Arturo Pérez París Nuevamente, vuelvo a escribir sobre mi madre. Quizás no sea muy interesante para usted, lector, que ha de sufrir mis letras estoicamente, mientras piensa que ellas son las divagaciones de un tipo con un posible complejo de Edipo. Al menos eso diría cualquier psicólogo del todo a cien que tanto abunda hoy por hoy. Mi intención es rendir un sentido homenaje, un pequeño memorial, a quien me trajo al mundo. Alguien que para mi abarcó sobradamente toda la significación de madre: Alguien que lo da todo sin pedir nada, ni esperar nada en absoluto. Anteriormente les conté la primera parte de la vida de mi madre. Me quedé en su adolescencia. No he entrado en detalles y he procurado ser sucinto, pues no pretendo hacer aquí una biografía. Simplemente quería tener un recuerdo para con ella y, en la medida de lo posible, compartirlo con ustedes. Por lo que yo sé a través de ella misma y de lo que sus amigas me fueron relatando, mi madre se puso a trabajar muy pronto. Primero terminó sus estudios hasta un equivalente a nuestra secundaria. Después hizo el servicio obligatorio en Falange exigido en aquella época, donde aprendió a desenvolverse como secretaria. Nótese que hablo de finales de los cuarenta. Empezó a trabajar como secretaria en una agencia de viajes que se llamaba Somariba y, como los sueldos no eran muy grandes en aquella época, prácticamente todo se iba en gastos de la casa. Por esa razón y la precariedad de aquellos tiempos de posguerra y aislacionismo internacional, la comida la hacía en unos comedores de un convento, cuya orden no recuerdo, donde mi madre tenía buenas conocidas. También trabajó como maestra de primaria en una academia, donde, me contaba, daba clases a chicos y grandes en una misma aula y a todos a la vez. Entonces la alfabetización no era muy común. Entre trabajo y trabajo, pasó los primeros años de su juventud como una chica más de su época, o casi.Como ya les comenté, era muy avanzada para su época y, mientras sus amigas iban a la caza de marido, ella simplemente se ennoviaba pero no pasaba de eso y hacía y labraba su vida. Mas este estilo de vida se truncó de repente cuando su madre enfermó, exactamente no sé de qué, pues cuando se hablaba de aquello mi madre no daba muchos detalles. Fue una enfermedad que postró en la cama a mi abuela, por lo que mi madre tuvo que atarse los machos "muy mucho" y no sólo ponerse al frente de la casa, sino también cuidar a la enferma. Nótese que tampoco existía una sanidad pública medianamente apañada, que no es que hoy en día sea nada del otro jueves, pero haberla... Fue entonces cuando, para atenderla, enviaron, los médicos que la trataban, a un joven practicante para poner a mi abuela las inyecciones que le aliviaban los dolores y la atención sanitaria que podían proporcionar. Aquel practicante entabló una buena amistad con mi madre que se mantuvo y abundó después de la muerte de mi abuela. De aquel desenlace mi madre salió muy mal parada, como a cualquiera le pasaría en tales circunstancias. En el único que parece encontró un refugio fue en aquel joven practicante, quien, con el tiempo pasó a ser su novio, para posteriormente ser su marido. Estoy hablando de mi padre: Julio Pérez Ruíz. Julio era un hombre normalito, un hijo de su tiempo, un convencido del régimen anterior hasta casi el último momento de su vida. Era un buen hombre, aunque muy marcado por la Guerra Civil y por un ambiente familiar muy deteriorado. Su madre murió siendo el aún un niño y con un padre vividor, según dicen, que dilapidó la fortuna de su mujer. Contrajo, mi abuelo paterno, segundas nupcias, y entre que con la primera tuvo cinco hijos y con la segunda otros tantos, imagino que mi padre se crió más en un ambiente de colegio que en un ambiente familiar ya que sus padres no estaban muy al tanto de este "mogollón". En pocas palabras, mi padre era una buena persona, amable, social y bastante bien educado (casi rozaba ser un "Dandy"), pero no era muy cariñoso y tenía un concepto bastante confuso, por no decir nulo, de lo que era una familia. Como amigo, y también como novio, debió ser bastante bueno, pero como esposo resultó ser un desastre, hecho del que, poco después de la boda, mi madre se dio cuenta, cuando contaba escasos veintitrés años. Esto último, junto con la pena que arrastraba de la muerte de su progenitora, más el tener a su padre en el exilio, sumió a mi madre en una profunda desolación y desesperación. La única salida que encontró fue la religión que, además, le prorcionó las vías necesarias para reconvertir tanta agustia y darle un sentido