Especial Sudamérica
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico. Año VI

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Noviembre 2003. Nº 50

Con motivo de nuestro quinto aniversario y en agradecimiento a los numerosos lectores de habla hispana del otro lado del Atlántico, publicamos en esta página especial una serie de artículos que Enrique Martínez, de la Universidad de Alcalá, ha enviado a nuestra redacción.

Enrique Martínez trabaja en el Programa Regional de Apoyo a las Defensorías del Pueblo en Iberoamérica (PRADPI).
Universidad de Alcalá.
Colegio de Trinitarios c/ Trinidad nº 1
E-28801 Alcalá de Henales (MADRID)
Tel. +34.91.8854468
Fax +34.91.8855161
correo electrónico: enrique.martinez@uah.es
Sitio Web: www.portalfio.org

Contenido de esta sección:

Niños y niñas de hoy, hombres y mujeres del mañana (Enrique Martínez)
Epitafio para los muertos de El Alto (Enrique Martínez)
Pobreza y diversidad cultural (Enrique Martínez)
Perfiles de la nueva solución autoritaria en América Latina (primera parte) (Enrique Martínez)

Niños y niñas de hoy, hombres y mujeres del mañana

Enrique Martínez. Universidad de Alcalá

Hace algunos días se celebró el Día del Niño en todo el mundo, una iniciativa de la Organización de las Naciones Unidas para apoyar y promover los derechos del sector de la población más indefenso. Nada hay más cierto ni más fácilmente verificable que el hecho de que millones de niños y niñas en todo el mundo sufren una violación sistemática de sus derechos, no solo en los países en vías en desarrollo, sino -con distintos matices- en buena parte del mundo desarrollado.

Las calles de las grandes capitales latinoamericanas son testigos de la situación inhumana y degradante en la que viven estos niños y niñas que arriesgan y ofrecen sus vidas de mil maneras diferentes a cambio de unas monedas. Con todo, la tremenda realidad de los amargamente bautizados "niños de la calle" no debe ocultar la cruda realidad en la que viven otros tantos menores en lugares menos visibles dentro del ámbito rural, donde se ven forzados –por pura necesidad o merced a los abyectos designios de sus explotadores- a trabajar en condiciones extremas en la agricultura, la minería u otras industrias, las más de las veces en contacto con sustancias nocivas y a lo largo de extenuantes jornadas de esfuerzo físico al que se suman los rigores de un entorno hostil y despiadado.

El triste panorama que el presente les tiene reservado a innumerables niños y niñas en el mundo conduce a unos pocos a abrazar, de la mano de delincuentes y hampones, el camino de la violencia. Ello ha provocado que los parlamentos de algunos países en desarrollo hayan iniciado una lucha legal contra la violencia de los menores a través de las llamadas "Leyes Antimaras". Su pretendida eficacia, con ser dudosa, no alcanza a legitimar las violaciones de los derechos humanos que corren el riesgo de comportar. El estatuto del menor, internacionalmente reconocido, no debe ser objeto de alteraciones sino en el sentido de aumentar la protección de los derechos substantivos que éste posee por su propia condición de menor.

La otra cara de la moneda se nos representa en la polémica adopción dentro de países desarrollados de Leyes del Menor que tienden a suavizar el régimen represor de las conductas delictivas de los menores. En un número limitado de casos, algunos menores han cometido delitos atroces –muchas veces sobre la persona de otros menores- que apenas encuentran castigo incluso años más tarde de haber alcanzado la edad penal. La comprensible indignación que ello provoca en las familias de las víctimas no puede en ningún caso forzar al legislador a adoptar medidas que alteren en lo esencial el estatuto del menor internacionalmente reconocido. No obstante el Estado de Derecho tiene la obligación de buscar fórmulas que provean de la adecuada proporcionalidad a las penas que se impongan al menor atendiendo a aspectos como su potencial de reinserción social o su perfil psicológico objetivo.

