El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

  Histórico Año VII

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Marzo 2005. Nº 63

Los estafadores. Un relato del Marqués de Sade

Arturo Pérez París

Nuevamente, como ya hice el antaño, con el fin de alborotar el alma del lector, que después de los fríos invernales estará adormilado sino empanado, recreo en estas lineas un pequeño cuento del Marqués de Sade. Recreense, a su vez, vuestras mercedes con estas letras que desperdicio ninguno tienen, aunque si tienen tinte truculento y escatológico.

Una recomendación, absténganse de continuar aquellos/as de alma sensible, pues no es mi intención dañar a nadie con escritos de terceros.

Relato

Siempre existió en Paris una clase de individuos, extendida por todo el mundo, cuyo unico oficio es el de vivir a costa de los demás: no hay nada tan habilidoso como las multiples maniobras de estos intrigantes, no hay nada que no inventen, nada que no tramen para atraer, de una manera o de otra, a la victima a sus malditas redes; mientras que el grueso de su ejército trabaja en la ciudad, unos destacamentos revolotean por sus alrededores, se desparraman por los campos y viajan sobre todo en los transportes públicos; una vez expuesta esta triste situación de forma inamovible, volvemos a la inexperta joven a la que pronto lloraremos cuando la veamos en tan perversas manos.

Rosette de Flarville, hija de un buen burgues de Ruan, a fuerza de súplicas acababa al fin de obtener el permiso de su padre para ir a pasar el carnaval en Paris, a casa de un tal señor Mathieu, tío suyo, rico usurero, que vivia en la calle Quincampoix. Rosette, aunque un poco lerda, tenía no obstante dieciocho años cumplidos, una figura encantadora, era rubia, con grandes ojos azules, una piel resplandeciente y su seno, bajo una leve gasa, anunciaba a todo buen conocedor que lo que la muchacha guardaba a cubierto valía por lo menos tanto como lo que se podia ver... La separación no se efectuó sin lagrimas: era la primera noche que el amoroso papá se separaba de su hija; ella era sensata, ya estaba en condiciones de saber comportarse, iba a casa de un bondadoso pariente y en Pascua tenía que regresar; todo esto era motivo de consuelo, pero Rosette era muy bonita, Rosette era muy confiada y marchaba a una ciudad peligrosísima para el sexo debil de provincias que arriba a ella inocente y lleno de virtud. No obstante, la bella parte, provista de todo lo que se necesita para brillar en Paris dentro de su reducida esfera y con alhajas y regalos más que suficientes para el tío Mathieu y para las primas, sus hijas; Rosette es recomendada al cochero, su padre la abraza, el cochero fustiga los caballos y todos lloran, pero el cariño de los hijos tendría que ser tan tierno como el de los padres; la naturaleza consiente que los primeros encuentren en los placeres a los que se entregan la distracción necesaria para alejarse involuntariamente de los autores de sus días y para que en sus corazones se vayan enfriando los sentimientos de ternura, más puros y ardientes y de una sinceridad totalmente distinta en el alma de los padres y de las madres que, casi rozando esa fatal indiferencia que les vuelve insensibles a los antiguos placeres de su juventud, hace, por decirlo así, que ya no se interesen más que por esos sagrados seres que les dan nueva vida.

Rosette confirmó la ley general, sus lagrimas se secaron en seguida y sin pensar ya más que en el placer que experimentaba al ir a visitar Paris, no tardó en hacer amistad con gentes que iban allí y que parecían conocerlo mejor que ella. Su primera pregunta fue para enterarse de dónde estaba la calle Quicampoix.

- Ese es mi barrio, señorita -le contesta un tipo de fuerte complexión, que tanto por una especie de uniforme que vestía como por su seguridad al hablar llevaba la voz cantante dentro del traqueteante grupo.

- ¿Cómo, señor, sois de la calle Quicampoix?

- Vivo en ella desde hace más de veinte años.

- ¡Oh!, si es así, entonces conocereis bien a mi tío Mathieu.

- ¿El señor Mathieu es vuestro tio, senorita?