que a ella en aquel momento le pareció adecuado, aunque no suficiente, por lo que en sus últimos días yo vi... pero eso ya lo contaré en otro momento. Por como estaban las cosas mis padres acabaron viviendo en la casa de mi madre, que dicho sea de paso era de alquiler, y en poco tiempo tuvieron a mi hermana Marta. Poco sé de este periodo de la vida de mi madre, aunque intuyo que fue una época bastante frustante para ella, ya que cuando hablaba de ella se refería fundamentalmente a su papel de madre para con mi hermana. Parecia que el resto del mundo hubiera dejado de existir y su vida, por lo que parece, se hizo una rutina de tal embergadura que supongo que para ella todos los días eran iguales. La presión aumentó cuando mi padre preparó las oposiciones para convertirse en A.T.S. en la recién creada Seguridad Social. Los ingresos se redujeron al mínimo y mi madre tuvo que empeñar joyas y vender las últimas tierras que quedaban, por Carabaña, de su familia. Imagino que fue un gran sacrificio, aunque conociendo a mi madre como la conocía, supongo que hasta le supo a poco no dar aun más. Mi padre consiguió sacar las oposiciones y la situación económica empezó a mejorar, mas no así la frustración y desilusión de ambos, por lo que ella alguna vez insinuó y, por lo que posteriormente amigas suyas me contaron, ella misma se sentía atrapada en su matrimonio, como intuyo que a él también le pasaba aunque nunca dijo nada. Tiempo después tuvieron a su segunda hija: Sonia. Por lo que me contaron la vida para mi madre no cambió con con el hecho de ser ahora madre de dos niñas. Mi padre ejercia de típico padre de familia de la época, con la excepción de que él también se dio cuenta de que aquello no funcionaba, por lo que se volcó más en su trabajo, incluso pluriempleandose, y en sus amigos y en su gran afición: la caza. Con ello minimizó su estancia en casa, abandonando todo el peso de la prole familiar en mi madre. Después nació mi hermana Ana y, cuando las cosas economicas para la familia llegaron a su cenit, mi padre compró una casa a las afueras de Madrid, donde, para finalizar el cuadro y sin que nadie se lo esperase, nací yo, para remate del pastel familiar. Entre hermano y hermano nos llevabamos entre cinco y siete años de diferencia, así que al final mi madre tuvo que ocuparse de una familia en la que se encontró con todas las fases de la juventud humana: una veintiañera, una adoleste, una niña y un bebe. Todo esto a principios de los años setenta con los "mogollones" de la época y sin la ayuda de nadie. Esta situación se mantuvo durante tres años, momento en el que mi hermana Marta se casó. Toda esta época de la vida de mi madre, las continuas desgracias y desilusiones, el volversele a uno la vida rutinaria y gris con el fin de sobrevivir y la opresión de todos los hechos que he relatado, me traen al recuerdo otro autor que a mi madre le gustaba: Edgar Alan Poe. De todos los relatos de este escritor, incluso muchos más famosos que éste, me he permitido elegir el que a continuación les transcribo por varias razones. Primero, por su riqueza prosística, ello era muy natural en mi madre ya que durante toda su vida leyó mucho. Era capaz de llamar a cualquiera "hijo de puta" de tal forma, que el aludido incluso terminaba dándole las gracias. Segundo, la opresión subyacente propia de Poe, que me evoca la que mi pobre madre debió sentir gran parte de su vida. Y tercero, aunque destripe al lector el siguiente relato, su final me trae recuerdos de cómo incluso ante los problemas más terribles,aun con todo, mi madre siempre conservó la esperanza. La esperanza puesta en un futuro mejor y en que las desgracias y sufrimientos en general se superan con el tiempo.
Provengo de una estirpe que se ha distinguido por el vigor de su fantasía y el ardor de su pasión. Los hombres me han llamado loco; pero no está esclarecida la cuestión de si la locura es o no lo sublime de la inteligencia, de si buena parte de lo que es glorioso -todo lo que es profundo- no surge de una dolencia del pensamiento, de unos modos del espíritu exaltado a expensas del intelecto general. Los que sueñan de día tienen conocimiento de muchas cosas que escapan a los que sueñan únicamente de noche. En sus grises visiones captan vislumbres de la eternidad y se estremecen, al despertarse, viendo que han estado al borde del gran secreto. A retazos aprenden algo de la sabiduría del bien, y más aún de la del mal. Penetran, no obstante, sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable» y de nuevo, como los aventureros del geógrafo Nubio agressi