Opinión y Debate
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico. Año VI

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Marzo 2004. Nº 53

Contenido de esta sección:

¡Qué país! (Yoritomo Shouke)
¿Qué somos? ¿Qué fuimos? (José Antonio Martínez Pons)
Haití y la República Dominicana forman parte de esta América nuestra (Enrique Martínez)
RECORTES DE PRENSA
Las nuevas carreras universitarias: ¿progreso o márketing? (José A. de Azcárraga)
Galácticos para la Universidad (Ignacio Camacho)
Escuelas de negocios "vs." universidades (Juan Vicente Sánchez Andrés)

¡Qué país!

Yoritomo Shouke

Un amigo me comenta que los gabachos están convencidos de haber inventado ellos España, con el solo objeto de echarse unas risas. Cada vez estoy más convencido de que los muy bastardos no mienten. Y si no... observen:

Somos un país con un sistema judicial de lo más simple y sencillo. Comienza con los juzgados de paz, cuyas plazas no las ocupan forzosamente jueces, sino aquellas personas que los Ayuntamientos deciden. Sobre ellos los de instrucción, que sí son ocupados por jueces e instruyen las causas a los tribunales centrales. Éstos últimos pueden ser de lo social, lo contencioso administrativo, lo civil y lo penal. Es decir, sus funciones son las mismas que los tribunales de lo social, lo contencioso administrativo, lo civil y lo penal, sólo que están situados en Madrid, e intervienen cuando el caso abarca a varias comunidades autónomas (para entendernos, pues esa es sólo una de sus diferencias). Sobre los ordinarios, no sobre los centrales, están las audiencias provinciales (éstas no tienen sala de lo contencioso administrativo, y las de lo civil y lo penal se juntan en una sola). Y sobre éstas los Tribunales Superiores de Justicia. Sobre los centrales está la Audiencia Nacional. Y sobre todos ellos el Tribunal Supremo (TS). ¿Sobre todos ellos? ¡NO! El Tribunal Constitucional (TC) resiste ahora y siempre al invasor.

En resumen, por si no era liosa la vertebración de nuestro sistema judicial, tenemos, no uno, sino dos máximos tribunales. Y uno de ellos se rige por su propia ley orgánica. El previsible resultado de este galimatías es que el TS y el TC llevan rozándose desde el principio. Y el último roce es una famosa condena. Analicémosla:

Un abogado intenta obtener una plaza en el TC. El TC se la deniega porque estas plazas para abogados las otorga su pleno de forma digital. Y él, no conforme con el tú no que recibe del TC, presenta un recurso de amparo ante el propio TC. El cuál le dice algo así como: "Pero... ¿Tu `tas tonto o qué?" Y claro, ante tal columpie este señor va y se chiva al TS.

La sala de lo Civil del TS, se plantea qué hacer. El columpie es claro. Vale que los abogados del TC sean elegidos a dedo. Vale que no os vayáis a desdecir en el recurso. Pero argumentad vuestra decisión, un poco por lo menos. Así que deciden imponer una decisión salomónica: Como nadie está por encima de la ley, esta negativa al recurso de amparo no es de recibo: 500 euros de multa. Teniendo en cuenta cuál debe ser el salario mensual de sus Señorías Ilustrísimas, uno pensaría que la cosa se quedara ahí (sólo se deberían quejar los médicos, cuyas negligencias les salen más caras). Pero no. Aquí el TC comienza con el circo:

- Primero amenaza con recurrir ante sí mismo. Supongo que para luego recusarse por ser juez y parte.

- Después dice que nadie puede cuestionar sus sentencias o autos. Perfecto, porque el Supremo no ha cuestionado el auto. Ni ha ordenado que se admitan las pretensiones del demandante con relación a la plaza pretendida. Lo que ha hecho el TS es juzgar a los magistrados del TC.

- Ante esto, dichos magistrados alegan defecto de gana. Es decir, no les da la gana ser juzgados por el TS. Hasta ahí podíamos llegar. Juzgarles a ellos. Los garantes de la Constitución. El hecho de no tener ningún tipo de aforamiento que les impida ser juzgados no es óbice para que se sientan ultrajados. No obstante, pagan.

