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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia.

  Histórico. Año VIII

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Octubre 2006. Nº 79

Contenido de esta sección:

Sobre Gallinas y Emperadores (Aukanaw)
VERSIÓN BILINGÜE
Imperialismo de la física (José Ortega y Gasset)
Imperialism of Physics (By José Ortega y Gasset. English translation: Carlos Díaz Gómez)

Sobre Gallinas y Emperadores

Aukanaw

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La región patagónica, de Chile y parte de Argentina, fue durante siglos el ámbito territorial de la nación indígena Mapuche, a cuyos integrantes los conquistadores hispanos denominaron impropiamente como "araucanos".

En mapud'ngu, o idioma mapuche, el término empleado para designar a la gallina doméstica es achawall, o su apócope achaw. En tanto que el gallo se denomina alka achawall, "gallina macho".

Según las regiones y las épocas esta ave ha recibido distintas denominaciones: achawall, achaw, ata, atau, achafal, etc.

Los williche (= mapuche de la región sur) poseen la expresión Atrul, y los rankülche ("ranqueles") -según J. M. de Rosas- decían al gallo Alkapió.

La mayoría de los nativos, así como la generalidad de los investigadores, ignoran el origen del término achawall.

Ciertamente, resulta que achawall no es una voz mapuche sino un vocablo de origen kechwa, adoptado desde hace siglos.

Pero aún más curioso es la insólita y mayestática circunstancia que dio origen al nombre de nuestras humildes y rapaces avecillas.

Antes dijimos que achawall es voz kechwa, ahora cedamos la palabra al "Inca" Garcilaso de la Vega, quien nos explicará su significado:

«...como los españoles llevaron gallos y gallinas -que de las cosas de España fue la primera que entró en el Perú- y como oyeron cantar los gallos, dijeron los indios que aquellas aves para perpetua infamia del tirano y abominación de su nombre lo pronunciaban en su canto diciendo "¡atahuallpa!". Y lo pronunciaban ellos, contrahaciendo el canto del gallo. Y como todos los indios contasen a sus hijos estas ficciones (como hicieron todas las que tuvieron, para conservarlas en su tradición) los indios muchachos de aquella edad, en oyendo cantar un gallo, respondían cantando al mismo tono y decían "¡atahuallpa!".

Confieso, verdad, que muchos condiscípulos míos -y yo con ellos- hijos de españoles y de indias lo cantamos en nuestra niñez por las calles juntamente con los indiezuelos. Y para que se entienda mejor cuál era nuestro canto se pueden imaginar cuatro figuras o puntos de canto de órgano en dos compases, por los cuales se cantaba la letra atahuallpa, que quien las oyere verá que remeda con ellos el canto ordinario del gallo. Y son dos semínimas y una mínima y una semibreve, todas cuatro figuras en un signo. Y no sólo nombraban en el canto al tirano mas también a sus capitanes mas principales como tuviesen cuatro sílabas en el nombre como Challcuchima, Quillisacha y Rumiñaui (que quiere decir "ojo de piedra" porque tuvo un berrueco de nube en un ojo).

Esta fue la imposición del nombre atahuallpa, que los indios pusieron a los gallos y gallinas de España.

El padre Blas Valera, habiendo dicho en sus destrozados y no merecidos papeles la muerte tan repentina de Atahuallpa y habiendo contado largamente sus excelencias -que para con sus vasallos las tuvo muy grandes, como cualquiera de los demás Incas, aunque para con sus parientes tuvo crueldades nunca oídas- y habiendo encarecido el amor que los suyos le tenían, dice en su elegante latín estas palabras:

"De aquí nació que cuando su muerte fue divulgada entre sus indios, para que el nombre de tan gran varón no viniese en olvido tomaron por remedio y consuelo decir, cuando cantaban los gallos que los españoles llevaron consigo, que aquellas aves lloraban la muerte de Atahuallpa y que por su memoria nombraban su nombre en su canto, por lo cual llamaron al gallo y a su canto atahuallpa. Y de tal manera ha sido recibido este nombre en todas naciones y lenguas de indios que no solamente ellos mas también los españoles y los predicadores usan siempre de él".

