Después de un verano un tanto peculiar, me aventuro a presentarles un pequeño cuento del Marqués de Sade, con la intención de alborotar algo, si ello es posible, el espíritu de la comunidad académica. En este breve escrito, el polémico aristócrata francés vuelve a mostrar sus excelentes aptitudes para el relato breve, tanto en la concreción de los rasgos de los personajes como en la descripción de las situaciones, revelando un asombroso ingenio sintetizador y una gran capacidad imaginativa. Donato Alfonso, conde de Sade, más conocido como MARQUES DE SADE por haber firmado muchas de sus obras con este título, nació en París en 1740, en el seno de una familia de la rancia nobleza de Avignon. Su vida, sus intervenciones políticas y sus obras, tenidas por escandalosas, le condujeron varias veces a la cárcel. Se sabe que, durante el Terror, se comportó de un modo humanitario y bienhechor y se opuso a la pena de muerte. Simone de Beauvoir y Sartre, entre otros, han estudiado su personalidad y «la infernal grandeza de su obra», pasando de ser el apologista de una perversión sexual, a encarnar el tipo del eterno rebelde que aspira siempre a rebasar los límites de «la condición humana». Pero dejémonos de rollos "macabeos" introductorios y vayamos al lío, que es lo que nos interesa. LA LEY DEL TALIONUn honesto burgués de la Picardía, descendiente tal vez de uno de aquellos ilustres trovadores de las riberas del Oise o del Somme, cuya olvidada existencia acaba de ser rescatada de las tinieblas, apenas hace diez o doce años, por un gran escritor de este siglo; un burgués bueno y honrado, repito. Habitaba en la ciudad de San Quintín, tan célebre por los grandes hombres que ha dado a la literatura, y vivían allí honradamente él, su mujer y una prima en tercer grado, religiosa en un convento de la ciudad. La prima en tercer grado era una muchacha morena, de ojos vivaces, nariz respingona y esbelto talle. Fastidiada por tener veintidós años y por ser religiosa desde hacía ya cuatro, la hermana Petronila, pues ése era su nombre, poseía además una bonita voz y mucho más temperamento que religión. En cuanto a Esclaponville, que así se llamaba nuestro burgués, era un joven gordinflón de unos veintiocho años a quien, por encima de todo, le gustaba su prima y no tanto, ni muchísimo menos, la señora de Esclaponville, pues venía acostándose con ella desde hacía ya diez años y un hábito de diez años resulta verdaderamente funesto para el fuego del himeneo. La señora de Esclaponville hay que hacer su descripción, pues, ¿qué ocurriría si no cuidásemos las descripciones en un siglo en el que sólo hay demanda de cuadros, en el que incluso una tragedia puede no ser aceptada si los vendedores de telones no ven en ella seis cambios de decorado por lo menos?-; la señora de Esclaponville, repito, era una rubianca algo insípida pero blanca como la nieve, con unos ojos bastante bonitos, algo entrada en carnes y con esos mofletes que se suelen atribuir a una buena vida. Hasta el momento en que nos hallamos, la señora de Esclaponville ignoraba que pudiera existir una forma de vengarse de un esposo infiel. Prudente como su madre, que había vivido ochenta y tres años con el mismo hombre sin haberle sido infiel jamás, era todavía tan ingenua y tan candorosa que no podía ni siquiera sospechar ese espantoso crimen que los casuistas han denominado adulterio y que los sofisticados, que todo lo suavizan, han calificado simplemente de galantería. Pero una mujer traicionada pronto recibe consejos de venganza de su resentimiento, y como nadie quiere quedarse a la zaga, en seguida que se le presenta la ocasión no hay cosa alguna que la arredre para que nada le puedan reprochar. La señora de Esclaponville se enteró, al fin, de que su querido esposo visitaba con excesiva frecuencia a la prima en tercer grado; el demonio de los celos se apodera de su alma, acecha, se informa y acaba por descubrir que hay muy pocas cosas en San Quintín tan probadas como los amoríos de su esposo y de sor Petronila. Segura de su efecto, la señora de Esclaponville declara finalmente a su marido que la conducta que observa la desgarra el alma; que ella nunca ha merecido un comportamiento semejante, y le ruega que no siga haciendo de las suyas. -¿De las mías? -le contesta flemáticamente su marido-. ¿No sabes, amiga mía, que acostándome con mi prima la religiosa gano mi salvación? Con una intriga tan santa el alma queda limpia; es como identificarse con el Ser supremo; es como si el Espíritu