ViriatoSigfrido del Alce Tal como me lo contaron se lo transcribo a ustedes. Es una joya propia de un estudiante de Historia que, ignorante, pero nada tímido, decide rellenar su examen, por si acaso. Me la enseñó el profesor de Literatura e Historia de mis dos últimos años de bachillerato, del antiguo, con Reválida incluida. Alfonso María de la Barreda y Barreda se llamaba, espero se llame todavía. Pero le perdí la pista hace muchos años. Aún recuerdo su Lambretta, robada fin de semana sí y otro también, y encontrada, cada lunes, por el lechero del barrio. Todos nos preguntábamos si no era el propio lechero quien paseaba a la novia en la moto de D. Alfonso. También recuerdo los encuentros literarios del círculo que dirigía, en un sótano de una céntrica calle del Madrid de entonces. Y como no, también recuerdo sus capones, alguno me llevé por no saberme la lista de las obras más importantes de Lope de Vega o Calderón de la Barca; la de Cervantes conseguí aprendérmela. Era, espero sea todavía, un hombre cordial, excelente docente y cercano a los alumnos, pero guardando las debidas distancias, esas que no hacían del profesor un profe, coleguilla o cosas por el estilo. En definitiva, era, espero sea todavía, un auténtico maestro que sabía, cuando la materia era aburrida, despertar nuestro interés con historietas, leyendas, o poemas como los del conde y la Pepa, el castillo entre Pinto y Marmolejo, o la que hoy traemos a la memoria. Más de una vez me acercó, al finalizar las clases, en su Lambretta, hasta los aledaños del Santiago Bernabeu, ahorrándome dos de los seis kilómetros hasta mi casa, que yo hacía a pie, a fin de ahorrar el importe del trayecto en metro una peseta- y tener el domingo un pequeño desahogo. Digo el domingo, porque los sábados teníamos clase. Sí queridos lectores, seis, de los siete días de la semana, asentábamos nuestras posaderas en los estrechos y duros pupitres con agujero superior para el tintero y una hendidura para el largo palillero, terminado en un plumín metálico de quita y pon. Los más ricos usaban la marca corona, la más cara, los demás nos contentábamos con la "pata de gallo," que echaba unos espléndidos borrones en los cuadernos, los cuales, indefectiblemente, nos valían los correspondientes capones, amén de la mala nota. Alguno dirá: "¿pero no se habían inventado ya la estilográfica y el bolígrafo?" Efectivamente, se habían inventado y los chicos de clase media tirando a baja recibíamos un conjunto, blanco como la nieve, dentro de un estuche, el día de nuestra Primera Comunión. Pero nadie, que yo sepa, consiguió que funcionaran. Imagino que las estilográficas y los bolígrafos de los ricos eran diferentes, mas no logré ver ningún ejemplar. Además, había un peligro adicional. Si a algún osado se le ocurría rellenar con tinta el depósito de la pluma y sujetarla, mediante el clip, en el bolsillo de la chaqueta las camisas de entonces no tenían bolsillo- tenía asegurada una mancha permanente que, normalmente, afectaba hasta la ropa interior más íntima. La consecuencia es obvia, gran bronca por parte de la madre y un castigo ejemplar por parte del padre: "Eres un desastre que no sabe cuidar las cosas. Además, es un regalo de la tía Enriqueta, ¡y ya lo has roto!" Fue D. Alfonso el primero en enseñarnos un bolígrafo Parker, agenciado de contrabando. ¡Qué maravilla! ¡Escribía! y sin tener que apretar hasta dibujar las letras por simple rasgado del papel, como si se tratara de un punzón de escriba egipcio. Aquel bolígrafo pasó de mano en mano, recorriendo toda la clase y dando lugar a todo tipo de exclamaciones admirativas. A Juanjo se le escapó un "¡coño, esto si que es bueno!", lo cual le valió tener que escribir mil veces, para entregar al día siguiente, "no diré tacos en clase". También recuerdo los cuadernos de Literatura y de Historia que D. Alfonso nos obligaba a rellenar todos los días, conteniendo el resumen de las lecciones de la jornada anterior, los epígrafes subrayados en rojo, y los cuadros sinópticos con fechas de nacimiento y deceso y lista de las obras más destacadas de Góngora, Santa Teresa, Rubén Darío..., fechas de las batallas ganadas y perdidas por Anibal, César, el Gran Capitán, Napoleón y héroes por el estilo porque entonces eran héroes-. La letra debía ser clara, casi dibujada; la nota correspondiente era inversamente proporcional a la ininteligibilidad del texto. Y qué decir de los exámenes. Allí no se calificaba sólo el contenido, es decir, el volumen de conocimientos, sino también el continente. Las faltas de ortografía o sintaxis eran debidamente penalizadas por D. Alfonso con una disminución