Hasta aquí es del padre Blas Valera, el cual recibió esta relación en el reino de Quito de los mismos vasallos de Atahuallpa que, como aficionados de su rey natural, dijeron que por su honra y fama le nombraban los gallos en su canto. Y yo la recibí en el Cozco, donde hizo grandes crueldades y tiranías. Y los que las padecieron como lastimados y ofendidos, decían que para eterna infamia y abominación de su nombre lo pronunciaban los gallos cantando. Cada uno dice de la feria como le va en ella.

Con lo cual, creo, se anulan los tres indicios propuestos y se prueba largamente cómo antes de la conquista de los españoles no había gallinas en el Perú.»

Comentarios Reales de los Incas;
libro Nono, capítulo XXIII
"De las gallinas y palomas". 

Éste también es el origen del adjetivo mapuche ATA = malo. Recordemos que el Inka Atahuallpa (c.1500-1533), era para sus súbditos y vasallos el paradigma de la maldad y de la crueldad.

Además para los mapuche no sólo Atahuallpa sino también todos los soberanos incaicos fueron símbolo del imperialismo opresor y expoliador, opuesto a las máximas premisas de la vida nacional mapuche:

· a nivel individual la libertad personal y,

· a nivel colectivo la asociación confederada.

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VERSIÓN BILINGÜE

Nuestro colaborador Carlos Díaz Gómez nos propone una reflexión sobre un tema de rabiosa actualidad, presentándonos, en versión bilingüe, un artículo de Ortega y Gasset:

Imperialismo de la física

José Ortega y Gasset

Publicado en La Nación, de Buenos Aires, 21 de septiembre de 1930

Toda ciencia o conocimiento tiene un tema –lo que esa ciencia conoce o trata de conocer– y, además, tiene un modo de saber lo que sabe. Así la matemática posee un tema –números y extensión– distinto del tema propio a la biología, que son los fenómenos orgánicos. Pero, además, la matemática se diferencia de la biología en su modo de conocimiento, en su clase de saber. Para el matemático, saber, conocer, es poder deducir una proposición mediante razonamientos fundados en evidencias indubitables. En cambio, la biología se contenta con generalizaciones aproximadas de hechos imprecisos que nos ofrecen los sentidos. Como modos de conocimiento poseen pues, ambas ciencias un rango muy distinto; el matemático es ejemplar; el biológico es sumamente tosco. Tiene, en cambio, la matemática el inconveniente de que los objetos para quienes valen sus teorías no son reales, sino, como Descartes y Leibniz decían, «imaginarios». Pero he aquí que en el siglo XVI comienza una disciplina intelectual –la nuova scienza, de Galileo–, que por un lado posee todo el rigor deductivo de la matemática y por otro nos habla de objetos reales, de los astros y, en general, de los cuerpos. Por vez primera acontecía esto en los fastos del pensamiento; por vez primera existía un conocimiento que, obtenido mediante precisas deducciones, era a la par confirmado por la observación sensible de los hechos; es decir, que toleraba un doble criterio de certeza; el puro razonamiento por el que creemos llegar a ciertas conclusiones y la simple percepción, que confirma esas conclusiones de pura teoría. La unión inseparable de ambos criterios constituye el modo de conocimiento, llamado experimental, que caracteriza a la física. No es extraño que, desde luego, ciencia dotada de tan venturosa condición comenzase a destacarse sobre las demás y a atraerse el entusiasmo de los mejores. Aun desde un punto de vista exclusivamente teórico, aun como mera teoría o estricto conocimiento, no tiene duda que es la física una maravilla intelectual. Sin embargo, no se ocultaba a nadie, desde luego, que la coincidencia entre las conclusiones deductivas de la física racional y las observaciones sensibles del experimento no eran ya exactas, sino sólo aproximadas. Verdad es que esta aproximación era tan grande, que no impedía la marcha práctica de la ciencia.