Y aquí debería haber acabado el circo. Pero no. El fiscal de la sala de lo penal del TS decide que no -The show must go on y todo eso-. Así, cuando la sala de lo penal del TS se encuentra en la tesitura de seguir con este lamentable espectáculo y procesar a los magistrados del Constitucional, decide pedir un informe al teniente fiscal de la sala. Éste podría haber templado los ánimos, alegando que no hay motivo para tal procesamiento, pues el auto del TC adolecía de defectos de forma pero no producía indefensión..., o algo similar. En lugar de eso, decide elaborar un informe en el que dice que el recurso no se debía haber presentado porque era obvio que no iba a prosperar. Es decir, si recurres ante el TC los autos del propio tribunal, no esperes que rectifiquen ni aún en caso de que lleves razón. Si se debe esto a que dicho fiscal considera que los magistrados del TC son tan soberbios que no rectifican nunca, o a que él no lo haría si se viera en su puesto, no se puede saber -es más, podría ser por cualquier otro motivo-. Pero el hecho es que ha traído cola su informe.

La sala de lo civil del TS, en pleno, aunque de forma extraoficial, le ha puesto a caer de un burro. Que si no son formas de decir eso. Que si no es el cauce adecuado. Que por que se mete a valorar una sentencia que no es de su sala, cuando no era eso lo que le habían pedido...

Y estando así las cosas a alguien se le ilumina una luz y dice: "Oye, ¿y si le preguntamos al Presidente del Consejo General del Poder Judicial?" La persona que ocupa el cargo de presidente del CGPJ, obtiene automáticamente el cargo de Presidente del TS, por lo que no se puede ser una cosa sin ser la otra, ni obtener los cargos en el orden inverso. Bien, pues se le pregunta y..., sorpresa, sorpresa. Esa pregunta tiene un defecto de gana o de plazo. De gana, porque a él no le sale de las amígdalas dar explicaciones a su órgano rector. Y de plazo pues porque no le viene bien dar la cara en este momento, con todo este fregado montado. Así que le ha dicho al Pleno del Consejo algo así como: "¿Disculpe? ¿Los conozco de algo?" Podrían continuar con Cardenal, pero como días antes dijo eso de "es una pena que los medios de comunicación no elaboren un informe sobre el que el fiscal general pueda empezar a trabajar", refiriéndose al caso de Carod, lo mismo los remite al ABC.

Uno, desilusionado ya con sus políticos, con los periodistas incapaces, lelos o sumisos al poder dominante -y los que no, que pregunten por CQC- no dice nada. Tenía confianza en que el poder judicial pusiera orden en este desaguisado. Pero ya veo que va a ser que no. Que los puñeteros franceses tienen razón aunque me llamen afrancesado.

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¿Qué somos? ¿Qué fuimos?

José Antonio Martínez Pons. Universidad de Alcalá.

Cuando se nos pregunta que nos definamos estoy seguro que el apelativo más común y con el que todos nos sentimos de acuerdo es el de "universitarios". El epíteto acoge desde al estudiante recién ingresado, hasta al catedrático emérito, o al rector más emperifollado.

Un definición del término es difícil. Una vez más conviene recordar a San Agustín: "si me preguntan si sé lo que es, lo sé. Si me preguntan que lo explique, no sé explicarlo". O tal vez a Don Julio Palacios, del que se cuenta afirmaba que toda definición acababa en una petición de principio, y daba ejemplo con su famosa definición de temperatura: "es lo que mide un termómetro". Realmente tras el adjetivo o sustantivo de "universitario" se esconden muchos siglos de historia; como tras el nombre de Universidad se esconden muchas realidades. Por mucho que ahora se empeñen en lo contrario, no será nunca el mismo concepto de Universidad el que tienen los norteamericanos que el que tienen los alemanes, ni el que tienen los británicos del que tenemos los latinos. Sin embargo, hay un denominador común en todas las universidades, en todas ellas se buscan tres cosas, al menos sobre el papel: La sabiduría, entendida en su sentido más amplio, la investigación y la formación de futuros intelectuales. Muchas veces la formación viene acompañada, superadas una serie de pruebas, de la concesión de un título que, en general, faculta para un determinado ejercicio profesional.

