. Este no pareció tomarlo muy bien, pues aunque Lefert le perdonó la vida, juró matarle la próxima vez que se encontraran. Por ello, Lefert se volvió y le cortó una oreja, agregando:

- Si haces una amenaza, por lo menos que sea por un motivo y luego cúmplela. Ahora lo tienes, y no por un caballo o porque te haya desarmado. Procura que cuando nos volvamos a ver no seas tú el que muera.

De esta forma, le resultó más fácil llegar a las montañas, donde encontró una aldea que, por lo que parecía, se quedaba incomunicada en invierno por las nieves. No era muy grande, aunque los habitantes eran amables y pronto le acogieron. Ofreció enseguida su trabajo y algo de dinero que tenía a cambio de techo y comida para él y su caballo. Sin problemas lo obtuvo, ya que era necesaria la mayor cantidad de ayuda posible. El invierno se acercaba y tenían que almacenar cuantas provisiones pudiesen.

Al principio, quien le dio cobijo fue una familia muy agradable de labradores compuesta por los padres, Kurt y Eliza, la abuela, Isobel, y dos hijas, Elba y Eve. La casa no era grande, pero, como es sabido, en cuestión de espacio, muchas veces que quepa uno más o no, es cuestión de corazón. Lefert se hizo enseguida hueco en la casa. Al padre le encantaba tener otro hombre en el hogar, sobre todo porque una ayuda en las labores del campo no le venía nada mal. La madre y la abuela veían con buenos ojos que fuera soldado; alguien que supiera empuñar las armas era necesario sobre todo en invierno, cuando los lobos del bosque bajaban a ver qué encontraban por el pueblo. Todos en la casa estaban encantados con su compañía.

El tiempo pasaba y las relaciones con la familia eran cada vez mejores, en especial con Elba y su hermana pequeña Eve. Se sentía plenamente integrado y empezó a plantearse el abandonar su anterior vida y quedarse con ellos. Además, comenzaba a enamorarse de la hija mayor, Elba. Ella era algo reacia, pero poco a poco parecía que también sentía lo mismo.

Una noche, después de cenar, Kurt le invitó a dar un paseo.

- Mira - le dijo -. Eres un buen hombre . Elba es también una buena chica, pero deberás tener un poco de paciencia y de cuidado. Hasta hace poco estuvo prometida con un capitán de la guardia del príncipe. Eso acabó esta primavera, aunque yo sé que ha sufrido mucho y que aún le recuerda. Por eso te pido que no te precipites y que la trates con cuidado; tómatelo con calma.

- Aprecio lo que me dices Kurt, sobre todo porque lo apruebas y agradezco tu confianza. Trataré de no decepcionarte.

Pronto llegaron las nieves, y con ellas, el tenerse que refugiar más en las casas. La relación entre Lefert y Elba fue mejorando. Cada día que pasaba se les veía más acaramelados, lo que veía con muy buenos ojos la familia.

Los días pasaban, el invierno empezó a declinar y la nieve principió a dejar paso al agua del deshielo. Las cosas nunca le habían ido tan bien a Lefert y decidió quedarse en la aldea, construir una casa, pedir la mano de Elba a Kurt y establecerse lejos de todo lo que había sido su vida hasta entonces. Para ello, cambió su caballo por un pequeño terruño y empezó a plantearse la construcción de una vivienda. Por las mañanas labraba la tierra y por la tarde Kurt le ayudaba a construir la casa.

Un día, vio que necesitaba más piedra para la casa y pidiendo prestado un carro partió muy de mañana a los caminos. Allí encontró trabajando a unos siervos del príncipe. No se resistió a la tentación de preguntar qué pasó con sus hombres y de si todavía le buscaban. Todo ello, claro está, con cautela para no descubrirse. Entonces le dijeron que todos sus hombres habían sido exterminados poco después de su salida del bosque. Esto le entristeció bastante y una chispa de cólera saltó en su alma. Le relataron su episodio con el capitán de la guardia y de cómo, de un bocado, le había arrancado la oreja. Ante esto Lefert sonrió. También le dijeron que continuaban buscándole, aunque muchos pensaban que alguna fiera, o el mismo invierno, habrían acabado con él. Acarreó las piedras que necesitaba al carro y partió a la aldea despidiéndose de los canteros.