Es seguro, no obstante, que estos dos caracteres del conocimiento físico –su práctica exactitud y su confirmación por los hechos sensibles (no olvidemos la patética circunstancia de que los astros parezcan someterse a las leyes que los astrónomos les dictan y que con rara fidelidad acuden a la cita que éstos les dan a tal hora en tal punto del firmamento)– esos dos caracteres, digo, no hubieran bastado para llevar al extremo triunfo que luego logró la ciencia física. Una tercera peculiaridad vino a exaltar desaforada este modo de conocer. Resultó que las verdades físicas, sobre sus cualidades teóricas, tenían la condición de ser aprovechables para las conveniencias vitales del hombre. Partiendo de ellas, podía éste intervenir en la Naturaleza y acomodarla en beneficio propio. Este tercer carácter –su utilidad práctica para el dominio sobre la materia– no es ya una perfección o virtud de la física como teoría y conocimiento. En Grecia esta fertilidad utilitaria no hubiera alcanzado influjo decisivo sobre los ánimos, pero en Europa coincidió con el predominio de un tipo de hombre –el llamado burgués– que no sentía vocación contemplativa, sino práctica. El burgués quiere alojarse cómodamente en el mundo, y para ello intervenir en él modificándolo a su placer. Por eso la edad burguesa se honra ante todo por el triunfo del industrialismo, y en general de las técnicas útiles de la vida, como son la medicina, la economía, la administración. La física cobró un prestigio sin par porque de ella emanaban la máquina y la medicina. Las masas medias se interesaron en ella no por curiosidad, sino por interés material. En tal atmósfera se produjo lo que pudiéramos llamar «imperialismo de la física».

Para nosotros, nacidos y educados en una edad que participa de este modo de sentir, nos parece cosa muy natural, la más natural y discreta, que se otorgue el primado entre los modos de conocimiento a aquel que, sea como sea en cuanto teoría, nos proporcione el dominio práctico sobre la materia. Pero aunque nacidos y educados en aquella edad, algún ciclo nuevo empieza en nosotros, puesto que ya no nos contentamos con ese primer pronto que nos hace ver tan natural la utilización práctica como norma de la verdad. Al contrario, empezamos a caer en la cuenta de que ese empeño en dominar la materia y hacerla cómoda, de que ese entusiasmo por el confort es, si se hace de él un principio, tan discutible como cualquier otro. Y puestos en alerta por esa sospecha, comenzamos a ver que el confort es simplemente una predilección subjetiva –dicho grosso modo, un capricho– que la humanidad occidental tiene desde hace doscientos años, pero que no revela por sí solo superioridad ninguna de carácter. Hay quien prefiere lo confortable a todo; hay quien no le da mayor importancia. Mientras Platón meditaba los pensamientos que han hecho posible la física moderna y con ella el confort, llevaba, como todos los griegos, una vida muy áspera, y en punto a trebejos, vehículos, calefacción y ajuar doméstico, verdaderamente bárbara. En la misma fecha, los chinos, que jamás han pensado un pensamiento científico, que jamás han hilado una teoría, hilaban telas deliciosas y fabricaban objetos usaderos y construían artefactos de exquisito confort. Mientras en Atenas la Academia Platónica inventaba la pura matemática, en Pekín se inventa el pañuelo de bolsillo.

Conste, pues, que el afán de confortabilidad, última ratio de preferencia para la física, no es índice de superioridad. Lo han sentido unos tiempos, y otros no. Todo el que sabe mirar el nuestro con mirada un poco perforante cree prever que, no obstante las presentes apariencias, va a entusiasmarse mediocremente con el imperativo de comodidad. Va a usar de ésta, a atenderla, a conservar la lograda y procurar acrecerla; pero justamente, sin entusiasmo, y no por ella misma, sino para poder vacar a ejercicios incómodos.

Puesto que el afán de confort no es sin más señal de progreso, sino que aparece en la historia repartido como el azar sobre épocas de muy diferente altitud, sería un tema curioso para el curioso averiguar en qué coinciden éstas; o dicho de otro modo: qué condición humana suele llevar a esta devoción por lo cómodo. Ignoro cuál sería el resultado de esa pesquisa. Sólo, al paso, subrayo esta coincidencia: los dos lugares históricos de mayor atención al confort han sido esta última bicenturia europea y la civilización china. ¿Qué hay de común entre esas dos urbes humanas tan diferentes, tan disparejas? Que yo sepa, sólo esto: en esa época reinó el «buen burgués», el tipo de hombre que representa la voluntad de la prosa, y, por otra parte, el chino es notoriamente el filisteo nato; sea dicho esto al desgaire, sin insistencia ni formalidad ningunas.NOTA 1

