El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

Histórico Año V

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Noviembre 2002. Nº 40

EL ALTARCITO

Albedo

No puedes imaginarte esto. La verdad es que nadie lo soñaría... que la seguridad social bajara del Cielo. Como en la tierra estaba fallando el sistema, al Señor se le ocurrió hacerlo bajar de donde solo a Él se le podía ocurrir.

"¿Y como así?" –me preguntabas sorprendido, y pensar que yo estaba tan extrañado como tú, te juro hermano que no lo entiendo, nunca entendí los designios del Cielo. Y me martillaba la cabeza preguntándome mil veces si será cierto que los parámetros del Paraíso son diferentes a los de este ridículo valle de lágrimas, y no como nos enseñaron en las clases de religión del colegio, no sé... pero la verdad es que me pasó. Para que veas que la esperanza existe, y los milagros también. Y todo por culpa de un altarcito... o mejor dicho, de la persona que está representada en ese altarcito.

"¿Un altarcito? –me decías—, pero ¿qué tiene que ver un altarcito?"

Sí, pues –te dije—, un altarcito con velas y todo, colocado en la puerta de una dependencia pública.

"Pero, pero... –insistías, más intrigado que Sherlock Holmes—, ¿cómo es que te pasó? ¿Es que tú crees en esas cosas?"

¡Caramba, que siempre fui agnóstico! –te dije sonrojado—. Todo pasó ante la perplejidad y la rabia que sentí cuando tú me contaste lo que te sucedió en el Policlínico Angamos.

"Es que estoy harto –decías, y no era para menos—; es una fregadera estar allí... en Essalud."

Sí, pues, tienes razón –te decía—. Para mí siempre ha sido un misterio el porqué mi número de asegurado tiene tantos dígitos y letras y nunca los he podido memorizar; aquí no sólo te hacen ir a pedir una cita a las cinco de la mañana, sino que también te solicitan regresar en quince días por los resultados de un análisis clínico... horrible... hasta te puedes morir en el lapso, pero a estos señores de la seguridad social les importa un bledo; y encima, las enfermeras y asistentas sociales parece que cofunden a las personas con ganado, ¡sólo somos números y letras! No se porqué diablos le pusieron ese nombre a este ¿Essalud o no es... salud?. Dicen que el cambio de IPSS a Essalud fue para brindar "más salud para más peruanos", pero lo cierto es que todo sigue de cabeza en este insólito país, hasta la salud.

"Hace años, el IPSS era una maravilla" –me decías con nostalgia; sí, pues, recordaba, luego le cambiaron de nombre y los centros de salud fueron pintados de azul... pero para nada. -"Después, cuando operaron a mi señora –me contabas—, lo viví en carne propia, no sé."

Sí, te comprendo —te respondí, entonces... -¡es que tenías ganas de gritarle al cielo!

" ¡Alguien tiene que arreglar esto, es demasiado!" –protestabas.

"Sí, pues –me seguiste contando—, habían operado a mi señora, pero tenerla allí, en ese antro, me hizo arrepentirme de haberla llevado allá. Para colmo, a mi suegrita y a mí, que nos habíamos quedado en la octava planta para esperar el final de la cirugía, nos hicieron bajar y salir de todas las salas de espera donde nos sentábamos porque "tenían que limpiarlas", y terminamos en el primer piso." -Y te escuché despotricar del frío sistema-. "A los familiares de los pacientes los tratan como al perro aquí; peor aún, tuvimos que esperar horas y horas y a nadie se le ocurrió salir a informar sobre la condición de los pacientes operados. ¿Puedes creer, amigo mío, que quien nos informó sobre el éxito de la operación de mi esposa fue el guachimán de la puerta del hospital? ¡Increíble! ¡En qué país civilizado se ve esto! Pero lo peor de todo fue cuando me enteré..."

¿Te enteraste de qué? –pregunté.

"A mi esposita –me contaste angustiado— se le paró el corazón en el quirófano. Le habían puesto una anestesia mala... y casi se muere. Le tuvieron que aplicar resucitador –me dijiste—, y recién me enteré de ello dos años después, ya te imaginarás, ¡entonces se me salió en indio, el cholo y el negro! Quería pegarle a alguien, pero me puse a reflexionar ante tanto descaro, tanta impunidad y tanto desprecio para la vida humana. ¡En este estado de cosas, mi esposita se pudo haber muerto sin yo saber nada! ¡No hay derecho!"

Cuando me retiré a casa, después de escuchar tu relato, yo me sentía impactado y no podía dormir, ¿sabes? Pensé, pues, en tu señora, pensé en toda esa gente, pensé en la absurdez de estos matasanos del seguro social. Y me preguntaba en mis adentros: ¿Qué clase de médicos son estos señores? ¿Qué clase de seguridad social es ésta? ¡Qué poco importante parece ser la vida para este engendro de sistema! ¡Qué tanta importancia tiene su maldita burocracia!

La verdad es que estaba realmente molesto, descorazonado, pero no dejaba de pensar en lo imposible. "Alguien tiene que arreglarlo", me decía, pero mis pensamientos se perdían en la nada de la impotencia.

