Puentes en el tiempoBenjamín Hernández Blázquez. Universidad Complutense de Madrid. Durante los últimos meses del pasado año, políticos y técnicos volvieron sobre el denominado Libro Blanco de Transportes relativo a la Unión Europea, preconizando nuevos enfoques sobre la seguridad vial; analizaba las carreteras y en "letra más pequeña" los puentes que enlazan estas vías, que equilibran desniveles o cruzan rutas fluviales. Siglos y siglos contemplan las descarnadas vías de los romanos, asimismo el aislado hombre medieval salvó todos los obstáculos que le imponía la abrupta orografía de la península Ibérica, a fuerza de ingenio; sus puentes de piedra retaban por igual valles y desfiladeros. En el siglo XVI, según Domínguez Ortiz, la red de transportes era de 18.000 km con absoluto predominio del terrestre que apenas creció hasta la revolución industrial que introdujo el hierro y derivados a los puentes, así los levadizos fueron colgantes y todos dejaron de ser románticos para aparecer como supranacionales e ignorar el estigmatismo fronterizo. Otras innovaciones industriales con sus variadas raíces provocaron el despliegue tecnológico del siglo XIX, a pesar de la ambigüedad de la fallida desamortización. La electrificación y el automóvil, con la invención del motor de combustión interna, catalizaron un cambio social e individual sin precedentes y difícil de imaginarse. Todas estas circunstancias hicieron viable y a la vez necesaria la construcción de nuevos puentes sobre caminos antiguos; obras que asimismo se fueron diluyendo hasta la confusión española con la U.E. Aunque han pasado varios siglos muchas cosas son extrapolables a tiempos actuales; así en la vieja Castilla para la construcción de un puente, contrastada su necesidad, contribuían los pueblos ubicados en un radio de 5 a 10 leguas castellanas (medida de 20.000 pies o 5572,70 m). La financiación se hacía por medio de impuestos de los que no se eximía ni a los hidalgos. Se imponían gravámenes como la sisa que nació en el siglo XIV y, aunque impopular, aguantó casi medio milenio. Bajo este término se juntaban una serie de prácticas consistentes en entregar al comprador una cantidad menor de la correspondiente a la medida que se requería, y esta parte, la sisada, era la destinada al pago de impuesto, sobre todo el que atañía a los puentes. El vino fue de los primeros en sisarse y se hacía en la octava y reoctava parte; esta costumbre dio lugar a la existencia en Castilla de dos sistemas de medidas, ambas legales. Tampoco ha variado en exceso el mantenimiento de los puentes; en el pasado era factible por el peaje o peagem, término de origen catalán que se abonaba en el occidente europeo de la Edad Media por transitar personas, carruajes o animales. El pontazgo estrictamente era un derecho de realengo que los monarcas de la época solían infeudar a magnates, monasterios o abadías, es decir, otros arriendos subarriendos o concesionarios. Los ojos y geometría de los puentes nos llevan al túnel de nuestro pasado, son como el imán de la memoria histórica; desde los milenarios de la Roma imperial, muchas denominaciones geográficas en América, desde Nuevo México hasta el cabo de Hornos, llevan el apelativo de puente u otras acepciones derivadas. En España existen cerca de una treintena de municipios, amén de otros que lo muestran de forma redundante, como Alcántara, del árabe al-qantara que equivale a puente. Los diccionarios al uso registran cerca de dos decenas de diferentes acepciones de este versátil término que van desde la náutica a la heráldica, asimismo presentan múltiples variedades que son hitos de su devenir histórico y nos refieren su antigüedad: puente de barcas, de mando, levadizo, colgante, móviles, giratorios, cabeza de puente, etc., simboliza antes y ahora, el tránsito de un estado a otro, la frontera entre dos mundos separados, también la alianza entre pueblos. Tal vez no exista otro símbolo tan venturoso, y de tan buen presagio para conducir a la orilla por encima de la corriente que se atraviesa en las vivencias de cada uno. Esta extraordinaria simbología conlleva que para guionistas o directores de cine, la imagen del puente siempre ha estado asociada al valor, ingenio, fuerza, pasión, abnegación o patriotismo que exhibe el hombre cuando la naturaleza que le rodea se muestra