Santo tomara cuerpo dentro de uno mismo. No puede haber ningún pecarlo, mujer, con personas consagradas a Dios; purifican todo lo que se hace con ellas, y frecuentarlas supone despejar el camino hacia la beatitud celestial. La señora de Esclaponville, no muy satisfecha del éxito de su amonestación, no despegó los labios, pero jura en su fuero interno que ya sabrá encontrar alguna forma de elocuencia más persuasiva... Lo malo de esto es que las mujeres siempre encuentran lo que buscan: por poco atractivas que sean, no tienen más que invocarlos y los vengadores les llueven por todas partes. En la ciudad vivía cierto vicario de parroquia al que llamaban padre Bosquet, un buen mozo de unos treinta años que andaba detrás de todas las mujeres y que estaba haciendo un bosque con las frentes de todos los maridos de San Quintín. La señora de Esclaponville conoció al vicario; como es inevitable, el vicario conoció a su vez a la señora de Esclaponville y los dos llegaron a conocerse tan a fondo que ambos hubieran podido pintar un retrato de cuerpo entero del otro sin temor a la más pequeña equivocación. Al cabo de un mes todos acudieron a felicitar al bueno de Esclanpoville, que se jactaba de ser el único que había escapado a las temibles galanterías del vicario y de poseer la única frente aún no mancillada por aquel granuja. -Eso no puede ser -contesta Esclaponville a quienes se lo contaban-, mi mujer es tan virtuosa como una Lucrecia; no lo creería aunque me lo repitieran mil veces. -Entonces, ven -le dice uno de los amigos-, ven y haré que te convenzas con tus propios ojos y luego ya veremos si sigues dudándolo. Esclaponville se deja llevar y su amigo le conduce al solitario lugar, a una media legua de la ciudad, donde el Somme, encajonado entre dos arboledas frescas y cubiertas de flores, invita a los habitantes de la ciudad a un delicioso baño; pero como la cita era a una hora en la que por lo general nadie se está bañando todavía, nuestro infortunado esposo apura el amargo trago de ver como aparece primero su virtuosa mujer y acto seguido su rival sin que nadie venga a estorbarles. -¿Y qué? -le pregunta su amigo a Esclaponville-, ¿ya te empieza a picar la frente? -Todavía no -contesta el burgués rascándosela, sin darse cuenta-, a lo mejor viene aquí a confesarse. -Entonces esperemos al desenlace -responde su amigo. No tuvieron que esperar demasiado. Nada más llegar, a la deliciosa sombra del oloroso seto, el padre Bosquet se despoja de todo cuanto pudiera constituir un estorbo para los amorosos abrazos que maquina y pone manos a la obra santamente para elevar, quizá ya por trigésima vez, al bueno y honrado de Esclaponville a la altura de los restantes maridos de la ciudad. -¿Y bien, ahora lo crees? -le pregunta el amigo. -Volvamos -responde agriamente Esclaponville-, porque a fuerza de creerlo podría muy bien matar a ese maldito cura y me harían pagarlo más caro de lo que vale; volvamos, amigo mío, y guardadme el secreto, os lo ruego. Sumido en la mayor turbación, Esclaponville regresa a su casa y su beatífica esposa aparece poco después para comer en su casta compañía. -¡Un momento! -exclama el burgués, furioso-. Mujer, siendo aún un niño juré a mi padre que nunca me sentaría a la mesa con prostitutas. -¿Con prostitutas? -le contesta beatíficamente la señora de Esclaponville-. Amigo mío, vuestras palabras me asombran, ¿es que tenéis acaso algo que reprocharme? -¡Pero como, carroña! ¿Que si tengo algo que reprocharos? ¿Qué es lo que habéis ido a hacer esta tarde a los baños con nuestro vicario? -¡Oh, Dios mío! -responde la dulce esposa-. ¿Sólo es eso? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme? -¿Cómo, diablos, que si es eso todo...! -Pero, amigo mío, yo he seguido vuestros consejos. ¿No me dijisteis que no había nada de malo en acostarse con gente de la Iglesia, que el alma se purificaba con una intriga tan santa, que era como identificarse con el Ser supremo, hacer que el Espíritu Santo entrara dentro de uno y abrirse, en una palabra, el camino de la beatitud celestial...? Pues bien, hijo mío, yo no he hecho más que lo que me indicasteis, por lo que soy una santa y no una ramera. ¡Ah!, y os añado que, si alguna de esas almas elegidas de Dios tiene medios para abrir, como vos decíais, el camino de la beatitud celestial, tiene que ser, sin duda, la del señor vicario, pues yo no había visto nunca una llave tan grande. Arturo Pérez París Volver al principio |
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