Hace algunos días se celebró el Día del Niño en todo el mundo, y ello debe de servirnos para reflexionar profundamente sobre la responsabilidad colectiva que nuestras sociedades tienen en la defensa de los valores universales de la persona, en particular sobre los niños y niñas de todo el mundo, hombres y mujeres del mañana, a los que tantas veces se les niega un presente que legítimamente les pertenece.

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Epitafio para los muertos de El Alto

Enrique Martínez. Universidad de Alcalá

Llegan más que preocupantes noticias de nuestra querida Bolivia. Las dramáticas horas que vive el país andino son el resultado de una mezcla de descontento general, agitación social e inestabilidad política. No obstante, por encima de todo, este nuevo estallido de violencia es la consecuencia directa del mantenimiento de un orden de cosas en virtud del cual una mayoría de hombres y mujeres encuentra cerrados sistemáticamente los caminos de la justicia y de la dignidad.

Hace siete años que emprendí un viaje a América, al trasponer las puertas de la generosa, antigua y fraternal Bolivia. He tenido ocasión de regresar más tarde y cada vez vuelvo más cautivado por la belleza agreste del paisaje altiplánico, por la férrea voluntad del hombre que se empeña en habitar aquella desolación, por la huella atávica de su grandioso pasado. Al recorrer las avenidas de Tiwanaku, en medio de aquellos páramos cuya hierba rala es azotada por los vientos nacidos en los neveros de la Cordillera Real, uno experimenta una sensación extraña, mezcla de soledad y plenitud inmensa. Diríase que allí el hombre puede encontrar a un tiempo su estación de partida y de llegada.

Muy lejos de esa imagen cósmica y sobrenatural de la puna boliviana, se encuentran los asuntos del siglo. La lucha cotidiana por la vida en buena parte de Bolivia presenta rasgos bien distintos. Corta esperanza de vida como consecuencia de una higiene y alimentación precarias, educación rudimentaria allí donde llega la escuela, violaciones flagrantes de los derechos humanos producto de una desgraciada suma de pobreza, incultura y abandono secular...

Un vivo ejemplo de todo cuanto digo puede encontrarse en la ciudad de El Alto, síntesis de todos los males que aquejan al país altiplánico, merced a su condición de centro en el que confluyen miles de bolivianos en la búsqueda infructuosa de una vida más digna. Basta con transcribir algunas líneas de mi cuaderno de notas para comprobar que en siete años poco o nada ha cambiado en la antesala de la capital administrativa y económica de Bolivia. Obligado recorrido del viajero, las primeras impresiones describen el descenso hasta La Paz atravesando las calles de la hoy ensangrentada ciudad-pórtico:

"... emprendimos el camino de La Paz atravesando a nuestro paso la ciudad de El Alto. La miseria, imagen única con distintas caras, se me aparecía en toda su crudeza por doquier. El coche levantaba a su paso nubes de polvo mientras el conductor trataba de esquivar los socavones de la calzada. A ambos lados de la calle, casas de techo bajo terminadas en adobe daban cobijo a los miles de almas que constituyen la población de esta ciudad. Como en muchos otros enclaves del subdesarrollo, la calle está muy transitada. Vendedores ambulantes, mecánicos, hojalateros, recauchutadores y traperos, al igual que el resto de pobres comerciantes, exhiben su mercancía o realizan sus trabajos al aire libre, mezclados con el tráfago desordenado de las vías públicas. La situación allí se hace insostenible. El agua falta, el suministro de electricidad sufre continuos cortes y el combustible es escaso. Aquí llegan cada día cientos -quizá miles- de hombres y mujeres, la mayor parte campesinos de otros lugares del país que buscan una oportunidad en la gran ciudad. El Alto es para estas personas la penúltima estación de un penoso itinerario que les lleva finalmente a descubrir que en La Paz tampoco hay sitio para ellos. Al cabo de un tiempo, exhaustos y derrotados, se dan la vuelta y caminan de nuevo hacia su rincón de origen, porque el hambre del campo -dicen algunos- es más llevadera que el hambre de la ciudad. El Alto es un símbolo de esa América que nunca querría haber visto y que después tantas veces tendría ocasión de contemplar en otros rincones del continente".

