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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico. Año VI

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Febrero 2004. Nº 52

Contenido de la sección:

Años civiles y bisiestos (Benjamín Hernández Blázquez)
Las primeras imágenes de Marte recibidas en la Tierra
La fusión nuclear y el proyecto ITER (José Canosa)
The good and bad in biotechnology (Robert May)

Años civiles y bisiestos

Benjamín Hernández Blázquez. Universidad Complutense de Madrid.

Cuando los últimos latidos temporales del año empiezan a extinguirse, quirománticos, pitonisas, políticos, astrólogos, videntes, santos y beatos trasnochados, pronosticadores profesionales o aficionados, todos ensayan vaticinios sobre los acontecimientos que nos depararán los doce meses siguientes. Los mensajes que envían son distintos pero, si el año es bisiesto como 2004, muchos tienen de común aquello de: funesto, aciago, nefasto, annus horribilis, etc. Asimismo la sabiduría popular desgrana sus expectativas: "año bisiesto, difíciles meses para el cesto", "años bisiestos pocos huevos en los cestos y poco cereal en el costal" o "el año que trabaja horas extras".

El origen de los años bisiestos se remonta a la Roma republicana, un siglo antes del cristianismo. Aunque en la cronología empleada figuraban 365 días en el haber anual, los astrónomos de la época habían constatado que el año civil tenía 6 horas menos que el solar. Para corregir este desfase, magistrados epónimos o ediles encargados de las frumentaciones (reparto de trigo), ajustaban los calendarios a veleidades particulares, las abundantes fiestas y ferias se habían desfasado. Así, se hacían rogativas para implorar por las buenas cosechas cuando los cereales estaban en las trojes, o la fiesta de Venus, 1 de abril, para pedir por las flores; cuando se rogaba por ellas, estaban secas o marchitas.

Julio Cesar, a la sazón, máxima jerarquía de la República, que rezumaba aires uniformadores por todos los lugares, no podía prolongar más este desaguisado; para ello encargó al egipcio Sosígenes, sabio reputado, que acompasó los años añadiendo un día cada cuatro años. Dado que febrero era el mes más corto, la elección fue fácil adjudicándoselo; el año largo se llamó desde entonces bisextus, es decir, dos veces sexto. El egipcio decidió repetir el sexto día de las calendas, es decir, el vigésimo cuarto, 24 de febrero, el mes de los muertos en las tradiciones antiguas; la noche del 23 al 24 era la fiesta de Terminalia, en honor del dios de los límites, y se eligió para ser el día doble, el de las 48 horas.

La idea juliana era implantar una cronología única para todas las provincias y ciudadanos de la emergente potencia mundial, así evitó que las estaciones comenzaran cada año en día distinto y la semana adquirió carta de naturaleza. Por otra parte, perdió peso específico el arraigado año agrícola, los intereses del Senado ya no eran sólo agrarios, sino también políticos y religiosos. La reforma también fijó el recorrido del año, denominado civil, del 1 de enero al 31 de diciembre, fue hace 2049 años.

El calendario juliano tardó muchos años en ser adoptado por los países o regiones que no formaban parte del Imperio, por lo que seguían iniciando el año en marzo; y en tiempos de Carlomagno el año empezaba el día de Navidad. También en varios concilios celebrados en Francia e Inglaterra, se seguía dando la fecha del 25 de marzo, día de la Anunciación, como el primero anual. La causalidad de esta anarquía fue el empecinamiento de la Iglesia que se resistía a ubicar el inicio del año en un mes, enero, evocación de Jano y dios que abría las puertas, pero ante todo deidad pagana.

Empero, este reformado calendario, aunque redujo la no coincidencia entre el año civil y astronómico, persistía una diferencia de 11’ y 14’’ cada doce meses, o lo que es lo mismo un día cada 128 años. Esto se fue acumulando y en el siglo XVI ya eran 10 días el cómputo de todos los años bisiestos, hasta 1582, cuando el papa Gregorio XIII corrigió este desliz; esta vez la Iglesia no fue rémora aunque, desde la imposición del calendario juliano, habían desfilado 226 papas.

Este calendario, el gregoriano, consolidó el 29 de febrero y por otra parte reglamentó que los años seculares o múltiplos de cien dejasen de ser bisiestos sino eran divisibles por 400, como 1700 o 1900, para así recuperar los tres días más que se habían acumulado en cuatro siglos.

