Análisis de los nuevos secesionismos en EspañaDavid Caldevilla Domínguez. Profesor en CC.II. de la Universidad Complutense Durante los tres primeros meses del 2006 en la Facultad de Ciencias de la Información llevamos a cabo una investigación sobre lo que significan los mal llamados independentismos ya que la palabra exacta sería secesionismos, en España: sus implicaciones, su realidad, su naturaleza, sus razones, sus pros y contras, las campañas realizadas y las opiniones de las diversas corrientes de pensamiento al respecto Como soy sabedor de las controversias que suscita este tema, imagino que estas páginas servirán para aclarar posturas y que, a buen seguro, generaran debate y discusión allá donde sean leídas. Recordemos que estaban candentes tanto el extinto "Plan Ibarretxe" como "El Nou Estatut per a Catalunya". Es decir, la Opinión Pública se hallaba inmersa en una lucha por su beneplácito en todos los medios de comunicación para masas nacionales y regionales. Los resultados de nuestro trabajo son los siguientes: A través de diversas acciones, intentando sondear los medios audiovisuales españoles y algún medio extranjero, se recopilaron diferentes informaciones que pudieran ayudar al ciudadano medio, el llamado "de la calle", tan manejable en sus creencias, a comprender mejor que supondría la secesión de Euskadi, Cataluña o Galicia como en su día lo fueron los de Portugal, Holanda (en cuyo himno nacional, por el contrario, se cita el eterno vasallaje al Rey de España), América, Filipinas y Guinea. Lo que sucedió con el Sáhara español se halla más cercano a una vergüenza nacional metropolitana que a un movimiento de separatismo al uso. La investigación comenzó con la búsqueda de documentos que abordasen el tema tratado. Se utilizó Internet donde se encontró prensa digital y de ella, se seleccionaron los artículos, entrevistas, y crónicas de opinión más relevantes. También prensa diaria en su mayoría, cuyos artículos, opiniones de lectores, entrevistas a líderes políticos y reportajes, conforman la información seleccionada. Las fuentes empleadas en la investigación fueron: prensa escrita, prensa digital, Internet y libros de texto. Los periódicos analizados:
Comencemos con un artículo de El País:
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una federación que delega a cada nación ciertas competencias dentro del estado, como el caso de Canadá. | |
secesión de una nación dentro del estado, como la partición amistosa de Checoslovaquia en Eslovaquia y la República Checa. | |
guerra civil que conduce a una secesión, federación o un nuevo equilibrio de poder que sitúa a una de las nacionalidades subordinada a otra, caso Yugoslavia, de la guerra entre hutus y tutsis a mediados de la década de los 90 en Ruanda. |
La lengua es una cuestión importante en casi todas las divergencias culturales y políticas. La colonización ha derivado en muchos estados multiculturales, incluyendo los Estados Unidos, Canadá, México y casi todos los de América Latina. Haití y la República Dominicana comparten la isla de La Española y hablan idiomas diferentes, siendo una isla binacional --una isla con dos estados, como Chipre, aunque uno de los estados allí presentes no está reconocido por ningún otro país que Turquía.
Un estado multinacional requiere un gran esfuerzo para mantenerse cohesionado. El éxito o el fracaso dependerán de la creación de una sociedad multiétnica. Hay sin embargo presiones militares y económicas externas que pueden originar la distinción de un grupo social dentro de un estado. Así pues, un estado multinacional no siempre implica una sociedad multiétnica. Hay diversos pueblos o naciones unidos por otra cosa que por la etnia, como por ejemplo la religión. Hay también naciones que no tienen ningún estado, o que están divididas en varios estados, como los kurdos, poco integrados en varias sociedades débilmente multiétnicas, algunos de los cuales, como Irak o Turquía, pueden denominarse estados multinacionales.
El nacionalismo vasco celebra hoy el Aberri Eguna, el Día de la Patria, con la reivindicación común de alcanzar la soberanía de Euskadi. El proyecto independentista de las diversas organizaciones que configuran el nacionalismo vasco se enfrenta a una realidad compleja tanto en el ámbito territorial como en el político y social. Pero si algo se puede cuantificar es el coste económico de una hipotética independencia
Según los últimos datos publicados por los institutos de estadística de la Unión Europea (Eurostat), de España (INE) y de Euskadi (Eustat), la renta per cápita de los vascos ha superado ya a la media europea y se sitúa (con 18.755 euros por habitante y año) a la cabeza de las regiones españolas, un 20% por encima de la media nacional.
En sólo media década, la economía vasca ha pasado de estar caracterizada como una 'economía industrial en declive' a reaparecer transformada en un foco industrial muy productivo y capacitado para competir en el mercado internacional. Las cifras de crecimiento, producción, exportación y desempleo, sensiblemente mejores a las del resto de España, alimentan el renovado sueño del independentismo vasco, en un momento en el que el nacionalismo en el poder parece instalado en la perspectiva soberanista y baraja la ruptura-superación del marco estatutario y constitucional vigente.
A falta de verdaderos estudios, algunos economistas empiezan a interrogarse seriamente sobre la viabilidad de un Euskadi independiente, una cuestión, siempre nebulosa, que hasta hace bien poco suscitaba comentarios lapidarios, como si la hipótesis no mereciera ser tomada en consideración, como si estuviera condenada de antemano.
También entre el empresariado vasco aflora una inquietud inédita que lleva a algunos de sus representantes a indicar que por primera vez a lo largo de estas últimas décadas, duramente castigadas por el terrorismo, 'el corazón y la cabeza han empezado a divorciarse irremisiblemente'. ¿El nacionalismo político tiene suelo económico suficiente para adentrarse en la vía soberanista? ¿Tiene razón el presidente del PNV, Javier Arzalluz, cuando afirma (agosto de 2.001) que 'los vascos no necesitamos a Madrid para nada'.
Obviar a España -no sólo el nombre de España, vocablo proscrito, impronunciable desde décadas en el vocabulario nacionalista- es un ejercicio al que el soberanismo se aplica con renovado interés, mientras el Gobierno vasco trata de abrirse paso en las instancias europeas. El nacionalismo sueña con instaurar el eje Vitoria-Bruselas, quiere hacer pie en la Unión Europea para poder distanciarse de ese Madrid (inevitable metáfora de España) al que, en el mejor de los casos, sólo acierta a mirar de soslayo, recelosamente.
¿Euskadi puede permitirse el lujo de obviar a España teniendo en cuenta el alto grado de dependencia de su economía? El comercio exterior del País Vasco ascendió el pasado año al 61% del PIB, pero más de la mitad de las ventas realizadas fuera de la comunidad autónoma se dirigieron al resto de España. Y fue el mercado español el que cubrió la mayor parte (el 66%) de sus importaciones, preferentemente de materiales (inputs) intermedios para la fabricación industrial y de alimentación fundamentalmente.
El proceso de globalización en curso, indican algunos analistas, permite reducir esa dependencia en la medida en que facilita el comercio y la adquisición de medios financieros y de productos en el exterior, pero eso no anula, sostienen, la dependencia orgánica de una industria como la vasca, estructurada para abastecer el mercado español. 'La economía vasca tiene un grado de dependencia de la española mayor que el de Cataluña', afirma el economista Roberto Velasco. 'Exporta dos billones de pesetas al año, pero su imbricación con la economía española es absoluta. Dadas sus diferentes estructuras económicas, cuando España va bien, Euskadi va muy bien, y cuando España va mal, Euskadi va peor', asegura.
Cabe pensar que la segregación obligaría al País Vasco a indemnizar a España por los bienes estatales existentes en esta comunidad: puertos y aeropuertos, estaciones de ferrocarril, instalaciones industriales, edificios públicos, etcétera. Eso sin hablar de posibles disputas sobre las compensaciones por las inversiones públicas españolas en sectores estratégicos transferidos. Naturalmente, el Estado vasco debería pagarse su policía autonómica, la Ertzaintza, hoy costeada con los presupuestos del Estado, un eventual ejército, cubrir las ayudas económicas a las empresas destinadas a incentivar la exportación, la renovación tecnológica a las empresas y correr con los gastos que conlleva la representación diplomática exterior.
La Seguridad Social es otro elemento por considerar. 'Las pensiones en Euskadi suponen al año medio billón de pesetas. Hoy no sería un problema, porque se recauda por encima de esa cifra, ¿pero qué pasaría si se redujera nuestro nivel económico y el empleo?', se pregunta Carmelo Urdangarin, analista y ex secretario del grupo cooperativo de máquina herramienta Danobat. 'Tenemos una población bastante mayor, la tasa de natalidad más baja de Europa, unas pensiones que aumentan entre el 5% y el 8% y cada vez vivimos más. Podría ocurrir', apunta, 'que llegáramos a añorar la caja única de la Seguridad Social española'.
Con todo, economistas como Antton Pérez de Calleja y Alberto Alberdi, director de Estudios Económicos del Gobierno vasco, subrayan, con otros, que éste es un debate exclusivamente político. Dicho de otro modo: Euskadi podría ser independiente sin que su economía se resintiera, siempre que las relaciones comerciales con España continuaran siendo las actualmente existentes y que ese futuro Estado vasco siguiera estando al abrigo de Europa.
De hecho, el proyecto nacionalista, permanentemente envuelto en la ambigüedad de los términos soberanía, autodeterminación, superación del marco político, etcétera, parte del supuesto de que la independencia llegaría a través de un proceso escalonado que no alteraría sustancialmente las cosas. Ahí está, sin embargo, el nudo gordiano del asunto, porque ninguna de las dos premisas parece resistir un razonable análisis de proyección política. 'Se habla del Mercado Único europeo, pero se pasa de puntillas sobre el mercado español, y justamente la clave empresarial está hoy en el mercado', indica Alfonso Basagoiti, presidente de la Corporación IBV y antiguo consejero de Hacienda del Gobierno vasco. 'Yo también creo', dice, 'que Euskadi podría ser viable económicamente si la separación se hiciera sin traumas, de forma pactada, si pudiéramos quedarnos en Europa y no perder mercado. El problema', destaca, 'es que cuando se habla de soberanismo hay que separar la teoría de la práctica, y todo indica que sin un acuerdo con el Gobierno central el coste económico sería grave o muy grave', afirma.
Ciertamente, aunque la economía va bien, la política vasca sigue fatalmente empantanada y las relaciones entre los Ejecutivos de Vitoria y Madrid son más bien pésimas. Un País Vasco independiente quedaría automáticamente fuera de la UE, y cabe pensar razonablemente que el Gobierno español utilizaría sus recursos diplomáticos, políticos y económicos, incluido el derecho de veto que le asiste, para evitar o retrasar en lo posible la integración del 'nuevo Estado vasco' como miembro de pleno derecho.
Tampoco parece que los países motores de la UE estén dispuestos a avalar en su seno un proceso autodeterminista que estimularía las pretensiones de casi medio centenar de regiones europeas. El último encuentro entre el presidente de la Comisión, Romano Prodi, y el lehendakari, Juan José Ibarretxe, no ha debido resultar muy estimulante para los intereses nacionalistas. 'Mire, lehendakari, sus problemas tiene que resolverlos en el Estado español, es un asunto interno. Europa no va a aceptar nada que no decida el Estado español', vino a decirle Romano Prodi, de acuerdo con la versión instalada en medios empresariales y políticos.