El origen de la institución universitaria se pierde en las brumas de la Edad Media, no es ahora el momento de hacer un ejercicio de erudición histórica. Sí parece claro que las universidades derivaban de las antiguas escuelas monacales y que, durante mucho tiempo, en Europa, buena parte del profesorado pertenecía la estamento clerical, secular o regular. Es curioso que, por ejemplo, en la Sorbona, consta que los estudiantes preferían a los regulares porque acudían a clase todos los días y sin "resacas" de buenas cenas y otras actividades no precisamente "sanctas", que eso del celibato eclesiástico de "iure" data, más o menos, del Papa Gregorio VII, el "terrible" monje Hildebrando; de "facto" corramos un tupido velo, quizás se limite al siglo XX (¿quién no conoce a alguien apellidado "del Cura"). Es curioso que existe una carta de los obispos alemanes al Papa tildándole de meretriz del Apocalipsis y acusándole, parafraseando las invectivas de Jesús a los fariseos, de imponer a los demás cargas que él no puede llevar, en clara referencia a la condesa Matilde, aunque no hay prueba alguna sobre el fundamento real de tales alusiones, entre otras razones debido a la edad del Papa en cuestión. De lo que no hay duda es que san Gregorio era un hombre de carácter y de ideas claras.

Resumiendo, y perdón por mi pequeña digresión pseudo histórica, en la edad Media las universidades agrupaban sus enseñanzas en cuatro facultades : Artes, Leyes y Cánones, Medicina y Teología, aunque después las universidades destacaran en una u otra disciplina, por ejemplo: Salamanca, Bolonia o Aviñón destacaban el Leyes, Montpelier en Medicina, París en Teología y Oxford y Cambridge en Lógica y Filosofía.

No hay que creer que, pese a sus reminiscencias monacales, la vida universitaria era plácida. No, la universidad era un hervidero de inquietud intelectual, de acuerdo con los saberes de su tiempo, donde la innovación y el inmovilismo estaban en constante pugna, llegándose a algaradas que mantuvieron, por ejemplo, cerrada la Universidad de París. Eran las disputas entre platónicos, los "carcas" y aristotélicos, los "progres", y los trucos y las reservas mentales de ciertos profesores, como dar la primera clase explicando a Platón, anunciar, a continuación, la falsedad de lo explicado, pasarse el curso con Aristóteles y acabar revindicando a Platón; táctica que se prohibió, por supuesto, aunque al final Aristóteles se llevó al gato al agua; loor sea dado al "divino Tomás" y de rebote a nuestro Patrón, san Alberto, y vuelvo a perderme en mis recuerdos de adolescencia -y alguien pretenderá comparar mi Bachillerato, plan 57, con los remedos que se enseñan ahora-.

Volvamos a la universidad en general ¿Cómo era la vida académica entonces?

Los adolescentes solían ingresar en la Universidad a los quince o dieciséis años, aunque no era infrecuente que personas mayores, sobre todo clérigos se dejaran ver por las aulas -por supuesto, varones-. Todo estaba muy reglamentado, como corresponde a la mentalidad medieval. Los cursos eran largos, solían empezar en octubre y se prolongaban casi hasta septiembre. Como no había muchos libros y los pocos que había eran muy caros, la enseñanza era fundamentalmente oral. Las clases, que se impartían en latín, solían empezar a las seis o siete de la mañana y se iniciaban con la lectura de un texto por parte del maestro, "lectio". A la lectura seguía el comentario, "comentatio", y a eso de las nueve la disputa entre maestro y estudiantes, "disputatio", y las repeticiones del texto para que los estudiante los memorizaran. La primera sesión solía acabar a la hora de comer y por la tarde había otra sesión, con el mismo patrón. De tres a cinco lectio y después repeticiones y disputas.

Los estudios se iniciaban en la facultades de Artes donde el universitario estudiaba las artes liberales: el trivium (gramática, dialéctica y retórica) y el cuadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música). Cumplidos los años preceptivos, se estaba en condiciones de ingresar en alguna de las facultades mayores, cuya permanencia "activa" también estaba estrictamente regulada -Cuatro años para Medicina, cinco para Teología y seis para Leyes, por ejemplo-. Superados los años de escuchar lecciones, el estudiante estaba en condiciones de optar al grado de Bachiller.

Para obtener el grado, el estudiante elegía un doctor de su facultad para que se lo confiriera e informaba al rector de que cumplía los requisitos de conocimientos cursos y lecciones. Hecho esto, en un día normal de clase, tras anuncio del bedel, el candidato subía a la cátedra y pronunciaba una arenga en la que solicitaba la concesión del grado. El padrino concedía el grado y el neobachiller volvía la cátedra, donde, tras solicitar el auxilio divino, pronunciaba una breve lección. Después debía abonar las pertinentes tasas a bedel, notario y rector e invitar a sus amigos a un banquete.