Esta vez los exponentes del reaccionarismo humano fueron los países protestantes y ortodoxos. Así Alemania lo adoptó en 1700, Gran Bretaña cincuenta años más tarde y Grecia en 1923. Todos estos ajustes e intercalaciones, para muchos extraños, siempre han motivado a la imagen popular que los ha asociado con hechos adversos, incluso en culturas regidas por otras cronologías que creían que los dioses juzgaban la continuidad de la humanidad en ese tiempo añadido.

En España existen muchos más años amén de los referidos: climatérico, emergente, intercalar, de gracia, jubileo, judicial, escolar... todos tienen en cuenta al año civil y subordinados o condicionados al bisiesto que en el futuro habrá que corregir de nuevo, o bien uniformar con otros calendarios como el chino, hebreo o musulmán. La aldea global que MC Luhan profetizó nos ha convertido a todos en vecinos, y puede propiciar estos arreglos que tal vez serán mas complicados que los referidos, gestados por un dictador y un pontífice, pero adelantados a su época.

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Las primeras imágenes de Marte recibidas en la Tierra

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La fusión nuclear y el proyecto ITER

Artículo publicado en el diario "El País"

José Canosa

La competencia entre España y Francia para lograr ser la sede del proyecto ITER de fusión nuclear ha puesto de manifiesto el aventurerismo y el oportunismo de algunos políticos y científicos. El objetivo de demostrar la viabilidad científica y tecnológica de un reactor de fusión que produzca electricidad aun no ha sido conseguido, después de 50 años de I+D en Estados Unidos, Rusia, Japón y Europa. Por esta razón, parece muy problemático que España hubiera podido beneficiarse de la inversión de la cantidad de 920 millones de euros en la construcción del ITER (International Thermonuclear Experimental Reactor). Al contrario, lo que sí sería seguro es el daño incalculable que este desvío de fondos causaría al conjunto de la ciencia española, privada de esta forma de unos recursos considerables.

Los costes totales de construcción y operación serán del orden de €8.000 millones, y los períodos de tiempo implicados serán 10 años de construcción y 20 años de funcionamiento. Estados Unidos se retiró del proyecto en 1998, y sólo se ha reincorporado en enero de 2003.

Había cuatro candidaturas para el emplazamiento del ITER: España, Francia, Canadá y Japón. Es sintomático que los Estados Unidos, el país que más ha invertido en la fusión nuclear magnética durante los últimos 50 años, no haya presentado su candidatura. En un estudio preparado en el 2000 para el Congreso de los Estados Unidos en el que se pasa revista al programa de fusión, Richard Rowberg informó que el gasto total en el período 1951-2000 se elevó a 14.725 millones de dólares. En el período 1975-1980, cuando se construyó el Tokamak Fusion Test Reactor (TFTR) en el Laboratorio de Física de Plasma de Princeton (PPPL), había esperanzas de que este experimento conduciría a una situación próxima a un reactor comercial de fusión. El autor fue testigo de esta esperanza, ya que trabajó durante 1973-74 en el PPPL en estudios teóricos sobre el TFTR. El presupuesto anual alcanzó por esta época el máximo histórico de unos $800 millones. El TFTR se construyó, fue operado durante 1982-1997, y batió los records mundiales existentes: primer reactor que usó como combustible una mezcla de deuterio y tritio al 50%, que alcanzó una temperatura del plasma de 510 millones de grados Celsius (30 veces mayor que la del centro del sol), y una potencia de fusión de 10,7 megavatios durante un pulso de 1/3 de segundo, etc. Pero este experimento distaba mucho de un reactor que produjera electricidad. Ante la falta obvia de progreso, el Congreso redujo el presupuesto del programa de fusión a 1/3 del máximo alcanzado a principios de los 80, y ordenó una revisión a fondo. Se concluyó que había que dar un énfasis mayor a las áreas científicas en detrimento de las tecnológicas, ante la falta de progreso significativo hacia un reactor de fusión.

