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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico. Año IX

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Febrero 2007. Nº 82

Contenido de esta sección:

El accidente de Chernobyl (César Suárez)
NOTA: Dado el interés mostrado por este artículo y el tamaño de los dos documentos destinados a esta sección para el número 82, Vivat Academia ha decidido colocar en página separada la descripción del accidente de Chernobyl. Pulsando el enlace anterior se accede directamente al mismo.
Análisis de los nuevos secesionismos en España (David Caldevilla Domínguez)

Análisis de los nuevos secesionismos en España

David Caldevilla Domínguez. Profesor en CC.II. de la Universidad Complutense

Durante los tres primeros meses del 2006 en la Facultad de Ciencias de la Información llevamos a cabo una investigación sobre lo que significan los mal llamados independentismos ya que la palabra exacta sería secesionismos, en España: sus implicaciones, su realidad, su naturaleza, sus razones, sus pros y contras, las campañas realizadas y las opiniones de las diversas corrientes de pensamiento al respecto…

Como soy sabedor de las controversias que suscita este tema, imagino que estas páginas servirán para aclarar posturas y que, a buen seguro, generaran debate y discusión allá donde sean leídas.

Recordemos que estaban candentes tanto el extinto "Plan Ibarretxe" como "El Nou Estatut per a Catalunya". Es decir, la Opinión Pública se hallaba inmersa en una lucha por su beneplácito en todos los medios de comunicación para masas nacionales y regionales.

Los resultados de nuestro trabajo son los siguientes:

A través de diversas acciones, intentando sondear los medios audiovisuales españoles y algún medio extranjero, se recopilaron diferentes informaciones que pudieran ayudar al ciudadano medio, el llamado "de la calle", tan manejable en sus creencias, a comprender mejor que supondría la secesión de Euskadi, Cataluña o Galicia como en su día lo fueron los de Portugal, Holanda (en cuyo himno nacional, por el contrario, se cita el eterno vasallaje al Rey de España), América, Filipinas y Guinea. Lo que sucedió con el Sáhara español se halla más cercano a una vergüenza nacional metropolitana que a un movimiento de separatismo al uso.

La investigación comenzó con la búsqueda de documentos que abordasen el tema tratado.

Se utilizó Internet donde se encontró prensa digital y de ella, se seleccionaron los artículos, entrevistas, y crónicas de opinión más relevantes.

También prensa diaria en su mayoría, cuyos artículos, opiniones de lectores, entrevistas a líderes políticos y reportajes, conforman la información seleccionada.

Las fuentes empleadas en la investigación fueron: prensa escrita, prensa digital, Internet y libros de texto.

Los periódicos analizados:

El País

El Mundo

ABC

Comencemos con un artículo de El País:
Un punto inicial de partida: El plan Ibarretxe

Según el Euskobarómetro de la Universidad del País Vasco, el 41% de los vascos respalda que se negocie la propuesta -lanzada en octubre de 2003- el llamado "Plan Ibarretxe" con el gobernante Partido Socialista (PSOE). En cambio un 20% lo rechaza.

¿Romper con España?

La propuesta contempla, entre otros, una política exterior y un poder judicial propios, la doble ciudadanía vasca y española e incluso la posibilidad de decidir la secesión del País Vasco.

Ibarretxe explica que con este plan no pretende romper con España, como se ha criticado desde distintas instancias.

En conversación exclusiva con la BBC, el lehendakari atribuyó esta percepción "a una información por parte del gobierno español (el del conservador José María Aznar) colocando al gobierno vasco en un intento de ruptura".

Según Ibarretxe se trata de "un planteamiento para establecer un modelo de relación estable y amable entre Euskadi y el Estado Español". La meta es "participar de un proyecto a nivel de Estado en el que seamos capaces de convivir respetándonos los unos a los otros". 

De la emoción a la realidad

"Todo nacionalismo es esencialmente un sentimiento de pertenencia a una nación", explicó Daniel Arrieta, joven abogado de la ciudad vasca de San Sebastián. "Partimos de un sentimiento para intentar llegar a un objetivo real".

Para Arrieta se trata de que los nacionalistas consigan una nación con la cual se sientan identificados.

Aunque desde un punto de vista jurídico, el "Plan Ibarretxe" sea difícilmente viable, Arrieta expresó lo que muchos sienten y cree que "es una muy buena forma de romper el hielo para intentar que culminen esos sentimientos que los nacionalistas tenemos".

En Madrid las iniciativas vascas se reciben, cuando menos, con cautela. Desde las esferas políticas, pasando por numerosos medios de comunicación, hasta la llamada gente de a pie, se reacciona con recelo frente a manifestaciones nacionalistas.

Javier Mora, por ejemplo, conserje de un edificio de apartamentos en el centro de Madrid, cree que "todo lo que tiene que ver con el País Vasco nos inquieta", aunque reconoce "que hay un desconocimiento importante sobre qué es el Plan Ibarretxe".

La sombra de ETA

En general, no es fácil mantener un diálogo matizado sobre el nacionalismo en España, especialmente el vasco, donde la violencia extremista de ETA pone en jaque a quienes defienden su derecho a un nacionalismo democrático.

Hay incluso quienes sostienen que Juan José Ibarretxe no hace otra cosa que cumplir lo que ETA exige con las armas.

"Ésa es otra de las grandes infamias", se defiende el lehendakari. "Las instituciones vascas estamos absolutamente comprometidas con la defensa de los Derechos Humanos y absolutamente comprometidas con la desaparición de ETA de nuestras vidas".

Esperanza de diálogo

Las autoridades políticas vascas atribuyen la dificultad de diálogo sobre sus iniciativas a la pasada gestión de José María Aznar.

"La reacción del Partido Popular en el gobierno español ha sido tremendamente virulenta en relación con las iniciativas democráticas de las instituciones vascas", comentó Juan José Ibarretxe a la BBC y agregó que "ha sido muy difícil para el Gobierno español admitir una idea que no fuera la suya".

Al mismo tiempo, el lehendakari destacó que "el Partido Popular no hubiera podido desarrollar esa política llena de imposiciones si no hubiera contado con un apoyo, a veces explícito y a veces callado, del Partido Socialista".

No obstante, Ibarretxe espera retomar el diálogo con el nuevo gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero: "Quiero pensar que las cosas van a ser diferentes y que sabremos estar a la altura de las circunstancias y resolver nuestros problemas."

Los Secesionismos en otras latitudes:

Recordemos que cuando se llevó a cabo la investigación, aún Montenegro no se había escindido de lo que quedaba de Yugoslavia, es decir, Serbia. El plebiscito se produjo el 21 de mayo y la independencia el 3 de junio, ambas fechas del 2006.

Tomando la palabra ante la Fundación para la Libertad, el Presidente del Consejo Privado y Ministro de Asuntos Intergubernamentales de Canadá, el Excmo. Sr. Stéphane Dion, subrayó los fundamentos éticos del dictamen emitido por el Tribunal Supremo de Canadá acerca de la Remisión relativa a la secesión de Quebec y la «Ley sobre la claridad» por la que se aplica.

El Ministro, no obstante, quiso empezar su alocución expresando la solidaridad de todos los canadienses con las víctimas de la violencia política que azota el País Vasco y condenó esos actos terroristas: «Nosotros, los canadienses, que damos por asumido el derecho fundamental de expresar nuestras opiniones políticas sin temer por nuestra vida, rendimos homenaje a su valor y su determinación para construir una sociedad pacífica en esta parte de España y de Europa».

Sin embargo, más que hablar de los nacionalismos violentos, el Ministro abordó el nacionalismo pacífico y trató de responder a la pregunta siguiente: ¿Cómo debe reaccionar una democracia ante una reivindicación secesionista totalmente pacífica?

Es una pregunta para la cual debemos encontrar una respuesta, independientemente de que deseemos la secesión o no, declaró el Ministro, y añadió que él no la deseaba ni para Quebec ni para Canadá, y que la consideraría un error terrible, si bien estaría dispuesto a aceptar la secesión en la medida en que se llevara a cabo de conformidad con la democracia y las normas del Estado de derecho.

El Sr. Dion afirmó comprender las razones por las que, a pesar de que el dictamen del Tribunal Supremo de Canadá y la «Ley sobre la claridad» por la que se aplica sólo tengan fuerza de ley en Canadá, estos dos textos jurídicos son objeto de debate tanto en España como en otras democracias.

El Ministro aseguró asimismo que también comprendía las razones por las que España, al igual que otras muchas democracias, se declara indivisible: «El principio en el que se fundamenta esta indivisibilidad es fácil de comprender. Es el mismo que evoca el artículo 2 de su Constitución: la solidaridad, la que sirve de vínculo entre todos los ciudadanos y todas las regiones de un país». No obstante, el Ministro sostuvo que es posible que en una democracia se produzcan circunstancias que hagan de una secesión la menos mala de las soluciones posibles: «la secesión no es un derecho en una democracia, aunque sigue siendo una posibilidad que el Estado existente podría aceptar ante una voluntad de separación claramente manifestada».

El Sr. Dion explicó que ésa es la posición adoptada por el Tribunal Supremo de Canadá en su dictamen del 20 de agosto de 1998, en el que confirmó que el gobierno de Quebec no tiene derecho a separarse de forma unilateral. El Ministro resumió los principales elementos del dictamen del Tribunal: la obligación de entablar esta negociación sobre la secesión sólo existiría si hubiera un apoyo claro a la secesión, expresado por una mayoría clara y en respuesta a una pregunta formulada con claridad; sin embargo, y aún en ese caso, el gobierno de Quebec seguiría sin tener derecho a emprender la secesión de forma unilateral, incluso en el supuesto de que las negociaciones fracasaran desde su punto de vista. El Ministro citó al Tribunal: «En virtud de la Constitución, la secesión exige la negociación de una modificación».