Obtenido el grado, se podía aspirar a la licencia docendi, nuevo grado que confería la facultad de enseñar. Para ello eran necesarios más años de estudio -cuatro en Medicina, Derecho o Teología y tres en Artes-, durante los cuales el candidato debía "leer" públicamente.

Obtener el título era más complicado. Primero había que comprobar que el candidato reunía las condiciones precisas. Superados estos trámites, el doctor más antiguo de la facultad debía presentar la candidatura. Aceptada ésta se fijaba un día. Los actos comenzaban con una misa del Espíritu Santo. Después se reunían solemnemente los doctores de la facultad y se efectuaba un sorteo sobre la materia sobre la que debía disertar el candidato. Éste preparaba la exposición y, al día siguiente, la defendía públicamente. Oída la disertación, los doctores, mediante voto secreto, decidían si merecía o no el grado. Si era aprobado, venía un nueva investigación para determinar si había habido sobornos y, en caso de que todos los pronunciamientos fueran favorables, previo pago de nuevas gabelas, se le concedía la ansiada licentia docendi. El doctorado no añadía nuevas prebendas al licenciado y consistía en la imposición de las insignias de maestro. No obstante, los costes de todo el conjunto de actos y ceremonias eran muy elevados, de modo que quedaba fuera del alcance de muchos estudiantes.

La vida universitaria no cambió en exceso en el Renacimiento, ni siquiera en el Siglo de Oro, basta leer las joyas de la picaresca, en especial el Buscón.

Es curioso que hasta la vestimenta de los estudiantes y maestros estaba reglamentada. Un gracioso ejemplo es el coro de estudiantes del Barberillo de Lavapiés, zarzuela de Francisco Asenjo Barbieri, ambientada en tiempos de Floridablanca.

Cantan los estudiantes:

-A pedir venimos de Alcalá de Henares que las faldas quiten a los estudiantes, pues, si son traviesos y si son audaces, es por llevar faldas como las comadres…. etc.
(recomiendo muy encarecidamente la escucha de esta zarzuela, de verdad que vale la pena).

Los que ya peinamos canas, recordamos a los seminaristas con sus becas azules o rojas y todavía hoy, en nuestras universidades, se luce el traje académico en los actos solemnes. En Italia aún hoy los estudiantes suelen lucir un curioso sombrero parecido al típico de Pinocho y, hasta hace muy poco, los aspirantes a clérigo estudiantes del Colegio Alemán de Roma vestían un sotana color rojo bermellón con faja negra, que les impuso el fundador del Centro, San Ignacio de Loyola, con la sana idea de hacer que los germánicos trasplantados al mundo mediterráneo, se contuvieran antes de abusar del vino y de las amables romanas.

No hay que olvidar que, desde siempre, los estudiantes se distinguieron por sus travesuras. Muchos de ellos subsistían gracias a la "sopa" conventual, de ahí el dicho de sopista o "estudiant de la sopa" que se dice en los países catalanes. Otros se ganaban la vida cantando -ése es el origen de nuestras tunas-. En resumen, una vida, en muchos casos, bastante a salto de mata.

La verdad es que después de un buen rato de darle a la tecla no sé donde he acabado..., quizás en una pregunta:

¿En verdad han cambiado mucho las cosas, las buenas y las malas, en siete u ocho siglos?

Mucho me temo que no y no creo que haya que lamentarlo demasiado.

Gaudeamius igitur iuvenes dum sumus….

Quizás lo que debería definir la Universidad es esta juventud permanente, este afán por conocer cosas nuevas, ese buscar siempre y que cada hallazgo nos muestre el horizonte un poco más lejos, porque, mientras la ciencia a descubrir no alcance la fuentes de la vida, habrá poesía y la vida sin poesía sería muy incompleta.

Nota el pie: Pido disculpas a mis eruditos colegas de Historia y ciencias afines. Uno es de Ciencias desde su más tierna infancia y mis citas en este pequeño..., no sé como llamarlo, son todas de memoria, incluso los latinajos.

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Haití y la República Dominicana forman parte de esta América nuestra

Enrique Martínez. Universidad de Alcalá

26.02.04

No es necesario recordar las cifras, tan manidas, en relación con Haití, que siempre manejamos quienes estamos trabajando con América. Ya todos saben, o deben saber que Haití es uno de los países más pobres del mundo y el más pobre –triste título- del subcontinente. Para qué recordar índices y estadísticas si basta con abrir los ojos a una realidad lacerante desde cualquier punto de vista, en particular la situación de los más desprotegidos: los niños, las mujeres, los enfermos, los marginados –es decir- casi todos los haitianos.