Después del TFTR, una asociación de países europeos construyó otro tokamak más grande, el JET (Joint European Torus) situado en Culham (Inglaterra), que naturalmente batió los records existentes: potencia de 16 megavatios, por encima de los 10,7 del TFTR, etcétera. Las operaciones del JET están siendo reducidas en la actualidad, y dejará de funcionar dentro de unos cuatro años. Tanto el TFTR como el JET tenían algo en común: la fusión nuclear sólo fue producida mediante el suministro de energía de fuentes exteriores al plasma; la energía producida en la fusión era inferior a la suministrada externamente, por lo que la fusión sólo se produjo durante pulsos muy cortos. El Reino Unido tampoco ha presentado su candidatura para el emplazamiento del ITER.

En la actualidad, el programa americano está orientado a desarrollar un reactor de demostración de fusión (un DEMO) en algún momento en los próximos 50 años (en medios ajenos a los grupos de fusión, se dice: "hasta ahora en el programa de fusión se ha conseguido descubrir una nueva constante física: los 50 años."). El DEMO debe ser seguro y atractivo desde el punto de vista medioambiental, debe generar energía eléctrica neta cuyo coste pueda extrapolarse a niveles competitivos con los del mercado, y debe usar la misma base de conocimientos de física del plasma y de tecnología que la que se utilizará, por fin, para construir el primer reactor de fusión productor de energía eléctrica comercial. Hay que señalar que el ITER constituye una de las etapas previas al DEMO.

ITER está diseñado para generar hasta 500 megavatios durante una hora, y permitirá observar por primera vez un "plasma encendido", en el que la mayor parte del calentamiento del plasma proviene de las reacciones de fusión, y no de la fuente externa de electricidad. En las reacciones de fusión del plasma de deuterio-tritio se liberan dos tipos de partículas: neutrones y partículas alfa (átomos de helio). Las partículas alfa calientan el plasma por lo que pueden mantener las reacciones de fusión, es decir, el plasma producirá más energía que la consumida inicialmente para calentarlo hasta la temperatura de fusión.

Esta es la visión americana de la fusión nuclear magnética, para la que se dispone de un presupuesto total de $250 millones anuales. Por contraste, en caso de que hubiera conseguido ser la sede del proyecto, España habría estado dispuesta a asumir unos compromisos presupuestarios anuales durante diez años del mismo orden de magnitud.

Mohamed Abdou, Director del Centro de Ciencia y Tecnología de Fusión de la Universidad de California en Los Angeles, en un seminario dado en el MIT en febrero de 2003 titulado "Tecnología Nuclear de Fusión", ha pasado revista al estado de los programas de fusión en todo el mundo. Abdou señala de forma inequívoca las limitaciones del ITER: "El diseño actual de ITER no permite realizar la mayoría de las pruebas de los componentes nucleares de un reactor de fusión."

Abdou describe un problema esencial: el problema del tritio. El ITER, como el TFTR y el JET, está diseñado como un reactor cuyo "combustible" es una mezcla de deuterio y tritio, aproximadamente al 50%. El tritio es un isótopo radiactivo del hidrógeno que es particularmente tenebroso. En forma de gas, se utiliza en las bombas de fisión para aumentar considerablemente su potencia, ya que los neutrones rápidos emitidos por la fusión del tritio consiguen una utilización más completa del material fisible de plutonio o uranio. Es por supuesto un combustible esencial de las bombas de hidrógeno. En los Estados Unidos no se produce tritio desde 1988. El tritio para las bombas se producía en cinco reactores de fisión en Savannah River (Carolina del Norte) construidos a principios de los 50. Estos reactores se cerraron debido a problemas de seguridad y de operación. Como la mitad de una muestra de tritio se desintegra en 12,5 años (su "vida media"), tiene que ser repuesto periódicamente en las bombas operativas, por lo que se "recicla" el contenido de las bombas más viejas. El Departamento de Energía de los Estados Unidos ha establecido que necesitará volver a producir tritio a partir de 2005. Esto requerirá grandes inversiones de capital, porque habrá que construir instalaciones especiales cuya tecnología aun no ha sido desarrollada.

Esto viene a cuento de que el tritio es un elemento esencial para el ITER. La única fuente actual de tritio son los reactores canadienses de fisión de tipo CANDU, en donde se produce por la irradiación del agua pesada por los neutrones. El inventario actual de tritio de los reactores CANDU es de unos 15 kg, alcanzará un máximo de 27 kg alrededor de 2025, y a partir de entonces el inventario irá disminuyendo, a medida que estos reactores se retiran de servicio. El coste actual del tritio es de $30 millones por kg; una vez que se cierren los reactores CANDU, se estima que el nuevo coste ascenderá a $200 millones por kg, es decir, 1 kg de tritio costará aproximadamente lo que cuestan 18 toneladas de oro al precio actual. Todo es asumible si es para la defensa nacional.