hostil. Películas como el Puente de Waterloo o los Puentes de Madison describen el paso del tiempo, o la fábula del amor otoñal; bélicas como el Puente sobre el río Kwai, los Puentes de Remaggen o un Puente Lejano exaltan los valores humanos hasta el heroísmo. En pocos lugares de otras artes se ahonda en el problema de la inmigración como en Panorama sobre el Puente. Otros filmes sin este título exhiben su protagonismo como Maniatan, con el puente de Brooklin, donde se sintetiza el amor por la ciudad, o en Vértigo con el Puente de San Francisco como telón de fondo de una intriga psicológica entre los dos protagonistas que deambulan bajo la sin par batuta de Hitchcock. Volver al principio del artículo Volver al principioPérdida de fuerzaPublicado en NEW SCIENTIST El ejercicio físico puede ayudar a las personas mayores a mantener la densidad ósea, y lo mismo cabe decir con respecto a la fuerza muscular. En este sentido, parece que el lema "lo que no se usa se pierde" constituye la norma, según la cual las células de los músculos que no se ejercitan tienden a convertirse en tejido conjuntivo y grasa. Ahora bien, por mucho ejercicio que hagamos, nuestras fuerzas se van debilitando de forma lenta e inevitable debido a un deficiente riego sanguíneo en los músculos y a una estimulación nerviosa poco eficaz. Además, la mitocondria, el centro de producción de energía de las células, puede volverse menos activa en las células musculares, y la capacidad que tiene el corazón para bombear sangre por todo el organismo disminuye a consecuencia del endurecimiento de las paredes del ventrículo izquierdo. Mientras tanto, el delicado revestimiento muscular de los vasos sanguíneos se vuelve más fino y rígido a consecuencia de una acumulación de calcio y colágeno, lo que dificulta el que los vasos sanguíneos transmitan las ondas de presión desde el corazón. Además, en el caso de la ateroesclerosis, las arterias pueden acabar obstruyéndose por una acumulación de sedimentos de grasa en sus paredes internas. Por otro lado, la inteligencia, al menos la que se puede medir de acuerdo con el C. I. , alcanza su nivel máximo entre los 18 y los 25 años; después tiende a decaer lentamente, produciéndose, al mismo tiempo, el deterioro de las memorias a corto y a largo plazo. No obstante, parece que la pérdida de memoria a largo plazo es un problema de recuperación y no de almacenamiento de información; es decir, los recuerdos están en alguna parte del cerebro, si bien no sabemos dónde han quedado archivados. De esta manera, nuestro cerebro se va encogiendo conforme envejecemos, para terminar perdiendo entre el 5 y el 10% de su peso entre los 20 y los 90 años. Dicho de otra forma, a los 65 años, habremos perdido un décimo de las células cerebrales que teníamos a los 20. Sin embargo, las cosas no están ni mucho menos tan mal como indican las estadísticas. Aunque perdamos muchas neuronas, el número de sinapsis, esto es, de conexiones entre células nerviosas, puede de hecho aumentar, lo que compensaría en gran parte la pérdida de agilidad mental. Ahora bien, por desgracia, algunas personas mayores padecen de Alzheimer, una enfermedad que causa una pérdida funcional más alarmante. Las personas mayores también son vulnerables a infecciones que su sistema inmunitario detecta por primera vez, lo cual es cierto en el caso de los virus de la gripe que cada año mutan en nuevos tipos. Esta pérdida de inmunidad primaria se debe a una disminución de las reservas limitadas de células T "vírgenes", es decir, células inmunes que se encargan de reconocer las moléculas extrañas (antígenos), con las que el cuerpo no se ha encontrado antes. Al mismo tiempo, las personas mayores son más propensas a padecer enfermedades autoinmunes, en las que el sistema inmunitario ataca al cuerpo, como en el caso de la artritis reumatoide y el Alzheimer. Éstas son algunas de las señales externas del proceso de envejecimiento; si bien no menos interesante es lo que ocurre en relación con las moléculas. En este caso, se produce la paradoja de que dos de las substancias más importantes para la vida, el oxigeno y el azúcar, son enormemente dañinas. La respiración aeróbica, en la que el oxigeno se utiliza para descomponer moléculas orgánicas complejas, como la grasa y los hidratos de carbono, y así, liberar energía, genera unos