A continuación, el Ministro explicó que la «Ley sobre la claridad», aprobada el 29 de junio de 2000, prohíbe al gobierno de Canadá entablar una negociación sobre la secesión de una provincia a menos que la Cámara de los Comunes haya comprobado que la pregunta del referéndum aborde claramente la cuestión de la secesión y que una mayoría clara se haya pronunciado a favor de la misma. El Ministro opinó que ningún Estado democrático podría dejar de cumplir sus responsabilidades con una parte de su población si no hubiera un apoyo claro a la secesión.

La «Ley sobre la claridad», añadió el Ministro, precisa que la negociación sobre la secesión debería llevarse a cabo en el marco constitucional canadiense y debería estar impulsada por la búsqueda real de la justicia para todos, lo que podría llevar a considerar la divisibilidad del territorio quebequés con el mismo espíritu de apertura que llevó a aceptar la divisibilidad del territorio canadiense.

El Ministró subrayó que, en el caso de Canadá, este ejercicio de clarificación ha tenido un efecto benéfico para la unidad nacional ya que la gran mayoría de los quebequeses desean seguir siendo canadienses y no quieren romper los vínculos de lealtad que los unen a sus conciudadanos de las otras regiones de Canadá. No desean que se les obligue a escoger entre su identidad quebequesa y su identidad canadiense. Rechazan las definiciones exclusivas de los términos «pueblo» o «nación», y desean pertenecer al mismo tiempo al pueblo quebequés y al pueblo canadiense, en este mundo global en el que el cúmulo de identidades constituirá más que nunca una ventaja para abrirse a los demás, concluyó el Sr. Dion.

La visión humana: "La secesión hace extranjeros a tus conciudadanos"
por JOSÉ LUIS BARBERÍA - San Sebastián

El ministro de Relaciones Intergubernamentales de Canadá, Stéphane Dion, es una figura de referencia en el plano internacional por su protagonismo político ante el conflicto de Québec y su apasionada defensa de las identidades múltiples y de la unidad en la diversidad. Doctor en Ciencias Políticas, promovió la Ley sobre Claridad que ha encauzado el proceso del "soberanismo asociado" quebequés en el que se inspira actualmente el nacionalismo vasco. Tras participar en los actos de celebración del 25º aniversario de la Constitución española, el ministro canadiense ha aprovechado la visita para entrevistarse con los líderes políticos españoles. Su agenda incluye a los nacionalistas catalanes, pero no a los dirigentes del PNV ni a los representantes del Gobierno vasco. Aunque Stéphane Dion, 47 años, quebequés, evita pronunciarse sobre los asuntos internos de nuestro país, la entrevista se desarrolla en un terreno de paralelismos de fácil lectura en España.

Pregunta. Quisiera apelar a su condición de intelectual buen conocedor de la realidad española para preguntarle si, en su opinión, los españoles tienen verdaderos motivos para inquietarse por el plan soberanista del lehendakari Ibarretxe.

Respuesta. Agradezco sus esfuerzos, pero no puedo olvidar que soy ministro de Canadá y que no debo inmiscuirme en los asuntos españoles. Si me lo permite, sólo hablaré de la situación de mi país. Le dejo a usted la tarea de establecer los paralelismos pertinentes.

P. La propuesta del Gobierno vasco se asienta en la idea del soberanismo asociado de los independentistas quebequeses. ¿Qué efectos ha producido en su país la Ley sobre la Claridad?

R. Desde que aprobamos esa ley, que recoge los fundamentos del dictamen del Tribunal Supremo de Canadá, ninguna provincia puede separarse a menos que se demuestre que esa es la voluntad manifiesta de la población de esa provincia. Y la única manera de constatar esa supuesta voluntad secesionista es a través de una pregunta muy clara. No nos vale eso del soberanismo asociado, de nos separamos para luego unirnos. No se puede estar a medias dentro de un país: o se está dentro o se está fuera. Si los independentistas utilizan una fórmula confusa no habrá negociación alguna en Canadá. Y sin negociación con el resto de Canadá, no hay escisión posible.

P. ¿La Ley sobre la Claridad ha alterado sustancialmente el proceso desencadenado por el soberanismo quebequés?

R. Es una de las razones que explican su derrota electoral. Puedo decirles a los lectores de su periódico que la unidad canadiense se ha reforzado desde que hemos aclarado las cosas. La razón es que se ha visto que, en realidad, las dos terceras partes de los quebequeses quieren seguir siendo canadienses. Los jefes independentistas lo saben y por eso quieren ganar en la confusión y huyen de la claridad.

P. ¿Por qué no le vale a usted el 50% más uno de los votos de un referendo secesionista?

R. Porque es una decisión extremadamente grave y probablemente irreversible que afectaría también al resto de los ciudadanos del Estado. Lo que está en juego es el derecho de los quebequeses y de sus descendientes a ser canadienses. Pedir, luego, el reingreso en la federación sería muy difícil e improbable. Una decisión tan trascendental exige un consenso muy serio y no una mayoría ocasional que puede cambiar según sople el viento de la política o de la economía.

P. El conflicto ha entrado en España en la vía judicial a través de un primer recurso interpuesto por el Gobierno central. ¿Cree que es el primer camino a recorrer?

R. A nosotros nos parece lo más civilizado recurrir a los tribunales para clarificar los aspectos jurídicos. Pero si el Gobierno de Canadá solicitó el dictamen del Tribunal Supremo no fue con el ánimo de preguntarle si la secesión de Québec, que es un asunto político, estaba bien o mal. Lo hicimos para saber cómo podía llevarse a cabo la secesión desde el punto de vista jurídico, para saber si la escisión podía llevarse a cabo por la simple voluntad del Gobierno de esa provincia, que entonces era independentista. Lo que nos respondió el Tribunal Supremo fue que ni el derecho internacional ni el derecho canadiense avalaban esa pretensión porque Québec no es obviamente una colonia. También nos dijo que, de todas formas, el Gobierno de Canadá no debería retener contra su voluntad a una parte de la población y que si se acredita una voluntad clara de separación, todos los integrantes de la federación canadiense tendrían que entrar a negociar la forma más justa para todos de llevar a cabo la separación.

P. ¿Qué es lo que habría que negociar exactamente?

R. El reparto del activo y del pasivo, las modificaciones de las fronteras, los derechos y reivindicaciones de los pueblos aborígenes y la protección de los derechos de las minorías. Eso es lo que ya se especifica en el artículo 4 de la Ley sobre la Claridad, pero para avalar la separación habría que negociar muchísimas más cosas.

P. ¿En esa negociación debería garantizarse la posibilidad de que una parte de la población de ese nuevo Estado independiente pueda, a su vez, separarse?

R. Claro, el principio de que no se puede retener a nadie contra su voluntad tiene que aplicarse en todas las direcciones. Los secesionistas declaran la divisibilidad de Canadá, al tiempo que proclaman la indivisibilidad de su futuro Estado. Es una contradicción inherente a todos los secesionismos. Ellos tienen que saber que si entramos a negociar la escisión, tendrán que contar con la posibilidad de que una parte de su territorio opte por quedarse con Canadá. Hay que evitar las dos varas de medir.

P. Pese a sus reticencias ante los tribunales de justicia, los independentistas quebequeses, sin embargo, parecen haber aceptado el arbitrio del Supremo. No es algo que se pueda decir de un nacionalismo vasco que ha empezado a ignorar las resoluciones judiciales.

R. Pero la actitud inicial del anterior Gobierno separatista de Québec era la de no aceptar ese arbitrio. No habríamos hecho la Ley sobre la Claridad si ellos se hubieran comprometido a respetar los dictámenes judiciales.

P. ¿Resultaría concebible en su país que un Gobierno quebequés independentista lanzara un proceso soberanista con la presencia activa de un grupo criminal que ha asesinado a más de 800 personas y que mantiene bajo amenaza de muerte a los políticos e intelectuales no nacionalistas?

R. Comprenderá que no me atreva a especular con un horror semejante. En democracia, el voto debe expresarse fuera de toda coacción y de toda amenaza a la integridad física de las personas. Efectivamente, la gran diferencia es que en nuestro país no se utiliza la violencia política.

P. ¿Qué imagen se tiene del nacionalismo vasco en Canadá?

R. Una imagen desfigurada por una violencia y un terrorismo que nos resulta incomprensible. Están fomentando la aparición de otros nacionalismos y, contra lo que piensan aquellos que apoyan la violencia, el terrorismo no les aporta ninguna simpatía a su causa, sino todo lo contrario, suscita una gran simpatía por sus víctimas. La imagen del nacionalismo vasco está oscurecida por ese puño sangriento que nos llega de su país. Es una lástima, porque Canadá siente simpatía hacia el País Vasco. Ellos fueron los primeros pescadores de nuestras costas y todavía hay pequeñas poblaciones que se llaman "pueblo vasco" o lugares como "la isla de los vascos".

P. El hecho de que un Gobierno ignore las reglas de juego comúnmente establecidas ¿le invalida moralmente para plantear propuestas de ruptura?

R. Si envía a sus ciudadanos el mensaje de que se puede burlar la ley, ¿cómo conseguirá luego que esos mismos ciudadanos acaten sus leyes? Es el problema de la secesión unilateral. ¿Se puede situar fuera de Canadá a millones de quebequeses que desearían seguir siendo canadienses y hacerlo burlando las leyes constitucionales? Esos ciudadanos podrían denunciar a ese Gobierno ante los tribunales. ¿Y el Gobierno de Canadá tendría que ignorar esa tentativa ilegal de secesión o debería quedarse responsablemente, pacíficamente, en territorio quebequés? ¿Qué podría hacer el Gobierno independentista? ¿Utilizar a la policía? Es una locura. No es así como se funciona en la democracia. Tenemos que regirnos por el derecho. Si hay que negociar la separación, lo haremos, por muy triste y lamentable que sea, pero siempre de acuerdo con la ley y en el respeto a todas las partes.