El camino de vuelta se le hizo raro. El bosque parecía más silencioso que de costumbre y en el camino se veían muchas pisadas de caballo, más que cuando había venido a la cantera. La espada la había dejado en casa de Kurt, aunque, afortunadamente, tenía consigo una daga y su apariencia no mostraba que era un guerrero.

De repente, se dio cuenta de que un grupo de soldados estaba a un lado del camino. Semiocultos por la maleza, no se percató de su presencia hasta llegar a su lado. Le pararon.

- Vamos a ver follón, quién eres y adonde vas - le preguntó uno de ellos que parecía estar al mando del grupo.

- Soy Johhan, de Linz. Vengo a traer unas piedras de la cantera para arreglar unas grietas en el castillo del príncipe - dijo Lefert.

- ¿Al castillo?. Pues vas en sentido contrario ¿Di, qué haces aquí bigardo?. Baja de la carreta. Vosotros registrad el carro.

Así lo hicieron pero, como era normal, sólo encontraron piedras. Mientras interrogaron a Lefert; éste, como pudo, ocultó la daga. Si se la descubrían era hombre muerto. Cuando terminaron con el carro, le registraron a él. Al no encontrar nada sospechoso, le creyeron.

- ¿No sabes que aquí hay un asesino peligroso, enemigo personal del príncipe?. Vuelve por donde has venido y en la primera bifurcación del camino tira hacia el valle y así llegarás al castillo - le dijo un soldado.

- Es que voy a una aldea que hay detrás de la montaña, por una argamasa especial que hacen ellos para reparación. Además, dicen que allí hay buena pitanza y que las mujeres no desmerecen, ya me comprendes... - replicó.

- Ya sé por donde vas bribón. Marcha y a tu regreso no seas tacaño y tráenos vino, que estaremos aquí al menos toda la primavera hasta que aparezca ese maldito, vivo o muerto.

Lefert subió al carro.

- Cuenta con ello.

Con estas palabras azuzó al caballo y reemprendió su camino. Suspiró de alivió al abandonar el control. "Suerte que estos soldados son unos cabezas huecas", pensó. Pero pronto su tranquilidad se vio perturbada, había perdido la daga. Si esas bestias la encontraban se darían cuenta del engaño e irían tras él. "Cogeré la vieja vía romana que nadie usa. El carro sufrirá un poco, pero al menos ellos no la conocen y les despistará" se dijo. Al cabo de un rato de transitar por la vía romana, oyó cascos de caballos al trote. "Ya lo han descubierto. Suerte que este camino sólo lo conocen en la aldea", pensó.

Al momento, volvió a ver soldados, pero éstos no estaban ocultos, más bien parecían reunidos con alguien. Ellos no le veían por la maleza, pero él si lo hacía perfectamente. Se les notaba muy interesados tratando con ese alguien, pues apenas si prestaban atención a su alrededor y, cuanto más se acercaba, más claramente se les escuchaba lo que decían. Pronto se percató de quién era su centro de atención: Elba. Con ella estaba el capitán de la guardia del príncipe. Aquel que desorejó el anterior otoño. Ella contenta de estar a su lado informaba con todo detalle de la presencia de Lefert en la aldea, y de cómo podían darle caza. También les sugería cómo comprar a su padre y al resto de los aldeanos con oro. Con rapidez, el capitán envió un par de hombres con unas bolsas de monedas hacia la aldea, que ya no distaba ni media legua. "Debo hacerme con una espada y abrirme paso como sea. Me tienen acorralado por todas partes", recapacitó. Bajó, desenganchó el caballo, y dejó allí mismo piedras y carro. Su sueño de establecerse en paz se había disipado como la bruma con el sol de mediodía. Se dirigió rápido a la aldea con la esperanza de llegar antes que los soldados, pero su caballo estaba demasiado cansado para correr. A la entrada del lugar le salió al encuentro Eve.