sunt mare tenebrarum, quid in eo esset exploraturi. Digamos entonces que estoy loco. Reconozco al menos que hay dos condiciones distintas en mi existencia espiritual: la condición de razón lúcida, sin discusión, perteneciente al recuerdo de los sucesos que han formado la primera época de mi vida, y una condición de sombra y de duda, relacionada con el presente y con el recuerdo de lo que constituye la segunda gran época de mi existencia. Por tanto, lo que diga yo del primer período, creedlo; y a lo que pueda relatar del último tiempo, dadle crédito sólo hasta donde os parezca justo, o dudad de él por entero; o si no podéis dudar, representad el papel de Edipo con su enigma. La que yo amé en mi juventud, y de quien trazo ahora tranquila y claramente estos recuerdos, era la hija única de la única hermana de mi madre fallecida hace largo tiempo. Eleonora era el nombre de mi prima. Habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Policroma. Jamás un paso sin guía había penetrado hasta ese valle, pues se extendía a lo lejos entre una cadena de montañas gigantescas que se elevaban y dominaban todo el contorno, cerrando a la luz del sol sus más deliciosos recovecos. Ningún sendero estaba hollado en sus cercanías y para llegar a nuestro hogar feliz se requería apartar con fuerza el follaje de miles de árboles selváticos y aplastar la gloria de muchos millones de fragantes flores. Así vivíamos, completamente solitarios, sin conocer nada del mundo más que aquel valle, yo, mi prima y su madre. Desde las regiones oscuras al otro lado de las montañas, situadas en el extremo superior de nuestro cercado dominio, serpenteaba un estrecho y profundo río, más brillante que todo, excepto los ojos de Eleonora, y retorciéndose aquí y allá en numerosos meandros, se escapaba al fin por un desfiladero tenebroso a través de las montañas aún más oscuras que aquellas de donde había salido. Lo llamábamos el «Río del Silencio», pues parecía poseer una influencia apaciguadora en su curso. Ningún murmullo se elevaba de su lecho, y se paseaba por todas partes tan suavemente que los granos de arena, parecidos a perlas, que nos agradaba contemplar en la profundidad de su seno, no se movían en absoluto, sino que reposaban en una dicha inmóvil, cada cual en su antiguo sitio primitivo y refulgiendo con un brillo eterno. La orilla del río y de muchos riachuelos deslumbradores que por diferentes caminos se deslizaban hacia su lecho; todo el espacio que se extendía desde esa orilla hasta el fondo de guijos a través de las profundidades transparentes; todas esas partes, digo, así como toda la superficie del valle, hasta las montañas que lo rodeaban, estaban tapizadas de una hierba verde tierna, densa, corta, perfectamente igual y perfumada de vainilla, pero tan bien estrellada, en toda su extensión, de ranúnculos amarillos, de margaritas blancas, de violetas purpúreas y de asfódelos de un rojo rubí que su maravillosa belleza hablaba a nuestros corazones, con acentos refulgentes, del amor y de la gloria de Dios. Y luego, aquí y allá, entre aquella hierba brotaban en macizos, como explosiones de sueños, árboles fantásticos, cuyos troncos grandes y delgados no se mantenían rectos, sino que se inclinaban graciosamente hacia la luz que visitaba a mediodía el centro del valle. Su corteza estaba moteada por el vivo brillo alternado del ébano y de la plata, más satinada que todo, excepto las mejillas de Eleonora; de tal modo que, en el verde brillante de las anchas hojas que se extendían desde sus copas en largas líneas temblorosas, jugueteando con los céfiros, hubiera podido tomárseles por monstruosas serpientes de Siria que rendían homenaje al Sol, su soberano. Durante quince años, Eleonora y yo, cogidos de la mano, vagamos por aquel valle antes que penetrara el amor en nuestros corazones. Fue una noche, al final del tercer lustro de su vida y del cuarto de la mía, estando sentados, encadenados en un mutuo abrazo, bajo los árboles serpentinos, y contemplando nuestra imagen en las aguas del río del Silencio. No pronunciamos palabra alguna durante el final de aquel delicioso día, y hasta por la mañana eran nuestras palabras trémulas y raras. Habíamos sacado al dios Eros de aquellas ondas y sentíamos ahora que había inflamado en nosotros las almas ardientes de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habían distinguido nuestra estirpe se precipitaron, numerosas, con las fantasías que la habían hecho igualmente célebre, y todas juntas soplaron una deliciosa beatitud sobre el Valle de la Hierba Policroma. Se apoderó de todas las cosas