Ello es que el filósofo de la burguesía, Augusto Comte, expresará el sentimiento del conocimiento con su conocida fórmula: Science d’oú prévoyance; prévoyance d’oú action. Es decir, el sentido del saber es el prever, y el sentido del prever es hacer posible la acción. De donde resulta que la acción –se entiende ventajosa– es quien define la verdad del conocimiento. Y en efecto: ya a fines del siglo pasado, un gran físico, Boltzmann, dijo: «Ni la lógica, ni la filosofía, ni la metafísica, deciden en última instancia de si algo es verdadero o falso, sino que únicamente lo decide la acción. Por este motivo no considero las conquistas de la técnica como simples precipitados secundarios de la ciencia natural, sino como pruebas lógicas de ésta. Si no nos hubiésemos propuesto esas conquistas prácticas, no sabríamos cómo debemos razonar. No hay más razonamientos correctos que los que tienen resultados prácticos».NOTA 2 En su Discurso sobre el espíritu positivo, el mismo Comte había ya sugerido que la técnica regimenta a la ciencia, y no al revés.

Según este modo de pensar, no es, pues, la utilidad un precipitado imprevisto y como propina de la verdad, sino al revés: la verdad es el precipitado intelectual de la utilidad práctica. Poco tiempo después, en los albores pueriles de nuestro siglo, se hizo de este pensamiento una filosofía: el pragmatismo. Con el simpático cinismo propio de los yanquis, propio de todo pueblo nuevo –un pueblo nuevo, a poco bien que le vaya, es un enfant terrible–, el pragmatismo norteamericano se ha atrevido a proclamar esta tesis: «No hay más verdad que el buen éxito en el trato con las cosas». Y con esta tesis tan audaz como ingenua, tan ingenuamente audaz, ha hecho su ingreso en la historia milenaria de la filosofía el lóbulo norte del continente americano.NOTA 3

No se confunda la escasa estimación que el pragmatismo merece en cuanto filosofía y tesis general con un desdén preconcebido, arbitrario y beato hacia el hecho del practicismo humano en beneficio de la pura contemplación. Aquí intentamos retorcer el pescuezo a toda beatería, inclusive a la beatería científica y cultural que se extasía ante el puro conocimiento sin hacerse dramática cuestión de él. Esto nos separa radicalmente de los pensadores antiguos –de Platón como de Aristóteles– y ha de constituir uno de los temas más graves de nuestra meditación. Al descender al problema decisivo, que es la definición de «nuestra vida», trataremos de hacer una valiente anatomía de esa perenne dualidad que desdobla a la vida en vita contemplativa y vita activa, en acción y contemplación, en Marta y María.

Ahora se pretende únicamente insinuar que el triunfo imperial de la física no se debe tanto a la calidad en cuanto conocimiento como a un hecho social. La sociedad se ha interesado en la física por su fecunda utilidad, y ese interés social ha hipertrofiado durante un siglo la fe que en sí mismo tiene el físico. Le ha acontecido en general lo que en especie acontece al médico. Nadie considerará a la medicina como un modelo de ciencia; sin embargo, el culto que en las casas de los valetudinarios se dedica al médico (como en otros tiempos al mago) le proporciona una seguridad en su oficio y persona, una audacia impertinente tan graciosa como poco fundada en razón, porque el médico usa, maneja los resultados de algunas ciencias, pero no suele ser, ni poco ni mucho, hombre de ciencia, alma teórica.

La buena fortuna, el favor del ambiente social, suele exorbitarnos, nos hace petulantes y agresivos. Esto ha acontecido al físico, y por eso la vida intelectual de Europa ha padecido durante casi cien años lo que pudiera llamarse el «terrorismo de los laboratorios».

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Notas

NOTA 1: Sobre el filisteísmo de los chinos véase lo que dice Keyserling en Diario de viaje de un filósofo.

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NOTA 2: Véase Scheler: Formas del saber y la sociedad.

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NOTA 3: Con lo cual insinúo que en el pragmatismo, al lado de la audacia y de su ingenuidad, hay algo profundamente verdadero, aunque centrifugado.