- No entres, hay soldados por todas partes – dijo-, además están comprando a todo el mundo y ofrecen una recompensa por tu cabeza. El pueblo se ha vuelto loco. No había visto nada parecido en mi vida.

- Tranquila, vuelve a tu casa junto a tu madre y manteneos al margen de todo hasta que pase esta locura - respondió Lefert.

- Te he traído tu espada, para que puedas defenderte por lo menos.

Una lagrima rodó por su rostro de adolescente. A Lefert, se le perturbó el alma. Antes, sus ojos no habían sabido mirar y comprender lo que estaba ante ellos. Ahora, entendía que la única que realmente le quería era esta chiquilla, y era tan grande su amor, que camufló las falsedades y miserias de todo un pueblo. Ella, a la sombra, era la que le había proporcionado estos meses de felicidad.

- Quizás, mi querida niña, no vuelva a verte. Lo sabes, ¿verdad?. No sé si voy a poder escapar de ésta, pero quiero que sepas que acabo de comprender muchas cosas que debería haber visto mucho antes.

A continuación la besó.

- Si no lo hago, no me lo hubiera perdonado nunca - dijo Lefert.

Eve quedó completamente paralizada por la impresión.

- Corre a tu casa antes de que te vean conmigo, chiquilla, que te juegas la vida.

- Pero.... yo te...

No le dio tiempo a terminar la frase. Una flecha lanzada por la ballesta de un soldado atravesó su tierno corazón. Su mirada indicaba que no comprendía lo que pasaba y, sin embargo, continuaba siendo dulce. Se desplomó en sus brazos. En cuanto a Lefert, una cólera incontenible llenó su alma, mientras ríos de lágrimas inundaban sus ojos por la muerte de aquella niña. Una segunda saeta cruzó el viento, acertándole en su hombro izquierdo. Tiempo faltó para desenvainar su espada y de un certero mandoble partir casco y cabeza en dos de su agresor, sin darle tiempo a reaccionar. Se desplomó como si fuese un enorme saco de patatas que se deja caer. La sangre brotó abundante, mientras parte de los sesos se mezclaban con el casco y cota desmadejadas. Lefert se volvió a Eve, postrada a un lado del camino. Era injusto.

De repente, oyó gritos de multitud. Eran los aldeanos que venían en su busca por un puñado de monedas de oro.

- Al menos desde tiempos de Cristo, se ha revalorizado el precio de una vida - se dijo a si mismo de manera irónica -. Qué lástima para ellos que yo no sea tan pacífico. Lo pagarán caro.

Cogió la ballesta. Cargó una saeta y la lanzó a la muchedumbre. Así lo hizo media docena de veces acertando a matar a otros tantos hombres. Los campesinos retrocedieron dejando sus muertos en el camino. Ahora sus gritos eran de furia impotente por no poderse acercar y darle muerte. Algunos volvieron al pueblo a avisar a la guardia.

Enseguida aparecieron los soldados. Lefert había conseguido desatar el caballo del ballestero que mató a Eve. El suyo estaba extenuado. Con una pena y rabia enormes, abandonó el camino adentrándose en el bosque. Esa era la única oportunidad que tenía ante los soldados. Éstos le pisaban los talones, y herido como iba, cada vez se sentía peor. Delante de él, apareció el capitán con un pequeño séquito. Detrás llegaban más soldados. Ya sólo restaba morir luchando. No había más salida. Descargó sobre los soldados de la retaguardia sus últimas flechas y, tirando la ballesta al suelo, desenfundó su espada cargando contra el capitán y sus hombres. Éstos respondieron con un lluvia de flechas derribándole del caballo a medio camino de su carrera.

En el suelo, reunió las pocas fuerzas que le quedaban para ponerse en pie. Ante él tenía al capitán de la guardia.