P. ¿Cree que la dinámica secesionista es difícil de conciliar con la democracia?

R. En la democracia caben necesariamente todos los ciudadanos. No se puede relativizar la solidaridad en función de la lengua, la religión o la pertenencia territorial. La secesión, por el contrario, obliga a elegir entre tus conciudadanos, a optar entre los que consideras los tuyos y los que quieres transformar en extranjeros. Nadie tiene vocación de extranjero en una democracia. Y por eso no ha habido secesiones en las democracias bien establecidas. Eso es algo que únicamente se ha producido en los contextos coloniales o en la transición a la democracia de un régimen totalitario.

P. Pero también hay algún ejemplo reciente de países independizados por procedimientos legales...

R. Bueno, el caso de Checoslovaquia, pero hay que recordar que la división se produjo a la salida del régimen comunista y que fue una decisión tomada por los primeros ministros de las dos regiones, sin consultar a la ciudadanos que, según algunos sondeos, estaban mayoritariamente por continuar unidos.

P. ¿Desde el punto de vista económico es viable la secesión en un país desarrollado?

R. Podría ser viable. El eslogan de los separatistas de Italia del norte era que si permanecían unidos al sur se convertirían en África y que si se independizaban serían Suiza. Pero los italianos del norte quisieron seguir siendo italianos y eso les honra. Además, la historia está llena de ejemplos de regiones que han pasado de ser ricas a pobres o menos ricas y viceversa. La vida de los Estados es muy larga y las cosas cambian. Si empezamos a elegir en función de la riqueza, siempre encontraremos a otras regiones más ricas. Pero la idea sobre la que descansa un Estado democrático es la solidaridad entre ciudadanos y entre regiones.

P. ¿Qué diferencias ve entre los modelos de Canadá y de España?

R. Nosotros somos una federación y hay una igualdad constitucional entre las diferentes provincias y el Gobierno federal, aunque también bastante flexibilidad. Suiza, EE.UU., Alemania o Australia son igualmente federaciones. En mi opinión, también el modelo español del Estado de las autonomías tiene trazos de federación, aunque no se denomine como tal. No sé, puede ocurrir que los españoles lleguen a convertirse en una federación, casi sin darse cuenta.

P. ¿Y qué puntos comunes observa?

R. El elemento común es que ambos Estados, Canadá y España, tenemos identidades plurales. Se puede ser español o canadiense de maneras diferentes. Muchos ciudadanos de Ontario le dirán que para ellos su provincia es sólo una dirección, porque se sienten exclusivamente canadienses, mientras que no conozco a convecinos míos quebequeses que puedan decir lo mismo. Quizás ocurre lo mismo con un madrileño, por ejemplo, en contraste con un vasco o un catalán. Un país debe ser suficientemente flexible como para permitir la convivencia entre diferentes identidades, debe esforzarse para conseguir que todo el mundo se sienta lo más cómodo posible dentro de una relación de lealtad mutua. No puedo hablar por España, pero para mí está claro que el deber de Canadá es mostrar al mundo que esa convivencia no es solamente posible sino también enriquecedora porque nos hace mas tolerantes, más solidarios, mejores ciudadanos. Lejos de ser un problema, la diversidad de lenguas, culturas y referencias históricas es un valor, una fuerza del Estado. Cuanto más quebequés me siento, más canadiense soy. Me parece que hay un paralelismo con España, pero se lo dejo hacer a usted (risas).

P. ¿Diría que los quebequeses están hartos de referendos soberanistas por lo que conllevan de crispación y enfrentamiento?

R. Desde luego, ha sido un período bastante traumático. Pero, por encima de la fatiga de los referendos, lo que ha pasado es que una amplia mayoría ha visto que, en el fondo, quería seguir siendo canadiense, que quiere un Québec sólido en su identidad, pero canadiense.

P. Usted ha dicho que al nacionalismo no se le calma con nuevas concesiones, sino que se le combate ideológicamente.

R. Una precisión antes de nada. El nacionalismo no es lo mismo que el separatismo. Los quebequeses francófonos son todos nacionalistas en el sentido de que queremos conservar nuestra lengua y nuestra cultura, pero mantener esa solidaridad entre nosotros no es incompatible, en absoluto, con mantener la solidaridad con los otros canadienses. Hay canadienses, por cierto, muy orgullosos de financiar con sus impuestos el mantenimiento de la lengua francesa, aunque ellos no la hablen, porque piensan que es una manera de enriquecer a Canadá. Lo que yo combato es el secesionismo, sin perder de vista que hay, efectivamente, nacionalismos muy peligrosos.

P. ¿Y cómo los combate usted?

R. Demostrando que la separación es un grave error, tratando de convencer a la gente de que somos complementarios, de que las identidades no se restan, se suman; que ser quebequés y canadiense es maravilloso y que si me quitan a Canadá mutilan algo mío, porque hay una dimensión canadiense en mi pertenencia quebequesa.

P. ¿La actitud de conciliación es eficaz?

R. Parto de la idea de que un conciudadano partidario de la separación no es, en absoluto, mi enemigo. Busco dialogar con él y convencerle. En estos ocho años de ministro yo he sido insultado y caricaturizado por determinados secesionistas, pero nunca he respondido en el plano personal. A la injuria no se le combate con la injuria, que no deja de ser el arma del débil. Se le combate con argumentos y con la pasión de la razón desde el respeto más escrupuloso y la máxima cortesía. Además, nuestros argumentos son muy poderosos.

El diario El Mundo también informó: La secesión vasca se pagaría con empleo
Éste es un extracto del artículo publicado por Jesús Navares, Belén Ferreras en Madrid y Bilbao

El PNV lo niega, el PSOE y el PP se alarman y los técnicos no afines al nacionalismo vaticinan desastres. Ante la posibilidad de que Ibarretxe inicie el camino de la independencia, una pérdida del 25% del PIB y de 200.000 empleos y una quiebra de las pensiones en el País Vasco asoman por el horizonte. Estadísticos y economistas así lo creen.

«Pero qué es eso de que pedimos la independencia. ¿Quién se cree que estamos locos? En ningún artículo del plan Ibarretxe se aboga por la secesión. Lo que queremos es clarificar las competencias, que se establezca un sistema de garantías y que se habiliten los fondos suficientes. Honradamente, ¿alguien cree que nos vamos a separar de España y de la Unión Europea? Juzguen lo que solicitamos, no intenciones supuestas». El comentario de Pedro Azpiazu, responsable de Asuntos Económicos del PNV en el Congreso de los Diputados, parece sincero. Y así habría que considerarlo si de los textos políticos, como el plan Ibarretxe, sólo se pudieran hacer lecturas literales. Pero no es el caso, sobre todo respecto al País Vasco, donde un grupo de pistoleros se cobra periódicamente su cuota de sangre en España y entre los propios vascos.

Y esta última causa, que el PNV intenta deslocalizar de su proyecto de estatuto de «libre asociación» con España, es la que está impidiendo en gran medida que el bienestar y el empuje del País Vasco recupere sus cotas históricas. Y aquí las cifras son incontestables, por mucho que el lehendakari se disfrace de Lewis Carroll y quiera transformar Euskadi en el País de las Maravillas.

Dando un paso más allá, ¿qué ocurriría si finalmente el País Vasco logra imponer su criterio al resto de las comunidades que conforman España y decide caminar en solitario? Mikel Buesa, catedrático de Economía Aplicada por la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Foro de Ermua -su hermano Fernando fue asesinado por ETA en febrero de 2000- lo ha descrito con claridad, aunque su opinión, por supuesto, no es considerada neutral por parte del PNV.

Si llega la secesión, este catedrático ha pronosticado una pérdida del 25% del PIB vasco y de 200.000 empleos, con lo que se situaría la tasa de paro por encima del 30%. Esto, entre otros efectos, ocasionaría un desfase insoportable entre cotizaciones y pensiones que el Gobierno vasco, ya dueño y tutor de todas las competencias, debería equilibrar, bien aumentando las cotizaciones -con el consiguiente impacto en los ingresos de los trabajadores y la penalización para crear empleo-, bien reduciendo las pensiones. Las transferencias balsámicas y solidarias del resto de los trabajadores españoles ya no existirían.

En el gráfico sobre el escenario de cotizaciones hasta 2010 que se adjunta en la página siguiente la simulación se ha realizado prescindiendo de la posibilidad de que se produzca la independencia. Aún así, el panorama de la cobertura de las pensiones en el País Vasco es notablemente deficitario.

Pero los efectos negativos no se limitarían al sistema de protección, que se vería empobrecido. Puesto que los tratados europeos no admiten la posibilidad de que una región se independice de cualquiera de los estados miembros, el nuevo País Vasco tendría que emitir su propia moneda -estando sometido sin protección de la Unión y del euro a los vaivenes inflacionarios- y sus productos serían tratados como si procedieran de otra frontera, pero representando un negocio mucho más pequeño que el español, con lo que la política de precios de los compradores y vendedores sería mucho más exigente, dada la reducida densidad y competitividad de la nueva área.

Por la pérdida derivada de parte del mercado español -que supuestamente penalizaría los productos vascos y que ahora supone en torno al 70% de su intercambio-, el impacto económico y social sería incluso mayor para la economía de Euskadi, según Buesa. Y si a esto se suma que un País Vasco alterado, y por lo tanto frágil, debería enfrentarse a la creciente competitividad de los países emergentes -como es el caso más cercano de los antiguos países del Este-, el futuro es más que oscuro.

Azpiazu, en cambio, se muestra irreductible. «La política-ficción puede ser hasta entretenida, pero no más. No estamos planteando la independencia. Somos un partido serio. Quien hace juegos con esto, si no es malintencionado es que no conoce al PNV. Dicho esto, en Europa podríamos competir, porque hay condiciones. Pero insisto, eso nadie lo está planteando. Lo que diga Buesa no me vale», afirma el parlamentario del PNV.