Hoy, siete años después de que estas líneas fueran escritas, El Alto, La Paz, Bolivia y buena parte de nuestra América –esa América de todos- siguen siendo, en esencia, las mismas que ayer. Los altos dignatarios que el próximo mes de noviembre asistirán en Santa Cruz de la Sierra a la Cumbre Iberoamericana de Presidentes y Jefes de Estado habrán de preguntarse por qué todo continúa igual. Más allá de las declaraciones institucionales y del discurso retórico de exaltación de nuestro pasado común, ellos deberán necesariamente reflexionar sobre un presente y un futuro del que están excluidos la gran mayoría de los bolivianos al igual que otros millones de habitantes del continente.

No se trata de que los gobernantes, a la vista de la crudeza de la reciente revuelta boliviana, resuelvan aplazar el problema de las exportaciones de gas, acuerden pactar arreglos puntuales con los cocaleros o decidan elevar simbólicamente los salarios de maestros y transportistas. El problema de Bolivia, el problema de América, radica en una necesaria regeneración de la sociedad, en particular, del poder y los instrumentos a su servicio. Una reconstrucción moral que pasa por que los gobernantes –entre ellos los que rigen esta opulenta tercera parte del mundo en que vivimos- centren sus objetivos, de una forma lo más cercana a la práctica y lo más distante posible de la teoría, en el rescate de la dignidad humana y los valores de la persona. Porque, con toda certeza, a los muertos de El Alto nunca les fue reconocida ninguna de estas dos cosas. A los muertos de El Alto no se les ha reconocido más que el derecho a un epitafio escrito con letras teñidas de una violencia atroz y sin sentido. Lo único cierto, es que los muertos de El Alto estaban vivos tan sólo hace unas horas. O eso creíamos, porque para muchos de ellos la vida que hasta ayer vivieron no puede, ni debe, en puridad, llamarse vida.

Antes traía a colación unas líneas escritas hace siete años, mientras recorría Bolivia. Un poco más adelante, en el mismo cuaderno, aparecen estas palabras que quisiera sirvan de recuerdo de quienes, casi sin saber cómo, encontraron una muerte innecesaria, como todas las muertes, en las polvorientas calles de El Alto.

"...Atrás quedaba el lago sagrado, con sus márgenes peladas y tristes, sus balsas de totora, sus aguas oscuras y calmosas, desde cuyas profundidades me parecía estar oyendo los ecos de la voz del Inca clamando por la triste suerte de su pueblo".

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Pobreza y diversidad cultural

Enrique Martínez. Universidad de Alcalá.

Leo el discurso de la presidenta de Filipinas, Gloria Macapagal Arroyo, con motivo de la 32 sesión de la Conferencia General de la UNESCO, organización internacional a la que regresan los Estados Unidos de América tras haberla abandonado en 1984. No cabe duda de que un país como Filipinas, multiétnico, multicultural, diverso y complejo como consecuencia de su historia y de su condición archipielágica, merece ser observado con atención porque en él se manifiestan con nitidez buena parte de los problemas y desafíos que se plantean hoy a las sociedades en desarrollo. El enfoque de la presidenta filipina en la lucha de su gobierno contra la pobreza destaca a primera vista por su carácter omnicomprensivo y por el énfasis puesto en la preservación de la diversidad cultural como garantía de equilibrio social y de estabilidad política.

Que la pobreza es un fenómeno caracterizado por la presencia de múltiples vectores en su origen y manifestaciones y no admite, por tanto, ser enfocado desde un solo ángulo o perspectiva, es algo que resulta evidente. Lo que se nos antoja ciertamente complicado es el modus operandi que se deba adoptar para la coordinación de las distintas políticas confluyentes en el objetivo principal. Sin embargo, no está tan clara, al menos desde un análisis aproximativo, la relación subyacente entre el mantenimiento de la diversidad cultural y la erradicación de la pobreza.