- Te juré que la próxima vez que nos encontráramos te mataría. Debiste hacerlo tú en vez de cortarme la oreja -, le gritó.

Con su espada, atravesó a Lefert mientras le decía:

- Te mando al infierno, pero quiero que sepas que fue Elba quien me dijo que estabas aquí. Ahora vuelve a ser mía.

Retirando la espada de su cuerpo se dio la vuelta con ademán de desprecio, a la vez que Lefert se desplomaba.

Mientras oía como se marchan los soldados, percibía cómo los aldeanos le despojaban. Cuando todo terminó le dejaron solo. Notó que la vida se le escapaba a gran velocidad. Esto era nuevo para él y sintió miedo. No podía hacer nada. No tenía a penas fuerzas y el dolor que sentía, en todos los sentidos, era tremendo. De repente, el sufrimiento por sus heridas desapareció. Se puso en pie y miró a su alrededor. Todo estaba en el más absoluto de los silencios.

Seguidamente, una voz, a la vez burlona y muy agradable, sonó a su espalda:

- Desde luego no te han dado ni una oportunidad y te han dejado más solo que la una.

No veía a nadie, y sin embargo, la voz era clara y cercana.

- ¿Quién eres?. ¿Dónde estás?. ¿Qué quieres? - Preguntó Lefert asustado.

- ¡Ah, claro! Aún no estás completamente muerto - respondió la voz -. Veamos. Soy aquel que fue desterrado por compararse con Dios. ¡Qué irónico!. Tengo muchos nombres. Tu conoces alguno. Elige el que prefieras. Estoy aquí y allá, pero me mostraré ante ti por diversión y para que me veas de una forma que te sea agradable.

Tomó la forma de Eve, aunque su aspecto era otro.

- Por favor, elige otra forma - contestó Lefert.

- ¿Qué te parece ésta? - Ante él apareció la figura de Kurt.

- Te es más adecuada - respondió.

- Bueno, a lo que he venido es a proponerte que me sirvas. Quiero que vuelvas a la vida, pero no como hombre, sino como demonio.

Lefert quedó perplejo.

- ¿Por qué yo? ¿Qué me puedes ofrecer para que te dé mi alma? - preguntó.

- No quiero tu alma. Tengo y tendré más de las que quiero. Necesito que me sirvas. Has servido a príncipes que, comparados conmigo, no son más que escoria. Sírveme y te daré más poder del que nunca soñaste - replicó el Diablo.

Esto era tentador. El poder es la llave para casi todo en este mundo, y lo que no consigue de forma directa lo hace de manera indirecta.

- Es una de las mejores ofertas que me han hecho. Sin embargo, ya he luchado mucho y busco la paz. Mira a lo que me ha llevado tanto guerrear - dijo Lefert.

- Quizás, si te ofrezco la vida de todos tus enemigos, el capitán de la guardia, Kurt, Elba, la aldea e incluso el príncipe, para que te vengues de la mejor manera que tú consideres, sin impedimentos... - repuso el Diablo.

Esto sí motivó su alma. Al instante los dolores volvieron.

- ¡Ah!, el primer aviso de que tu muerte se acerca. ¿Ves aquella mujer de gris?. Viene a buscarte para que te juzguen por tus pecados. Tienes dos opciones, o lo aceptas y seguramente me darán tu alma y ya no podrás servirme y te entregaré al Seól, o aceptas mi proposición y vivirás eternamente ejerciendo un gran poder a tu antojo, con la única limitación de servirme en determinadas ocasiones. Además te ofrezco la venganza sobre todos tus enemigos - le propuso el Maligno.

La oferta era irresistible y la idea de perderse en el Seól no parecía lo mejor. Un nuevo dolor le alcanzó.

- Al tercer dolor mi oferta expira. ¿Qué decides? - le acució Lucifer.

- Acepto, pero líbrame de la muerte y de este sufrimiento - replicó Lefert.

El Diablo sonrió como sólo él sabe hacerlo.