de la nota, acorde con la gravedad del error, considerando, eso sí, como eximente, el que la palabra no fuera de uso corriente. Una tachadura en el examen significaba una duda grave en el aprendizaje, amén de una evidente falta de limpieza, y también era penalizada. En resumen, cuando la libreta de calificaciones llegaba mensualmente a casa para la firma del padre en aquellos tiempos debía firmar el padre, salvo ausencia prolongada o causa de fuerza mayor, más por costumbre que por obligación- lo normal era ser abroncado y/o debidamente castigado. Eso si, en la casilla titulada "conducta", no aparecía un cero, en cuyo caso uno recibía una bofetada y no volvía a pisar la calle durante el mes siguiente, salvo para ir y venir al colegio, comprar el pan e ir a misa los domingos. Lo de ir a misa era obligado, pues el cura que nos enseñaba Religión se encargaba de preguntar en clase, el color de la casulla del oficiante, y el contenido del discurso del sermoneador, con previa información del horario de la misa a la que uno había asistido. En aquellos tiempos, eran personas diferentes pues, como la misa era en la lengua de Virgilio, mientras el cura y el monaguillo, de espaldas a los feligreses, mantenían un discurso que nadie entendía Rafael sí, hasta sacaba matrícula en latín-, otro cura, subido en el púlpito, arengaba a los parroquianos y les amenazaba con el fuego eterno por los graves pecados cometidos, entre los que no era el menor el haber mentido o sacado malas notas. D. Alfonso se apiadaba de nosotros y, como los lunes daba Literatura justo antes de la clase de Religión, nos soplaba el color de los ropajes eclesiásticos del domingo correspondiente y el contenido de un sermón que, todos sospechábamos, se había inventado, pues lo que se dice religioso, no lo era mucho y, posiblemente, se escabullía de la misa dominical como cualquiera de nosotros. Bastaba decir que uno había "oído" misa en tres barrios más allá, por lo del sermón. Al final de cada curso, siempre se interesaba por las notas que habíamos obtenido en el Instituto, a otros profesores les traía sin cuidado. Debo aclarar que, en aquella época, Institutos había muy pocos y las plazas no daban para todos los estudiantes, por lo que nos veíamos obligados a asistir a un colegio y, en el mes de junio, durante cuatro días, a razón de una asignatura por la mañana y otra por la tarde, examinarnos de todo lo aprendido en el año. También recuerdo aquellas interminables jornadas, empapado en sudor -había que presentarse con traje y corbata, salvo pena de ser excluido del examen; el pantalón podía ser corto-, al final de las cuales uno no sabía si un soneto constaba de setenta versos y la batalla de las Termópilas la ganaron los Reyes Católicos contra el invasor francés o el teorema de Pitágoras decía que la suma de los ángulos de un cuadrado sumaba ciento ochenta grados. Terminado el corto periodo de exámenes, habíamos de hacer cola ante las oficinas de la Secretaría Única de Alumnos Libres, sita en las dependencias del "Ramiro de Maeztu", para conseguir el libro con las calificaciones. Allí la angustia le atenazaba a uno a la garganta, más pensando en el castigo por cada suspenso, que en el verano sentado ante la mesa de estudio sin poder levantar la vista de los libros. Por cierto que, si aprobabas todas las asignaturas -eran nueve, contando la Educación Física y la Formación del Espíritu Nacional-, no tenías derecho a regalo alguno. A ninguno de nosotros se nos hubiera pasado por la cabeza solicitar algo a cambio de haber cumplido con nuestra obligación. Algún compañero, con un primo cuyo padre era empresario, sí que nos contó que a su pariente le habían regalado una bicicleta, por haber sacado Matrícula de Honor en Matemáticas. Pero eso formaba parte de la leyenda y era tan increíble, como sus historias sobre los besos que había conseguido de Mari Carmen y Maribel, las macizas de clase. Aunque les parezca mentira, en aquellos colegios de enseñanza libre las clases eran mixtas. Y ahora me doy cuenta. Me he ido totalmente por las ramas, cuando sólo pretendía, queridos lectores, hacerles partícipes de las peripecias de Viriato, dignas de uno de esos exámenes de Historia que les he comentado y preguntarles si alguno de ustedes me puede dar razón del paradero o de la existencia de D. Alfonso, lo cual agradecería profundamente. Me haría ilusión poder charlar de nuevo con él. Volver al principioEl examen de HistoriaEn un examen de los de antes, oral, con tribunal y todo. Presidente del Tribunal:
Presidente:
Sr. Prada:
¿Viriato? ¡Ah ya! ¡Viriato!
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