El caso es que el desgaste social producido por el terror ya ha provocado la fuga de inversiones y población del País Vasco. Si la ruptura se produce, el deterioro de la actividad económica será mayor. El sector exterior y la deslocalización de empresas llevarán la balanza de pagos de Euskadi hacia la negrura.

 «El autogobierno ha sido y es hoy en Euskadi sinónimo de bienestar», ha sentenciado Ibarretxe. «Los ciudadanos y ciudadanas de la Comunidad de Euskadi, de acuerdo con su propia voluntad y con el respeto y actualización de los derechos históricos que contempla la disposición adicional primera de la Constitución, acceden al autogobierno mediante un régimen singular de relación política con el Estado español, basado en la libre asociación (...)».

Paisaje idílico, acompañado de música celestial. Cierto es que no se habla de secesión ni de independencia en el plan. Ni falta que hace. Es la estrategia calculada de cara a las próximas elecciones autonómicas, ya anunciadas para el 17 de abril.

La prioridad de Ibarretxe es tomar todo el control económico y político -un órdago ante el propio agotamiento nacionalista-, aunque no sepa bien el precio que ha de pagar la sociedad a la que sirve.

«En los últimos 10 ó 15 años el PIB y el empleo han mejorado en el País Vasco. No hay que magnificar el fenómeno terrorista. En todo caso y a pesar de ello, vamos bien. Evidentemente ETA ha perjudicado en una medida importante, pero aún así hemos mejorado. Y todo esto a pesar de la escasísima inversión estatal en el País Vasco en los últimos 25 años. Los empresarios de Euskadi conocen que la fiscalidad, la investigación y la formación han estado al servicio de las empresas, con grandes desembolsos por parte del Ejecutivo vasco y sin ayudas de nadie», insiste Pedro Azpiazu, del PNV.

Con mucha o poca razón, el PNV considera que se le han ninguneado los recursos y las responsabilidades políticas. Pero, al menos en el primer caso, esto es harto dudoso, puesto que la Hacienda vasca tiene una autonomía y disponibilidad de las más poderosas del Estado, sino la mayor, produciéndose una gran paradoja. Otras comunidades, prudentes hasta ahora, han preferido obviar que los vascos son solidarios, sobre todo, con los propios vascos, pero no con el resto de las autonomías.

El País Vasco era la primera región española en los años 70 por su dinamismo. Ahora es la quinta y ha sido superada por Madrid, Cataluña, Navarra y Baleares. Además, ¿son los madrileños más generosos que los vascos? Bueno, para empezar, por la progresividad fiscal establecida, no tienen más remedio. Pero los vascos se libran de serlo gracias al concierto económico. Eso son los hechos, al margen de las intenciones.

Este análisis, descrito por Buesa, también podría ser refrendado por Julio Alcaide, estadístico y economista de la Fundación BBVA, que ha elaborado recientemente un estudio sobre la economía de Euskadi.

Según los propios datos facilitados por el Instituto de Estadística del País Vasco y de la Comisión Europea, desde 1995 a 2002 la población residente en el País Vasco ha permanecido constante, frente al aumento del 5,6% registrado en el conjunto de España.

La causa principal de esto no ha sido una baja tasa de natalidad, como argumenta el Gobierno vasco -desequilibrio procreador que ha afectado a todo el Estado-, sino la menor incorporación relativa de población extranjera y la pérdida de población residente, que ha buscado destinos más sosegados -Cantabria, La Rioja, Navarra o, incluso, Madrid- y con más oportunidades para vivir; literalmente.

En cuanto a los puestos de trabajo, la evolución se repite. En el periodo 1975-2002 los empleos vascos representaban el 5,38% del conjunto del Estado. Esto supone que se redujeron al 94% de la posición relativa alcanzada en 1975. «Este hecho explica suficientemente la pérdida de importancia de la economía vasca en los años posteriores a la transición política», se afirma en el informe citado.

¿Supone esto último un desastre social? No en el corto plazo, pues la comunidad autónoma vasca aún conserva parte de su inercia histórica, ganada cuando era hija de la economía del acero en los tiempos en que otros se peleaban con el hierro o la chatarra.

¿Es Euskadi hoy una sociedad que «avanza» y que ha conseguido en esta legislatura ponerse a la «cabeza del Estado en materia de renta familiar disponible» como aseguró Ibarretxe el pasado martes en el Congreso? En absoluto.

En el informe citado, cuando se compara el empuje de la economía vasca con el del resto de las autonomías, sobre todo si la referencia es el PIB por habitante, se hace hincapié en que algunos olvidan premeditadamente que la población residente en Euskadi entre 1975 y 2002 sólo aumentó el 3,7%. En el mismo periodo la población española residente creció un 17,8%. Más población, menos a repartir y a la inversa. El país de Alicia y el Estado de los orcos.

Se concluye prudentemente que «el retorno de inmigrantes nacionales a sus regiones de origen, la salida de empresarios y profesionales (...) y el crecimiento más limitado de la población extranjera residente en el País Vasco son fenómenos demográficos que necesitan una explicación, tratándose de una de las regiones españolas y europeas más desarrolladas». Por debajo de todo está el terror.

En el PNV se muestran conscientes de que la inestabilidad institucional se cobra un precio económico, pero parecen asumirlo en aras de alcanzar cotas de autogobierno sin fin. Si no, ¿por qué en el artículo 13 del plan Ibarretxe se asume la capacidad de su Ejecutivo para convocar referendos que definan la relación con España?

«El PNV puede vestir su petición como quiera, pero si se pide un derecho es para poder ejercerlo», afirma José Eugenio Azpiroz, portavoz de Empleo del Grupo Popular en el Parlamento vasco. «Hay que huir de las manifestaciones tremendistas que ligan terrorismo y economía. Hay que evitar las posturas extremas porque son interesadas. En ningún caso, ni con este estatuto ni con otra cosa, el PNV dejará de estar vinculado a España y a la UE. Nadie va a llevar las cosas tan lejos. Los nacionalistas también se miran el bolsillo», asegura Ramón Jáuregui, portavoz del PSOE en la Comisión Constitucional.

Los empresarios vascos, por su parte, están divididos ante las repercusiones que tendrá sobre la economía la apuesta soberanista de Ibarretxe. O, al menos, han mostrado su división ante la conveniencia o no de entrar a hacer valoraciones públicas sobre el plan del lehendakari.

La Confederación de Empresarios Vascos, Confebask, no ha sido capaz de consensuar en su seno una posición conjunta respecto al plan y prefiere guardar silencio. Es más, las últimas manifestaciones del presidente de la patronal, Román Knörr, en las que se manifestó contra el plan Ibarretxe, generaron una profunda crisis en el seno de la patronal que agrupa a las delegaciones territoriales de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, donde se mantienen diferentes «sensibilidades» políticas.

Sólo los empresarios alaveses, el SEA, siempre más beligerantes contra las apuestas políticas de lehendakari, han optado por guardar silencio y el mensaje ha sido claro: «nada de enfrentarnos a estas alturas del proceso con la propuesta de Ibarretxe». Y eso, pese a que todos coinciden en la necesidad de la estabilidad política para desarrollar sus proyectos empresariales y que sin esa calma es difícil pedir a un empresario que arriesgue su dinero en una nueva empresa.

El que sigue es el artículo de la controversia:
El precio de la secesión de Euskadi
Por MIKEL BUESA. Catedrático de Economía Universidad Complutense de Madrid.

Dicho sin tapujos y huyendo de cualquier eufemismo, el Plan Ibarreche, tal como se expresa en el texto articulado del «Estatuto político de la Comunidad Libre Asociada de Euskadi», no es sino un proyecto para la secesión del País Vasco, para hacer de él un nuevo Estado. Se trata de un proyecto en dos tiempos: el primero, que ahora conocemos en la precisión de su formulación jurídica, configura ese Estado en prácticamente toda su extensión, aunque mantiene un delgado hilo de conexión con España a fin de preservar la inserción de Euskadi dentro de la Unión Europea; el segundo, que vendrá después de no mucho tiempo, una vez asegurada la presencia institucional del País Vasco en Europa, implicará lisa y llanamente la ruptura de ese hilo y su definitiva independencia.

La motivación básica de este alambicado procedimiento para llegar a la declaración de independencia, es bastante simple. Los nacionalistas consideran que su separación de España no puede pasar por su segregación de la Unión Europea, pues, en tal caso, la secesión se saldaría con un coste económico demasiado elevado para que pudiera ser pacíficamente asumido por los habitantes del País Vasco. Ello es así porque la imbricación de la economía vasca con la española -y con las de los demás países europeos- es muy intensa. Y, lógicamente, cualquier ruptura de esa relación o cualquier elemento que viniera a dificultarla, puede perjudicar la actividad productiva, generar desempleo y alimentar el descontento en la sociedad.

En los estudios que he realizado sobre este asunto, se pone de relieve que la secesión del País Vasco, acompañada de su exclusión como territorio de la Unión Europea, ocasionará una importante reducción de la producción como consecuencia de los aranceles y de los costes de transacción que conlleva la existencia de fronteras. A este efecto directo se añade el que aparece como derivación de las estrategias que pueden adoptar las empresas para no perder mercados. Tales estrategias pueden ser muy variadas, como ocurre con las campañas de promoción, la diferenciación de marcas o el ajuste de costes, pero las que resultan más atractivas son las que pasan por el abandono del País Vasco y el traslado de las actividades a otras regiones de España. Según los resultados provisionales de una encuesta que todavía no está cerrada, esta última sería la solución preferida por la cuarta parte de las mayores empresas ubicadas en la región.