- Ya lo has oído querida Muerte. Es mío. Ya puedes decirle a tu Amo que perdió a otro.

La Muerte se retiró muda, tal y como había venido. Cuando todo quedó en silencio, el Diablo se acercó al cuerpo inerte de Lefert. Con el simple paso de su mano por encima de las heridas, éstas desaparecían y los restos de flechas en su cuerpo se evaporaban. Al tiempo que esto ocurría, el alma de Lefert se sentía cada vez mejor, mientras miraba la escena y se asombraba.

- Bueno, has quedado como nuevo. Sólo tienes que reintroducirte en tu cuerpo, previo juramento de tu fidelidad a mí, y no sólo volverás a tu organismo como lo que eras, sino investido con los poderes propios de un demonio, más allá de lo que nunca habías soñado - terminó Satanás.

Así fue y así se hizo. Lefert renació como un ser nuevo. Durante el tiempo que restó hasta caer el sol, el Diablo estuvo enseñando a Lefert sus nuevas capacidades y vertiendo en su alma más odio y sed de venganza del que albergaba. Lefert lo notaba, pero eso le hacía sentirse más fuerte, por lo que consideró que le venía bien. A media noche el Diablo hizo unos signos y abrió una grieta en el aire por la que se veía El Infierno.

- Nada más tengo que enseñarte, por el momento. Ahora escúchate y salda las cuentas pendientes que tienes. Después llámame y ya te diré qué quiero que hagas por mí - dijo al despedirse.

Se introdujo por la grieta, y ésta se cerró sobre sí misma hasta desaparecer, como si nunca hubiese estado allí. Lefert se quedó solo en medio del bosque. En otras circunstancias habría sentido miedo, pero ahora no: "Soy invulnerable, la criatura más fuerte del lugar", pensó. Notó que alguien le observaba. Y descubrió unos ojos en la oscuridad. No, eran varios y le rodeaban. Un gruñido llegó a sus oídos. De repente un gran lobo se le echó encima y con sus fauces atrapó su cuello. Lefert se asustó, estaba perdido. Sin embargo, algo asaltó su mente. "No podía morir, porque ya lo había hecho", caviló. El resto de los lobos procedieron a atacar como podían. Cada uno quería su parte. Lefert se sonrío y desapareció del lugar en el que fue atacado por los lobos. Apareció detrás de ellos y haciendo un gesto con la mano un rayo alcanzó a la bestia que primero atacó. Se desplomó como si fuese de trapo. El resto salió en desbandada. Lanzó otro rayo a la jauría para causarles daño y que huyeran más lejos. Dos lobos fueron alcanzados esta vez y, aunque no los mató, sí que los dejó en muy mal estado. Ésta fue la primera prueba seria que hizo de sus recién adquiridos poderes. Era el momento de ponerlos a prueba de verdad con aquellos que tanto mal le habían causado.

Se dirigió a la aldea. Estaba tranquila, y los soldados ya la habían abandonado. "Es el momento de la venganza para la aldea", se dijo. Con su primer signo, cayó un rayo del cielo sobre una casa convirtiéndola en escombros. Ante tal estruendo, muchos salieron fuera de sus hogares. A continuación, hizo llover fuego. Toda la aldea era una gran hoguera. Sólo unos pocos salvaron la vida, escapando de tal escenario. Entre ellos, Elba, que fue la única en salir de su casa con vida. Corrió como una posesa hacia el bosque. Lefert ya sabía adonde iba. En su tercer signo, los lobos que antes le atacaron, quedaron bajo su control. La orden fue clara: "Despedazadla". La orden no tardó en ejecutarse. Con una despiadada crueldad, la joven fue atacada, descuartizada y finalmente devorada por las fieras. Al resto de los aldeanos el destino no les aguardó mejor fin. Cuando llegó el alba, la aldea no era más que un montón de cenizas y sus pobladores un recuerdo. Ante sus ojos, sólo había desolación.