De igual manera, puede pensarse que un proceso de secesión contaminado políticamente por décadas de terrorismo no dejaría indiferente a la sociedad española ni a los actores económicos. Según el catedrático Mikel Buesa, el impacto de la secesión podría tener efectos devastadores, dada la fuerte integración en el mercado español de las 30 mayores empresas que facturan el 60% del PIB vasco. 'La aparición de fronteras y de aranceles supondría una alteración radical del contexto en el que se mueven estas empresas líderes y podría dar lugar a reestructuraciones adaptativas destinadas a preservar su cuota de mercado y a defenderse de las posibles reacciones de rechazo de los consumidores a los productos vascos, que serían tanto más intensas cuanto menos consensuada fuera la secesión', afirma este catedrático. 'Por ello', añade, 'no sería de extrañar que algunas de esas empresas acabaran deslocalizándose, abandonando el País Vasco, o que experimentaran procesos de segregación de activos con objeto de aislar sus actividades de ámbito regional con respecto a las realizadas en el resto de España'.
¿Se puede separar, pues, la economía de la política, como simula creer el nacionalismo? En realidad, nadie sabe, tampoco seguramente el nacionalismo democrático, cuál puede ser el desenlace del proceso soberanista. Tras las elecciones del 13 de mayo último, en las que Batasuna perdió 70.000 votos, los sectores independentistas del PNV y de EA han encontrado un nuevo argumento en su estrategia de integrar al nacionalismo violento en algún punto del camino hacia la soberanía plena. Dadas las dificultades del empeño, se piensa, sin embargo, que el nacionalismo vasco pretende situar al País Vasco al borde mismo de la separación, pero sin llegar a dar el último paso, una posición que le permitiría aprovechar, de hecho, las ventajas de una cuasi independencia y ahorrarse los inconvenientes de vivir a la intemperie, sin la cobertura y la interlocución que aporta un gran Estado.
El sueño nacionalista contempla fórmulas como la de un 'Estado vasco asociado a España', mira el caso de Puerto Rico (asociado a EE.UU.), se fija en la soberanía del land de Baviera, intenta sacar conclusiones del proceso de Quebec. Sea cual sea el desenlace, y al margen incluso del incipiente debate teórico sobre la economía política de la secesión vasca, el problema es que algunos analistas y un buen número de empresarios creen detectar ya perjuicios económicos reales derivados de la incertidumbre que cubre el horizonte político de Euskadi. En el documento que el Círculo de Empresarios Vascos entregó meses atrás a Ibarretxe, con el título El coste de la no España, se afirma que el discurso soberanista está incidiendo negativamente en la economía. 'Hemos soportado y soportamos el terrorismo, pero nuestro peor enemigo ahora es la incertidumbre política', afirma José María Vizcaíno, el presidente de ese club que agrupa a medio centenar de grandes empresas vascas. 'Tenemos que saber para qué luchamos y hacia dónde vamos. A mí me preocupa que los ciudadanos de fuera de Euskadi empiecen a no entendernos', indica. José María Vizcaíno habla de una sociedad vasca habituada a la inhibición y al silencio, de una burguesía mucho menos dinámica que la catalana, de una clase política impotente que no es capaz de darle una perspectiva clara al país y de actuar con coherencia. 'Asistimos', dice, 'a una fuga de capital humano impresionante. Perdemos centros de decisión: el BBVA, Iberdrola, el Grupo Correo; vemos empresas que buscan desarrollarse en otra parte. Se nos van las mejores promesas, buenos técnicos y financieros que no ven aquí oportunidades profesionales. Se nos van', apunta, 'no exactamente por la presión de ETA, sino por la atmósfera cerrada y de incertidumbre, por el ambiente, la falta de ilusiones, la tristeza que impera en tanta gente. ¿Y qué responde el sistema? El sistema dice que si se van es porque son malos vascos'.
Los teóricos aciertan en el caso vasco cuando indican que el terrorismo produce pérdidas de ingresos por turismo, un menor flujo de inversión extranjera, destrucción de infraestructuras y lo que denominan el 'coste de oportunidad' derivado de los recursos destinados a combatir la violencia, pero es posible que nunca llegue a saberse con exactitud el precio económico pagado por los vascos.
Pese a las dificultades del empeño, dos analistas: Alberto Abadie y Javier Gardezábal, han evaluado ese coste en el 10% del PIB vasco en un estudio en el que también extraen conclusiones de la favorable evolución de las cotizaciones en Bolsa que experimentaron las empresas vascas durante la tregua de ETA. El director de Estudios del Gobierno Vasco, Alberto Alberdi, cree, sin embargo, que el 'peso de la mochila' del terrorismo que soporta la economía vasca es imposible de cuantificar en términos de renta y productividad. 'Es posible que el coste de la violencia sea incluso mayor que esa cifra, pero me parece que no hay datos suficientes y por eso no me convence el análisis'.
A falta de un verdadero estudio, algo inexistente en la actualidad -del lado nacionalista, nadie ha pasado hasta ahora de una somera contraposición de argumentos-, Alberto Alberdi sostiene que el soberanismo no tiene por qué resultar traumático. 'El problema vendría en todo caso de una declaración de guerra comercial a muerte por parte de España, porque lo que falta precisamente', dice, 'es un talante liberal'. Al contrario que otros muchos economistas y hombres de empresa que coinciden en la idea de que fuera de la UE 'hace un frío de congelación', Alberto Alberdi afirma que seguramente se exagera el impacto de una hipotética expulsión de Euskadi de la UE. Y opina algo parecido sobre los efectos de la posible animadversión de los mercados españoles. 'Puede que al principio, durante algún tiempo, llegara a existir algo de eso; ha ocurrido, de hecho, en Checoslovaquia, pero supongo que luego las aguas volverían a sus cauces. No tiene porqué ser determinante'. Y añade: 'Además, tampoco tengo claro que a la UE le interesara mantener a Euskadi fuera de sus fronteras, porque podría encontrarse con un nuevo paraíso fiscal en Europa. Mi impresión es que los argumentos económicos no son determinantes', subraya, al tiempo que reconoce que tampoco está convencido de que la independencia traería consigo un grado de bienestar mayor que el que comporta actualmente la autonomía'.
El catedrático de Economía de la Universidad Complutense Mikel Buesa opina de forma bien distinta. 'Los datos contables demuestran que la economía vasca necesita mantener su alto nivel de conexión exterior para asegurar el funcionamiento de sus actividades productivas y generar las rentas correspondientes al nivel de vida actual de la población vasca', ha escrito en un artículo de próxima aparición. '¿Sería posible mantener esas actividades y rentas si finalmente el nacionalismo logra imponer la secesión en el País Vasco? La respuesta a esta cuestión es claramente negativa si se acepta que la secesión dejaría a Euskadi fuera de la UE, ya que las barreras arancelarias', argumenta, 'elevarían automáticamente los precios de esas exportaciones y reducirían su cuantía'. Según este catedrático, sólo el 'coste directo' de la 'no España' alcanzaría una cifra del orden del 9,5% del PIB vasco.
Basta señalar que todavía hace 15 años el Athletic de Bilbao era el club con más peñas de simpatizantes en España-, pero es como si ahora cobrara cuerpo la sospecha de que empiezan a rebasarse ciertos límites.
Alfonso Basagoiti cree firmemente que existe una animadversión hacia lo vasco y dice que convendría no minusvalorarla, aunque, como opina el presidente de la patronal Confesbask, Román Knorr, esa reacción no tenga, hoy por hoy, demasiado peso. A juicio del ex consejero vasco, se trata de una actitud sociológica de rechazo que no tiene en cuenta a la mitad de la población vasca, no nacionalista, y que ignora el hecho de que únicamente el 21% de la población dice estar por la independencia.
'Es una reacción que cuenta con el respaldo interesado político y mediático y que a veces', indica, 'está también inducida por intereses ilegítimos de pura competencia empresarial'. Basagoiti sostiene que pagar impuestos al País Vasco 'empieza a estar mal visto', y recuerda que cuando ABC y El Correo se fusionaron, un diario que compite con los dos primeros publicó el siguiente titular: 'ABC pagará sus impuestos en el País Vasco'. Piensa que hay que preocuparse seriamente cuando pagar impuestos a instituciones democráticas, como las diputaciones forales, suscita valoraciones negativas. Tiene más ejemplos. 'En la fusión BBV-Argentaria, un asunto que despertó mucho interés fue el de saber si la sede fiscal iba a estar aquí o allí. El entonces presidente del banco, Emilio Ibarra, tuvo que decir que la sede fiscal iba a estar en una ciudad tan española como Bilbao. No te dicen que eres un hijo de puta, pero sí que eres tibio cuando señalas que la culpa no está sólo en una parte, cuando les dices que el choque entre dos nacionalismos nos perjudica. Todo es tan sutil, como real', afirma Alfonso Basagoiti.
La exportación vasca de bienes de equipo y máquina herramienta está menos expuesta al boicoteo del consumidor español por la naturaleza discreta del producto, pero es un secreto a voces entre los empresarios del sector que el made in Euskadi no supone ya una ventaja en sí misma. Aunque hace dos años hubo una campaña por Internet contra una empresa cooperativa vasca de consumo, y recientemente la misma empresa ha denunciado judicialmente al ex presidente de Melilla, Enrique Palacios, por vincularla a HB, no parece, en efecto, que haya ninguna campaña organizada contra los productos vascos. Lo que sí hay son reacciones espontáneas individuales. Como la de este empresario de la construcción del Levante que ha dejado de equipar las viviendas que construye con los electrodomésticos del grupo vasco cooperativo. 'Son buenos fabricantes, pero también hay otras marcas en los mismos parámetros de calidad y precio. Yo opté por no comprarles cuando me di cuenta de que los de ETA no son sólo unos matados que actúan por su cuenta, sino que tienen detrás un entramado y financiación nacionalista. No, no tengo ninguna relación especial con el País Vasco; bueno, antes iba de vacaciones a San Sebastián, pero me toca mucho las narices lo que está pasando allí', dice. 'Por ejemplo, me parece intolerable la situación de los concejales del PP y del PSOE y la falta de respuesta del nacionalismo. Y que conste', añade, 'que no soy nacionalista, soy un tipo más bien de izquierdas que se siente de allí donde le tratan bien. A mí', señala, 'me da francamente igual que los vascos no se sientan españoles, que hagan lo que quieran. Lo que sí exijo es que se comporten como demócratas, que respeten a los demás. La mía es una decisión personal adoptada de común acuerdo con mis colaboradores, y aunque no conozco a nadie que haga este tipo de boicoteo, yo siempre pienso, como regla general, que lo que yo hago también lo están haciendo otros'.