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José Ortega y Gasset

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Vista de la Avenida del Callao de Buenos Aires, en 1930

Imperialism of Physics

By José Ortega y Gasset

La Nación, of Buenos Aires, 21st September 1930

English translation: Carlos Díaz Gómez

Every science or knowledge has a subject –what that science knows or intends to know– and, besides, it has a way of knowing what it knows. Thus, mathematics has a subject –numbers and extension– distinct from the subject pertaining to biology, which consists of organic phenomena. Furthermore, mathematics is different from biology in its mode of knowing, in its kind of knowledge. For the mathematician, knowing is being able to deduct a proposition by means of reasoning grounded upon indubitable evidence. In contrast, biology is happy enough with approximate generalizations of imprecise facts provided by our senses. As modes of knowledge the ranks of these sciences are certainly different; the mathematical one is exemplary; the biological one is quite rough. Nevertheless, mathematics has the disadvantage that its theories can only be applied to objects which are not real, but "imaginary", as Descartes and Leibniz called them. But then, in the sixteenth century, a new intellectual discipline –the nuova scienza, of Galileo– arose, which, on the one hand, possesses all the deductive accuracy of mathematics, and on the other hand, talks to us about real objects, about stars and about bodies in general. This happened in the Fasti of thought for the first time; for the first time there was some knowledge which, acquired by means of accurate deductions, was at the same time confirmed by facts’ sensitive observation; that is to say, which tolerated a double certainty standard; the pure reasoning by means of which we believe we arrive at certain conclusions and the simple perception, which confirms those pure theory conclusions. The inseparable union of both criteria makes up the mode of knowing, called experimental, which characterizes physics. It is not strange, of course, that a science endowed with such a lucky condition started to stand out among the others and to attract to itself the enthusiasm of the best ones. Even from an exclusively theoretical point of view, even as mere theory or strict knowledge, there is no doubt that physics is an intellectual marvel. However, it was evident to everyone, indeed, that the coincidence between the deductive conclusions of rational physics and the sensitive observations of the experiment was no longer exact, but only approximate. It is true that it was so great an approximation, that it did not hinder the practical march of the science.

It is certain, however, that these two features of the physical knowledge –its practical exactitude and its confirmation by sensitive facts (let us not forget the pathetic circumstance that stars seem to submit to the laws astronomers dictate to them and that with rare fidelity they come to the appointment the latter make for them at this time and that spot in the firmament)–, these two features, I say, would not have suffice to take physical science to the extreme triumph it later achieved. A third particularity came to boundlessly exalt this mode of knowing. It turned out that physical truths had over and above their theoretical qualities the condition that they could be used for man’s vital conveniences. Starting from them, man could intervene in Nature and accommodate it to his advantage. This third character –its practical usefulness in order to dominate matter– is not a perfection or virtue of physics as a theory and knowledge. In Greece, this utilitarian fertility would not have gained any decisive influence on people’s mood, but in Europe it coincided with the predominance of a kind of man –the so-called bourgeois– who did not feel a contemplative vocation but a practical one. The bourgeois wants to settle comfortably in the world, and in order to do so he wants to come into it modifying it at his pleasure. That is why the age of the bourgeoisie honours itself above all with the triumph of industrialism, and with those techniques which are useful in life, as medicine, economics, and management. Physics gained matchless prestige because machines and medicine emanated from it. The average masses took an interest in it not because of their curiosity, but because of their material interest. In such an environment what we may call «physics imperialism» occurred.

For us, born and educated in an age which participates in this way of feeling, it is a very natural thing, the most natural and moderate thing, that among all the modes of knowing primacy is granted to that one which, be it as it may be as a theory, provides us with practical control over matter. But although born and educated in that age, some new cycle begins with us, for we are no longer happy with that first urge which makes us see as a very natural thing that practical utilization be the norm of truth. On the contrary, we now start to realize that such determination to dominate matter turning it comfortable, such enthusiasm for comfort is, taken as a principle, as arguable as any other one. And on the alert by this suspicion, we begin to see that comfort is simply a subjective predilection –grosso modo stated, a caprice– that western mankind has two hundred years since, but which does not reveal by itself any superiority of character at all. There are some who prefer comfort above anything else; there are some who do not make much of it. While Plato meditated the thoughts which have made modern physics possible, and comfort with it, he led, as every Greek did, a very harsh life, and as far as gear, vehicles, heating, and household furnishings are concerned, a truly barbarous one. At that same time, the Chinese, who have never thought a scientific thought, who have never woven any theories, wove delicious cloths and made usable objects and built artefacts of exquisite comfort. While the Platonic Academy invented pure mathematics in Athens, the handkerchief was invented in Peking.