Era el momento de buscar al capitán y la guardia del príncipe. Solamente tuvo que seguir el rastro dejado por ellos en su salida del lugar. A un signo suyo, podía trasladarse entre ellos y matarlos a todos, sin embargo, esto llamaría mucho la atención, y sobre ello, ya le previno el propio Diablo. Era mejor pasar desapercibido, lo cual acarrearía menos problemas y haría la vida más tranquila. Así las cosas, resucitó un caballo y se dispuso a darles caza. Además era mejor atacar de noche.

Al atardecer los encontró. Habían formado un pequeño campamento, estaban relajados por creer que el trabajo había sido llevado a cabo, apenas tenían montada una guardia efectiva. Esperó a que todos se durmieran. Cuando esto ocurrió, con una sola mano rompió el cuello del único guardia que había. Seguidamente, con el sigilo de un gato, fue acercándose uno a uno con la daga, de un certero golpe en la cabeza, ni siquiera gemían y morían en el más completo de los silencios. Para el último dejó al capitán.

Lefert se acercó a él. De una patada en los riñones, lo puso en pie. Con la daga, le dio un profundo corte en el cuello, seccionándole la yugular. Mientras se desangraba, cubriéndose con la mano la herida, miró a Lefert horrorizado, mientras gemía:

- ¡Estabas muerto. Yo te maté!

Lefert, dejando caer el cuchillo, respondió:

- No sabes con quién te has metido. Ahora ve al Infierno, y di a Lucifer que la próxima alma que le mandaré será la del príncipe.

Se dio la vuelta y montando en un caballo abandonó el campamento, en dirección al castillo del príncipe, mientras una lluvia de fuego arrasaba el lugar convirtiendo los despojos en cenizas.

Al día siguiente unos pastores encontraron los restos de la aldea. Asustados ante tal visión corrieron despavoridos hacia el castillo. En su camino descubrieron las cenizas de lo que fue la guardia del príncipe. Era demasiado. Un terror inmenso les invadió; ni siquiera lo mejor de las fuerzas del príncipe podía protegerlos. Había que abandonar como fuera la comarca, pues algo estaba atacando y era muy poderoso, más que su señor.

Estas noticias pronto recorrieron el principado, creando un ambiente de pavor entre las gentes. El propio príncipe visitó los lugares con sus cortesanos, a fin de examinar los restos y saber a qué se enfrentaba. Cada uno enunciaba teorías de lo más peregrinas, siendo la más aceptada la de un dragón incendiario como causante. Ello facilitó a Lefert su introducción entre la gente de la corte sin despertar sospechas. Él mismo fomentaba esta idea dejando rastros falsos de huellas.

Una noche, ya de vuelta todos en el castillo, y con todas las tropas movilizadas buscando dragones por la región, Lefert se presentó en las habitaciones del príncipe. Éste se encontraba plácidamente dormido. Cogiéndolo del cuello lo levantó de la cama y lo lanzó contra un muro. Ya en el suelo, se acercó a su cara diciéndole:

- ¿Te acuerdas de mi, príncipe?

El príncipe, al reconocerle, se puso blanco de terror. Quedó paralizado.

- Dragones... ¡qué pueriles sois! El que ha provocado esos pequeños desastres he sido yo mismo, y no he hecho más que empezar. Voy a destruir tu familia, arrasaré tu reino y por último te voy a enviar al infierno, pero en cuerpo y alma, para que tu sufrimiento sea eterno, en pago por lo que me hiciste.

Con un gesto, Lefert desapareció de su vista. El príncipe miró su cama y lo primero que vio fue a su mujer aún dormida. "Todo ha sido una pesadilla" - pensó. Al acercarse, observó con espanto que la habían decapitado. No se había repuesto de la impresión, cuando empezó a oír gritos. Al salir al pasillo encontró a sus hombres desangrándose con el cuello medio seccionado. Se dirigió corriendo a las habitaciones de sus hijos. A su paso los sirvientes aparecían moribundos, con desgarros de los que manaba la sangre que teñía los corredores. Al llegar a los aposentos de sus hijos sólo encontró cenizas. Los gritos de dolor y terror se sucedían por el castillo.