Por un lado, se puede comprobar cómo sociedades y grupos pertenecientes a determinadas culturas han logrado romper la brecha de la pobreza merced a la presencia en sus tradiciones y visiones del mundo de herramientas plenamente adaptadas a las estrategias de desarrollo imperantes en cada momento histórico. Puede servir como ejemplo el dinamismo de los sectores económicos manejados mayoritariamente por los chinos, presentes desde hace siglos en el archipiélago de las Filipinas. En el otro lado de la balanza, se encuentran las sociedades dominantes en el sur del país, de etnia malaya y religión islámica, muy activas y exitosas en la producción y comercialización de determinados productos, que sin embargo están menos adaptados a las tendencias de la economía global imperantes en la actualidad. No obstante, es también probable que el mantenimiento de la diversidad cultural en las Filipinas garantice la pervivencia de modos de producción y tradiciones comerciales que, de otro modo, habrían abocado en la exclusión total de una parte importante de su población. Así entendido, en algunas sociedades el concepto de cultura abarcaría, más allá de las costumbres, el arte, la lengua y otras manifestaciones singulares del pensamiento colectivo, una determinada manera de gestionar el propio desarrollo, convirtiendo lo que estadísticamente puede ser considerado una situación de pobreza en una forma de evitar el caos y la desaparición física de quienes sostienen esa cultura.

De este modo, el desafío al que ha de hacer frente la presidenta de Filipinas presenta una gran complejidad, ya que tiene que aunar en sus planteamientos la preservación de la diversidad cultural del archipiélago como garantía de la vigencia de los derechos humanos en este país con una dimensión adicional de dicho concepto que apunte hacia la rogresiva erradicación de la pobreza y la mejora de las condiciones de vida de todos los ciudadanos. El resultado de la ecuación es aún incierto, pero nadie puede negar que Gloria Macapagal muestra una gran valentía en asumir, sin descomponer la figura, la ingente tarea que tiene por delante.

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Perfiles de la nueva solución autoritaria en América Latina (primera parte)

Enrique Martínez. Universidad de Alcalá.

América Latina se encuentra en la actualidad en el vértice de dos tensiones opuestas. De un lado, se encuentran las fuerzas que abogan por dar encaje al capitalismo global y sus epifenómenos en una estrategia de desarrollo. De otro, aquéllas que pretenden alcanzar soluciones de justicia y equidad al margen de las reglas imprescriptibles que rigen las leyes del mercado. Nadie ha sido capaz hasta el momento de encontrar la manera de congraciar en la práctica ambas tendencias.

Para entender cómo se ha llegado a esta situación es preciso dar por sentado la existencia de varias premisas. En primer lugar, el nivel de vida –que se define a partir de indicadores no necesariamente coincidentes con el índice de desarrollo humano- de aproximadamente dos terceras partes de los habitantes de la región no se corresponde con el mínimo imprescindible para hablar de sociedades en desarrollo. El punto de partida es tan bajo que no permite a millones de personas salir de la tan traída y llevada "espiral del subdesarrollo". En segundo término, del diseño de la economía globalizada quedan excluidos componentes fundamentales para un desarrollo humano integral, como políticas sociales y de salud orientadas a la mejora de las condiciones de vida, políticas de equilibrio interterritorial que regularicen los flujos migratorios incontrolados dentro y fuera de la región, políticas educativas y tecnológicas que contribuyan a romper la brecha del analfabetismo cultural y científico y, finalmente, instrumentos comerciales adaptados a la realidad específica de cada una de las economías que autoricen una diversificación adecuada de la producción, en particular agrícola y ganadera. Una tercera constatación pasa por asumir la irreversibilidad de los parámetros que rigen el funcionamiento de la capitalismo global. En efecto, los flujos comerciales siguen su curso en función de la eficacia de la asignación de recursos y la existencia (a excepción del caso de los Estados Unidos y la Unión Europea) de unos precios de mercado mundiales. El margen de actuación de las políticas monetarias se reduce progresivamente sobre la base de anclar las monedas nacionales a los tipos de cambio de las dos áreas principales: euro y dólar. La capacidad de intervención del Estado en la economía es mínima tras la ola de privatizaciones que se produjo como consecuencia de la necesidad de atender la deuda exterior, financiar el déficit público y, en definitiva, abrir los mercados a la libre competencia. Finalmente, esta síntesis de asunciones en el marco del capitalismo global debe concluir por la aceptación de un hecho que pese a su obviedad no deja por ello de ser menos incontrovertible: la economía de finales del siglo XX y principios del XXI, merced al desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, así como a la mejora de los medios de transporte y almacenamiento, se caracteriza por tender hacia la construcción de grandes espacios económicos y financieros. Pero estos grandes espacios no tienen como contrapunto mecanismos de control y fiscalización, ni procesos de toma de decisiones dentro de la arena política situados a la misma escala.