Con unas ventas anuales cercanas a los 10.000.000.000 y una plantilla de más de 60.000 personas que en su mayor parte trabajan en otras regiones españolas, la Mondragón Corporación Cooperativa (MCC) es el primer grupo industrial y comercial del País Vasco. Sus empresas están más expuestas en este terreno, dada su destacada presencia en el mercado español, particularmente en el campo de la alimentación.
El presidente de MCC, Jesús Catania, ha declinado responder a las preguntas planteadas por este periódico, pero se sabe que es un asunto que le inquieta. '¡Cómo no le va a preocupar, si sabe que hay directores de centros de Eroski que buscan hacerse la foto junto al coronel de la Guardia Civil en las concentraciones de repulsa por los atentados para disipar cualquier atisbo de sospecha y desmentir las acusaciones de la competencia!', comenta un empresario.
Durante el encuentro que el Círculo de Empresarios mantuvo con Arnaldo Otegi en los tiempos de tregua, Jesús Catania rebatió contundentemente la teoría, expuesta por el líder de Batasuna, de que la independencia de Euskadi no supondría un problema económico siempre que los productos vascos continuaran manteniendo la relación calidad-precio. '¿Pero tú crees que podemos ir con la txapela a vender a España? Tenemos que ir con la bandera de la Unión Europea', le indicó a Arnaldo Otegi. Bien integradas en el Consejo Superior de Comercio, en el ICEX y en todos los foros de poder, las empresas del grupo han eliminado toda referencia vasca en sus catálogos, al tiempo que proclaman su españolidad, condición que exhiben como argumento frente a sus competidores franceses en el terreno del consumo.
El objeto de este estudio es examinar la hipótesis de que un territorio de un Estado miembro (como Escocia, Córcega, País Vasco o Cataluña), o incluso de varios estados miembros, de la Unión Europea decidiera escindirse y permanecer, o ingresar en la UE. Aunque tiene en cuenta distintas consideraciones políticas y económicas, trata de desarrollar las normas jurídicas que se aplicarían a este caso hipotético, para el que, sin embargo, no hay precedentes, sino pistas.
Nadie, que sepamos, ha esbozado hasta la fecha con cierta profundidad los elementos principales para un análisis teórico de tal hipotético caso. Distintos partidos nacionalistas que gobiernan regiones europeas pretenden ofrecer a los ciudadanos el mito de una nueva identidad colectiva, más nítida que la de los viejos Estados miembros, hoy convertidos en entidades plurales y abiertas. Parte de ellos han expresado, más o menos retóricamente, su deseo de que sus regiones se escindan en un futuro del Estado miembro al que pertenecen y formen parte de la Unión Europea como nuevo Estado desde el momento de la separación, es decir, permaneciendo todo momento en la Unión. Lo cual no es evidente, y puede resultar engañoso.
Ni la Unión ni sus Estados miembros tienen interés en favorecer el estallido de ninguno de sus miembros. Cabe opinar incluso lo contrario: en buena medida, la integración europea ha fortalecido a los Estados que participan en el proceso. Uno de los elementos más valiosos del proyecto europeo es el intento de unir preservando identidades, nacionales y subnacionales. Europa suplementa la capacidad nacional de formular un proyecto colectivo, limitando tanto el estatismo como el nacionalismo excesivo. En terminología de Joseph Weiler, la integración ha transformado a los Estados-nación en Estados miembros de la UE. Además, la inserción de un Estado miembro en una polis más amplia, una Unión que es verdadera Comunidad de Derecho, contribuye al respeto y protección de las minorías comprendidas en los territorios de los socios comunitarios.
Pero el refuerzo producido por el proceso de integración de sus unidades componentes no significa que no las haya cambiado: un Estado miembro no se define ya por su moneda, ni se definirá, un día, por su ejército. Incluso aunque su territorio siga siendo el mismo y sea un referente de identidad, sus fronteras con otros Estados de la Unión han perdido sustancia. En este sentido, la integración relativiza el concepto mismo de soberanía nacional. En virtud de la construcción europea, los ciudadanos de la Unión han visto alterarse el contenido real de sus constituciones nacionales y la forma en la que se gobiernan. Sus gobiernos tienen que aceptar decisiones obligatorias contra las que han votado en el Consejo de la UE. Con frecuencia la representación de intereses nacionales en Europa convive con la de otros intereses más fragmentados, y a veces más decisivos, en áreas como el comercio exterior o el mercado interior.
Los tratados originales comunitarios y sus posteriores reformas y añadidos no han previsto la posibilidad de que un Estado miembro deje de serlo, es decir, que se salga. Tampoco ningún Estado miembro quiere salirse. Sólo en previsión de los casos de descolonización se establecieron algunas disposiciones para que lo que eran territorios de un Estado se independizaran y dejaran de pertenecer a la Comunidad. También se abordó en su momento el caso de Groenlandia, que permaneció en su Estado, Dinamarca, pero fuera de la Comunidad Europea, es decir, el caso contrario al que nos ocupa.
Y, sin embargo, parece oportuno abordar las posibilidades que un territorio escindido de un Estado miembro tendría para permanecer en la UE y sus efectos previsibles. El territorio escindido, convertido en nuevo Estado, ¿acabaría negociando su adhesión como cualquier otro candidato a la Unión Europea o, por el contrario, podría conseguir su permanencia bajo una nueva forma? Sea como sea, el debate sobre la viabilidad de la opción que estudiamos es sólo la antesala del debate principal: el de su eventual idoneidad.
Antes de entrar en materia es conveniente mencionar la cuestión del tamaño económico óptimo del Estado, que se trata crecientemente en la literatura. Para el economista Robert J. Barrow "no existe relación alguna entre el crecimiento o el nivel de renta per cápita y el tamaño de un país, medido en función de su población o de su extensión". Los países pequeños pueden tener éxito y, de hecho "el tener un tamaño reducido favorece la apertura exterior porque la alternativa no sería viable económicamente". Ahora bien, una vez en la UE, con su mercado abierto, este tipo de razonamiento pierde fuerza. Además, no es lo mismo ser un Estado rico y bien adaptado al mundo actual que escindirse de un Estado para convertirse en Estado independiente y rico. Alberto Alesina y otros consideran que con el libre comercio el tamaño de los Estados deja de ser relevante para el tamaño de los mercados. Cuando unas economías pueden sacar provecho del efecto de escala de su integración económica en una unidad superior se reduce la necesidad de formar países grandes. Alesina llega incluso a la conclusión de que una mayor integración económica puede reducir en Europa la necesidad de una integración política, ya sea de los Estados o de la propia Unión Europea. Conviene recordar que el nivel de solidaridad interna que proporciona la UE es mínimo (el tope presupuestario de la Unión sigue en un 1,27% del PIB) y que esta función de redistribución, y la de creación de "bienes públicos" esenciales para las economías y el bienestar, corresponden básicamente aún al Estado. Asimismo, hay que tener en cuenta la cuestión de la capacidad negociadora internacional de un Estado para conseguir condiciones ventajosas. A este respecto, los Estados grandes tienen ventajas, aunque la pertenencia a la UE potencia las capacidades de los pequeños en las negociaciones extra-comunitarias.
Conviene también recordar que desde fuera de la UE, las expectativas de incorporación han servido en unas ocasiones de freno a tendencias secesionistas en el país aspirante, pero en otras de aliciente para las secesiones. Este último caso se ha dado cuando la escisión en un Estado europeo no miembro de la UE facilitaba el ingreso del territorio escindido en la Unión, como Eslovenia o Chequia. Eslovenia quería ingresar en la UE, pero sabía que no lo conseguiría junto a Serbia y otros en la antigua Yugoslavia. La explosión de aquel Estado federal comenzó en parte por Eslovenia. Evidentemente, el deseo de ingresar en la UE no es el único motivo de la decisión eslovena de separarse, pero contribuyó a ello. La historia le está dando la razón: Eslovenia está entre los primeros elegidos para la ampliación al Este de la UE. En parte se podría considerar algo parecido de la facilidad con que la parte checa admitió la separación de Eslovaquia en la antigua Checoslovaquia. Ahora, sin embargo, se plantea un problema. Pues la República Checa y Eslovaquia mantienen acuerdos bilaterales en el terreno comercial y otros que tendrían que romper si uno de ellos, pero no el otro, ingresara en la UE. Probablemente el problema se resuelva con periodos transitorios adecuados y con la aceleración del ingreso de Eslovaquia, para que se produzca si es posible al mismo tiempo que el de la República Checa.
Ningún territorio forma parte jurídicamente de la Unión sino como parte de un Estado (aunque no todos los territorios de un Estado forman parte de la UE, por ejemplo Groenlandia en el caso danés). Pero son los Estados miembros los que conservan competencia para definir su propio territorio. Esta competencia nacional encuentra limitaciones en el Derecho Internacional y también en el Derecho Comunitario, pues un Estado no puede modificar unilateralmente el territorio que es parte de la UE, entre otras razones porque supone la modificación del Tratado, formal o materialmente, y por la posible incidencia del citado territorio en las políticas comunes.
El debate más parecido que recientemente se ha dado en el plano europeo se ha concentrado no en la secesión, sino en la posibilidad de suspensión de los derechos de pertenencia en casos en los que un Estado miembro diera marcha atrás en su situación democrática: las modificaciones introducidas por el Tratado de la Unión Europea (TUE, modificado por el de Amsterdam) en los artículos 49 (condiciones de adhesión) y 7 (sanciones) indican la cautela europea sobre su propio futuro. El nuevo Tratado prevé la posibilidad de suspender en sus derechos aun Estado miembro por "violación grave y persistente" de los principios democráticos. Ha sido introducido en el nuevo Tratado sin que ningún Estado haya puesto dificultades, especialmente a instancias de Estados miembros partidarios de una rápida ampliación y, sin embargo, preocupados por el respeto futuro a estos principios en las nuevas democracias del Este. Este artículo 7 encarga al Consejo Europeo, compuesto por jefes de Estado o de Gobierno, la vigilancia del respeto a los derechos humanos y principios democráticos por parte de un Estado miembro. La tensión es difícil de resolver: si un Estado entra a formar parte de la UE se debería dar por descontada su naturaleza democrática y su respeto por los derechos fundamentales.
Otras mutaciones de territorio de los Estados miembros de la UE distintas a la secesión han tenido lugar en la historia de la Comunidad. Estos cambios han confirmado la vigencia del principio de competencia nacional sobre la definición del territorio, con sus distintos matices. Por ello, y, porque sirven para el argumento sobre la hipotética secesión y permanencia o ingreso, merece la pena estudiar casos como el de la salida sin secesión (Groenlandia); secesión y salida (Argelia); o unificación y entrada (Alemania).
a) Groenlandia: salida sin secesión
Aunque se trata de un caso inverso al que nos ocupa, guarda un claro paralelismo. Es el de una parte de un Estado miembro que decide no seguir siendo parte de la (entonces) Comunidad Europea. No fue simple. Pero puede llevar a algunas enseñanzas sobre el grado de complejidad que supondría tener que gestionar una escisión de un Estado dentro de la UE.