Al amanecer el príncipe era el único superviviente. La desesperación hizo presa en él. Ninguno de sus súbditos había sobrevivido. Corrió a las cuadras a por un caballo y así huir y pedir asilo en lugar sagrado. Al llegar, todos los equinos yacían despanzurrados por el suelo. Ante él apareció Lefert. El terror invadió al príncipe. Sacó una daga y atravesó su pecho.

- ¿Creíste que tenía tanto poder como para llevarte al infierno?. Ahora si que estás perdido. Vagarás eternamente por estas ruinas.

A un ademán de Lefert, comenzó a llover fuego y a caer rayos, destruyendo el lugar. Mientras el castillo se desmoronaba, el príncipe moría lentamente. Cuando, al final del día, el fuego había devastado el castillo, el lugar no era sino un montón de piedras. El príncipe llevaba horas muerto, mas su alma recorría los despojos huyendo de Lefert. De repente sintió que se abría el suelo y algo le arrastraba al Seól.

- Habías dicho que no iría al infierno – gimió.

- ¿Y seguías creyendo lo que te decía? - rió Lefert mientras se daba la vuelta y abandonaba el terreno.

Cuando concluyó su venganza personal, Lefert se sentía bien, como si todas sus deudas estuvieran saldadas y con creces. Ahora ya podía descansar. Retirarse al sur de Europa, a España, por ejemplo, que era, en aquel entonces, un lugar sin guerras y con un clima no tan duro como el de su país. Podía coger algo de oro del príncipe comprar unas tierras y vivir de las rentas.

Sin embargo, después de expoliar el castillo, el odio se arraigó en su alma de tal manera que comenzó a devastar aldeas y pueblos por el principado. Los pocos supervivientes hacían correr la voz de sus atroces ataques, con lo que el miedo empezó a apoderarse de los principados vecinos, intensificándose cuando los señores feudales comprobaron con horror que no sólo sus castillos no daban abasto con tantos refugiados, sino que los relatos sobre la caída del príncipe y la devastación de aldeas eran ciertos. Centroeuropa se sumía en el terror ante lo que ellos denominaban "la sombra de la muerte". Una nueva amenaza a la que no sabían cómo hacer frente.

No tardó en escasear la comida en los castillos. No estaban preparados para soportar tanta cantidad de gente, por lo que el hambre empezó a cobrarse su cuota de vidas. Junto a esto, las enfermedades por hacinamiento empezaron a desarrollarse, con lo que las muertes se multiplicaron.

La cantidad de fallecimientos fue tal, que los cuerpos se podían encontrar por todas partes. Lefert empezó a darse cuenta de cuánta gente desaparecida sin culpa alguna. Habían pagado con su vida el único pecado de encontrarse en el lugar inadecuado y en el momento menos afortunado con su odio, su cólera y su venganza. Una terrible sensación recorrió su cuerpo. Un asqueo. Una gran angustia. Aunque era un autentico servidor del mal, algo quedaba en su alma, que aún le permitía distinguir lo correcto de lo que no lo era. La sensación de triunfo se había trocado en culpa en un abrir y cerrar de ojos. Una voz dulce sonó a su espalda:

- Lo que estás sintiendo es simplemente lo que has sembrado en estos días.

La figura que estaba ante él era la de Eve, que irradiaba una luz muy brillante, pero acogedora. Su sola presencia le hacía sentir muy bien.

- Has sido engañado y estás sirviendo a quien no debes. Con el tiempo pagarás muy caro el trato que has realizado, aunque aún estás a tiempo de arrepentirte. Sólo he venido a darte esta oportunidad en compensación por haber permitido que te engañaran.