Y así estaba cuando un día tuve que hacer una comisión de prensa al DIGEMID, es decir, la "Dirección General de Medicamentos", la dependencia del Ministerio de Salud encargada de velar por la calidad de las medicinas que consumen los peruanos.

Pero qué loco lo que encontré, ¡imagínate! –te dije—. Le conté mi experiencia a un entrañable amigo español, le escribí un correo electrónico para decirle, a ver si me creía... que aquí la sanidad pública, o sus pobres asegurados, ya no saben a qué santo rezarle.

"¿Más mal de lo que yo vi?" –me dijiste con los ojos de plato.

Sí, pues –te respondí—, pero espérate a que te cuente.

Mi amigo español me estaba ayudando a realizar un trabajo periodístico sobre un controvertido medicamento llamado talidomida, y cuando le comenté que iba a ir a la sede principal de Essalud, en Lince, para buscar más información en las oficinas del DIGEMID, él me habló de las fallas de la sanidad pública española. Y, para que veas... ¡no hay diferencia!. Pero lo más increíble vino cuando le conté mi experiencia: "...cansado de que los del DIGEMID no respondan a mis solicitudes de información periodística, decidí ir hasta allá. Mi aventura por estas instancias públicas fue decepcionante. Estuve un buen rato yendo de escalera en escalera por unos ambientes desolados, preguntándole a las paredes dónde rayos estaban las oficinas del DIGEMID, hasta que caí en la cuenta de que quedaba en el tercer piso del tercer edificio del tercer bloque (¡plop!). Oficinas vacías, pasillos que gritan una mano de pintura, desperdicios por todas partes y un enorme elefante blanco de más de cuarenta pisos sin terminar, eran el corolario de un lugar que, paradójicamente, es nada menos que la sede principal de Essalud, la seguridad social peruana".

Cuándo por fin llegué, creí haberme equivocado de lugar puesto que había unas damas paradas frente a unas velas encendidas. ¿Velas encendidas? Pues sí, lo que estaba allí era un altar del Señor de los Milagros colocado junto a la entrada del DIGEMID.

¿Un altarcito en la puerta de un centro de investigación farmacológica? No pues, eso no me parecía lógico, pero allí estaba. Fui donde el vigilante de la puerta de esta dependencia, quien, con mucha amabilidad, me pasó donde una señorita que, en principio, me dijo que no estaba la persona encargada de relaciones públicas... pero lo gracioso es que ella primero me dijo que esta persona había bajado, y luego, que había viajado, es decir...

Entonces, pensando que ya no tenía nada que hacer allí, me marché del lugar, y, cuando ya había tirado la toalla, una señora muy servicial me sugirió volver y conversar con la doctora Susana Pasque, la jefa del CENAFIM, el "Centro Nacional de Fármaco Vigilancia e Información de Medicamentos" del DIGEMID. Alentado por la novedad, regresé a las infinitas escaleras, otra vez, y el guachimán de la entrada me comunicó con la doctora que, gracias a Dios, estaba en su despacho.

Cuando la especialista me recibió, le entregué una copia de la carta que les había remitido varias veces sin respuesta. Estuvimos conversando un buen rato y le expliqué lo de la talidomida, un fármaco que hace muchos años fue lanzado al mercado como la panacea contra los malestares del embarazo, pero que terminó provocando malformaciones congénitas en los bebés. Ella me dijo que sí se acordaba de ello pero que "aquí en el Perú nunca hubo un seguimiento sobre este caso." Entonces, leyó mi carta y ofreció ayudarme en la búsqueda de información. "Ojalá no tarden mucho" -pensé, lo cierto es que nunca se comunicaron conmigo después de la entrevista.

Curioso ¿no? Pero la verdad es que me dio mucha lástima el abandono y desidia que hay en el sector salud de nuestro desconcertante país, en áreas tan importantes como la investigación farmacológica. "Seguro social misio –me dije—, aquí no hay nada, ni laboratorios ni nada". Es que aquí sólo había visto algún que otro mueble desvencijado, el pomposo letrero de "DIGEMID", y el altarcito de marras, claro está, con sus velitas, flores e inciensos.

Eso sí, era entretenido ver el movimiento de gente que entraba y salía de este recinto. Había unas viejitas vestidas de cajamarquinas –ignoro lo que estas mujeres buscaban allí, pero se parecían mucho a las mendigas que frecuentan ciertos barrios limeños—, mientras otras señoras estaban sentadas en una sala de espera y, al frente, estaba la "amable" recepcionista que mandaba a rodar a casi todo el mundo, y unos trabajadores que sacaban grandes bultos de la dependencia. Esto no tenía, por cierto, cara de laboratorios o centro de investigación, sino de burócratas.

"Ahora entiendo –me dije— el porqué se dice que el corrupto ex-presidente nikkei del Perú, el señor Alberto Fujimori, le quitó a Essalud casi la mitad del presupuesto dedicado a la atención hospitalaria para los asegurados, hasta el punto que un amigo médico me comentó una vez que incluso ¡dejaron de importar mamógrafos!"