Groenlandia era, y es, parte de Dinamarca. Con 62.000 habitantes (42.000 esquimales y 10.000 daneses) no tenía estatuto de autonomía cuando se negoció el ingreso de Dinamarca en la Comunidad Económica Europea (CEE). Pero, pese a las resistencias en Groenlandia, Dinamarca decidió incorporar este territorio como comunitario. El referéndum danés de 1972 arrastró a Groenlandia a ingresar en la CEE como parte de Dinamarca el 1 de enero de 1973. De hecho, el entonces Consejo Provincial (Landsret) de Groenlandia había previamente pedido, en marzo de 1972, que el plebiscito en ese territorio se aplazase hasta que se pudiera difundir más información sobre la Comunidad Europea, y que, en todo caso, los votos de los groenlandeses no contaran en el referéndum danés si éste se acercaba a un empate. La petición del Landsret, sin embargo, se rechazó, pues ya se había firmado el Acta de Adhesión de Dinamarca. Una vez Groenlandia en la CEE, los pescadores comunitarios de alta mar, sobre todo alemanes, desplazaron una parte importante de su actividad hacia aguas de Groenlandia, donde se generó una reacción aún más contraria a la permanencia en la CEE.
El estatuto de autonomía para Groenlandia, aprobado el 29 de noviembre de 1978, entró en vigor el 1 de mayo de 1979. El 3 de abril de 1981, el Landsting (Parlamento) groenlandés decidió organizar un referéndum sobre la permanencia en la CEE, que se celebró el 23 de febrero de 1982, y en el que una mayoría (52%, algo menos que en 1972) se pronunció a favor de la salida de Groenlandia de la Comunidad. El Landsting decidió por unanimidad solicitarle al Gobierno danés que diera los pasos oportunos para sacar a Groenlandia de la CEE.
El 19 de mayo de ese año, el Gobierno danés presentó un memorándum al Consejo de Ministros comunitario, proponiendo unas modificaciones de los Tratados, basado en los artículos 96 del Tratado CECA, 236 del Tratado CEE, y 204 del Tratado Euratom (CEEA), solicitando que Groenlandia se incorporara a la lista de los Países y Territorios de Ultramar que figuraban en el Anexo IV del Tratado CEE.
Se negociaron estas reformas. La Comisión Europea hizo una propuesta: simplemente tres artículos para los tres tratados (CEE, CECA, CEEA) que rezaban: "El presente Tratado no se aplica a Groenlandia". Y la mención al Anexo IV, junto con algún ajuste más como un acuerdo de pesca entre Groenlandia y la CEE, además de un acuerdo de asociación. Groenlandia quedó vinculada a la CEE por un acuerdo de asociación especial, de una "forma mutuamente armoniosa", como señaló el Parlamento Europeo, que aprobó al respecto un dictamen no vinculante. Este Tratado fue aprobado por unanimidad y ratificado por todos los Estados miembros y se publicó en el Diario Oficial del 1 de febrero de 1985. Era, como señaló el Parlamento Europeo, "la primera vez que el Gobierno de un Estado miembro solicita exclusión de la jurisdicción de los Tratados para una parte de su territorio que, aunque se le haya concedido una amplia autonomía, sigue siendo parte de la estructura de ese Estado". Hoy, con la proliferación de políticas y programas y legislación comunitaria, resultaría mucho más compleja la negociación de la salida de la jurisdicción de los Tratados de un territorio como Groenlandia, pese a tener una economía relativamente simple.
A diferencia de lo ocurrido con Groenlandia, cuando Dinamarca ingresó en la CEE, expresamente dejó fuera a las islas Feroe, pertenecientes al Reino, aunque dejó abierta la posibilidad de su eventual posterior ingreso (art. 227 V CEE). Las Feroe tenían un estatuto de autonomía desde 1948, según el cual, la legislación danesa y los tratados internacionales que firme Dinamarca (aunque mantenga el Gobierno las relaciones exteriores) sólo se aplican en las islas si éstas dan su consentimiento. Temores nacionalistas, culturales y de recursos pesqueros para un pueblo de 40.000 habitantes, llevaron a las Feroe a optar por quedarse fuera de la CEE. Dinamarca intentó en las negociaciones de adhesión buscar un acuerdo satisfactorio para las Feroe dentro de la CEE, y no fuera, pues el único estatuto externo posible entonces era el de país y territorio de ultramar, pensado para no europeos. Las Feroe obtuvieron este estatuto y un plazo de tres años para poder ingresar en la CEE, optando por no ejercitar este derecho.
b) Argelia: Independencia y salida
Argelia era un Departamento de Francia -es decir, parte de la República- cuando se negoció y entró en vigor tanto el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, como el posterior Tratado de Roma (art. 227.2 TCEE), Con la misma consideración que los Departamentos de ultramar franceses (Martinica, Guadalupe, Guyana y Reunión).
Esto significaba que Argelia entraba en el campo de aplicación territorial del Tratado CEE, con las "modulaciones" previstas en el citado artículo (con un estatuto parecido al de Canarias en la actualidad), un caso de "aplicación parcial" de los tratados. Argelia no entraba en el ámbito de aplicación del Tratado CECA. Un Protocolo anejo al Tratado de Roma de 1957 preveía que en la primera revisión del Tratado de la CECA se solucionaría la cuestión. Naturalmente, con la independencia de Argelia en 1962, dicho protocolo nunca se desarrolló.
La independencia de Argelia y su constitución como nuevo Estado significó su salida de la CEE, pero nunca se formalizó. Entra en la categoría de modificaciones no expresamente previstas por el Tratado, pero aceptadas por interpretación. La mención a Argelia sólo fue eliminada del texto por el Tratado de Maastricht (TUE) en 1992, con la desaparición del art. 227. Fue un caso en que un Estado miembro modificó el alcance de su territorio tan sólo con el consentimiento tácito de los demás Estados.
c) Alemania: unificación y entrada
Algo similar, desde el punto de vista jurídico, ocurrió con la unificación de Alemania, con la incorporación de lo que antes había sido territorio de un Estado distinto, la República Democrática Alemana (RDA), no miembro de la UE. Ésta modificó el alcance de su territorio, lo que no implicó cambio en los tratados -pues el Estado miembro seguía siendo el mismo-, aunque sí una compleja negociación sobre adaptaciones y transiciones para la aplicación de las políticas comunitarias en los nuevos Länder del Este. También posteriormente hubo que negociar otros aspectos, como la modificación en el Tratado de Maastricht el número de escaños en el Parlamento Europeo que correspondían a Alemania.
La Ley Fundamental de Bonn ofrecía dos vías para la unificación, el artículo 23 y el artículo 1465. Los alemanes eligieron el artículo 23, ya que contemplaba la posibilidad de extender la vigencia de la Ley Fundamental a otras partes de Alemania, sin alterar su orden constitucional ni tampoco los fundamentos jurídicos de su adhesión a la Comunidad Europea. El artículo 146 hubiera llevado a la redacción de una nueva Constitución ya un debate peliagudo sobre si se había creado un nuevo Estado a partir de los dos anteriores. Es cierto que la mayoría de los constitucionalistas alemanes opinaban que el 146 no conducía a la fundación de un nuevo Estado. De ser así, la nueva Alemania debería haber negociado su adhesión al a Comunidad Europea.
El artículo 23, en cambio, permitía la integración de la población y el territorio de la RDA en las instituciones federales existentes. La RDA quedaba disuelta y sin Estado sucesor. El artículo 23 también era de posible aplicación a "otras partes de Alemania", pero en las negociaciones bilaterales con Polonia se limitó esta vía. De hecho, tras la unificación el artículo fue suprimido y las alusiones del Preámbulo de la Ley Fundamental a futuras unificaciones fueron eliminadas.
Alemania recibió en su empresa unificadora el apoyo decidido de la Comisión Europea, presidida entonces por Jacques Delors, y del Parlamento Europeo, que reconoció el derecho de los alemanes del Este a formar parte de una Alemania y una Europa unidas. El Consejo Europeo de abril de 1990, celebrado en Dublín bajo presidencia irlandesa, aprobó un Documento sobre la unidad alemana, que reconocía el derecho a la autodeterminación del pueblo alemán y aceptaba la vía rápida del artículo 23, con lo que algunos jefes de Gobierno hacían de la necesidad virtud y olvidaban sus reticencias iniciales a una unificación acelerada y no tutelada internacionalmente.
Los alemanes decidieron que los Tratados comunitarios serían aplicados tal cual en todo nuevo territorio tras la unificación, sin necesidad de renegociar su contenido con la CE y de recibir el consentimiento de los demás Estados miembros. Alemania contaría con casi ochenta millones de habitantes, pero conservaría su mismo número de votos en el Consejo y sus dos comisarios. Sólo con la reforma de Maastricht se rompió su igualdad con los otros grandes de la UE y se le permitió a Alemania crecer en número de diputados europeos por encima de los demás.
Desde la perspectiva del Derecho Comunitario, las normas europeas se seguían aplicando en toda Alemania, de acuerdo con el antiguo artículo 227 del Tratado CE, que se limitaba a enumerar los territorios sujetos al derecho comunitario. Lo único que variaba era la definición de la extensión del territorio alemán, una cuestión de derecho interno y de Derecho Internacional Público, pero que produjo una alteración del estatuto jurídico de Alemania en la CE. La CE adelantó al 1 de julio de 1990 la vigencia en la antigua RDA de las normas europeas que dan lugar a una unión aduanera, unos meses antes de la unificación formal de las dos Alemanias. Con la unificación, Alemania pactó algunos periodos transitorios para la aplicación de normas europeas en los länder de la antigua RDA, no acostumbrados al funcionamiento del libre mercado y en una situación económica y social delicada.
Los casos de Groenlandia, Argelia y Alemania son distintos al caso de escisión y permanencia e ingreso en la UE. Sin embargo, ilustran el principio de competencia nacional sobre modificaciones del territorio de un Estado miembro, con algunas limitaciones de derecho europeo, pues, en dos de los casos, los otros Estados miembros también tuvieron que dar su consentimiento, mientras el de Argelia es una situación de hechos consumados, pero que no planteaba problemas prácticos pues era un territorio que se independizó y se salió de la UE.
Estas limitaciones no impiden que un Estado expulse una parte de su territorio, pues a él le corresponde la definición de su alcance geográfico. Un jurista de renombre como C. D. Ehlerman, antiguo director general de los Servicios Jurídicos de la Comisión Europea, ha considerado que "los Estados miembros conservan el poder para definir el alcance de su territorio"6. Es, pues, al Estado miembro a quien corresponde fijar su alcance territorial. Aunque este principio debe ser complementado por otro, según el cual el Estado no puede hacerlo unilateralmente si ello implica modificación de los tratados o de la aplicación de las políticas comunitarias. Pues práctica establecida es que con los años se han creado unos vínculos jurídicos y políticos en la UE que impiden la marcha atrás respecto a la pertenencia de un territorio. En este sentido, no existe la posibilidad de una inaplicación efectiva de normas comunitarias a través de una declaración unilateral, salvo las salvaguardias por razones de seguridad previstas en el propio Tratado.