Por otra parte, al constituir un nuevo Estado, el País Vasco tendría que asumir el coste de ejercer las competencias en materia judicial, de regulación monetaria, de representación internacional y de protección social, pues, en todos estos ámbitos, el proyecto de Ibarreche aspira a ejercer su dominio y sólo deja fuera de él a la defensa, aunque ello no excluya que la Ertzaintza acabe desempeñando funciones de seguridad. Ese coste, debido a que desaparecería la actual transferencia neta de recursos que vierte el Estado sobre Euskadi, tendría que ser financiado con mayores impuestos y cotizaciones sociales, disminuyendo así la renta disponible de los vascos y su nivel de bienestar.

Las consecuencias de todo esto para la economía del País Vasco serían devastadoras. La reducción del empleo haría subir la tasa de paro hasta niveles que duplicarían sobradamente el actual y podrían llegar a situarse en más de la cuarta parte de la población activa. Por tanto, las oportunidades de trabajo serían aún menores que las actuales. Conviene recordar a este respecto que, debido a que en el País Vasco se crea poco empleo, durante las dos últimas décadas se ha registrado un saldo migratorio negativo de alrededor de cuatro mil personas al año. De ellas, siete de cada diez están en edad activa y se han ido para buscar oportunidades de rehacer su vida en otras regiones de España. Con la secesión este saldo acabará multiplicándose; y no sería sorprendente que, en un tiempo relativamente corto, un cuarto de millón de vascos tuvieran que abandonar su lugar de origen para poder sobrevivir.

Por tanto, como se ve, preservar la conexión europea resulta esencial para que los nacionalistas, al materializar institucionalmente su independencia, puedan eludir el penoso coste que, de no ser así, inevitablemente se derivaría de ella. El papel que se le reserva a España en el proyecto de Estatuto que lidera Ibarreche, es precisamente ese: Euskadi se define en la práctica como un Estado independiente cuya inserción en Europa se realiza a través de España, aunque sin ninguna posibilidad de que el Gobierno o las demás instituciones estatales españolas puedan intervenir en la relación correspondiente. Y así, el País Vasco estaría directamente representado en el Consejo de Ministros, tendría voto en la gestión de los fondos europeos, accedería sin mediación alguna al Tribunal Europeo de Justicia y elegiría sus propios diputados en el Parlamento de Estrasburgo.

Para dar satisfacción a estos deseos nacionalistas, los españoles tendríamos que violentar la Constitución, pues es evidente que las aspiraciones competenciales del proyecto de Ibarreche no encajan dentro de los límites de la Carta Magna. El caso más llamativo a este respecto es el que alude a la ruptura del actual sistema judicial unitario, pero no son menos relevantes los menoscabos que se proponen para la legislación penal, mercantil y civil, o la desaparición del principio de unidad de caja en la Seguridad Social o, en fin, la disgregación de la potestad supervisora y reguladora del sistema financiero.

La Constitución se vería así modificada, por la vía de los hechos, para dar solución al conflicto planteado por el nacionalismo vasco. Y tal modificación, de seguirse la técnica Ibarreche, nada tendría que ver con los procedimientos establecidos, sino más bien con los cambalaches políticos que pudieran acordarse al margen de las instituciones. Nuestro sistema democrático se vería así herido de muerte y España correría un serio peligro de disgregación. Si nos miramos en el espejo de otros países europeos que se han embarcado en cambios de esta naturaleza, podríamos comprender que casi nada de esto puede hacerse sin violencia; que el afán diferenciador de unos pocos acaba desencadenando los conflictos civiles; y que estas aventuras siempre terminan perjudicando a todos, incluyendo a quienes las promueven. Por ello, el verdadero precio de la secesión de Euskadi no será sólo el que razonablemente podemos calcular los economistas con nuestro instrumental analítico, bajo la hipótesis de que todos los acontecimientos discurren pacíficamente, pues a ese precio se añadirá sin duda el de una desolación que hoy ni tan siquiera visualizamos.

Se nos había anunciado la entrada en una nueva era de la relación del Gobierno con las comunidades nacionalistas. El buen talante de Rodríguez Zapatero iba a ser capaz de superar la crispación supuestamente generada por el Gobierno del Partido Popular. La propaganda oficial saludaba alborozada la política de diálogo y de distensión. Por fin, había acabado la incomunicación entre los Gobiernos de Madrid y de Vitoria.

Desgraciadamente, la aprobación por el Parlamento vasco del plan Ibarreche nos devuelve a la cruda realidad. El nacionalismo nunca cede, ni desiste, ni le importa elevar la presión al límite de lo tolerable. De nada ha servido ni la política de gestos, ni jugar -relativizándolo- con el concepto de nación española, ni siquiera la asunción (cesión) del concepto de comunidad nacional vasca por los socialistas del País Vasco, con la sonriente complacencia del presidente del Gobierno, ni la supresión del delito de convocatoria ilegal de referéndum.

El nacionalismo es implacable y su objetivo final, nunca se olvide, es la independencia. El plan Ibarreche es inconstitucional por dos razones. La primera y fundamental, porque rompe la unidad de España. Euskadi, tras el ejercicio del derecho de autodeterminación, se convierte en una comunidad soberana aunque, inmediatamente después decida libremente, en ejercicio de su soberanía, asociarse con el Estado español. Una asociación susceptible de ser disuelta cuando así lo desee el pueblo vasco.

El plan Ibarreche, y esta es la segunda causa de inconstitucionalidad radical, supone la disolución de la unidad territorial de España y, por tanto, niega al Estado español la posibilidad de llevar a cabo en el País Vasco todas aquellas políticas comunes atribuidas por la Constitución para garantizar el cumplimiento del principio de igualdad básica de todos los españoles y asegurar el libre ejercicio de sus derechos y libertades. La Administración General del Estado desaparecerá totalmente de Euskadi. Y en las materias reconocidas al Estado en virtud del pacto de libre asociación de Euskadi "con" España -la defensa, la política exterior y poco más-, todo deberá concertarse previamente con el Gobierno vasco. En suma, si no dicen desde ahora mismo adiós a España es para evitar el riesgo de quedar fuera de la Unión Europea.

El plan Ibarreche es un duro golpe al prestigio internacional de España. La imagen de la secesión del País Vasco aunque sea para formar parte del Estado como si fuera Puerto Rico es mortal de necesidad para los intereses de nuestro país. Si a esto se añade la deriva catalanista, similar a la del País Vasco, atemperada en su formulación externa bajo el señuelo del amor a la "España plural" en interpretación de ese gran dinamitero de la Constitución de 1978 que es Pascual Maragall, el horizonte español se cubre de negros nubarrones. Por eso, quiero dejar sentada una afirmación rotunda. Si se rechaza el plan Ibarreche, como así habrán de hacer las Cortes Generales, lo mismo ha de hacerse con el otro gran plan de ruptura constitucional que representa el nuevo "Estatuto nacional" de Cataluña, si su objetivo es el reconocimiento de la soberanía de la nación catalana y la expulsión del Estado y, por ende, de la posibilidad de planificar y ejecutar políticas comunes a todo el conjunto español.

Y ahora, ¿qué? Pues no hay otro camino que el de la unidad de los demócratas españoles para resistir la tenaza de los nacionalistas vascos y catalanes. José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy tienen la obligación de liderar la defensa de la unidad constitucional. Pero el presidente del Gobierno, para ello, debe rectificar sin demora alguna sus últimos pronunciamientos y proclamar sin ninguna ambigüedad que el Partido Socialista Obrero Español no dará su apoyo a ningún proyecto de ruptura de la Constitución, cuyo fundamento no es otro que la unidad indisoluble de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles. Y asimismo, deberá dejar bien sentado que las Cortes Generales, donde se asienta la soberanía del pueblo español, rechazarán cualquier pretensión de que el Estado español acabe convirtiéndose en un cascarón hueco de contenido, como instrumento coyuntural y transitorio de unas cuantas naciones soberanas por muy nacionalidades históricas que sean o se consideren.

La irresponsabilidad de los dirigentes nacionalistas dispuestos a elevar sus tesis soberanistas o secesionistas a la categoría de valor absoluto no puede llevar a España a un nuevo fracaso colectivo. Es la hora de la lealtad constitucional y de la firmeza democrática. Vayamos, pues, todos por la senda de la unidad constitucional y sea el primero el presidente del Gobierno, aunque esta apelación al cumplimiento fiel de su deber como español jamás tendría que haberse escrito.

Durante estos años ha habido contactos y negociaciones más o menos intensas con el entorno radical y la organización terrorista, aunque ahora algunos parezcan rasgarse las vestiduras ante la posibilidad de negociación con una banda terrorista. Con el inicio de la tregua anunciada por ETA (16/9/98) pareció abrirse una etapa esperanzadora para la solución del conflicto vasco. Durante dicha tregua, pero sobre todo a partir de la ruptura de la misma (28/11/99) y ante el dolor y rabia que provocan los asesinatos de ETA, se ha lanzado una especie de caza de brujas contra los nacionalismos periféricos moderados, especialmente el vasco por la firma del Pacto de Estella-Lizarra y su deriva soberanista. No se trata en estas breves y apresuradas líneas de analizar la responsabilidad de la ruptura de la tregua, si se trataba de una tregua trampa, si se han hecho todos los esfuerzos necesarios, posibles y razonables para impedirla, etc.; tampoco se trata de salir en defensa de nacionalismos en los que ni creemos ni de los que somos partidarios.