El conjunto de estas premisas permite que dentro de los escenarios futuros para la región pueda deslindarse la esfera del ser de la del deber ser. Ahora bien, es preciso determinar si esta situación de hecho es compatible o al menos no entorpecería la puesta en marcha una estrategia global de desarrollo para América Latina. Desde un punto de vista teórico, la solución pasaría por que los actores dominantes del mercado latinoamericano -nuevamente los Estados Unidos y, en menor medida, algunos de los Estados miembros de la Unión Europea- incorporasen a sus planteamientos respecto a la región lo que podríamos calificar de impulso a la equidad y al Estado de Derecho. Ello nos conduce inevitablemente al terreno de la política. Un ámbito éste cuya observación requiere previamente un análisis elemental de lo sucedido en América Latina durante las última décadas. Los años noventa fueron testigos de la liquidación de las dictaduras militares que existían en la mayoría de los países de la región. Estas dictaduras habían surgido, inicialmente, como instrumento de represión de situaciones revolucionarias abiertas o larvadas. Posteriormente, su propia dinámica tendió hacia la consolidación de unos regímenes autoritarios encargados de preservar el control de la economía por oligarquías tradicionales en combinación con empresas multinacionales extranjeras, todo ello sin abandonar, en la generalidad de los casos, la titularidad estatal de los principales servicios públicos. La débil restauración de la democracia en algunos países vino de la mano de los partidos tradicionales que, liderados por jóvenes figuras emergentes, trataron de reconducir la vida política hacia parámetros asumibles por la comunidad internacional. Las mayorías de gobierno se construyeron en muchos casos a partir de soluciones que, de acuerdo con su discurso, podrían encuadrarse alternativamente dentro de los planteamientos del neoliberalismo y la social democracia. Pero el divorcio entre el discurso y la práctica política no tardó en manifestarse. Líderes como Alan García, en Perú, Carlos Andrés Pérez, en Venezuela, Fernando Collor De Mello, en Brasil, Abadalá Bucaram y Yamil Mahuad, en Ecuador, por no citar más que algunos, vieron como sus fórmulas fracasaban en medio de una deuda exterior galopante, un déficit público descontrolado y un decaimiento general de la economía. Sin hablar del efecto negativo que produjo en los ciudadanos y en los países que apoyaban esta nueva etapa, ver cómo los depositarios de muchas esperanzas de cambio y regeneración democrática, caían uno por uno en medio de sospechas, cuando no de certidumbres, sobre la existencia de prácticas de corrupción y nepotismo. Esta crisis profunda de las economías latinoamericanas, unida al descontento general y la desconfianza hacia los partidos tradicionales, fue el caldo de cultivo para que nuevamente aparecieran soluciones autoritarias de corte populista que vinieron a dar cierta tranquilidad a las oligarquías y a aquélla parte de las clases medias no condenada todavía a engrosar la filas de los que –acaso utilizando un eufemismo- empezaron a ser denominados "nuevos pobres". A diferencia de los setenta y ochenta, en que cualquier retorno a la autoridad implicaba la fórmula bien conocida del golpe militar, en esta ocasión la novedad de la solución autoritaria pasaba por la conformación de plataformas políticas, alejadas formalmente de los partidos tradicionales y construidas en torno a liderazgos netamente populistas poco distantes, cuando no identificados plenamente, con las fuerzas armadas. Así han venido surgiendo en los últimos tiempos distintos modelos bajo el denominador común de un discurso populista, pretendidamente social e impregnado del principio de autoridad.

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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