En el diseño del ITER, se prevé que consumirá del orden de 1 kg de tritio por año durante 16 años (unos 15-16 kg en total), a partir de los 14 años del comienzo de la construcción. Esto supone que no se producirá tritio por la irradiación con neutrones de la envoltura de la cavidad interior del plasma. Abdou indica que los parámetros de funcionamiento del ITER no tienen los valores suficientes para poder verificar el diseño de una envoltura reproductora que produzca tritio por irradiación con neutrones, en cantidad superior a la que consume. La prueba en condiciones de fusión de una envoltura reproductora es una condición crucial para poder construir un DEMO. Hay que notar que un reactor con una potencia de fusión de 1.000 megavatios consumirá unos 56 kg de tritio por año. Por tanto, este reactor deberá producir internamente su propio tritio utilizando una envoltura reproductora adecuada.

Al principio del proyecto de fusión en los años 50, se afirmaba : "se obtendrá energía eléctrica ilimitada a partir de un combustible inexhaustible (hidrógeno) obtenido del agua del mar." Esta promesa mágica fue hecha primero a Perón al final de la Segunda Guerra Mundial por el aventurero austriaco Ronald Richter, un químico nuclear nazi con muy poca experiencia refugiado en Argentina. Después de unos años de haberle construido un laboratorio secreto, Perón declaró: "El 16 de marzo de 1951, en la Planta Piloto de Energía Atómica en la isla Huemul, de San Carlos de Bariloche, se llevaron a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica". Esta declaración dio la vuelta al mundo e inspiró a Lyman Spitzer, profesor de astronomía en la Universidad de Princeton, a proponer a la Comisión de Energía Atómica americana un proyecto sobre la fusión termonuclear. El Proyecto Matterhorn nació así en 1951 y fue el comienzo del PPPL. Spitzer lo dirigió hasta 1961, año en que, ante la falta de progreso, volvió a su cátedra.

En su declaración a la prensa el 30 de enero de 2003, anunciando la vuelta al ITER de los Estados Unidos, el Presidente Bush dijo: "Los resultados del ITER contribuirán a los esfuerzos para generar energía de fusión limpia, segura, renovable y competitiva a mediados de este siglo." Se cuidó de respetar la nueva constante física: los 50 años.

José Canosa es doctor en física aplicada por la Universidad de Harvard y antiguo investigador en el Laboratorio de Física del Plasma de Princeton.

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Aunque no es habitual la publicación de artículos en Vivat Aacademia en otro idioma que el español, dado el interés del que ahora les presentamos, y el prestigio de su autor, hemos preferido no traducirlo y editarlo en inglés.

The good and bad in biotechnology

Robert May. President of the Royal Society, the UK National Academy of Science.

Tomado de http://www.globalagendamagazine.com

Biotechnology has the capacity to change our lives greatly for the better, says Robert May. But it could also do massive harm. It is vital to establish where the social, cultural and ethical boundaries lie in a range of scientific fields – and to maximize the good use, while minimizing the misuse, of technological advance for society as a whole.

As the celebrations marking the 50th anniversary of the discovery of the structure of DNA draw to a close, there still appears to be doubt about the nature of the legacy that will be created by the biotechnology revolution that has followed the pioneering work of Francis Crick, James Watson, Maurice Wilkins and Rosalind Franklin.

Will the potential applications of our greater understanding of the double helix and subsequent advances help us to banish disease and hunger from the world, as the most enthusiastic proponents of biotechnology claim?

Or will they unleash a "gene genie" that could wreak havoc across our planet, confirming the worst fears of some doomsayers?

Although we are enjoying an age in which our understanding of the living world is growing at an ever-increasing pace, we appear to be faced with ever more dilemmas about the uses to which this knowledge should be put.

With arguments across the world about the alleged benefits and evils of technologies such as cloning and genetic modification, it seems that we have yet to come to terms fully with the consequences of those momentous events of half a century ago in Cambridge and London.

The time has come for us to do a better job of choosing more deliberately what sort of world we want to create with the opportunities offered by biotechnology. We must find a way of realizing the many potential benefits that our increasing knowledge brings – while also dealing with the many social, cultural and ethical issues that often accompany them.