Lefert rompió a llorar, no sólo por el dolor que sentía, sino por la simple visión de Eve, que se había convertido en un ángel. Sin mediar palabra alguna, se acercó y lo abrazó mostrándole compasión, además del cariño que le profesaba. Esto a Lefert consoló, aunque sabía que aún debía responsabilizarse no sólo del mal que había hecho en esos días, sino de todas las culpas que como hombre arrastraba. Y aunque esto podía doler, resultaba más alentador que la oferta que había aceptado.

De repente, algo les golpeó. Lefert miró a su ángel. Su luz se apagaba y se desvanecía entre sus brazos. A su izquierda apareció el mismo Lucifer, que con gesto sombrío gruñó:

- ¿Pensabas en romper nuestro trato? ¿No sabes que podría hacerte tanto daño que desearías no haber nacido?.

- Tú me engañaste - gritó Lefert.

- No, tú me pediste que te librara de la muerte. Yo he cumplido y te he dado tanto poder como quisiste para consumar tus venganzas. Te exijo que cumplas - tronó el Diablo.

- ¿Además de querer volver mis palabras contra mí, has dañado a Eve y todavía me exiges que yo cumpla? - desafió Lefert.

Desde el suelo Eve habló:

- No te preocupes por mí. Dios vela por nosotros. Coge mi mano y acepta su juicio. Ten fe.

- Si lo haces te perseguiré cuanto haga falta para hacerte sufrir por toda la eternidad - rugió el Diablo.

Lefert no lo pensó un momento y agarró la mano del ángel. El Diablo, enfurecido, lanzó un rayo contra el ángel. Esta vez Lefert se dio cuenta y se interpuso. El dolor fue tremendo, aunque conocido. Era el de la muerte. Al instante todo fue calma. Eve a su lado se incorporó como si nada hubiera pasado. Satanás ya no estaba allí y, es más, ellos se encontraban en otro lugar.

- Ves, sólo debías dejar obrar a tu propia naturaleza, y tener fe - dijo Eve con dulzura.

Dicho esto, le besó mientras desaparecía. Sintió que ya no era el mismo. Como si todo lo que había sido hubiera sido amputado. Más aún, sintió que había sido juzgado y sabía que su destino era vagar escapando del Diablo por la tierra, hasta haber purgado todas sus culpas. Como recuerdo de esto, sintió una quemazón en la mano derecha, que le provocó una llaga en forma triangular en el dorso.

Cuando el hombre que había detrás de la barra concluyó su historia, me quedé perplejo. No había quien se la tragase. Me fijé y en su mano tenía una quemadura triangular. Empecé a reírme, seguramente porque llevaba una copa de más. Al levantar la cabeza, vi en su mirada comprensión, lo que hizo desaparecer mi sarcástica sonrisa. Se dio la vuelta y se marchó. Al cabo de un rato uno de mis amigos me preguntó quién era el tipo con el que hablaba. No supe contestar. Le pregunté a otro de los camareros de la barra. Su contestación fue negativa. Nunca le habían visto. Esto me dejó confuso.

Al día siguiente no podía quitarme de la mente esa fantástica historia, además del dolor de cabeza propio de la resaca. Por curiosidad, indagué algo sobre el tema. Encontré algunas leyendas alemanas que encajaban. Pero sólo una hablaba de un caballero, con una quemadura triangular en la mano derecha, que huía del Diablo. Unas versiones de esa leyenda dicen que fue finalmente redimido aunque de cuando en cuando ayuda a los desesperados que están al borde del desastre, para evitar que sean presas fáciles. Otras, que vagará hasta el fin de los días y que se dedicará a ayudar a la gente para redimirse. Alguna leyenda dice que, finalmente, fue presa del Diablo y que como alma en pena, vaga por la Tierra. Lo que más me llamó la atención, fue que en Internet encontré un grabado del siglo XVII con la representación de Lefert y, la verdad, tengo que admitir que el tipo que me contó esta historia se le parecía bastante. Claro, que yo no estaba en un buen momento y, bueno, quién sabe... Después de todo, podía ser verdad y podía no haber sucedido.

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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Última modificación: 18-10-2002