Negro BembosRubedo Alto, negro, sambazo, fornido. El hombre de polo verde y jean mil veces zurcido pisa la vereda aceitosa del grifo de la esquina de Camino Real, la avenida de los días sin días; antes de seguir, el hombre se voltea para ver el tirabuzón hacia Miraflores, que parece tragarse hasta a las estrellas en la negrura de Cavenecia. Como ave de paso, el hombre deambula lentamente bajo la luz amarillenta de los sodios, silencioso como los últimos trasnochados del viernes que callan por falso pudor. Se asoma furtivo a la esquina regada de vasos pisoteados, triturados por las turbas infames; la vereda es el quebrado reguero de cristales y pílsenes y piscos y rones y cubas libres y whites and labels y camparis y sangrías. Colillas de pitillos clandestinos y marlboros y kents sin memoria duermen su impenitencia sobre el cemento gris. Camina el hombre mirando a los vacilantes parroquianos de la noche; el Dávori está allí con su sueño sin sueño; el Dávori, último refugio de la insonmolencia, cuela los vapores de su estrecho callejón de neones; el Dávori con sus batihelados; el hondo Dávori con sus rayas "America's people" a la peruviana. Furtivamente, el hombre observa a los solitarios bebedores de las sombras, adormecidos tras la resaca de la noche; ve respingar a las parejas de la duermevela en sus escarabajos, daiatsus, subarus, toyotas, harleys, hondas, mitsubishis, fords, jeeps, fiats, renaults, mercedes benz, indiferentes a su paso sin paso. No es la primera vez que el hombre se yergue en la esquina de Sausalito, frente al Bembos; no es la primera vez que el hombre contempla el viejo edificio verde-pastel del final de Dasso. Allí está, apagado, sin brillo, el edificio de la esquina, el edificio sin segunda planta, el edificio que todos miran desde cualquier lado de la calle, el edificio del fondo, el edificio del final de la calle. No, no es la primera vez... No es la primera vez que se acerca a la puerta acristalada, entreabierta como siempre, con su irresponsable aire de «yo no fui». Mira la profundidad del vestíbulo callado... sin entrar. Por un momento titubea ante la soledad. Allí está el hall de piso blanco, las paredes de madera, los grandes espejos... y adentro una escalera que se pierde en la penumbra parece llamar su atención. Y entra como quien llega a casa luego de meses de ausencia. Ya había estado allí antes; antes había entrado allí; allí había violentado la paz de la melancolía; melancolía de pasillos donde nada parece pasar. Las luces están apagadas pero no se inmuta, y despacio sube los primeros peldaños del mas allá, sube las escaleras de lo incierto. Arriba está la bóveda celeste, pero también la caída. El hombre sigue subiendo en silencio. Había hecho lo mismo en otras ocasiones, pero esta vez sus pasos lo llevan más allá del umbral del destino. Nadie parece escuchar el silencio de la noche. Las escaleras suben al tercer piso, la terraza con su puerta gris, el inmenso ficus, el patio sin memoria, las puertas color cielo limeño, color invierno en febrero. Luego sube, sube, en silencio... cuarto piso, quinto piso, sexto, séptimo... Otea ventanas y cerraduras y rejas y paredes y telarañas y cocos dormidos y techos rasos y basureros y periódicos amontonados y pisos ennegrecidos y barandas oxidadas y macetas rajadas y mirillas secretas. Octavo piso... Flamea una toalla verde al borde de una ventana. El hombre ve una reja junto a la ventana abierta por donde silba el verano; el negro piensa en su destreza de "hombre araña", así le llaman; el "hombre araña", furtivo escalador de paredes prohibidas. Su nombre es un atisbo de media luna lejana; tiene un tatuaje, marcas de mil correrías nocturnas por lo ajeno. Se encomienda a Sarita Colonia... la de los barracones del Callao: la santita de una Lima sin Lima ni limeños; la beatita de los de aquí y de los de allá y de los de más allá; la patrona de los malos y los más o menos malos y los más o menos buenos; la protectora de los choros de callejón y los pillos de alto vuelo; a ella le rezan los pobres y los no tan pobres; le ruegan los cebicheros y los fruteros y las picaroneras y los canillitas y los pirañitas y las secretarias y los escolares y los cachimbos y los claeistas y los hombres de cuello blanco y las damas encopetadas y los políticos tramposos y los sapos y los taimados y los avivatos y los usureros y los mezquinos y los convenidos y los coimeros y los creídos y los conchudos y los curas y las curas y los demás en su porca miseria