And we need to recognize the distinction between a technology and its potential applications, either good or bad. Over the past year we have seen the damage caused by not doing so.

The United Nations is locked in a stalemate over the applications of cloning technology. In late December, the UN delayed for yet another year a decision on whether to outlaw human reproductive cloning.

It is perplexing that the UN should be having difficulty in expressing its opposition to a handful of mavericks who claim to be engaged in practices that are widely acknowledged as medically unsafe, scientifically unsound and socially unacceptable.

The problem is not that some countries want to allow reproductive cloning. Instead agreement is being prevented by arguments over whether so-called therapeutic cloning – a technique for exploring the medical potential of stem cells obtained from early human embryos – should also be prohibited.

In very broad terms, both reproductive and therapeutic cloning require the same initial technique. The nucleus from a donor’s cell is transferred to an egg cell from which the nucleus has been removed. A small electrical charge followed by some careful nurturing prompt the cloned cell to begin to divide, producing an embryo.

But there the similarity ends. In reproductive cloning, the cloned embryo is implanted into the womb, with the intention of producing a baby.

Experiments involving mammals other than humans show that the risks of reproductive cloning to both mother and baby are high, with elevated rates of foetal deformities and complications in pregnancy. And even those offspring that are born apparently normal can suffer later in life, for instance from the effects of premature ageing.

Few disagree that it would be extremely irresponsible to try such an unsafe technology on people. However, the advocates of the reproductive cloning of people seem more motivated by the publicity of carrying out such experiments, in the face of overwhelming scientific and medical opinion, than by a genuine regard for the plight of the human guinea pigs that would take part.

Therapeutic cloning, by contrast, would allow scientists to investigate the development of radical new stem cell treatments to repair the damage to tissues and organs caused by diseases and injuries suffered by millions of people around the globe.

By allowing scientists to investigate how to reprogramme the nucleus, it could significantly advance our understanding of both embryonic and adult stem cells. Research into therapeutic cloning does involve the production of a very early human embryo – a microscopic ball of unspecialized cells no more than 14 days old, with no primitive streak yet developed.

This raises serious ethical issues that some countries consider to be the basis for a ban. But there are clear medical benefits to weigh against the ethical doubts and questions – and different peoples, cultures, or countries can come to different conclusions.

Attempting to deal with reproductive and therapeutic cloning together because they involve the same initial technique may seem logical. But it makes policy-making difficult when it forces a stand-off over the ethics of using cloned early-stage human embryos in research.

It is this coupling of reproductive and therapeutic cloning that has paralysed negotiations at the UN. In a bid to break the stalemate, 67 of the world’s scientific academies – including the Royal Society in the United Kingdom and the United States National Academy of Sciences – have jointly called for human reproductive cloning to be made illegal in every country, but for legislation governing therapeutic cloning to be considered separately by individual nations.

This unprecedented show of unity by academies, whose members constitute more than 16,000 of the world’s leading scientists, was partly prompted by the fact that to date fewer than 40 countries have passed laws against human reproductive cloning. Such a patchy international response appears to have encouraged cowboy cloners, who want to try their disreputable techniques on humans.

Notable among the countries that have not made human reproductive cloning illegal is the United States. Repeated attempts to pass national legislation have foundered because of the dispute about whether or not to outlaw therapeutic cloning simultaneously. For some, the issue here seems to have more to do with tactics than ethics. As a result, the United States appears from the outside to offer a haven for those wishing to carry out reproductive cloning on humans.

It would be surprising if we did not hear during the next 12 months more claims from mavericks based in the United States that they are determined to carry out human reproductive cloning with private funding.

But we should also bear in mind that the cloning of human beings may actually be no more than science fiction. Nobody has yet produced any evidence that they have succeeded in cloning a human embryo.

Indeed, recent experiments have shown that the cloning of primates is technically much more difficult than with other mammals, calling into question whether it is even feasible in humans.

However, what is real is the public anxiety that such claims cause – particularly when accompanied by a flurry of publicity. It is important therefore that every country introduces effective legislation to deter cowboy cloners.

The UN, and indeed the United States, should heed the advice of science academies and set apart the arguments over therapeutic cloning so that there can be an effective international ban on the reproductive cloning of humans.