Es decir, que la integración produce efectos no sólo a través de la definición del territorio, sino esencialmente de la aplicación de políticas. Así, las Islas Canarias se incorporaron en 1986 a la CE como parte de España, quedando exenta de la aplicación de algunas políticas comunes. Los posteriores cambios en la situación comunitaria de Canarias han requerido la aprobación de todos los Estados miembros de la UE.
En este sentido, se está desarrollando otro factor adicional que actúa en contra de las posibilidades -e incluso del posible sentido- de las escisiones: el euro. En el Tratado de Maastricht que sirve de diseño jurídico-constitucional a la construcción de la Unión Económica y Monetaria se señalan las posibles condiciones para la entrada en el euro, pero no hay indicación alguna sobre posibles salidas de un país de la Unión Monetaria, algo que resultaría incluso más difícil una vez que esté en circulación el euro físico en el 2002 y desaparezcan las denominaciones nacionales. Técnicamente, al constituirse en nuevo Estado, el territorio escindido dejaría de ser parte de la Unión Monetaria y tendría que renegociar su ingreso, en caso de que lo quisiera, lo que le obligaría a constituir (como, por cierto, lo hizo Luxemburgo para participar en el Sistema Europeo de Bancos Centrales) un Banco Central propio y a cumplir los requisitos que hubiere en ese momento, lo cual implica una nueva contabilidad nacional. En resumen, cabe señalar que el euro, además de relativizar el concepto de soberanía en materia monetaria, es un factor suplementario en contra de las escisiones en la UE por los elevados costes de transacción que supone salir y entrar de nuevo en la moneda única, para lo que habría que crear un banco central, aprobar nuevas normas y cumplir antiguos o nuevos criterios de convergencia o de funcionamiento.
Pero lo más importante es que la Unión no decide sobre posibles mutaciones de los territorios nacionales. Sólo sobre sus consecuencias para la UE. No hay territorios miembros de la UE, sino Estados. Ahora bien, una escisión genera expectativas. Formalmente, hasta que la región escindida se constituyera en Estado, un proceso que sería arduo, no estaría en situación de poder ser, o de volver a ser, territorio de la Unión. En lo que sigue se estudiarán las condiciones de la escisión y las de la vinculación (mediante permanencia o incorporación) del nuevo Estado.
La guerra fría terminó por el derrumbe de uno de sus contendientes. El proceso de reformas iniciado por M. S. Gorbachov en 1985 precipitó una dinámica que terminó llevándose por delante la propia existencia del estado fundado por Lenin.
En medio de una profunda crisis económica, con una población gracias a la glasnost (transparencia) cada vez más consciente de la crueldad y la corrupción que había caracterizado la dictadura soviética, el nacionalismo vino a actuar como factor incontenible de disgregación del estado soviético, heredero del Imperio zarista.
El movimiento centrífugo se inició en las repúblicas bálticas, que durante el otoño de 1989 dejaron claro su intención de romper los lazos con un estado al que se habían unido como víctimas del Pacto que firmaron Molotov y Von Ribbentrop en 1939. Paralelamente el nacionalismo aparecía en las repúblicas caucásicas, azuzado por el enfrentamiento entre armenios y azeríes en Nagorno-Karabaj en 1988.
Cuando en febrero de 1990, Gorbachov dio un paso adelante en su perestroika (reestructuración) renunciando al monopolio político del PCUS y convocando elecciones parcialmente pluralistas, se encontró con que en Lituania, Letonia, Estonia y Moldavia ganaban las fuerzas políticas independentistas. Lituania declaró inmediatamente su independencia, sentando un precedente para las demás repúblicas que constituían la URSS.
La desintegración de la URSS no vino, sin embargo, motivada por las reivindicaciones de los pequeños pueblos bálticos. El movimiento que definitivamente derrumbó la URSS vino... de Rusia, la nación que había construido el imperio zarista, antecesor del estado soviético. En mayo de 1990, Borís Yeltsin, quien había sido expulsado del PCUS en 1987, fue elegido presidente del Parlamento ruso. Desde esa posición de poder, Yeltsin impulsó medidas que precipitaron el fin de la Unión Soviética.
En julio de 1990, el XXVIII Congreso del PCUS constató la acelerada decadencia del partido que había aglutinado al estado soviética durante décadas. El propio ministro de asuntos exteriores Eduard Shevarnadze dimitió en diciembre de 1990 en protesta por lo que el veía como un inminente golpe de estado que devolvería al país a la época de Breznev.
Acorralado entre las fuerzas comunistas conservadoras que buscaban una vuelta atrás en el proceso de reformas y las fuerzas reformistas y nacionalistas, Gorbachov trató de negociar un nuevo Tratado de la Unión que reconstruyera sobre nuevas bases de mayor libertad nacional la antigua URSS. Sin embargo, los comunistas ortodoxos trataron de imponer una solución de fuerza, el 19 de agosto de 1991, Gorbachov era secuestrado en su residencia de veraneo en el Mar Negro y un grupo de comunistas de la línea dura se ponían al frente de un golpe militar. La falta de unidad en el ejército y las acciones de protesta popular en Moscú hicieron fracasar el golpe. Fue el momento de Borís Yeltsin, quién se puso al frente de la protesta contra el golpe en la capital del país.
El golpe militar frustrado fue como la señal de alarma que precipitó la huida precipitada de todas las repúblicas de una Unión Soviética que a nadie ya interesaba. Mientras el PCUS, el instrumento político que había aglutinado a la URSS, era prohibido.
El 1 de diciembre de 1991, el 90.3 % de los ucranianos votaron por la independencia. El 8 de ese mes, en una solución improvisada sobre la marcha, los líderes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, Borís Yeltsin, Leonid Kravchuk y Stanislav Shushkevich, se encontraron cerca de Brest-Litovsk y acordaron la denominada Declaración de Belovezhskaya Pusha: las tres repúblicas eslavas abandonaban la URSS y formaban una así llamada Confederación de Estados Independientes. El 21 de diciembre, en un encuentro celebrado Almá Atá, ocho de los doce repúblicas restantes de la URSS (Estonia, Letonia, Lituania y Moldavia habían optado por la independencia pura y simple) siguieron el ejemplo de Rusia, Ucrania y Bielorrusia.
Impotente y abandonado por casi todos, Gorbachov dimitió como Presidente de la URSS el día 25 de diciembre de 1991. La bandera roja soviética era arriada en el Kremlin de Moscú. La bandera rusa la sustituía. Rusia tomaba el relevo de la URSS en la escena internacional: las embajadas, el puesto permanente en el Consejo de Seguridad, el control del armamento nuclear soviético... Sin embargo, el mundo bipolar de la guerra fría había tocado a su fin. Anunciado por el presidente Bush a principios de 1991, nacía un "nuevo orden mundial".
Las revoluciones de 1989 en la Europa oriental habían supuesto un acontecimiento histórico de múltiple resonancia. Por un lado, constituyeron el derrumbe de los sistemas comunistas construidos tras 1945, por otro, significaron la pérdida de la zona de influencia que la URSS había construido tras su victoria contra el nazismo y que muchos no dudaban en denominar "imperio soviético".
La guerra fría, el enfrentamiento que había marcado las relaciones internacionales desde el fin de la segunda guerra mundial, va a terminar de una forma que nadie se hubiera atrevido a pronosticar unos años antes, por el derrumbe y desintegración de uno de los contendientes. El fin de la guerra fría y la desaparición de la Unión Soviética son dos fenómenos paralelos que cambiarán radicalmente el mundo.
Los historiadores no se ponen de acuerdo en señalar el momento en el que la guerra fría concluyó. Veamos los principales acontecimientos diplomáticos que jalonaron los años 1989, 1990 y 1991:
Para muchos, la Cumbre de Malta entre el presidente norteamericano George Bush (padre del actual Presidente Norteamericano) y Gorbachov marcó el fin de la guerra fría. Ambos líderes se reunieron en el buque Máximo Gorki fondeado en las costas de Malta el 2 y 3 de diciembre de 1989. Pocas semanas después de la caída del Muro de Berlín los dos mandatarios se reunieron para comentar los vertiginosos cambios que estaba viviendo Europa y proclamaron oficialmente el inicio de una "nueva era en las relaciones internacionales" y el fin de las tensiones que habían definido a la guerra fría. Bush afirmó su intención de ayudar a que la URSS se integrara en la comunidad internacional y pidió a los hombres de negocios norteamericanos que "ayudaran a Mijaíl Gorbachov". Este proclamó solemnemente que "el mundo terminaba una época de guerra fría (...) e iniciaba un período de paz prolongada".
Otros señalan que el fin del conflicto tuvo lugar el 21 de noviembre de 1990, cuando los EE.UU., la URSS y otros treinta estados participantes en la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa firmaron la Carta de París, un documento que tenía como principal finalidad regular las relaciones internacionales tras el fin de la guerra fría. La Carta incluía un pacto de no agresión entre la OTAN y el Pacto de Varsovia. El presidente Bush manifestó tras firmar el documento: "Hemos cerrado un capítulo de la historia. La guerra fría ha terminado."
Sólo dos días antes se había firmado Tratado sobre Fuerzas Convencionales en Europa que suponía una fuerte reducción de tropas y armamento no nuclear en el continente. Tras entablar negociaciones en Viena en marzo de 1989, se llegó al acuerdo de que ambas superpotencias debían reducir sus tropas en Europa a 195.000 hombres cada una. Se partía de la presencia de 600.000 soldados soviéticos y 350.000 norteamericanos.
El 16 de enero de 1991 la coalición internacional dirigida por EE.UU. inició su ataque para desalojar a los invasores iraquíes de Kuwait. El apoyo soviético a las sanciones de la ONU que finalmente llevarían al desencadenamiento de la Guerra del Golfo fue acordado en la cumbre de Helsinki, celebrada el 9 de septiembre anterior entre Bush (padre) y Gorbachov. Este apoyo era un ejemplo palpable del fin del antagonismo y de la supremacía norteamericana.
El 1 de julio de 1991, tras las revoluciones de 1989 y en pleno proceso de descomposición del estado soviético, el "Tratado de amistad, cooperación y asistencia mutua" firmado en Varsovia en 1955, el Pacto de Varsovia, desapareció. La OTAN quedaba como la única gran alianza militar en el mundo.
Finalmente, el 31 de julio de 1991, Bush y Gorbachov firmaban en Moscú el Tratado START I de reducción de armas estratégicas. Este acuerdo fue rápidamente superado al año siguiente, el 16 de junio de 1992, por la firma de Bush y el nuevo líder ruso Yeltsin del Tratado START II. Los dos antiguos contendientes acordaron importantes reducciones en sus arsenales nucleares.
En un proceso enormemente rápido la URSS y los EE.UU. pusieron fin al largo enfrentamiento que habían iniciado tras el fin de la segunda guerra mundial El orden establecido en Yalta se derrumbó ante la mirada atónita del mundo en unos pocos meses.