humana. La santita de los micros covidas y venegas y cristos reyes y señor de los milagros y chamas y los laureles y santas catalinas y surquillo-callao y lima-chorrillos y cocharcas y chacras coloradas es la imagen que el hombre contempla en una vieja libreta electoral; ella, la defensora de los taxis sin lunas y faros huecos como calaveras, parece tener el don de la ubicuidad; la niña de las kombis infernales, la de las impunes lunas polarizadas, la de los malditos coches-bomba, está allí, la santita informal de la metrópoli decadente, la del cosmos y el caos, la del eros y el thanatos, la de las rejas y trancas, la de las balas perdidas y bombas sin destino, la mismísima Sarita, la de las esteras y calaminas tiesas de frío y hambre, pero también la de los brillantes ladrillos y mármoles y azulejos y parquets lustrosos anda con él en sus correrías sin cuento; a pesar de todo y de todos, Sarita está allí, en su estampilla enmicada, con su pelo negro, su rostro sonrosado, sus ojazos negros, su rosa encarnada, y su santidad irregular que mira sin mirar. Mentalmente, el hombre de ébano le habla a esa Sarita invocada, mas ella calla... y no viene volando. ¿Qué diría Sarita si hablara en las sombras? También evoca a la virgen de Guadalupe. La lleva con la misma estampita de Sarita, la lleva allí... Pero la virgen del Tepeyac está muy lejos. Y entonces, pega el salto de felino sobre la veranda de la escalera. Tal vez el hombre estuvo en un circo como "el trepalotodo" o trabajaba como limpiacristales en algún rascacielos mugriento o, tal vez, alguna vez, quiso ser piloto de avión, pero el avión nunca despegó de sus sueños. La reja de una ventana de cocina es el trampolín de la cada vez más oscura noche. El departamento solitario duerme. El hombre, devoto de santos, virgenes y cosas ajenas, otea sigilosamente las cosas de la sala, el comedor, la alcoba donde alguien duerme sin despertar, al amparo de la sombra cómplice. ¿Que habrá? ¿Qué habrá? En la cocina abre un cajón y toma un filudo cuchillo y se lo lleva al cinto. Con la toalla verde que ondeaba en la ventana abierta envuelve el minicomponente de la sala, lo carga sobre la espalda y se dispone a salir por donde entró, la ventana de la lavandería, la ventana al vacío, la ventana al cielo estrellado. La ventana... la ventana... Se encarama al bordillo por donde ulula el viento, mira arriba, al cielo, y abajo y abajo, a la terraza del segundo piso... y, otra vez el salto... sus manos ágiles cogen la reja de la ventana de la cocina. Pero esta vez el peso de sus cien kilos lo traiciona. Por un instante queda suspendido del destino aleve; por un instante brillan todas las luces y se escuchan todos los horrores del vacío; por un instante la ley de la gravedad se cumple inexorable; por un instante todo sucede. La reja, trampolín al más acá pero también al más allá, cruje y se desprende de su marco. El hombre y lo ajeno quedan merced al vacío, a la nada, al abismo. Más allá está la orilla de Caronte, el Hades, los infiernos de Dante, el fuego de la consumación, el mundo subterráneo; sin limbos ni purgatorios ni sueños ni vigilias ni voces ni gritos ni silencios ni anochecidas ni despertares ni besos ni mordiscos ni holas ni adioses ni amores ni desamores ni saritas ni virgenes de guadalupes ni nada, nada, nada, nada... Aquí no hay viaje de ida porque no hay retorno. Todo vuela en la caída libre, todo pasa en el lapsus de lo definible a lo indefinible. Todo es un retazo de eternidad, sin tiempo para el destiempo. Entre las luces indiferentes de esa milésima de instante, todo sucede sin suceder; entre las sombras de lo fortuito se va el despropósito del ser sin ser; entre los eones de Akasha, la memoria de las existencias del universo, resuenan los llantos y las risas y los gritos y los golpes y las caricias y las alegrías y las desazones y los miedos y las culpas y los perdones y los remordimientos y los cantos y los bochornos y los sonrojos y los morbos y los hombres arañas y lo ajeno, lo ajeno, lo ajeno. Su ayer sin mañana transcurre sin transcurrir. Hay pisadas en las orillas del mas allá. La vida siempre recoge sus pasos, eso dicen. Y todo se pone negro, negro, negro, negro, negro, negro, negro, negro. Y la madrugada se triza en mil pedazos. ¿Qué hay después de la nada de la nada de la nada de la nada de un absurdo? No hay quien me responda a esta pregunta... San Isidro, febrero de 1992 Volver al principio |
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