un cambio. Flores extrañas, brillantes, estrelladas, se precipitaron de los árboles donde no se había dejado ver aún ninguna flor. Las tonalidades del verde tapiz se hicieron más intensas; una por una se retiraron las blancas margaritas y en su lugar brotaron diez asfódelos de un rojo rubí. Y estalló por todas partes la vida en nuestros senderos, pues el largo flamenco, que no conocíamos todavía, con todos los alegres pájaros de colores ardientes, desplegó su plumaje rojo ante nosotros; peces de plata y de oro poblaron el río, de cuyo seno salió poco a poco un murmullo que llegó a henchirse, por último, en una melodía acusadora, más divina que la del arpa de Eolo, más dulce que todo, excepto la voz de Eleonora. Y entonces una nube voluminosa, que habíamos acechado largo tiempo en las regiones de Héspero, emergió de ellas, chorreante toda de rojo y de oro, e instalándose apaciblemente encima de nosotros, descendió cada vez más baja, hasta que descansaron sus bordes sobre los picos de las montañas, transformando su oscuridad en magnificencia y encerrándonos, como para la eternidad, en una magnífica prisión de esplendor y de gloria. Tenía Eleonora la belleza de los serafines, pues era una doncella sin artificio e inocente como la breve vida que había pasado entre las flores. Ninguna astucia encubría el fervor del amor que anidaba su corazón, y escrutaba ella conmigo los más íntimos repliegues de éste, mientras vagábamos juntos por el Valle de la Hierba Policroma y hablábamos de los porosos cambios que se habían manifestado recientemente. Por fin, habiéndome un día hablado, deshecha en lágrimas, de la cruel transformación postrera que aguarda a la pobre Humanidad, no soñó desde entonces más que con aquel tema doloroso, mezclándolo en todos nuestros coloquios, de igual modo que en las canciones del bardo de Schiraz se presentan las mismas imágenes obstinadamente en cada variación importante de la frase. Había ella visto que estaba el dedo de la Muerte sobre su seno, y que, como la efímera, no había madurado perfectamente en belleza más que para morir; pero para ella todos los terrores de la tumba estaban contenidos en un pensamiento único, que me reveló un día, al anochecer, a orillas del río del Silencio. La afligía pensar que, después de haberla enterrado en el Valle de la Hierba Policroma, abandonaría yo para siempre aquellos felices retiros, y que trasladaría mi amor, que ahora era tan apasionadamente suyo por entero, hacia alguna joven mundana, frívola y vulgar. Y de cuando en cuando me arrojaba con precipitación a los pies de Eleonora y le ofrecía jurar ante ella y ante el Cielo que no contraería nunca matrimonio con una hija de la Tierra, que no sería, en modo alguno, infiel a su amada memoria ni al recuerdo del ferviente afecto que ella me consagraba. E invoqué al Todopoderoso Regulador del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi voto. Y la maldición con que les supliqué que me aniquilasen Él y ella -ella una santa del Paraíso-, si llegaba a ser perjuro, implicaba un castigo de un horror tan prodigioso, que no puedo confiarlo al papel. Y ante mis palabras brillaron los ojos brillantes de Eleonora con un fulgor más vivo, y suspiró como si su pecho se sintiese aliviado de un peso mortal, y tembló y lloró muy amargamente; pero aceptó mi juramento (pues ¿qué era ella sino una niña?), y mi juramento hizo más suave su lecho de muerte. Y pocos días después, al morir apaciblemente, me decía que a causa de lo que yo había hecho por el reposo de su alma velaría por mí con esa misma alma, y que si le estaba permitido vendría a hacerse visible a mí durante las horas de la noche; pero que, si semejante cosa sobrepasaba los privilegios de las almas en el Paraíso, ella sabría, al menos, darme frecuentes signos de su presencia, suspirando por encima de mí en las brisas de la noche o llenando el aire que yo respirase con el perfume tomado del incensario de los ángeles. Y con estas palabras en los labios, exhaló su inocente vida, marcando así el final de la primera época de la mía. Hasta aquí he hablado fielmente. Pero cuando paso esta barrera formada en la ruta del tiempo por la muerte de mi bien amada y avanzo por el segundo período de mi existencia, siento que se adensa una nube sobre mi cerebro, y yo mismo pongo en duda la perfecta cordura de mi memoria. Pero dejadme continuar. Los años se arrastraron pesadamente uno por uno, y seguí habitando en el Valle de la Hierba Policroma. Sin embargo, había tenido lugar allí un segundo cambio en todas las cosas. Las flores estrelladas se hundieron en el tronco