En la víspera de Navidad de 1991, hace exactamente una década, Mijail Gorbachov se presentaba frente a las cámaras de TV para anunciar su renuncia como presidente de la URSS, la cual dejaría de existir oficialmente ese 31 de diciembre. Con ese anuncio, la burocracia estalinista culminaba su larga tarea de destrucción del Estado surgido de la Revolución de Octubre de 1917.
En realidad, la URSS ya había dejado de existir efectivamente desde el fracaso del golpe del KGB (Comité para la Seguridad del Estado) de octubre de 1991. "Con la derrota del golpe (...) el viejo aparato estatal de la Unión Soviética se ha quebrado, con el derrumbe de la KGB y el Partido Comunista. En su lugar hay un sistema estatal armado de retazos, que a partir de ahora oscilará entre un dislocamiento completo o una dictadura cívico militar basada en las fuerzas burocrático-restauracionistas que enfrentaron el golpe. La Unión Soviética, como unidad estatal efectiva ha dejado de existir, y lo mismo debe decirse de la URSS como un Estado obrero".
Pero el mismo golpe no había sido más que un intento desesperado de frenar la descomposición estatal. Desde abril de 1991 se venía discutiendo la redacción de un nuevo "Tratado de la Unión" que reconociera las "libertades" conquistadas por las camarillas burocráticas de las repúblicas, adaptara la organización del Estado a las tendencias centrífugas desatadas por el proceso de restauración capitalista en curso y, a la vez, pusiera un freno a la tendencia a la disolución del Estado federal.
El texto del nuevo "Tratado" fue escrito y reescrito decenas de veces pero nunca salió del papel, porque lo que estaba en juego era la distribución de los recursos de la ex URSS entre las distintas camarillas empresarias y regionales, con vistas a la privatización y a la restauración capitalista. En los dos años previos, los burócratas de las empresas "soviéticas" habían fugado unos 60.000 millones de dólares...
En los meses que fueron del golpe a la disolución formal de la URSS, se produjo una enorme transferencia de recursos hacia las camarillas de las diferentes republicas. Business Week informaba entonces que "el fracaso del golpe dio nuevo impulso a las grandes liquidaciones. En muchos casos, los bienes estatales fueron transferidos del gobierno central de Moscú a las repúblicas. Bielorrusia, por ejemplo, recibió derechos sobre todos los bienes del sector de aviación de su territorio que incluyen aeropuertos domésticos, cuatrocientos aviones y el aeropuerto internacional de Minsk".
La Comunidad de Estados Independientes (CEI) que vino a reemplazar de apuro a la desaparecida Unión Soviética, fue "un recurso transitorio para evitar la guerra (por el reparto de los recursos entre las camarillas burocráticas), una especie de tregua, lo cual de ningún modo debe servir para la reconstrucción del Estado, sea en Rusia, o en Ucrania, mucho menos para convertir a la ex URSS en un Estado federal". Hasta el golpe de octubre, el imperialismo había mantenido una política de conservación de la unidad de la URSS, aunque en el marco de un nuevo "Tratado". A principios de 1991, el FMI fue muy claro al respecto, en particular en lo que se refiere al mantenimiento del centralismo en materia presupuestaria y monetaria. Por ese motivo, tanto Bush (padre) como Margaret Thatcher y H. Kohl apoyaron inicialmente a los golpistas del KGB.
Pero el imperialismo debió adaptarse a la disolución de la URSS como se había adaptado, dos años antes, al derrumbe imparable de la RDA. Zbigniew Brzezinski, ex asesor del Presidente Jimmy Carter y figura influyente de la política exterior norteamericana, reveló que había discutido con los dirigentes ucranianos la formación de una "Comunidad de Estados" similar a la Commonwealth británica. Bush padre, entonces presidente norteamericano, revisó y corrigió el discurso en que Yeltsin proclamó la defunción de la URSS.
"La Comunidad nació entonces como un compromiso inestable, incluso con el propio imperialismo".
La desintegración de la URSS fue la consecuencia de las tendencias centrífugas ahogadas por la burocracia estaliniana y el Estado burocrático. Detrás de la fachada de la URSS existía un enorme descontento nacional, incluso en la nacionalidad rusa. La disolución de la URSS, sin embargo, sólo reemplazó la dictadura de la burocracia central por la dictadura de las burocracias locales, asociadas a su vez con el imperialismo mundial. Más aún, tampoco la burocracia rusa dejó de ejercer su supremacía sobre las restantes camarillas nacionales, a través de la CEI y de acuerdos bilaterales, que normalmente establecían tropas rusas en las repúblicas periféricas.
"La independencia nacional de las repúblicas sigue siendo una tarea revolucionaria (...) No puede haber independencia efectiva de las repúblicas sin la expulsión de la burocracia estalinista y tampoco habrá revolución sin darle un contenido antioburocrático y antirestauracionista a los reclamos independentistas de las masas de las repúblicas".
Con la desintegración de la URSS y el ascenso de Yeltsin al poder en Rusia, el proceso de la restauración capitalista asumió un ritmo acelerado. Privatizó en masa empresas, consorcios industriales, yacimientos y minas en beneficio de una pequeñísima capa de burócratas, mediante procedimientos que fueron definidos por numerosos observadores como "delictivos", "criminales", "mafiosos". En consonancia, las masas sufrieron un retroceso sin precedentes en sus condiciones de vida.
Todo esto acentuó el retroceso de la economía rusa. La producción "tanto industrial como agrícola" continuó cayendo en picada; la dependencia del endeudamiento externo creció y el retraso relativo de la economía se profundizó. También agudizó la tendencia a la descomposición estatal de la propia Rusia, como se puso en evidencia en la guerra de Chechenia.
Cuando este proceso de descomposición económica y estatal llevó a la cesación de pagos de Rusia en 1998 y a una gruesa crisis financiera internacional, la burocracia abandonó el macaneo independentista. Con el ascenso de Vladimir Putin, la burocracia (y el imperialismo) intentan ponerle un límite a la disolución rusa y reconstruir el Estado centralizado: por eso relanza la guerra contra Chechenia y se enfrenta a los "barones" locales para reconstruir la autoridad de Moscú.
Pero el proceso político que llevó a la disolución de la URSS tuvo lugar, históricamente, en el cuadro de una crisis excepcional del capitalismo mundial, luego de la derrota yanqui en Vietnam. Entre 1970 y 1990, la tasa de crecimiento de la economía mundial cae a la mitad de la registrada en las dos décadas anteriores.
Se produce una seguidilla de crisis económicas, "interrumpidas" por "recuperaciones" extremadamente frágiles y cortas. En 1973, estalla la "crisis del petróleo"; en 1975/77, la crisis inflacionaria en los países imperialistas; en 1980, la recesión e hiperinflación en Estados Unidos; en 1982, la crisis desatada por la deuda latinoamericana; en 1987, se derrumba Wall Street; en 1990/92, se combina la recesión norteamericana, la crisis financiera en los Estados Unidos (compañías de ahorro y préstamo), las devaluaciones europeas y, muy importante, el inicio de la larga y aún inconclusa depresión japonesa; en 1997, se derrumba Asia; en el 98, Rusia; un año más tarde, Brasil; y luego Argentina, Turquía, la burbuja Internet y la Bolsa de Wall Street. La colonización capitalista de Rusia tiene un carácter esencialmente destructivo porque no hay lugar para las fábricas rusas, ucranianas o bielorrusas en un mercado mundial saturado de mercancías y capitales excedentes.
La disolución de la URSS puso en evidencia que la burocracia no sólo había agotado todas sus posibilidades de desarrollo; mostró también que había fracasado el intento de saltar esta barrera mediante la integración económica, financiera y política con el capitalismo mundial. La crisis mundial había convertido a la URSS y al "bloque soviético", con sus monumentales deudas externas, en "el eslabón más débil de la cadena" de la economía mundial dominada por el capital financiero.
La inviabilidad histórica de los regímenes burocráticos "la inviabilidad de la autarquía, la política de saqueo de la burocracia que iba destruyendo las bases sociales del Estado obrero, la presión del capitalismo mundial" se materializó en la forma de una lucha de clases determinada. El primer antecedente fue la huelga general polaca de 1980, la ocupación de los astilleros y el surgimiento del sindicato Solidaridad. Aterrorizada, la burocracia buscó una asociación política y social más estrecha con el imperialismo y resguardar sus privilegios amenazados por la vía de la restauración de la propiedad privada. El propio Gorbachov, en sus Memorias, reconoce el papel del levantamiento polaco en el lanzamiento de la perestroika, que fue antes que nada un movimiento defensivo de la burocracia ante el temor que despertaban las crecientes huelgas y manifestaciones en la propia URSS.
El derrumbe de la URSS, que es una consecuencia de la inviabilidad histórica de la burocracia estalinista y de su fracaso para superar estos límites mediante la asociación con el imperialismo, puso al desnudo el cuadro de derrumbe potencial de la economía mundial dominada por el capital financiero. En resumen, el derrumbe de la URSS fue una expresión mayúscula de la crisis mundial.
Cuando todos hablaban del "fracaso del socialismo", la Prensa Obrera se empeñó en demostrar que "la experiencia de la descomunal desintegración del Estado provocada por todas las alas y por todas las tentativas políticas de la burocracia restauracionista y sus aliados capitalistas, simplemente demuestra que el comunismo es la salida a la muerte del comunismo".
Aunque reconocía que el proletariado había recibido un serio golpe con la destrucción de la propiedad estatal y sus conquistas sociales, la Prensa Obrera sostuvo que el factor dominante de la situación creada con la disolución de la URSS era la agudización de la crisis y de la lucha de clases a escala mundial.
Diez años después de estos acontecimientos, las escenas de la "toma del Palacio de Invierno" que transmite la TV a todo el mundo tienen lugar en la Plaza de Mayo y con la activa participación del partido que, diez años antes, había anticipando que la consecuencia del derrumbe de la URSS sería un avance sin precedentes de la crisis revolucionaria a escala mundial.
Este autor continúa profundizando su obra, orientada a la construcción de una Teoría de las Relaciones Internacionales desde la perspectiva de los países que no tienen poder, que son más de los dos tercios del planeta, iniciada hace varios años con "El Orden Mundial del siglo XXI", publicado en 1998. Esta vez, estudia la construcción del orden mundial en la etapa post-bipolar.
El hecho dominante de nuestro tiempo, es el cambio que hubo del sistema internacional creado en 1648 por el Tratado de Westfalia a un nuevo sistema en proceso de gestación. Los principios de Westfalia basaban el orden en la soberanía de los Estados. Dejaron de regir los principios soberanos basados en Westfalia. Habría que redefinir los principios clásicos de la organización mundial y de la política exterior. Desde la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la URSS en 1991, que marcaron el fin del sistema bipolar, las tendencias se centraron en el "eje" económico con un alto índice de transnacionalización en el funcionamiento del sistema mundial. EUA, cuyas ventajas comparativas y competitivas, exclusivas y excluyentes, se hallan en el "eje" estratégico-militar, siguió operando, de manera tal de volcar las tendencias del sistema hacia este "eje". Los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 confirmaron esta aspiración, toda vez que ahora el sistema, principalmente, gira alrededor del "eje" estratégico-militar y secundariamente alrededor del económico, permitiendo que adopte una configuración imperial, aunque no totalmente concretada.