- Sin duda, caballero, yo soy su sobrina; voy a verle, a pasar el invierno con él y con mis dos primas, Adelaida y Sofia, a las que tambien debéis conocer sin duda alguna.

- iOh! ¿Que si las conozco, señorita? ¿Y cómo no iba yo a conocer al señor Mathieu que es mi vecino más próximo y a las señoritas, sus hijas, de una de las cuales, entre parentesis, estoy enamorado desde hace más de cinco años?

- ¿Estáis enamorado de una de mis primas? Apuesto a que es de Sofia.

- Pues no, de Adelaida, para ser sincero, una figura adorable.

- Es lo que se dice en todo Ruan, pues yo, por mi parte, no las he visto nunca; es la prinera vez en mi vida que voy a la capital.

- Ah, entonces no conocéis a vuestras primas ni tampoco, señorita al señor Mathieu, sin duda.

- Pues no, fijese; el señor Mathieu abandonó Ruan el año en que mi madre me dio a luz y no ha vuelto jamás.

- Es un hombre excelente sin ninguna duda y estará encantado de recibiros.

- Tiene una casa bonita, ¿verdad?

- Sí, pero alquila una parte, el ocupa solamente el primer piso.

- Y la planta baja.

- Por supuesto, y también alguna otra habitación arriba, por lo que tengo entendido.

- ¡Oh!, es un hombre riquísimo, pero yo no le haré parecer menos; mirad, aqui tengo estos relucientes cien luises dobles que mi padre me ha dado para que me vista a la moda, con el fin de que mis primas no se avergüencen de mi y estos hermosos regalos que les llevo; mirad, estos pendientes por lo menos valen cien luises, pues bien, son para Adelaida, para vuestra amada; y este collar que, como mínimo, cuesta otro tanto, es para Sofia; y esto no es todo, mirad esta caja de oro con el retrato de mi madre, ayer sin ir más lejos nos la tasaron en más de cincuenta luises, pues es para mi tío Mathieu, es un regalo que le hace mi padre. Oh, estoy segura de que en ropa, en oro y en joyas, llevo encima más de quinientos luises.

- No os hacia falta todo eso para ser bien recibida por vuestro señor tio, senorita -dice el pillo, mirando con el rabillo del ojo a la bella y a sus luises-. Seguramente hará más caso del placer de veros que de todas esas pamplinas.

- Bueno, no importa, no importa; mi padre es un hombre que hace bien las cosas y no quiere que se nos desprecie por vivir en provincias.

- Verdaderamente, señorita, se está tan a gusto en vuestra compañia que desearía que no os fueseis nunca ya de París y que el senor Mathieu os diera a su hijo en matrimonio.

- ¿Su hijo? Si no tiene ninguno.

- Su sobrino, quería decir, ese estupendo muchacho...

- ¿Quién? ¿Carlos?

- Carlos, exacto, pues claro, el mejor de mil amigos.

- Pero, ¿cómo?, ¿también conocisteis a Carlos, caballero?

- ¿Que si le conocí, senorita? Más aun, le sigo conociendo y hago el viaje a Paris única y exclusivamente para verle.

- Os equivocais, caballero, ha muerto; yo estaba prometida a el desde su infancia, no le conocia, pero me habian dicho que era encantador; la manía del servicio se apoderó de él, se fue a la guerra y le mataron.

- Bien, senorita, veo perfectamente que mis deseos van a cumplirse; podeis estar segura de que quieren daros una sorpresa: Carlos no está muerto, eso creían, hace seis meses que regresó y me escribió diciéndome que iba a casarse; y para colmo os envian a Paris, no lo dudeis, senorita, es una sorpresa, dentro de cuatro dias seréis la mujer de Carlos y lo que llevais no son sino regalos de boda.

- Realmente, caballero, vuestras conjeturas estan llenas de verosimilitud; sumando lo que me decis a ciertos propósitos de mi padre que ahora recuerdo, me doy cuenta de que nada es tan probable como lo que acabais de señalar... Asi, pues, yo me casaré en Paris. Seré una dama de Paris, oh, señor, ¡qué dicha! Pero si es así, al menos teneis que casaros con Adelaida; haré que mi prima se decida y seremos una doble pareja.