Resulta poco útil ahora hacer mención a la miserable herencia dejada por la civilización europea en la primera de las repúblicas americanas que se declaró independiente. Es mucho más importante rescatar de las hemerotecas y de los archivos de los organismos internacionales los testimonios de aquellos que luchan diariamente por aliviar al pueblo haitiano de su sufrimiento. Testimonios en su mayoría desoídos por la comunidad internacional, más preocupada muchas veces por la orientación del voto de Haití en la Asamblea General de Naciones Unidas o por cómo instrumentalizar su presencia en organizaciones internacionales, que por atender a la situación en que malviven los siete millones de habitantes de la parte occidental de la isla caribeña.

Tras el ominoso período vivido por Haití bajo la sangrienta y feroz dictadura personal de los Duvalier y la junta militar que fue su secuela, la llegada al poder en febrero de 1991 del sacerdote católico Jean-Bertrand Aristide abrió nuevas perspectivas para el país. Un golpe militar frustró ese primer intento de regeneración política y económica. Su regreso, en 1994, fruto de las presiones internacionales dio paso a las elecciones de diciembre de 1995 que alzaron a la presidencia a René Préval. El período convulso vivido por el país entre esa fecha y la nueva elección como presidente de Aristide, en diciembre de 2000, contribuyó a sumir al pueblo en una situación de penuria equiparable a la del régimen de los Duvalier.

Las fuerzas de oposición al gobierno de Aristide están a punto de lograr hacerse con el poder. Mientras tanto, Haití sigue sumido en la más absoluta incuria, agravada por la lucha armada. En medio de este caos, centenares de miles de hombres y mujeres haitianos sufren las consecuencias de un abandono histórico por parte de sus gobernantes y de la comunidad internacional. Las lacras del analfabetismo, de las epidemias (en particular el SIDA), del hambre y de la carestía, arrasan a un pueblo hundido en la más absoluta desesperanza y moralmente desarmado. Los derechos humanos no tienen hoy reconocimiento efectivo en Haití y el mundo no puede permanecer al margen de ese hecho.

Pero lo peor, aunque parezca que nada más puede lastrar el sufrimiento del pueblo haitiano, esta aún por venir. Si nada lo impide, en días, quizá en horas, mareas humanas de haitianos trataran de huir del país, inevitablemente con rumbo a la frontera dominicana. Único país vecino, la República Dominicana, con el que viene manteniendo desde hace muchos años una relación tensa tendrá que hacer frente a la situación. Millares de eres humanos huirán hacia esa frontera yerma donde la pobreza y la marginación azotan por igual a haitianos y dominicanos. ¿Quién va a ocuparse de ellos, si no tienen otra cosa que compartir mas que su abandono?

Urge, por tanto, una acción coordinada de la comunidad internacional que debe dejar a un lado sus divisiones coyunturales y sus argumentos a favor de la "no injerencia en los asuntos internos". Una doctrina sin duda muy apropiada para otros momentos y otras situaciones, pero no para la situación que hoy vive Haití y que –de no remediarlo pronto- pueden vivir los dominicanos que habitan en las zonas limítrofes. Conviene asimismo que el gobierno de la República Dominicana tome conciencia de la necesidad de facilitar cuantas medidas preventivas sean necesarias para aliviar una situación como la que se avecina. Es responsabilidad ésta que ningún gobierno democrático puede, en conciencia, eludir. El noble pueblo dominicano, que en otro tiempo también ha sufrido los rigores de la guerra, la ocupación extranjera y la dictadura, debe tender una mano generosa -con ayuda de las naciones caribeñas y el apoyo de los países desarrollados- a sus vecinos haitianos que pasan por tan graves momentos.

Pido a nuestros lectores habituales y a quienes desean sinceramente la paz, el progreso y la libertad para los pueblos de esta América nuestra que allá donde se encuentren hagan cuanto esté en sus manos por manifestar su apoyo y su solidaridad en este trance a los hombres y mujeres de Haití y a los de nuestra querida nación hermana, la República Dominicana.

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RECORTES DE PRENSA

Las nuevas carreras universitarias: ¿progreso o márketing?
Galácticos para la Universidad
Escuelas de negocios "vs." universidades

Las nuevas carreras universitarias: ¿progreso o márketing?