de los árboles y no reaparecieron más. Las tonalidades del verde tapiz se apagaron, uno por uno fenecieron los asfódelos de un rojo rubí, y en su lugar brotaron por decenas las oscuras violetas, semejantes a pupilas que se convulsionaban dolorosamente, rebosantes siempre de lágrimas de rocío. Y se alejó de nuestros senderos la Vida, pues el largo flamenco no desplegó ya su plumaje rojo ante nosotros, sino que levantó el vuelo tristemente del valle hasta las montañas con todos los alegres pájaros de colores ardientes que habían acompañado su llegada. Y los peces de plata y de oro huyeron nadando por el desfiladero hacia el extremo inferior de nuestro dominio, y no volvieron a embellecer nunca más el delicioso río. Y aquella música acariciadora, que era más dulce que el arpa de Eolo y que todo, excepto la voz de Eleonora, murió poco a poco en murmullos que iban debilitándose insensiblemente, hasta que el arroyo recobró todo él la solemnidad de su silencio original. Y luego, al cabo, se elevó la voluminosa nube, y abandonando las crestas de las montañas a sus antiguas tinieblas, cayó de nuevo en las regiones de Héspero y se llevó lejos del Valle de la Hierba Policroma el espectáculo infinito de su púrpura y de su magnificencia. Entre tanto, Eleonora no había olvidado sus promesas, pues oía yo los sonidos del balanceo de los incensarios de los ángeles; y flotaban siempre, siempre, por el valle vaharadas de un perfume sagrado, y en las horas de soledad, cuando mi corazón latía con pesadez, los vientos que bañaban mi frente llegaban hasta mí cargados de quedos suspiros; y llenaban con frecuencia el aire nocturno rumores confusos; y una vez -ioh, una sola vez!-- fui despertado de mi sueño, comparable al sueño de la muerte, por la presión de unos labios inmateriales sobre los míos. Pero a pesar de esto, el vacío de mi corazón se negaba a ser colmado. Ansiaba el amor que lo había henchido antes hasta hacerlo rebosar. Por último, me resultó el valle doloroso, lleno de los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre por las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo. Me encontré en una ciudad extranjera, donde todas las cosas servían para borrar del recuerdo los dulces sueños que soñé tanto tiempo en el Valle de la Hierba Policroma. Las pompas y faustos de una corte soberbia, y el loco clamor de las armas, y la belleza radiante de las mujeres, trastornaban y embriagaban mi cerebro. Aun así, mi alma había permanecido fiel a sus juramentos y seguía Eleonora dándome signos de su presencia en las silenciosas horas de la noche. De repente cesaron aquellas manifestaciones, y el mundo se tornó oscuro ante mis ojos, y me sentí aterrado por los ardientes pensamientos que se apoderaban de mí, por las terribles tentaciones que me asediaban. Porque vino de alguna distante, muy distante y desconocida comarca, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella cuya belleza rindió en seguida todo mi corazón desleal, ante cuyo estrado me postré sin lucha, con la más ardiente y la más abyecta idolatría de amor. ¿Qué era realmente mi pasión por la joven del valle, comparada con el fervor, el delirio y el éxtasis arrebatador de adoración con que difundía yo mi alma toda en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Oh, cuán fúlgida era la seráfica Ermengarda! Y esta idea no dejaba espacio para ninguna otra. ¡Oh, cuán divina era la angelical Ermengarda! Y cuando me sumía en las profundidades de sus ojos memorables sólo pensaba en ellos y en ella. Me casé con ella, sin temor a la maldición que había yo invocado; pero no recibí la visita de su amargura. Y una vez -sólo una vez en el silencio de la noche- llegaron hasta mí, a través de mi ventana, los quedos suspiros que me habían abandonado, y se modularon unidos a una dulce y familiar voz que decía: -¡Duerme en paz! Pues reina y gobierna el Espíritu del Amor, al acoger en tu apasionado corazón a la que se llama Ermengarda, quedas relevado, por razones que te serán dadas a conocer en el cielo, de tus votos para con Eleonora. Esta última parte, la de la salvación a pesar de todo y sin que no se comprenda en el momento de la redención, lo tenía asumidísimo mi madre, porque sobre todas las cosas creía en el AMOR. Divino o no, era en lo que ella creía y en que era lo que al final se nos pedirían cuentas, aquí en esta vida y en la que tenga que venir. Esta fue otra de las muchas enseñazas que recibí de esta gran mujer: Mi Madre. Pronto volveré a contarles más cosas de ella. Volver al principio |
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