Pero lo que más me llamó la atención fue precisamente el altarcito, erguido sobre una gran mesa frente a la soledad de las escaleras del gran edificio, y ese Cristo lánguido, con la mirada perdida en un vacío incomprensible, y esas almas de la desesperanza prendiendo alguno que otro cirio.

Mi amigo español, asombrado, respondió a la misiva diciéndome que... "siento lo de la información diferida por parte de DIGEMID, imagino que también se añaden los factores del funcionamiento burocrático: "muy lento, y eso cuando funciona". Espero que por aquí no copien la idea del señor Fujimori, es decir, reducir el presupuesto a la sanidad pública sustituyéndolo por unas cuantas velas y un altarcito, a fin de que el Cielo se ponga a hacer milagros para sanar a la población. ¡Menudo ahorro en médicos! Me dan ganas de usar tu relato para una pieza de humor (no sé si negro o blanco) o un cuentecito sobre el posible futuro de la Sanidad Pública en esta nueva sociedad de la globalización. Da para ello."

No cabía duda que las sanidades públicas de nuestros países más parecían clones, y mi amigo de España recién lo estaba descubriendo.

"Si, pues –me dijiste—, esto es una desgracia nacional".

Y, como te decía –proseguí—, me quedé pensando en ese altarcito, hasta el punto de casi obsesionarme con mis locas ideas, ya que, como muy bien dijo mi amigo de España, las velas y el altarcito estaban allí a fin de que, a falta de eficiencia del sistema, "el Cielo se ponga a hacer milagros para sanar a la población", sin tener que gastar un céntimo en especialistas ni medicinas.

¡Linda austeridad fiscal!

Lo cierto es que pensé... "¿Y si fuera verdad? ¿Y si fuera verdad que el Cielo se ocupara de los pobres asegurados como tú o yo? ¡Sería fantástico! ¡Adiós burocracia! ¡Adiós matasanos! ¡Adiós trámites engorrosos y colas sin paciencia! –me decía—, entonces... ¿será posible que el buen Dios haga el milagro? ¡Y quien mejor que Él!"

Entonces, comencé a acariciar la audacia de que la seguridad social bajara del Cielo, que Dios se hiciera cargo del desmadre, que se ocupara de arreglar el desaguisado.

Y un día volví a acercarme al DIGEMID, no ya como periodista sino como un ferviente devoto... es que yo también estaba perdiendo las esperanzas, y pensé que Dios era lo último que quedaba. El altarcito del Cristo de Pachacamilla estaba allí, en el mismo sitio, igualito como lo había visto, con sus velas chisporroteando, y me sinceré con el dolido rostro de Jesús crucificado.

"Señor –le dije con el corazón en la mano—, por favor, escucha a este descarriado ser humano. Te ruego, haz algo, por favor, haz algo o esto nos destruirá a todos" -supliqué.

A mi alrededor todo estaba callado y no había nadie, y la puerta del DIGEMID estaba cerrada. Permanecí un rato contemplando la silente imagen, luego miré mi reloj... marcaba las 4:30 PM, bastante tarde ya, por lo que decidí volver a casa, pero, cuando pisé los primeros peldaños de la escalera, escuché, de pronto, una voz que procedía de alguna parte, que me decía... "Si, hijo mío, yo también lo habría sufrido en carne propia, ve en paz, ya verás..."

En un primer momento creí que era mi imaginación o que padecía de "delirium tremens", no sé, pero lo cierto es que el destino me reservaba una gran sorpresa cuando me tocó ir allá para una consulta de rutina. Tenía una cita con el gastroenterólogo un lunes por la mañana en el Policlínico Angamos, así que fui con mi proverbial puntualidad peruana. Cuando llegué eran las 7 de la mañana. En la ventanilla donde me iban a dar el papelito de la cita, la enfermera me dijo: "Señor, el doctor lo está esperando". Me quedé pasmado, nunca me habían dicho tal cosa en el seguro social, es más, en el sótano no encontré ninguna cola a pesar de ser la hora más congestionada. Y cuando me acerqué al consultorio, otra señorita, sonriente, me abrió la puerta. El doctor me atendió como en clínica privada; el especialista se preocupó por todo. ¡No podía creerlo! El policlínico estaba irreconocible. En las salas de espera no había caras largas ni amargadas. Todo el mundo sonreía, y por todos lados se escuchaba una música suave y melodiosa que invitaba al relax; vi también que los médicos salían de los quirófanos para informar a los familiares sobre el resultado de las intervenciones quirúrgicas realizadas en sus pacientes. Increíble. Y cuando quise indagar de tan sorprendente cambio, una de las enfermeras el primer piso me dijo simplemente que... "ahora todo esto depende de arriba."

¿De arriba? –dije, intrigado— ¿Qué quiere decir usted con eso...?

A lo que la chica respondió: "Dios ha mandado a sus ángeles para arreglar esto."

"¿No te dije, hijo mío...?"-creí escuchar por allí, mientras recorría embobado las instalaciones.

Por eso, querido amigo, te estaba comentando lo que te parece descabellado... que la seguridad social bajara del Cielo. Como en la tierra estaba fallando el sistema, al Señor se le ocurrió hacerlo bajar de donde sólo a Él se le podía ocurrir.

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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