José A. de Azcárraga (*)

(Publicado en Las Provincias del 27-Feb-04, págs. 37 y 39)

En las últimas dos décadas ha crecido extraordinariamente en España el número de universidades (hay ya cerca de setenta), y muchas se han dedicado con entusiasmo a la creación de nuevas carreras. Con frecuencia la "nueva" oferta es, pura y simplemente, repetición en una Escuela o Facultad de lo que ya se ofrecía en otra, quizá con algún matiz diferenciador. Las universidades de la Comunidad Valenciana no son una excepción, y en estos momentos hay carreras que se pueden cursar en muchos de sus centros; de hecho, en demasiados. Por ejemplo, Administración y Dirección de Empresas se puede cursar en seis centros públicos (más cinco privados), y también asociada a Derecho (dos licenciaturas estudiando una y media); hay también titulaciones semejantes pese a las diferencias de nombre, etc. Se afirma que la múltiple oferta favorece la competencia y las posibilidades de elección del alumnado y, también, que las nuevas carreras satisfacen una demanda social. Se diría que la Comunidad Valenciana, a juzgar por su oferta académica, sus cinco universidades públicas y sus múltiples sedes, es casi tan rica como el Estado de California que, con un PIB cincuenta veces mayor y treinta y seis millones de habitantes (sería la séptima potencia económica mundial), tiene un sistema público con sólo diez universidades.

Superficialmente, ambos argumentos –libre competencia y demanda social- son sólidos: los efectos benéficos de la primera en la calidad de la oferta parecen lógicos, y es obvio que los dirigentes políticos –responsables del placet final a los nuevos centros docentes- están, precisamente, para atender las necesidades sociales. Sin embargo, un análisis menos superficial muestra que los dos carecen de base firme. Para empezar, la pura competencia no es aplicable, sin más, a un servicio público como la universidad, que debe regirse, sobre todo, por criterios de servicio y rentabilidad social. Por ello, la creación de nuevas enseñanzas y centros públicos requiere, primero, estudiar si satisfacen una necesidad aún no atendida y, después, analizar la repercusión -económica, docente y científica- que conllevaría su posible implantación a medio y largo plazo (el Master del St. John’s College de Cambridge me explicó en una ocasión cómo planificaban allí a un siglo vista). Inevitablemente, su creación compromete recursos que podrían destinarse a mejorar lo ya existente, que dista de ser perfecto. Por ejemplo, puede ser mejor tener sólo un determinado laboratorio, pero excelente y de referencia, que varios mal dotados repartidos en otros tantos centros: la bondad de la múltiple oferta no es automática.

Igualmente, es preferible tener menos universidades y que alguna sea muy buena, que muchas y de menor calidad. Y no es posible medir esa calidad sin criterios externos fiables, que hasta ahora no han existido: las evaluaciones oficiales de los centros universitarios españoles merecen escaso crédito por su autocomplacencia. Pero la realidad es tozuda: en una reciente clasificación internacional (realizada, curiosamente, por una universidad de Shangai), sólo la Universidad de Barcelona y la Universidad Autónoma de Madrid figuran entre las cien mejores universidades europeas, siendo las tres mejores Cambridge, Oxford y el Imperial College de Londres. Según ese mismo estudio, las primeras del mundo son Harvard, Stanford, Caltech, Berkeley, Cambridge, MIT, Princeton, Yale y Oxford, todas norteamericanas (y no todas públicas) salvo las inglesas de Cambridge y Oxford. Pueden -y deben- discutirse detalles y matices, pero nadie que conozca el mundo universitario y de la investigación se sorprenderá mucho al leer esta lista.