Coincidentemente con la finalización del sistema bipolar, se observa un notable declive del actor central del sistema, el Estado-Nación, dando lugar, en términos del autor, al fin de una "Macro-Etapa", la del Estado-Nación, para inciarse una nueva, en la que el Estado adoptará características diferentes a la del Estado-Nación. Entretanto, el "direccionamiento" del sistema sigue los criterios del/los más poderoso/s.
Las "autoridades de hecho "son los actores más poderosos que hacen uso de las estructuras institucionales, para que las reglas, generadas por ellos, se implementen y se cumplan. De esto resulta el régimen internacional, que responde a la estructura del sistema. Cuando la estructura cambia, lo hace también el régimen y el orden, y el sistema será recreado y "re-estructurado". La complejidad creciente se da en el sistema, que cada vez tiene mayor cantidad de actores que se interrelacionan e intercondicionan y, a su vez, éstos, se vuelven "heterogéneos".
El sistema internacional del siglo XIX era "eurocéntrico", basado en una "pentarquía" y una gran periferia subordinada de diferente manera al orden impuesto o irradiado desde Europa. En el siglo XX, Naciones Unidas, fue creada por 52 Estados. Para fines de los ´60, el proceso masivo de descolonización en Africa, más que duplicó los Estados miembros del organismo mundial. Para los años 70 aparecieron las empresas multinacionales y otro tipo de actores transnacionales, que operaban como grupos de presión. Hacia fines del siglo XX los Estados-Nación, debido principalmente al proceso de fragmentación, llegaron a aproximadamente 200, acompañados de un gran número de actores transnacionales de diferente tipo. El sistema actual, a diferencia de los sistemas anteriores, está conformado por una diversidad de actores en cantidad y miembros, representados de esta manera: por un lado, por el Estado-Nación, que progresivamente ha ido abandonando y/o perdiendo su rol de actor para transformarse en gestor; por el otro los actores transnacionales con fines de lucro que han crecido en poder de decisión y, finalmente, la sociedad civil que comienza a tomar en sus propias manos su propio destino. Estos constituyen los miembros del nuevo sistema mundial, heterogéneo, pero del que saldrán las nuevas pautas de orden mundial. Hace unas semanas , el Presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, declaró que si una región se independiza de un país socio, dejaría automáticamente de formar parte de la Unión Europea (UE). Esta región, por el mero hecho de su independencia, se convertiría en un tercer país en relación con la UE y, desde ese mismo momento, los tratados comunitarios dejarían de serles de aplicación. No obstante, señala el presidente del Ejecutivo comunitario, la región en cuestión tendría la posibilidad de solicitar la adhesión a la UE mediante los cauces habituales a tal efecto. En este sentido, la aceptación de este nuevo Estado independiente en el seno de la Unión requeriría la aprobación unánime de los países comunitarios y la ratificación de sus respectivos parlamentos nacionales.
Las declaraciones de Prodi parecen advertir del riesgo o de los efectos perversos que incurrirían aquellas regiones que quisieran desvincularse de un país socio de la UE. La salida del proceso de integración europea supondría, sin lugar a dudas, un coste demasiado alto. Pero esta consecuencia sólo sería el resultado final de un largo proceso que se habría iniciado dentro de las fronteras de un Estado miembro. Sin embargo, ¿es legítima la secesión desde un punto de vista democrático? Si la respuesta a esta cuestión es afirmativa, ¿cuál debería ser el procedimiento a seguir?, ¿es justa la inmediata exclusión de estas regiones de la UE?. Estas son algunas de las muchas preguntas que se podrían formular a la hora de analizar el derecho a la secesión, su alcance y sus repercusiones prácticas en el marco europeo.
Comparto la corriente de opinión de algunos filósofos políticos sobre el componente democrático de la secesión. La secesión es el acto definitivo de la autodeterminación, y la autodeterminación es, a su vez, la idea central de la democracia. Las resoluciones 1514 y 2625 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, entre otras, proclaman el principio, también el derecho, a la libre determinación de los pueblos. Sin embrago, cabe señalar que tanto la Carta de las Naciones Unidas como dichas resoluciones reconocen, también, el derecho de los Estados a preservar su integridad territorial de los intentos de quebrantar la unidad nacional. Esta aparente contradicción nos obliga a contextualizar el derecho de autodeterminación de los pueblos. Las sucesivas resoluciones se promulgaron entre 1945 y 1980, es decir, las Naciones Unidas han ido estableciendo la teoría del "agua salada" en que sólo se reconocería el derecho de autodeterminación (unilateral) a los territorios de dominación colonial y/o de aquellos pueblos sometidos a la subyugación, dominación y explotación extranjeras, pero no así de las naciones sin estado europeas. Existe cierto consenso doctrinal acerca de esta idea, aunque no existe unanimidad en sus posibilidades de interpretación.
En mi opinión, abogaría por una interpretación más amplia y generosa del derecho a la autodeterminación. Si se concede a los ciudadanos el derecho -y la oportunidad- para decidir quiénes serán sus representantes políticos y, por tanto, qué tipo u orientación de políticas deberían implementarse, ¿por qué, entonces, no se les puede permitir también decidir el espacio territorial en que quieren autogobernarse? La voluntad de una región debe ser no sólo una condición necesaria, sino también decisiva para el proceso que conduzca a la secesión. No podemos concebir un escenario político en que el resto de regiones o el mismo gobierno central sean jugadores con un poder de veto absoluto. Eso no quiere decir que la secesión sea unilateral ni que se plantee en términos incondicionales. En un marco jurídico plenamente democrático tiene que haber, no cabe duda de ello, un espacio para las negociaciones entre todos los actores implicados para determinar la forma, los pasos y las condiciones en qué se desarrollaría esta salida ordenada, consensuada y, por extensión, pacífica.
El dictamen del Tribunal Supremo canadiense sobre la secesión del Québec sostiene que, en caso de un referéndum favorable en este sentido, aquella provincia y el estado de Canadá estarían obligados a negociar un eventual proceso de secesión. Así pues, el resto de provincias y el Gobierno federal tendrían el deber de respetar la voluntad popular expresada democráticamente a través de una pregunta "clara" -sin ambigüedades- y de una mayoría igualmente "clara". No quisiera quitar importancia a qué mayoría debería establecerse, pero este aspecto no debe ser un obstáculo para encarar, sin tapujos, un debate sobre la secesión.
El ejercicio del derecho de secesión no debe causar temor a nadie. Más bien lo contrario. Si las regiones no hacen uso de este recurso -o no lo apelan- querrá decir que el estado está unido por consenso y no por la fuerza o coacción de una mayoría que es percibida como hostil. Dicho en otros términos, la secesión pondría de relieve los históricos desacuerdos entre las partes en contienda y, por tanto, sólo estarían "oficializando" las profundas diferencias que les separan. Quiero subrayar que este resultado final no es ni un fracaso ni una desgracia absoluta, aunque reconozco que pueda ser un signo de debilidad institucional al no haberse encontrado una fórmula de acomodación aceptable y compartida por todos. Llevar a cabo este derecho representa ejercer los valores democráticos en su máxima pureza. Es, a mi modo de ver, todo un logro.
No obstante, como apuntábamos más arriba, la eventual secesión de una región europea supondría su salida de la UE aunque podría iniciar -si ésta fuera su voluntad- el procedimiento correspondiente para volver a ingresar a la familia de países europeos. Desde mi punto de vista esto es inaceptable en el sentido de que se mezclan (malintencionadamente) dos planos de debate bien distintos. Me explico. La secesión de una región no implica automáticamente la voluntad de ésta de abandonar el proyecto europeo, ¿o es que dicha región no contribuyó a los méritos del país para ingresar a la UE? Si es así, ¿por qué debería, una vez más, recorrer el mismo camino? Dicho en otros palabras, si la secesión se ha llevado a cabo a través de un proceso pacífico y consensuado entre las distintas partes, la UE -aunque indirectamente- incurriría en una clara injerencia en los asuntos internos de un Estado miembro en el sentido de que penalizaría al recién estado constituido al ostracismo europeo. Permitidme una observación más. Imaginemos una entidad subestatal que se ha emancipado y que, además, siempre ha manifestado un europeísmo sin complejos. Para que esta región pueda convertirse en un miembro de pleno derecho de la Unión se requiere el visto bueno -el voto unánime- de los socios europeos. No es exagerado pensar que el estado que "acogía" esta región, ahora independiente, pueda boicotear su incorporación en un ataque de despecho. ¿Sería democrática esta actitud de rechazo?
Alguien podría pensar que simplifico las cosas, pero nada más lejos que la realidad. Se lo aseguro. El Plan Ibarretxe, sin ser un proyecto secesionista tal y como se entiende, es un buen ejemplo de ello. Determinados eurodiputados españoles ya se han apresurado a preguntar a la Comisión sobre la legitimidad del Plan Ibarretxe. Es evidente que la propuesta no agrada, levanta recelos y, por tanto, se buscan argumentos para rechazarla amparándose en el derecho comunitario. Por cierto, ¿la Comisión europea tiene la potestad de emitir este tipo de opiniones y de interpretar las normas comunitarias? A mi me parece que no. Las declaraciones de Prodi son un ejemplo más de la contribución a la confusión y al enfrentamiento innecesario entre posturas políticas divergentes. Creo firmemente que la solución pasa por la Europa de las Regiones y, evidentemente, por la constitucionalización del derecho a la secesión en la futura carta magna europea. ¿Utopía? Quizá sí, pero me reconforta pensar que no soy el único que lo piensa.
Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales.
Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas.
Varios comentarios a su interesante artículo. Que la autodeterminación sea la idea central de la democracia es una opinión suya. Ningún teórico medianamente conocido ha hecho nunca semejante afirmación.
La posibilidad de cambio de gobierno en un régimen democrático va siempre acompañada de un respeto por la minoría y por las reglas de juego vigentes. Por eso no es lo mismo votar un cambio de gobierno que una secesión, ya que uno implica un cambio de las reglas de juego y el otro no.
Como bien señala en el caso canadiense, la voluntad de secesión ha de ser clara, pero no está claro que porcentaje de voto supone esto. Además, como han defendido los canadienses, no vale invocar el derecho de autodeterminación hasta que se consigue la secesión. También debería ejercerse después, para dar oportunidad a los que han "perdido" la oportunidad de reintegrarse en el Estado del que salieron.
Y ahora la de Víctor Rafael Álvarez Aguilar (rafaelalvarez69@hotmail.com) del 2 de junio de 2004.