subproductos muy reactivos denominados radicales libres, que pueden causar estragos, especialmente alrededor de la mitocondria, donde tiene lugar la respiración. Por otro lado, el azúcar puede causar daños en las moléculas vitales, al adherirse la glucosa a las proteínas. De hecho, los efectos de esta alteración se pueden apreciar en cualquier parte del organismo donde se encuentran dichas proteínas, especialmente en las arterias, tendones, ligamentos y pulmones. Volver al principio del artículo Volver al principioRECORTES DE PRENSAEducación y EducadoresOlegario González de Cardedal En una nación hay problemas de fondo y problemas de superficie. Los hay con altavoces que los proclaman, mientras otros quedan mudos, sin que nadie se atreva a proferirlos en alto; unas veces por la dificultad de encontrarles solución, otras por miedo o falta de coraje para pechar con ellos. ¿Cuáles son en este instante los problemas fundamentales de España, una vez que en los últimos decenios se ha dado un marco constitucional claro y normativo, ha logrado su estabilización económica y ha pasado a formar parte de Europa con protagonismo y dignidad? Dos son, en mi opinión, los problemas patentes más graves: el terrorismo y los intentos de desmembración territorial. Dos son los más graves problemas latentes. El primero de ellos es el rechazo de la vida, con dos expresiones fundamentales: la caída de la natalidad que lleva consigo el masivo envejecimiento de la población con la dependencia consiguiente de la inmigración exterior; y la eliminación de la vida naciente por el aborto. El segundo gran problema latente, del que casi nadie se atreve a hablar, es la educación. No digo la enseñanza en cuanto transmisión de saberes, técnicas, métodos, destrezas, sino aquella configuración de la persona humana, con la ayuda de ideas, criterios, valores, confianzas y esperanzas que va haciendo posible descubrir el mundo como realidad, la historia como suma de procesos y progresos, la vida humana como tarea, el próximo como prójimo y a uno mismo como sujeto de responsabilidades y derechos, deberes y libertades. En Europa hemos tenido durante el último siglo dos grandes proyectos educativos: el técnico y el ideológico, el positivista científico y el social revolucionario. En un caso se esperaba que la ciencia resolviera todos los problemas; en otros se esperaba lo mismo de la revolución. A comienzos del siglo XXI es manifiesto que la economía y la política no bastan para resolver todos los problemas de la vida humana. La cultura y la religión esclarecen necesidades y potencian aspiraciones irrestañables del ser humano, pero no pueden elevarse a solución radical de todas las necesidades personales y sociales. Técnica y alma, eficacia y sentido, pan y esperanza, paz y progreso tienen que ir de la mano. Hoy estamos en un momento histórico que nos muestra la inviabilidad de ambos proyectos llevados al extremo. La caída del muro de Berlín y el hundimiento de los países socialistas tras él han mostrado la inhumanidad y violencia de unas propuestas que en aras de una futura igualdad negaron las libertades primarias, e intentaron extirpar la abertura y ejercitación religiosa del hombre. Por otro lado, la globalización con sus frutos reales lleva consigo no pequeños peligros, entre ellos el otorgamiento de una primacía absoluta a mercados y precios, productos e intercambios técnicos, con el peligro de minusvalorar las creaciones culturales, los proyectos éticos, la afirmación específica de colectividades, trayectorias históricas, regiones y religiones. Sobre ese fondo de historia común de la humanidad actual aparecen los problemas concretos y las diarias tareas de la educación en España. Antes de enunciarlos se debe subrayar las inmensas y admirables conquistas realizadas ya en ese orden; ningún análisis de las tareas pendientes debe olvidar todo lo bien hecho. Mi tesis central es que la educación ha pasado de manos y mentes personales a poderes y fuerzas anónimas; que se ha desistido de ofrecer al sujeto un proyecto de existencia personal con criterios, valores e ideales, para reducirse a la mera transmisión de saberes; que la escuela en sentido clásico ha sido sustituida por la sociedad, que es la que realmente hoy educa o deseduca; que los profesores -estoy pensando primordialmente en las