Si la dispersión de recursos perjudica la calidad, sólo resta el segundo criterio para crear nuevos centros y enseñanzas: la demanda social, a la que se apela –me parece- con frecuente ligereza. La sociedad se supone aquí representada por el sector productivo, cultural, estudiantil y, por supuesto, por los propios centros universitarios. El problema surge cuando éstos contemplan las nuevas enseñanzas como captadoras de alumnos (un bien cada vez más escaso) y generadoras de necesidades docentes y administrativas, es decir, como polos de su propio desarrollo. De este modo los centros pueden aludir a una pretendida demanda social para justificar sus propias necesidades, por supuesto legítimas, pero que no son las de la sociedad. La excesiva proliferación de asignaturas en los últimos planes de estudios -por ejemplo- es prueba fehaciente de lo que señalo. Algo análogo puede suceder con las propias universidades si sólo obtienen mayores recursos cuando crean nuevos centros y estudios. El resultado es que, igual que se da la ingeniería financiera en la contabilidad empresarial, ha existido una ingeniería académica, no menos creativa, en lo que concierne a la terminología docente y a las nuevas enseñanzas. Estudios que antes sólo se impartían en la UV se cursan ahora también, en extraña competencia, en la UPV y viceversa, pese a que los centros de ambas instituciones están en la misma avenida o separados por tres cuartos de hora de tranvía. El resultado es una oferta tan excesiva como confusa que, además, introduce problemas nuevos, pues ¿son realmente equivalentes todas las carreras de igual nombre? ¿tienen el mismo reconocimiento todos los títulos de igual tipo? (la respuesta es negativa, algo que ignoran muchos estudiantes al matricularse). Por otra parte, ¿cuál es el futuro de centros con muy pocos alumnos porque sus estudios se imparten también en otros lugares? El resultado de la disminución de la población estudiantil –nada sorprendente, por cierto, dada la bajísima natalidad de los ochenta- es un aspecto más, me parece, de la falta de previsión y del uso inadecuado de los recursos públicos en las últimas décadas.

Cuando se prescinde del anterior análisis, la creación de nuevos estudios y centros parece atender necesidades sociales. Pero muchas de ellas ("mi facultad en mi ciudad", etc.) son ficticias y sólo reflejan desinformación. La sociedad no es culpable de padecerla: los debates sobre calidad de la enseñanza suelen producir acaloradas descalificaciones y escasos razonamientos, y no hay campaña electoral que se precie que no incluya la promesa de más centros universitarios, cuya bondad ni se cuestiona. Pero, ¿por qué "más centros y más cerca" ha de ser preferible a "menos, pero mejores y con beca para desplazarse"? Lo segundo no sólo es mucho mejor: también es menos costoso. Sin embargo, los medios de comunicación recogen con más entusiasmo que análisis la creación, políticamente correcta, de nuevas enseñanzas y centros, y nadie parece preguntarse si los presupuestos requeridos (para nuevos edificios, laboratorios, bibliotecas, gestión, etc.) podrían haberse empleado mejor potenciando lo mucho que ya había, o –también- mejorando y haciendo socialmente más atractiva la formación profesional. Es ésta la eterna asignatura pendiente de nuestro sistema educativo, que debería acoger –no nos engañemos- a un sector no desdeñable del estudiantado, hoy frustrado y aparcado, en vía muerta, en las universidades. De una más dignificada y extendida formación profesional sí hay, estoy seguro, una gran necesidad, más rentable socialmente que duplicar enseñanzas universitarias, aunque políticamente pueda dar menos réditos.

Por otra parte, no sólo es importante la docencia. ¿Acaso no es esencial la investigación, básica y aplicada, como generadora de nuevos conocimientos y dinamizadora de la economía? ¿Se favorece esa investigación dispersando los pocos medios existentes? ¿Es preciso que todas las universidades ofrezcan casi todos los estudios, postgrado y doctorado incluidos? ¿Por qué son justamente famosas en todo el mundo Berkeley o Cambridge? Ya no sorprende que algunos estudiantes Erasmus, tras un año en una universidad extranjera, prefieran acabar su carrera o hacer un doctorado en ella. Quien puede comparar, juzga a nuestras universidades con menor benevolencia aunque, justo es decirlo, han progresado espectacularmente en el último cuarto de siglo. Pero esto ha sido consecuencia, sobre todo, del mayor esfuerzo de la sociedad, reflejado en los mayores presupuestos de las universidades, y del trabajo de sus científicos. Con recursos mucho mayores que hace veinticinco años, aunque sean aún insuficientes, sería imposible no haber mejorado.

Es necesaria una urgente racionalización de la oferta y del mapa universitario. No será cosa fácil, dados los intereses creados, la desinformación y el márketing que inspiró parte de esa oferta, pero debe hacerse. De hecho, el cambio -¿otro más? se preguntará el sufrido estudiante- está próximo. La creación del espacio europeo de enseñanza superior obligará a adaptar nuestro sistema universitario, incluyendo sus titulaciones y la duración de sus estudios, a la nueva configuración común europea. Es una suerte que, de vez en cuando, ser europeos nos obligue –confiemos en ello- a mejorar. Pero esa esperanza podría frustrarse si se planificara la reforma con el mismo espíritu que condujo a la situación actual. Se necesita una visión distinta, con un horizonte a medio siglo, que deje de una vez atrás el viejo dicho del sobrino del Gatopardo, se vogliamo que tutto rimanga com’è, bisogna que tutto cambi. Basta ya de cambiar todo –aparentemente- para que todo siga igual.