No obstante, y al margen de ello, no parece razonable en una sociedad abierta y democrática la sospechosa unanimidad en los mundos mediáticos y políticos estatales sobre el asunto, pareciera que sólo hay una forma posible de oponerse a la violencia etarra, y a quien discrepa o se sale del guión establecido se le acusa poco menos que de complicidad o de alentar a los terroristas; no parece razonable la satanización de un partido de orden, aliado histórico de las formaciones estatales   y con el que hasta hace poco el PP pactaba incluso el horario de las misas; no parece razonable utilizar la justa y legítima acción contra el terrorismo para obtener ventajas electorales a nivel nacional combatiendo y debilitando de camino a los que supuestamente recogerían las nueces del árbol que otros zarandean, acusándoles de connivencia con el terrorismo cuando su concurso en la solución del contencioso es crucial, son demócratas que defienden sus objetivos por medios pacíficos y están en su derecho de tener una visión del conflicto distinta que la del gobierno; no parece razonable que la política antiterrorista sea diseñada y dirigida por una persona que cuando actúa no se sabe si lo hace en función de su condición de Ministro de Interior del Gobierno de España o en función e interés de su virtual condición de candidato electoral a Lehendakari; no parece razonable, en suma, esa intransigente aunque legítima aspiración del PP, decidido a la reconquista de Euskadi a cualquier precio, sustituyendo los malos nacionalismos periféricos por el buen nacionalismo español. Y duele y es difícil escribir esto cuando sus militantes están siendo objetivo preferente de esa banda terrorista.

A lo largo de estos años se han propuesto y puesto en marcha muchas medidas para enfrentarse al conflicto al calor de los asesinatos y la indignación que causan: estados de excepción, pena de muerte, guerra sucia, ilegalización del brazo político (HB-EH), cumplimiento íntegro de penas, delito de apología, endurecimiento del derecho penal aproximándolo al de países tercermundistas,... lo novedoso en la situación actual ha sido la movilización ciudadana y el mayor aislamiento social de los violentos. Pero, ¿cree alguien serenamente que sólo con castigos, vía policial, manifestaciones y firmeza democrática (todos ellos necesarios) evitaremos las bombas, crímenes y ejecuciones sumarias, y venceremos al terrorismo? ¿No se han aplicado ya estos remedios en el pasado? Agravar castigos, perseguir opiniones,.. son soluciones que no van a la raíz del problema. Como ha señalado Antonio Escohotado en el diario El Mundo de 2/3/96, el terrorismo de corte nacionalista tal vez podría comenzar a desactivarse tomando muy en serio el principio de la mayoría en cada territorio y respetando de verdad la vida ajena. Si la soberanía pertenece al pueblo y deriva del sufragio universal, en contraste con otras presuntas legitimaciones de sangre o gracia divina, ¿quién puede exigir sumisión a un territorio donde quizá la mayoría prefiere la independencia? El derecho de constitución (derecho de todo pueblo a darse leyes y administradores acordes con sus principios) no es discernible del derecho de secesión, en cuya virtud todo pueblo puede disolver los vínculos que lo sujetan a otros, asumiendo un puesto separado e igual a ellos. Negar que todo pueblo tiene este derecho, no sólo pisotea el principio de la mayoría sino que abona las atrocidades perpetradas por unos para hacer valer la independencia. Pregúntese a Euskadi qué quiere y veamos qué pasa. Posiblemente los votos no se inclinen hacia la independencia total. Pero ahora y siempre las leyes deben estar al servicio de la sociedad, no a la inversa; aquello que fue aprobado bajo unas circunstancias históricas puede siempre confirmarse o enmendarse ulteriormente, porque cosa distinta sería confiar a los muertos el gobierno de los vivos. Y esto, añadía dicho autor, no supone "ceder al chantaje de unos pocos", sino averiguar cuál es la voluntad mayoritaria.

No basta sólo con hablar de firmeza democrática y represión policial para abordar un conflicto que dura años y al que sólo se ha hecho frente por la vía policial y con intentos tímidos de negociación. ETA no son las Brigadas Rojas italianas, el GRAPO o la Banda de Baader Meinhoff, ETA tiene una base social que es preciso tener en cuenta para enfrentarse a ella y ante la que aparentemente tiene una legitimidad por muy delirante que nos parezca, legitimidad que supuestamente nace de lo que consideran la defensa de su nación y la imposibilidad de que en el marco actual sus reivindicaciones soberanistas o independentistas puedan ser atendidas por la vía democrática. Aunque para muchos establecidos y conversos pueda resultar molesto e incluso odioso, conviene recordar que la  Constitución y su diseño, especialmente en lo que concierne a la Monarquía y al Título VIII sobre el Estado de las Autonomías, es producto de la relación de fuerzas y condiciones existentes a la muerte del dictador. Como dice J. R. Capella en una nota de la revista Mientras Tanto, nº 77, p.20, la debilidad de los sectores antifranquistas en 1978, los sectores democráticos de verdad, y la fuerza de los sectores procedentes del régimen, condujeron a lo que hay, por ejemplo, a la existencia de instituciones del Estado (caso de la Monarquía) excluidas del escrutinio y crítica democrática por común acuerdo de los medios de comunicación y fuerzas políticas del país. En lo que concierne al título VIII la derecha procedente del franquismo vetó una definición federal de España y, lo que es peor, impuso una serie de artículos según los cuales los derechos democráticos se fundamentan en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, atribuyendo a las Fuerzas Armadas nada menos que la misión de mantener tal condición (algo sin equivalente en otras constituciones). Una parte sustancial de la población vasca ha venido considerando legítimo el apoyo a la lucha armada. Y hay que preguntarse porqué. Al margen de otras muchas consideraciones, hay que reconocer que la legislación existente en España no permite al pueblo vasco, ni a ningún otro, un proceso de libre determinación. Aunque bien es cierto que la coerción de ETA tampoco lo hace posible.

Se dice que en democracia todo es susceptible de discusión, pero que no es posible hacer concesiones políticas a ETA porque sería premiar la lucha armada y alentar a otros grupos. No obstante, si hay algo que no se haya podido hacer hasta ahora o susceptible de rectificación a propósito del País Vasco u otras nacionalidades, lo que corresponde es rectificar, con independencia de que ETA lo pueda presentar como una victoria política. Así pues, un conjunto de circunstancias impide la reflexión serena y la toma de decisiones sobre aspectos de la Constitución a los que es necesario hacer frente, so pena de mantener un conflicto sangriento durante años. Personajes nada sospechosos de izquierdismo, como Herrero de Miñón, han señalado que la cuestión nacional es el gran problema histórico que queda por resolver en nuestro país, ya que la definición de España en la Constitución es demasiado unívoca, no deja un lugar cómodo a quienes reivindican un sentimiento nacional distinto, otra identidad y un mundo simbólico propio (vasco, catalán,...). En este sentido, apunta que un instrumento que abre la posibilidad de encauzar y superar el conflicto serían los derechos históricos de los territorios forales que la Disposición Adicional 1ª reconoce, respeta y ampara. Como también ha señalado P. Maragall, la Constitución puede ser un punto de partida.

Es necesario avanzar en una definición federal de  España sobre la base de las comunidades autónomas actuales, que establezca la posibilidad de un acuerdo para un proceso de libre determinación. Y en este sentido, como añadía J. R. Capella en la citada nota, se puede ver como indeseable cualquier fenómeno separatista y, sin embargo, ser partidario de un proceso de libre determinación, que incluya la posibilidad de secesión, siempre que la población pueda decidir al respecto libremente y en paz. Porque, bien es cierto que un proceso de ese tipo no puede realizarse de cualquier manera, sino de modo que no produzca un desgarramiento social y político. Condiciones como la exigencia de un clima de ausencia de violencia y coerción sobre los ciudadanos durante un largo periodo de tiempo, una mayoría cualificada o reiterada para la secesión y un compromiso que garantice los derechos y libertades de todos, son razonables y necesarias.

En definitiva, la defensa de los principios anteriores puede y debe hacerse pacíficamente y en modo alguno justifica las acciones terroristas y los atentados. Cada asesinato retrasa la posibilidad de un debate más sereno y productivo sobre la cuestión. Además, ¿qué sentido tiene matar por un objetivo que sólo lograrían si son capaces de convencer a una amplia mayoría de la ciudadanía vasca y que no obtendrán si no consiguen dicha adhesión? La responsabilidad del dolor, sufrimiento y crímenes es única y exclusiva de la banda terrorista, pero la batalla contra ETA no sólo debe plantearse en el terreno policial sino también profundizando en el de la legitimidad democrática.

Ante la inminente aprobación por las Cortes Generales de la tan traída y llevada Ley de Partidos, sus defensores entre los que me encuentro afirman que lo que se pretende es ilegalizar a aquellos partidos políticos que usen o justifiquen métodos violentos para conseguir un fin, que, en el caso de Batasuna, es el de lograr la independencia de un etéreo País Vasco o Euskal Herría.

Con ello se quiere afirmar que la causa de la eventual ilegalización de ese partido no es la idea independentista en sí misma, sino los métodos violentos que utiliza el evidente cuerpo armado de Batasuna que es ETA. De este modo, se quiere poner el énfasis en que lo que persigue la ley no son las ideas, sino los métodos para llevarlas a cabo. Se afirma así que cualquier idea que defienda un partido pacíficamente no sólo es posible con esta ley, sino que además está garantizado semejante derecho por los artículos 16.1 y 20.1.a de la Constitución. Pero, naturalmente, como todo derecho o libertad, la defensa o expresión de una idea no puede ser de carácter absoluto y se establecen en consecuencia unos límites que consisten en que es necesario que no perturbe «el orden público protegido por la ley» y que respete los derechos fundamentales básicos reconocidos en el Título I de la Norma Fundamental.

Sea lo que sea, el hecho es que el margen que se permite especialmente para la expresión y defensa de las distintas ideologías que puedan representar los partidos políticos es realmente amplio, hasta el punto de que se permiten partidos republicanos o independentistas democráticos, como un sector predominante del PNV. Es posible, pues, expresar, difundir y representar este tipo de ideas que pueden afectar a la forma de la Jefatura del Estado o a la secesión de una parte de lo que hoy entendemos por España. El método propio para efectuar esas ideas, que tienen un fin concreto, no puede ser otro, en una democracia, que el voto de los ciudadanos, porque si las ideas pacíficamente defendidas no pueden conseguir su meta convierten a ese derecho en una libertad puramente virtual. Lo cual sería contradecir el espíritu y la letra de la Constitución y de la futura Ley de Partidos, porque, como digo, una idea que no se pueda concretar en su objetivo final no sería más que una pura entelequia. Pero para que se pueda realizar no existe otro camino más que el que marca la Constitución y las normas de la democracia, que se fundamenta en la voluntad de los votos.