Let us be clear about the fact that eagerness for comfort, the utmost ratio of preference for physics, is no index of superiority whatsoever. Some times have felt it, others have not. Everyone who knows how to look at ours with a somewhat drilling look thinks to foresee that, present appearances notwithstanding, it is going to be only averagely enthusiastic about the comfort imperative. It is going to make use of comfort, to take care of it, to preserve what it already has, and to try to increase it; but only fairly, without enthusiasm, and not for its own sake, but in order to be able to vacate for uncomfortable exercises.

Since urge for comfort is not without any further qualification a sign of progress, but on the contrary it appears throughout history shared among epochs of very different altitudes, as chance does, finding out the similarities among these epochs would be a curious question for the curious person; in other words: which human condition does usually lead to this devotion for comfort? I ignore what the result of this inquiry would be. I will only underline, in passing, this coincidence: the two historical places which have paid the greatest attention to comfort are this last European bicentury and the Chinese civilization. What do these two so different, so unlike human urban places have in common? As far as I know, only this: at that epoch the ‘good bourgeois’ reigned, the type of man who represents prose will; and, on the other hand, the Chinese is conspicuously the natural philistine; I say this in a careless and probably affected way, with no insistence or formality at all.NOTE 1

And thus the philosopher of the bourgeoisie, Auguste Comte, did convey the feeling of knowledge with his well known formulae: Science d’oú prévoyance; prévoyance d’oú action. That is to say, foreseeing is the sense of knowing, and making action possible is the sense of foreseeing. And it follows from it that action –advantageous action, that is– defines the truth of knowledge. And indeed: at the turn of the last century, a great physicist, Boltzmann, had already stated: «Nor logic, nor philosophy, nor metaphysics decide in the end about the truth or falsity of things, only action does. This is the reason why I do not consider the conquests of technique as mere secondary precipitates of the natural science, but as their logical evidence. Had we not determined to undertake those practical conquests, we would not know the right way to argue. There are no correct arguments other than those yielding practical results».NOTE 2 In his Discourse on the Positive Spirit, Comte himself had already suggested that technique regiments science, and not the other way round.

According to this view, utility is not, then, an unforeseen precipitate and like a tip from truth, but just the opposite: truth is the intellectual precipitate of practical utility. Not long afterwards, at the infant dawn of our century a philosophy was made out of this principle: pragmatism. With the nice cynicism characteristic of the Yankees, characteristic of every new people –a new people do not need to do better than moderately well to be an enfant terrible–, North American pragmatism has dared proclaim this thesis: «Good success in dealing with things is the only truth». And with this so audacious as ingenuous, so ingenuously audacious a thesis, the American continent northern lobe has joined the millennial history of philosophy.NOTE 3

Do not mistake the scarce estimation that pragmatism as a philosophy and general thesis deserves for a preconceived, arbitrary, and beatified disdain about the fact of practicism to the benefit of pure contemplation. Here we attempt to twist the neck to any affected piety, including scientific and cultural piety which goes into ecstasies in front of raw knowledge without dramatically questioning it. This radically keeps us apart from the ancient thinkers –Plato as well as Aristotle– and is to constitute one of the gravest themes of our meditation. In coming down to the decisive problem, which is the definition of «our life», we shall attempt to make a brave anatomy of that perennial duality which splits life in vita contemplativa and vita activa, in action and contemplation, in Martha and Mary.

All we intend now here is hinting that the imperial triumph of physics is not so much due to its quality as knowledge as to a social fact. Society has an interest in physics for its fruitful usefulness, and that social interest has hypertrophied for a century the physicist’s faith in himself. It has happened to him in general what happens in specie to the doctor. No one will consider medicine as a model of science; however, the cult devoted to the doctor (as to the magician in former times) in valetudinarians’ homes provides him with a confidence in his profession as well as in his person, an impertinent audacity so amusing as poorly founded on reason, for the doctor uses, handles the results of some sciences, but he is usually not, little or much, a man of science, a theoretic soul.

The good fortune, the favour of the social atmosphere, usually makes us exorbitate, makes us petulant and aggressive. This is what has happened to physicists, and for that reason intellectual life in Europe has suffered for nearly a hundred years what may be called the «laboratories terrorism».

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Notes:

NOTE 1: About the philistinism of the Chinese see what Keyserling wrote on his The travel diary of a philosopher.

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NOTE 2: See Scheler’s Forms of knowledge and society.

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NOTE 3: And by saying this I hint that there is in pragmatism, beside its audacity and ingenuousness, something deeply true, albeit centrifuged.

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Última modificación: 13-11-2006