(*) Catedrático y claustral de la Universitat de València; http://www.uv.es/~azcarrag

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Galácticos para la Universidad

Ignacio Camacho

Publicado en "ABC de Andalucía"

Viene con el periódico en la mano, abierto por las páginas de Economía.

«¿Has visto esto?». Esto es una noticia: la de que el Gobierno va a rebajar la fiscalidad de los futbolistas extranjeros, Los Beckham, Ronaldo y compañía sólo tendrán que pagar un 25 por ciento de sus astronómicos salarios, impuestos que además, por lo general, abonan los clubes, verdaderos beneficiarios de la medida. Mi amigo es catedrático de Universidad, un científico apasionado y solvente que lleva años batallando contra las limitaciones del presupuesto de investigación. Está encendido: «Tienes que escribir de esto».

«Yo sé que te gusta mucho el fútbol, y encima eres del Madrid. Pero piénsalo bien: ¿Por qué a los futbolistas sí y a los investigadores no? ¿No sería mucho más útil ofrecer incentivos fiscales a los que vengan a investigar a España? Imagínatelo, un país que además de importar a los mejores futbolistas, pudiese también importar a los mejores sabios. ¿Cómo te crees que se convirtió Estados Unidos en una potencia tecnológica?»

«Las cosas que se han hecho en este sentido han funcionado muy bien. Ahora se acaba el programa Ramón y Cajal, del Ministerio de Ciencia y Tecnología; durante tres años, la Universidad y el CSIC han podido contratar a investigadores nacionales y extranjeros, y ha entrado gente estupenda. Latinoamericanos, gente del Este de Europa, y también españoles. Por cierto, que el 80 por ciento de estos contratos se ha quedado en Madrid y Barcelona, en Andalucía ha habido muy pocas incorporaciones. No me preguntes por qué, debe ser porque estamos atentos a otras cosas, por mucha Segunda Modernización que nos venda la retórica oficial. ¿Sabes cuál es la prioridad de doña Cándida Martínez en este ámbito? Pues la investigación sobre igualdad de géneros. Saca tú mismo las conclusiones».

«En este campo, Cataluña nos lleva una ventaja sideral. Ha creado un instituto de estudios avanzados, el ICREA, que tiene un comité de evaluación excelente, compuesto en su mayoría por personas de fuera de la comunidad; de Sevilla hay dos. Han roto la endogamia de la Universidad, evaluando candidatos con mucha más solvencia mediante una comisión de prestigio, y han incorporado talentos de primer nivel. porque mucha gente desconoce que en investigación de física, química y biología molecular estamos en plano de igualdad con cualquier país europeo desarrollado. Lo que falta es cancha para el talento y el trabajo. Y los catalanes, a los que se suele acusar de estar cerrados sobre sí mismos, lo han montado con un criterio mucho más generoso y científico que la mayoría. Aquí estamos a años luz».

«Por eso te insisto en la necesidad de divulgar este mensaje. Hay que buscar galácticos para jugar en la Champions League de la investigación. Fichar zidanes y promocionar pavones, que haberlos, haylos, y surgen en cuanto se les da una oportunidad. El verdadero capital de un país está ahí, en su capacidad tecnológica, en su apuesta por el conocimiento. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que éste es el camino del progreso?»

«Y, claro, ves esto de los futbolistas y se te viene a la cabeza el panorama real de la Universidad, siempre asfixiada de dinero hasta para los gastos corrientes, puenteando dificultades a base de créditos extraordinarios, dependiendo de las fundaciones privadas o del CSIC para pagar a los investigadores. Que no digo yo que no se descuenten impuestos a las estrellas del fútbol, aunque, bueno, habría mucho que discutir sobre eso, ¿no?, pero no deja de resultar un poco penoso que los clubes de fútbol tengan mayor poder de influencia, más pujanza de lobby que el mundo universitario. Me pregunto cómo progresa una nación que considera más importante rebajar la fiscalidad a los futbolistas que a los científicos. Ni que nos sobrasen cerebros...»

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Escuelas de negocios "vs." universidades

Juan Vicente Sánchez Andrés

Publicado en "Expansión", viernes 20 de febrero de 2004.

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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Copyright © 1999 Vivat Academia. ISSN: 1575-2844.  Números anteriores. Año VII
Última modificación: 10-04-2004