La secesión del territorio de un Estado, salvo en algunos de los antiguos estados federales socialistas en donde era pura retórica la desintegración de Yugoslavia fue por presiones internacionales , no es reconocida expresamente por ninguna Constitución democrática, sino más bien al contrario. En efecto, las constituciones expresan la defensa de su unidad nacional o política y la integridad del territorio del Estado. Es más: el Derecho Internacional, especialmente después de que se ha acabado ya con la descolonización, descansa en la integridad territorial de los actuales estados y así lo reconoce indirectamente la propia Carta de las Naciones Unidas en su artículo 2.4. Y lo mismo cabe decir en cuanto a los estados miembros que componen la actual Unión Europea, puesto que el artículo 6.3 del Tratado de Maastricht mantiene que la Unión respetará «la identidad nacional de sus estados miembros». Por consiguiente, no es posible la secesión pacífica de un territorio que forme parte de un Estado consolidado por varios siglos mediante únicamente la decisión unilateral de ese territorio.

¿Significa entonces que si un territorio de un Estado, por la decisión pacífica de la inmensa mayoría de sus ciudadanos, desea separarse del mismo no tiene ninguna posibilidad de lograrlo? Porque entonces se rompería la esencia de la democracia negando el derecho a la independencia, pues, al mismo tiempo que se afirma que esa idea se puede defender pacíficamente, no son posibles sus resultados prácticos. Evidentemente, se trata de una situación muy compleja, pero que no tiene más solución que la de cambiarse la Constitución para permitir la secesión de un territorio. No existe más posibilidad que ésa, salvo una guerra frontal en la que se enfrentarían dos partes de un Estado con sus respectivos ejércitos, como ocurrió con la guerra civil americana, con 600.000 muertos, ante el intento de separarse de la Unión de los estados del Sur. Pero digo una guerra con dos ejércitos enfrentados y con terroristas sin uniforme que no lograrán nunca ese objetivo.

Así las cosas, vayamos al caso actual del País Vasco. Por un lado, existe un partido, Batasuna, con su cuerpo armado que es ETA y todas sus ramificaciones, que por una parte quiere seguir participando en las instituciones vascas sin condenar el terrorismo e incluso amparándolo, lo cual ha sido una aberración de nuestra democracia que ahora se quiere cambiar con razón, si Batasuna se empeña en seguir sirviéndose del terrorismo de ETA y en no condenar sus atentados. Y, por otro, hay un partido, el PNV, en el que sus actuales dirigentes aunque no todos sus militantes desean también de forma pacífica conseguir la independencia. No es necesario recordar la incongruencia de esa reivindicación; en primer lugar, el País Vasco goza en la actualidad de la mayor autonomía de cualquier región en Europa; en segundo lugar, no sólo desean la independencia de las provincias vascas, sino también la anexión de Navarra y de los departamentos del País Vasco francés; en tercer lugar, no existe una mayoría absoluta nacionalista de sus actuales habitantes, sino que en los tres casos se trata de poblaciones pluralistas de las cuales un número mayor o menor, según las provincias, además de aquéllos que han tenido que huir de ellas, desea seguir perteneciendo a los estados español o francés; y, en cuarto lugar, es ridículo reivindicar dichas ideas cuando estamos en pleno proceso de integración europea con una moneda única e instituciones comunes para todos los estados miembros y en donde las regiones cada vez tendrán más importancia.

Sin embargo, los nacionalistas vascos parecen haber adoptado el famoso lema del Mayo francés que decía «ser realistas, pedir lo imposible». Pero como la irracionalidad es patrimonio sobre todo de muchos políticos, en este caso vascos, hay que trazar el camino, por pedregoso que sea, si es que logran conseguir una aplastante mayoría de los pobladores de sus territorios para lograr pacíficamente la independencia que defienden. Y ese camino no es otro que el que traza la Constitución española, dejando de lado el caso del País Vasco francés. De este modo, el lehendakari Ibarretxe ha repetido varias veces que quiere convocar un referéndum para que se pronuncien los vascos sobre si quieren la independencia o, por otro lado, se defiende también que se pronuncie una asamblea de municipios sobre esa cuestión, lo cual evidentemente no tiene cobertura en la Constitución. Ambas propuestas no son legales y no se pueden permitir, porque el Estado debe defender la legalidad y a los que no están de acuerdo con ambas iniciativas y que son también una gran mayoría. ¿Quiere decirse entonces que no hay salida? La hay, pero enormemente complicada según las normas legales. Para que se celebre un referéndum sobre el tema vasco cabe el siguiente proceso: puesto que el lehendakari no tiene competencia para convocarlo, porque es propia del Estado, los pasos a dar, interpretando la Constitución y las normas que la desarrollan, serían los siguientes:

Primero, el Gobierno vasco, y en su caso el navarro, solicitarían al Gobierno de la nación la convocatoria de un referéndum consultivo sobre si se desea un Estado vasco o seguir perteneciendo al Estado español, propuesta que debe convocar el Rey, tras ser aprobada primero por el Gobierno y después por mayoría absoluta del Congreso de los Diputados. Cabe también, según el artículo 4.2 de la vigente Ley Orgánica del Derecho de Petición, que un colectivo lo suficientemente importante, mediante firmas autentificadas, lo solicite al Gobierno nacional directamente.

Segundo, el referéndum, en caso de aprobarse, se realizaría por provincias y además sólo tendría carácter consultivo. Pero, evidentemente, si el resultado fuese en cada una de ellas superior a los dos tercios de los electores mayoría cualificada para reformar la Constitución tendría que ser considerado vinculante según las reglas democráticas. En caso de que no se consiguiese tal mayoría cualificada en todas las provincias consultadas, perdería entonces tal carácter vinculante.

Tercero, para que se pueda realizar tal referéndum, son necesarias dos condiciones: por un lado, que haya una tregua de ETA en la que cesen los atentados de todo tipo durante al menos un año y que se respete la libertad de expresión sin presiones de todo tipo para poder defender sin miedo las ideas no nacionalistas. Porque un referéndum sin libertad y con atentados, como quiere ya el lehendakari, sería una caricatura de la democracia, como ocurrió con el franquismo.

Cuarto, suponiendo que se diesen todas las condiciones anteriores sería necesario reformar la Constitución para permitir la creación del Estado vasco separado del resto de España y fuera naturalmente también de la Unión Europea. Y para que esa reforma fuese válida tendría que ser aprobada por dos tercios de las dos Cámaras, disolviéndose éstas, convocándose después nuevas elecciones y teniendo que ser aprobada la reforma igualmente por dos tercios de las nuevas Cortes. Posteriormente, tal reforma tendría que ser aprobada también por referéndum nacional, pues, por poner un ejemplo comparado, como ha dicho el Tribunal Supremo de Canadá, la eventual secesión de Quebeq tendría que realizarse mediante un acuerdo bilateral y la aceptación de toda la nación.

Por consiguiente, se pueden defender las ideas independentistas de forma pacífica, aunque, como se ve, conseguir tal objetivo es complicado, aunque no imposible. Lo que es imposible y no conduce a ninguna parte es asumir la idea de la independencia mediante el terrorismo o marginando la Constitución y el Estatuto en una España democrática que forma parte de la Unión Europea. Los nacionalistas vascos pueden gozar con las posibilidades que permite la Constitución, de una autonomía que convierte casi ya al País Vasco en un Estado dentro del Estado y lo mismo cabría decir a los nacionalistas catalanes más sinuosos y astutos. La cuasi-independencia de unas regiones que se consideran naciones cabe perfectamente en un Estado tan descentralizado como es el español actual en el seno de la Unión Europea. Pero si la voluntad de más de dos tercios de todas las provincias de esas nacionalidades llegase a plasmarse de forma clara dentro de tres o cuatro legislaturas, como sostiene el ayatolá Arzalluz, España no tendría más remedio que reconocer esa independencia, ya que así se desprende de la próxima Ley de Partidos y de nuestra Constitución. Ahora bien, si no es así, hay que recordar a los nacionalistas que el mayor pecado que pueden cometer es querer ser lo que no se puede llegar a ser.

La visión legal
Artículo de Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

La radicalización del nacionalismo vasco y, con ella, la del gobierno que ejerce sobre la Administración del País Vasco, cuya expresión más acabada, después del pacto suscrito con ETA en agosto de 1998, es el plan Ibarretxe, ha puesto de manera inmediata sobre la arena política la cuestión de la secesión de esta región de España, planteando así un problema con múltiples dimensiones tanto en el plano jurídico constitucional, como en el político y en el económico. A este último se alude en este trabajo, en el que, partiendo de la idea de que el objetivo ultimo del proyecto nacionalista es la separación del País Vasco de España para constituir un estado independiente, se valoran con sentido prospectivo las repercusiones que, para la economía vasca, podría tener un hecho de semejante naturaleza.

Abordar un problema así supone adentrarse en un terreno inédito, pues aunque los nacionalistas, desde sus orígenes con Sabino Arana, han tenido siempre presentes sus aspiraciones de independencia, éstas se habían manifestado hasta hace poco tiempo de una forma más bien retórica -excepto, claro está, por parte de los integrados en ETA que las han defendido mediante el terrorismo- y, consecuentemente, no se habían plasmado en un programa de gobierno ni habían inspirado ningún tipo de estudios en los que se trataran de evaluar sus costes y beneficios. Además, en el plano internacional, quizás debido a que a los economistas, a la vista de los fenómenos reales, nos ha preocupado más la integración de los mercados que su separación, apenas se cuenta con estudios acerca de esta última. La economía de la secesión es, por tanto, un campo de análisis que, con referencia a un caso concreto como es el del País Vasco, apenas se ha explorado, aunque se cuenta en el momento actual con los resultados de un programa de investigación, desarrollado a lo largo del último año, cuyos principales contenidos trataré de sintetizar en las líneas que siguen .