Similar disputes are dogging other fields of biotechnology, such as genetic engineering. In the United Kingdom and many other parts of Europe, doubts about biotechnology have focused on possible problems that may arise from growing genetically modified crops. Although it is not inherently dangerous to use modern biotechnology to change the genetic make-up of plants – and indeed its precision means it actually carries fewer risks of inadvertent problems than the mass shuffling of genes through conventional cross-breeding techniques – opposition to genetic modification has grown out of concerns about the way in which it will be applied.

This was demonstrated in October 2003 when the results of the three-year farm-scale trials of genetically modified crops in the United Kingdom were published.

The research compared the impact on farmland wildlife of weed management systems used in conjunction with varieties of conventional and genetically modified herbicide-tolerant oilseed rape, sugar beet and maize.

Biodiversity was significantly lower in the genetically modified oilseed rape and sugar beet test sites, but higher for maize, when compared with fields in which their conventional counterparts were grown.

Unfortunately, opposing sides in the propaganda war over genetic modification in the United Kingdom have sought to use the research results to make sweeping generalizations about the technology.

This division along predetermined lines of argument has obscured the fundamental point that the genetic modification of crops can either be used to further intensify agricultural practices, with a concomitant negative effect on wildlife, or to work more with the grain of nature to reduce the impact of modern farming methods on the environment.

The United Kingdom and other member states of the European Union now have to decide whether the results of the farm-scale trials justify the refusal of applications to grow commercially those varieties of genetically modified herbicide-resistant oilseed rape and sugar beet.

If so, it will set an important precedent that any future innovation in farming, whether or not it involves genetic modification, should be assessed in advance – and rejected if it is more damaging to the environment than existing agricultural technologies.

It remains to be seen how the commercial sector will respond to these results and to the perceived lack of enthusiasm among the UK public for genetically modified products that appear to offer benefits only to the producer and not to the consumer or to the environment.

It is also unclear whether pressure groups will abandon their ideological opposition to the technology of genetic modification and instead campaign for it to be applied in ways of which they approve.

And of course, in the developing world, benefits to the producer may actually be welcomed if they increase overall levels of prosperity and, for example, allow farmers to cultivate land that cannot currently sustain conventional crop species.

However, a major underlying public concern about both cloning and genetically modified crops is that technological advances are happening too quickly for regulators to control them properly.

All too often, the "slippery slope" argument is invoked to oppose technological innovation for fear that society is incapable of guiding its development. But if we are not to forsake the promises of a better world offered by the biotechnology revolution, society must regain its confidence in measures to prevent its misuse.

Scientists themselves must accept some of the responsibility for this – by engaging in public debate about the possible uses of the technologies that they develop, and keeping within the boundaries determined by the rest of society.

Researchers already accept, and indeed often initiate, formal regulation of their work – particularly in those areas where the dangers are perceived to be greatest, such as research on contagious diseases, or where the ethical and moral constraints are most obvious, such as research involving human embryos.

A notable example is the voluntary moratorium that was put in place by the scientific community itself in the 1970s during the early days of ‘gene-splicing’ – a technique for cutting up and recombining different pieces of DNA.

Following the landmark Asilomar meeting in 1975 at Pacific Grove, California, the work of molecular biologists across the world went ahead under a set of self-imposed and precautionary guidelines.

But it is policy-makers to whom people turn for guarantees that technology will not be used against the public good. It is perhaps ironic that the international treaty designed to prevent the most heinous uses of biotechnology should provide one of the best models for ruling out misuse while permitting good use.

The 1972 Biological and Toxin Weapons Convention recognizes that in some cases the same technologies can be used either to improve life or to destroy it, but that the threat of the latter should not prevent the realisation of the former.

Masterfully, the treaty includes a General Purpose Criterion for outlawing the production of biological agents that "have no justification for prophylactic, protective or other peaceful purposes". As a result, the treaty remains as relevant to biotechnology today as it did when it was originally conceived.

It is difficult to think of a worse possible use of a new technology than to develop a potential new weapon that could cause casualties on a massive scale. Yet even this horrendous possibility is outweighed by the enormous cost of rejecting advances in biotechnology out of hand and passing up the opportunity of harnessing them for the benefit of humankind.

Quality of life and prosperity can be improved worldwide through biotechnology, but only if we make that deliberate choice.

Lord May of Oxford
Robert May is president of the Royal Society, the UK national academy of science, and was chief scientific adviser to the UK government from 1995 to 2000.

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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Última modificación: 01-04-2004