Tal era durante el viaje la conversación de la dulce y bondadosa Rosette con el bribón que la sondeaba, prometiéndose de antemano sacar partido de la inexperta joven que se le entregaba con tanta ingenuidad. iQué captura para la banda de libertinos, quinientos luises y una hermosa muchacha! Que se diga cual de los sentidos no es halagado por hallazgo semejante. Cuando se estan acercando a Pontoise:

- Senorita -dice el estafador-, se me acaba de ocurrir una idea: voy a alquilar unos caballos de posta para llegar antes a casa de vuestro tío y anunciaros a él; todos acudirán a vuestro encuentro, estoy seguro, y así, por to menos, no estareis sola al llegar a esa gran ciudad.

El plan es aceptado, el galanteador monta a caballo y se da prisa en ir a prevenir a los actores de su comedia, cuando les ha dado instrucciones y les ha puesto a todos sobre aviso, dos coches conducen a la presunta familia a Saint Denis; bajan a la hostería, el embaucador se encarga de las presentaciones, Rosette encuentra alli al señor Mathieu, al gran Carlos, que regresa del ejercito y a las dos encantadoras primas; se besan, la normanda les entrega sus cartas, el buen Mathieu derrama lagrimas de felicidad al enterarse de que su hermano está bien de salud y no esperan a llegar a Paris para repartir los regalos; Rosette, que tiene demasiada prisa porque valoren la magnificencia de su padre, se pone en seguida a prodigarla; más abrazos, más agradecimientos y todo sigue su curso hacia el cuartel general de los estafadores, que es presentado a la bella como si se tratara de la calle Quincampoix.

Llegan a una casa de bastante buen aspecto, acomodan a la senorita de Flarville, trasportan su baúl a una habitation y sin más preambulos se sientan a la mesa; en ella tienen buen cuidado de hacer beber a la invitada hasta que se le trastorna la cabeza; acostumbrada a no beber más que sidra, la convencen de que el vino de la Champagne es el jugo de las manzanas de Paris; la dócil Rosette hace todo cuanto quieren y al fin pierde el conocimiento; cuando es ya incapaz de defensa alguna, la dejan desnuda como la palma de la mano, y cerciorados nuestros bribones de que ya no le queda ninguna otra cosa sobre el cuerpo más que los atractivos que le prodigó la naturaleza, deciden no dejarselos tampoco sin haberlos mancillado y se lo pasan en grande con ella durante toda la noche; al fin, contentos de haber obtenido de la pobre muchacha todo to que podían sacar, satisfechos de haberle arrebatado su honor, su conocimiento y su dinero, la cubren con unos harapos y la abandonan, antes de que amanezca, en lo alto de la escalinata de San Roque.

La infortunada abre los ojos en el preciso instante en que el sol empieza a brillar y, espantada por el lamentable estado en que se encuentra, se toca, se hace preguntas y se interroga a sí misma sobre si está muerta o si sigue con vida; los chiquillos la rodean y durante un buen rato les sirve de juguete, les ruega que la lleven a casa de un comisario donde cuenta su triste historia, suplica que escriban a su padre y que mientras le espera, le den asilo en alguna parte; el comisario ve tanto candor y honradez en las respuestas de la desventurada criatura que la acoge en su propia casa; el buen burgués normando llega por fin y después de derramar ambos infinitas lágrimas, lleva a casa a su querida hija, la cual, según dicen, no mostró en toda su vida el menor deseo de volver a ver la civilizada capital de Francia.

Lector, "alegría, saludo y salud", decían antaño nuestros antepasados cuando acababan su cuento. ¿Por qué habríamos de temer imitar su cortesfa y franqueza? Así, pues, diré como ellos: "Lector, adiós, riqueza y placer; si mis habladurías te han proporcionado todo esto, ponme en un agradable rincón de tu gabinete; si te he aburrido, recibe mis excusas y arrójame al fuego.

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