¿Y que hay respecto de la vigencia y validez de los acuerdos comerciales públicos o privados entre estados o entidades financieras, comerciales o industriales en cuanto a su aplicación y a sus efectos jurídicos?. ¿Dejarían de tener validez?, y si eso sucede entre los países europeos. ¿Qué hay de los países de las demás regiones y sus ciudadanos?, ¿Ante quién se recurriría?, ¿Es competente y es jurisdicción de la ONU pronunciarse al respecto?. ¿Respetarán los países europeos esa decisión?. En lo que respecta a la política estadounidense con los países latinoamericanos, se ha preferido la solución política a la legal, pero ¿Hasta cuándo puede mantenerse una actitud de este tipo?. El trato estadounidense y europeo es menos desigual a la hora de establecer acuerdos y cumplirlos, ya que como Usted debe saber por encima de la actitud politica, al final prevalecerá la ley independientemente de lo que políticamente se crea oportuno en determinada circunstancia.
Una reciente declaración del Círculo de Empresarios Vascos pide que 'se realice un análisis objetivo y serio de la gran interdependencia que existe entre las empresas y la economía del País Vasco y las del resto del Estado, así como del coste económico y social de las posibles alternativas'. Esta petición debería recibir una respuesta positiva por parte de los responsables políticos del País Vasco porque es una manera eficaz de dar contenido concreto a los conceptos abstractos de soberanismo, territorialidad, autodeterminación y autogobierno habituales en el discurso del nacionalismo. La realización de ese estudio facilitaría al Gobierno vasco una información indispensable, tanto para definir los objetivos de su acción política como, sobre todo, para explicar con seriedad a la ciudadanía vasca lo que está en juego en el movimiento hacia una eventual secesión.
Atendiendo la petición de los empresarios, los responsables políticos del País Vasco seguirían la pauta marcada por sus colegas europeos con ocasión de un movimiento de sentido inverso al de una secesión. En 1986, cuando decidieron lanzar el gran proyecto de pasar de una unión aduanera esclerotizada a la creación de un verdadero mercado único comunitario, encargaron a una comisión de expertos dirigida por Paolo Cecchini un estudio encaminado a estimar los costes que soportaba la Comunidad por no alcanzar el grado superior de integración que implicaba el mercado único. Esta comisión de expertos tenía que estimar lo que se denominó 'el coste de la no-Europa', o -visto desde el otro lado- tenía que estimar los beneficios que derivarían de la construcción de un genuino mercado interior para toda la Comunidad. Como es bien sabido, las cifras del estudio, publicado en 1988, fueron tan impresionantes que los responsables políticos europeos se movieron rápidamente hacia la realización de la unión económica y monetaria a partir de 1992, pudieron explicar a sus ciudadanos lo que estaba en juego con el movimiento hacia el mercado único y, con los años, vieron confirmadas sobradamente las previsiones sobre el crecimiento adicional que resultaría del mismo.
La apelación de los empresarios vascos a que el estudio sea 'objetivo y serio' no está fuera de lugar. El análisis de las consecuencias económicas de la secesión, sus costes y beneficios económicos, es un tema extremadamente delicado porque se ha de proceder a estimar los beneficios que el País Vasco deriva de su integración en los mercados españoles de mercancías, de servicios, de capitales, de trabajo, segmentos a su vez en gran parte del mercado único comunitario, y a estimar el 'coste de la no-España', los beneficios que la economía vasca perdería con la secesión. La validez de estas estimaciones dependerá del rigor en la selección de los escenarios que puedan dibujarse para la secesión, entre los que debe figurar el de un País Vasco que tenga que desenvolverse, al menos temporalmente, sin el estímulo que la amplitud actual del mercado proporciona a la eficacia productiva de sus industrias. En la realización de un análisis de esta naturaleza nada habría más estéril que su confusión con una acción política con contenido -digamos- exclusivamente 'patriótico' o abertzale.
Que esta estéril confusión es un peligro real en el País Vasco que se tiene que evitar puede ilustrarse, a modo de ejemplo, con las declaraciones del presidente del PNV, Xabier Arzalluz, a un periodista polaco publicadas por EL PAÍS en extracto el pasado mes de agosto. Al ser preguntado acerca de lo que cambiaría si mañana el País Vasco se separa del resto de España, Arzalluz ha intuido correctamente la conveniencia, potencialmente muy fecunda, de referirse en su respuesta 'solamente a cosas prácticas' (trenes de alta velocidad, mercados exteriores, moneda común), pero al formular la respuesta ha sucumbido a las querencias del exclusivismo 'patriótico', tan fuera de lugar en el tratamiento de las 'cosas prácticas'. En este último aspecto, la respuesta del presidente del PNV se adorna con alguna inexactitud 'patriótica' sobre la economía de Euskadi (exporta fuera de España el 70% de su producción), acompañada de la pueril autoproclamación de la superioridad política e intelectual de los vascos y del excluyente lenguaje del 'no necesitamos a Madrid para nada'.
En el pensamiento del presidente del PNV parece hallarse implícita la idea de que la eventual secesión del País Vasco consiste en 'seguir todas las cosas igual que están ahora, más la independencia', por lo que sería superfluo cualquier estudio de las consecuencias económicas de la secesión y cualquier negociación sobre los ajustes exigidos por el cambio en las anteriores relaciones con España y con Europa o por las nuevas relaciones a establecer. En realidad, la eventual secesión cambiaría muchos elementos de una situación del País Vasco caracterizada en la actualidad, entre otras cosas, por un alto grado de integración comercial y financiera con España y con Europa, una elevada volatilidad de los flujos de capital y una notable facilidad para la deslocalización de empresas y actividades. Por ello, el cambio en el sistema de relaciones con España y con Europa crearía inevitablemente un cúmulo de problemas prácticos que exigirían una negociación rigurosa. Parece superfluo añadir que, en esta negociación, el País Vasco necesitaría de 'Madrid' para todo.
Las cosas no pueden ser de otra manera porque ninguna sociedad de nuestro tiempo, incluida la sociedad vasca, es un producto de la naturaleza, sino primordialmente un producto de la historia. Una vinculación multisecular, que se remonta casi a los albores mismos del reino de Castilla en el siglo XI, ha tejido una espesa trama de interdependencias demográficas, comerciales y financieras del País Vasco con el resto de España que es imposible pasar por alto, sobre todo cuando la Unión Europea, de la que España forma parte, se viene moviendo con éxito creciente hacia una integración económica cada vez más profunda y más beneficiosa para sus partícipes. Resulta ilusorio imaginar que la cirugía de la secesión pueda operar sobre esta trama de interdependencias sin la anestesia de una cuidadosa negociación de los ajustes exigidos para paliar las incidencias negativas de la secesión, que afectarán principalmente a la economía vasca por su alto grado de dependencia de los mercados españoles y europeos. Este escenario no tiene otra alternativa real que no sea la poco atractiva ruptura revolucionaria de los lazos con España, que conduciría, inevitablemente, a la pérdida de mercados y al éxodo de capitales, de empresas y de trabajadores, a modo de preludio del retorno a la naturaleza, obviamente inviable, con que parece soñar el radicalismo abertzale.
Sea o no estéril el tratamiento que Arzalluz dio a las cosas prácticas en su respuesta al periodista polaco, es positivo que el presidente del PNV intuya la conveniencia de referirse a las mismas cuando es preguntado por las consecuencias de la secesión. Esta intuición sería muy fecunda si conduce a acoger la petición del Círculo de Empresarios Vascos y se pone en marcha un análisis riguroso de las consecuencias económicas de la modificación del sistema de relaciones del País Vasco con España y con Europa. Para realizar este análisis, el País Vasco dispone de unas técnicas que se han ido perfeccionando con el tiempo, en especial con los estudios dedicados a analizar los costos y beneficios que supone el ingreso de un país en una unión monetaria, cuestión que ha despertado un interés creciente en los últimos años. El País Vasco dispone también de expertos suficientemente cualificados para manejar estas técnicas y, a modo de muestra, puede verse un estudio reciente que intenta cuantificar la incidencia del terrorismo de ETA en la economía vasca, comentado por Patxo Unzueta en EL PAÍS del 18 de octubre. El estudio, The Economic Costs of Conflict: a Case-Control Study for the Basque Country, ha sido publicado en septiembre de 2001 como documento de trabajo del National Bureau of Economic Research y a él se ha referido la revista Business Week a propósito del debate sobre las consecuencias económicas del 11 de septiembre. Sus autores son Alberto Abadie, de la Universidad de Harvard, y Javier Gardeazábal, de la Universidad del País Vasco.
En último término, una decisión positiva sobre el estudio de las consecuencias económicas de una eventual secesión podría marcar el comienzo del declive de la concepción exclusivamente abertzale o 'patriótica' de la acción política del nacionalismo vasco para abrirla a contenidos sociales y económicos más universales. Este cambio, tan esperado por los observadores externos después de los resultados de las últimas elecciones, sería muy esperanzador, en primer lugar, porque está históricamente comprobado que las concepciones exclusivistas, se quiera o no, arrastran consigo la secuela de la violencia contemplada como una forma legítima de lucha política, incluido el engendro de la 'socialización del sufrimiento' que autoriza a violar los derechos humanos de los propios ciudadanos vascos en aras de no se sabe bien qué mito colectivo. En segundo lugar, porque superar el exclusivismo 'patriótico' en la acción política significaría que esta acción pasa a ser concebida en el País Vasco, al igual que en los países democráticos de su entorno europeo, como gestión y mejora del bienestar social de los ciudadanos (no del sufrimiento social de éstos), y dentro de ese bienestar, los contenidos 'patrióticos' son un elemento más, nunca el elemento exclusivo. Finalmente, sería esperanzador por otro motivo no menos importante: en todos los países de aquel entorno, las instituciones e instrumentos de la acción política democrática, que son similares a los existentes en el País Vasco (partidos políticos, elecciones, Parlamento, Gobierno), son utilizados como cauce idóneo para abordar y tratar de resolver los más complejos problemas políticos sin que hasta el momento resulten apreciables las ventajas que puedan obtenerse por eludir este cauce cuando se trata de abordar los problemas derivados del sistema de relaciones del País Vasco con España y con Europa.
Como se habrá podido observar, la cuestión de los españolistas se basa en vaticinar los males para la economía de la región escindida, para los secesionistas se trata de una acto de voluntad o soberanía popular.
Si partimos de la base de la democracia nos hallaremos ante un dilema: ¿La voluntad de la mayoría (sea secesionista o no) se ha de imponer a la minoría y sus derechos?. ¿Existe la reversibilidad de los procesos.
He tratado de omitir en este artículo los aspectos de razonamientos históricos ya que éstos son muy prolijos y con tantas lecturas como lectores, algo muy común.
Dejaremos para posteriores páginas otros aspectos, como los jurídicos o de imagen que conllevan los secesionismos y un apartado especial para el secesionismo catalán ya que el gallego siempre ha sido menor en virulencia, exigencias y seguidores que los dos anteriores. También la historia de las dos secesiones de Portugal (una del reino de Castilla y León y la otra ya de España) y de los territorios de Ultramar son omitidas por falta de espacio.
Prometo en sucesivas entregas, mojar mi cálamo en las tintas de lo descartado.
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