fases del bachillerato clásico entre once y diecinueve años- terminan encontrándose desvalidos para la tarea educativa ante una reclamación agresiva de derechos por parte de grupos que van desde los propios alumnos a los padres, los partidos políticos y la administración; que en esa profesión se ha pasado de considerarla dignificadora y reconocida a intentar en muchos casos esquivarla por la baja laboral, el permiso de investigación o la jubilación anticipada. Hay muchos factores que han incidido en esa situación. Son en parte resultado de hechos muy positivos como el acceso universal a todos los niveles de la enseñanza. Otros son resultados de cambios en la familia, en la vida económica y en la sociedad, a los que no les hemos encontrado el correctivo y complemento necesarios. El resultado es que hoy la educación no tiene sujeto responsable de ella, fuera del propio individuo. Éste, si no recibe de su prójimo cobijo, palabra, gestos, signos, lenguaje, ideas e ideales, es un salvaje; y no un salvaje bueno sino un buen salvaje. ¿Quien está dispuesto hoy a acogerle mostrándole el camino de la vida, a ensancharle y limitarle, a instruirle y corregirle, a ser para él un frontal de ternura y de exigencia al mismo tiempo?. Se ha pasado del viejo lema: «autoridad-corrección» y «aprender-padecer» al nuevo estilo necesario, pero degradado cuando no va acompañado por la verdad dicha a su debido tiempo; cuando se confunde la atención respetuosa con el halago y plegamiento a deseos violentos o reclamaciones injustas; cuando a la palabra personal y seguimiento diario por parte de los agentes educativos personalizados (familia, escuela, iglesia, libro) suceden, sin el complemento y discernimiento necesarios, los nuevos educadores anónimos (calle, noche, tele, masas). La educación está ahora a merced de esa configuración social. Los educadores no raras veces han desistido de asumirla. La sociedad en un sentido se desentiende y en otro se vuelve en dura exigencia a las personas e instituciones educadoras reclamándoles lo que ella no da, e incluso las contradice de hecho con los valores que premia, las personas que «diviniza» o las primacías que instaura. A este problema moral no se responde sólo con una solución técnica o política. Si no se resuelve con ideas lúcidas y coraje moral, estamos ante un posible estallido violento de intensas consecuencias negativas. En el fondo está el desistimiento que capas y grupos sociales han hecho ante los problemas éticos. Para ellos no hay valores -hay fuerzas; no hay criterios del bien y del mal- hay intereses; no hay personas con dignidad sagrada -hay grupos de poder tras los cuales disuelven su responsabilidad propia e inalienable. La anomia y la violencia van siempre unidas. Al olvido, de fundamento y sentido, al descuido o no búsqueda de justicia y esperanza a tiempo, siguen los empeños ciegos de las minorías radicales y de los fundamentalismos. La educación tiene una dimensión política porque prepara a personas para ser ciudadanos y profesionales, pero lo hace ante todo formándolas para ser humanos en la verdad, justicia y libertad, en el descubrimiento de la propia dignidad y en la ordenación al prójimo, en la autonomía y en la solidaridad. Todo ello es prepolítico y metapolítico; por ello debería ser pensado y resuelto desde la sociedad civil como posición de fundamentos comunes, y proveer así a que la escuela no sea un campo de batalla. Es un problema primordialmente de sociedad y de Estado y sólo en segundo lugar de gestión política. Si en alguna materia es exigido un pacto de concordia es aquí; de lo contrario dejaríamos de resolver el problema de fondo común a todos y nos podría ocurrir lo que a los viajeros del Titanic que, entretenidos en tensar cuerdas y ensayar valses, no nos daríamos cuenta de que el barco está hundiéndose y con él todos, pasajeros, tripulación y músicos. La escuela antes y a la vez que un problema debería ser hoy el lugar fundamental en la resolución de las dificultades y en la abertura de horizontes para nuestro pueblo. La ilusión que la escuela enciende en profesores y alumnos es el mejor barómetro para medir la temperatura espiritual de un país. Volver al principio de Recortes de Prensa Volver al principio del artículo Volver al principio |
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