Mis cuentos del realismo mágico IJosé O. Colón Ruiz Mi esposa y yo, por una de esas casualidades del mundo, somos regalones. Eso quiere decir que somos el último bebé nacido en nuestro núcleo familiar. No nos quejamos, porque por lo menos nos dejaron nacer. Yo hice como el once, y nací cuando mi madre creía que ya había entrado en la menopausia. Ella, también fue la última y lo más probable es que pasó por lo mismo que yo pasé, con la diferencia de que ella era sobreprotegida por ser mujer, lo que crea cierta dependencia de los progenitores. De mi esposa no diré mucho, sólo por respetar el derecho a su privacidad. Pero puedo decirles que somos como almas gemelas y nos comprendemos muy bien. Yo la amo. No sé si eso de regalón vendría porque en algún tiempo al último bebé lo regalaran... Se dice que los ricos los envían a colegios o academias militares. A mí me iban a regalar, mas no sé porqué, ya que éramos campesinos y vivíamos en nuestra propia finca de más de treinta cuerdas que daba para criar un batallón. La joven mujer que me iba adoptar se arrepintió y creo que fue porque nací un poco feo. O quizás quería una hembra. Y me alegro, porque poco después de yo nacer, quedó en cinta y lo más probable es que tal vez me hubiera devuelto. Cuando estudié psicología de la infancia, el profesor nos enseñó que a estos niños los llamaban "rejected child" y nos dio una lista de posibles formas de conducta negativa de estos individuos. Sin embargo, sabemos que todo depende de la forma que nos eduquen y traten. Lo que quiere decir que me salvé por un milagro. Mi vida ha sido muy buena y mi madre, aunque no tenía mucho tiempo para mimarme, me crió muy bien. Además, me alegro de no haber sido un niño sobreprotegido porque soy varón; y las cualidades que me enseñó el profesor para los sobreprotegidos en nada me gustan. De los regalones hay mucho más que contar, mas respeto la vida de aquellos que les ha ido mal y de aquellos que no nacieron y su vida fue fosada en inodoro, dentro de un condón o mancillada por una pastilla de color azul. Gracias a Dios que en los treinta del siglo XX no existía ni la pastilla ni el condón, porque sino este cuento tampoco existiría. Dedico esta historia a los que no nacieron. 12/6/03 Volver al principio del cuento Volver al principioVoz en la zona del tiempo, huyendo de la exactitud del ser o del saber. ¿Ciencia? Dejad de soñar. Solamente vivid. Complacencia del existir. Se teje una telaraña de acontecimientos desde el centro. Los rostros pálidos se esconden. No me quieren escuchar ni hablar. Tomo nota con un lápiz roto que sale desde las entrañas del Ser. Presiento como si me estuvieran mirando. Quisiera esconderme, explotar en palabras y entrar al espejo donde yace mi imagen. Sí, volver a encontrarme con ellos. Unirme a ellos sería como vivir dos veces. Y entonces es que hablo con ellos. ¿Cómo? Entrando en mi espejo, como si fuera una puerta. Llego a un lugar que reconozco claramente. Allí, escucho el cantar de los pajarillos. Voy bajando una empinada cuesta por el lado Sur de las Piedras del Collao donde la carretera Central está en construcción. Llevo una fiambrera de almuerzo para mi padre que está trabajando más abajo. Levanto la tapa y percibo el olor a bacalao guisado con achiote y otras especies. Eran los guanimes de harina de maíz envueltos en hojas de bananas que mi madre había cocinado para él. Capto, entonces, que estoy en otro tiempo. Mis manos y mi cuerpo son pequeños como de un niño de seis años. Ese día mi padre estaba trabajando más abajo de donde estaban rompiendo piedras con dinamita abriendo paso en la carretera número uno de San Juan a Ponce. Entonces escucho el silbido del pito que avisa que ya la dinamita va explosionar. Pienso: "Dios mío ya encendieron la mecha". En efecto, ya la habían encendido. Corro para escapar de las rocas que venían hacia mí. Sabía que si no lograba salir de allí a tiempo, toda aquella parte de la montaña cubriría mi cuerpo. "¡Dios mío! ¿Qué hacer? ¡Socorrooo!" Miro hacia arriba de la montaña. Todos los trabajadores se habían retirado a un lugar seguro y yo estaba allí, en medio de la cuesta donde caerían montones de piedras. Dios mío, voy a morir aplastado, sácame de este espejo. De pronto, veo un hombre corriendo cuesta arriba hacia mí. De estatura mediana, como de treinta dos años, con pelo largo y barba nítida abundante. Y me dice: - Vine a salvarte. Y aquel hombre desconocido para mí, me toma en sus brazos y me lleva cuesta abajo hasta su caballo. Me monta en el anca de su bello corcel blanco y emprende viaje en fuga, cuesta abajo. La cuesta, como la vida, es empinada y difícil. De pronto, el hermoso equino levanta el vuelo, abriendo dos blancas alas, elevándose con la serenidad del tiempo. Las altas nubes parecen pajarillos que vuelan sin tener alas. Vistiéndose de blanco como sueños alegres. Como que quieren cavar el alma en vuelo de sueños. Sí, son como pajarillos blancos que deambulan en el ámbito de lo Eterno. Y este noble Ser me lleva hasta donde esta mi padre. Me ha salvado la vida. - Padre ese hombre me salvó la vida. - ¿Qué hombre?- Me pregunta asombrado. Entonces me di cuenta que mi Viejo, no había visto ni al hombre ni al caballo alado. - Tiene que haberse ido, hijo mío. Le busco por todas partes. Miro al cielo y allí están. El caballo blanco volando en la altitud del cielo. Y puedo ver sus grandes alas extendidas. Entonces creo saber quienes son aquellos dos buenos seres que me han salvado la vida, pero callo. Mi padre come el suculento almuerzo que mi madre le había preparado. Luego, paso por entre las piedras hasta salir del espejo y entro en mi cuarto. Mi imagen seguía allí en el espejo, congelada en el tiempo. 12/6/03 Volver al principio del cuento Volver al principio |
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