Si se tiene en cuenta que la eventual secesión del País Vasco lo será con respecto a España y también con relación a la Unión Europea, de manera que el nuevo estado vasco quedará excluido de esta última y adquirirá el estatus de un tercer país sin un tratamiento preferencial o diferenciado, entonces aparecerán unas nuevas fronteras delimitando y separando el ámbito de la actual región del espacio español y europeo. El balance global de un acontecimiento así será, necesariamente, negativo y costoso para los ciudadanos vascos. Tres son los planos a considerar para establecer cuantitativamente ese balance (Buesa, 2004):

· El primero, el que se deriva directamente de la aparición de las referidas fronteras, dando lugar a un encarecimiento de las exportaciones vascas -al tener que pagar aranceles y al tener que asumir costes de transacción- y, por tanto, a su reducción. A ello se añadirán las estrategias de deslocalización que algunas empresas emprenderán para tratar de eludir esos costes y, sobre todo, para tratar de preservar sus mercados en el resto de España. Las secuelas de ambos fenómenos no serán otras que una pérdida de actividad y de empleo cuya valoración puede establecerse entre el 10,5 y el 19,9 por 100 del PIB, o entre 89.000 y 178.000 puestos de trabajo.

El segundo nace de la necesidad de asumir los costes del ejercicio de las competencias estatales en las que se expresa la soberanía -es decir, las relaciones internacionales, la defensa, el sistema judicial y la supervisión del sistema financiero-, así como del sostenimiento del estado del bienestar, lo que ha de traducirse en una elevación de las cargas fiscales para los residentes en el territorio vasco.

Y el tercero emerge del necesario abandono del Euro como patrón monetario, dando lugar a una importante inestabilidad macroeconómica que ahondaría, al menos durante cierto tiempo, los efectos críticos de la reducción de la actividad productiva.

El balance global al que acabo de aludir, puede ser afinado a partir del análisis de algunos de sus aspectos esenciales. El primero alude a las condiciones en las que se encuentra actualmente la economía vasca, después de muchos años de sufrir el terrorismo, pues esas condiciones, que vienen determinas por el modelo de desarrollo de la región, nos sitúan en el punto de partida del proyecto secesionista. La pregunta a responder es, entonces, la que alude a los costes que, para el País Vasco, han tenido más de tres décadas de terrorismo. No es infrecuente que, en muchas ocasiones, se soslaye este tema y que, incluso, se niegue que el terrorismo ejerza alguna influencia sobre la economía vasca, lo que va contra toda la evidencia que, en los últimos años, se ha venido obteniendo en el plano internacional acerca de los conflictos armados  y a la que también ha contribuido el único estudio que, sobre el asunto, se había realizado acerca del País Vasco (Abadie y Gardeazábal, 2003)

La investigación que han desarrollado Myro, Colino y Pérez (2004) aclara que el terrorismo ha sido, por la amplitud de sus efectos negativos, el mayor de los problemas económicos del País Vasco. Más concretamente, estos autores destacan, con la perspectiva que da el análisis del último medio siglo de la economía vasca, que el crecimiento de ésta se apartó, a mitad del decenio de los setenta, de la trayectoria de las otras regiones desarrolladas de España; y que tal fenómeno se explica por el comportamiento de la inversión productiva, muy sensible a la actividad terrorista. Como consecuencia, en términos per capita, el País Vasco obtiene actualmente un producto bruto del orden de un 8 por 100 más reducido que el efectivamente registrado; y lo hace porque el tamaño de su economía es un 25 por 100 más pequeño, en cuanto al PIB, que lo que podría haber alcanzado si la violencia no se hubiese enquistado en la sociedad vasca, y porque la dimensión de su población resulta alrededor de un 15 por 100 más reducida de la que se podría haber logrado. En definitiva, el terrorismo ha ocasionado una pérdida de actividad económica potencial, con la consiguiente privación de bienestar, cuyo reflejo más notorio lo ofrece la reducción, durante más de dos décadas, de la participación del País Vasco en el conjunto de la economía española, tanto en términos de PIB, como de población y empleo.

La secesión, como he señalado más arriba, implicará la aparición de fronteras en el País Vasco y, por tanto, la de costes derivados de la protección de los mercados exteriores y de la gestión de las transacciones con ellos. La incidencia de tales costes será tanto mayor cuanto más intensas sean sus relaciones con la economía de la que se separa. Por ello, es relevante el análisis de esa intensidad mediante el cálculo del sesgo español del comercio vasco, tal como han hecho Martínez Serrano, Llorca Vivero y Gil Pareja (2004). Estos autores se basan en la estimación de modelos de gravedad que permiten especificar en qué medida la relación comercial del País Vasco con las otras regiones españolas es, a igualdad de los demás factores -como el tamaño de las economías, la distancia, el uso de una moneda común o la pertenencia a una misma área de libre comercio-, más vigorosa que con otros países. El resultado muestra que ese sesgo español es muy relevante, de manera que el País Vasco comercia entre 11 y 16 veces más con el resto de España que con cualquier otro país. Esta intensidad -que rebaja de la obtenida por Minondo (2003) - señala que los flujos comerciales del País Vasco dentro de España son de muy difícil sustitución y que, seguramente, en el caso de secesión, como ha ocurrido en otras experiencias europeas, como las de las antiguas repúblicas soviéticas o yugoslavas, y también en el de Checoslovaquia, su reducción correrá pareja a una relevante caída de la producción doméstica.

Un estado multinacional es un estado-nación compuesto por diversas culturas, en ocasiones rivales, que compiten por su control. En él es frecuente una situación tensa, pero puede llegar a estabilizarse por largos períodos de tiempo si el equilibrio de poder se administra cuidadosamente.

La mayoría de dichos estados suelen concluir las disputas con una opción dentro de un pequeño conjunto:

una federación que delega a cada nación ciertas competencias dentro del estado, como el caso de Canadá.

secesión de una nación dentro del estado, como la partición amistosa de Checoslovaquia en Eslovaquia y la República Checa.

guerra civil que conduce a una secesión, federación o un nuevo equilibrio de poder que sitúa a una de las nacionalidades subordinada a otra, caso Yugoslavia, de la guerra entre hutus y tutsis a mediados de la década de los 90 en Ruanda.

La lengua es una cuestión importante en casi todas las divergencias culturales y políticas. La colonización ha derivado en muchos estados multiculturales, incluyendo los Estados Unidos, Canadá, México y casi todos los de América Latina. Haití y la República Dominicana comparten la isla de La Española y hablan idiomas diferentes, siendo una isla binacional --una isla con dos estados, como Chipre, aunque uno de los estados allí presentes no está reconocido por ningún otro país que Turquía.

Un estado multinacional requiere un gran esfuerzo para mantenerse cohesionado. El éxito o el fracaso dependerán de la creación de una sociedad multiétnica. Hay sin embargo presiones militares y económicas externas que pueden originar la distinción de un grupo social dentro de un estado. Así pues, un estado multinacional no siempre implica una sociedad multiétnica. Hay diversos pueblos o naciones unidos por otra cosa que por la etnia, como por ejemplo la religión. Hay también naciones que no tienen ningún estado, o que están divididas en varios estados, como los kurdos, poco integrados en varias sociedades débilmente multiétnicas, algunos de los cuales, como Irak o Turquía, pueden denominarse estados multinacionales.

Una visión menos radical: EL PRECIO ECONÓMICO DE LA SOBERANÍA ¿ES VIABLE UNA EUSKADI INDEPENDIENTE?
Reportaje de JOSÉ LUIS BARBERÍA en "El País" del 31-3-02

El nacionalismo vasco celebra hoy el Aberri Eguna, el Día de la Patria, con la reivindicación común de alcanzar la soberanía de Euskadi. El proyecto independentista de las diversas organizaciones que configuran el nacionalismo vasco se enfrenta a una realidad compleja tanto en el ámbito territorial como en el político y social. Pero si algo se puede cuantificar es el coste económico de una hipotética independencia

Según los últimos datos publicados por los institutos de estadística de la Unión Europea (Eurostat), de España (INE) y de Euskadi (Eustat), la renta per cápita de los vascos ha superado ya a la media europea y se sitúa (con 18.755 euros por habitante y año) a la cabeza de las regiones españolas, un 20% por encima de la media nacional.

En sólo media década, la economía vasca ha pasado de estar caracterizada como una 'economía industrial en declive' a reaparecer transformada en un foco industrial muy productivo y capacitado para competir en el mercado internacional. Las cifras de crecimiento, producción, exportación y desempleo, sensiblemente mejores a las del resto de España, alimentan el renovado sueño del independentismo vasco, en un momento en el que el nacionalismo en el poder parece instalado en la perspectiva soberanista y baraja la ruptura-superación del marco estatutario y constitucional vigente.

A falta de verdaderos estudios, algunos economistas empiezan a interrogarse seriamente sobre la viabilidad de un Euskadi independiente, una cuestión, siempre nebulosa, que hasta hace bien poco suscitaba comentarios lapidarios, como si la hipótesis no mereciera ser tomada en consideración, como si estuviera condenada de antemano.

También entre el empresariado vasco aflora una inquietud inédita que lleva a algunos de sus representantes a indicar que por primera vez a lo largo de estas últimas décadas, duramente castigadas por el terrorismo, 'el corazón y la cabeza han empezado a divorciarse irremisiblemente'. ¿El nacionalismo político tiene suelo económico suficiente para adentrarse en la vía soberanista? ¿Tiene razón el presidente del PNV, Javier Arzalluz, cuando afirma (agosto de 2.001) que 'los vascos no necesitamos a Madrid para nada'.

Obviar a España -no sólo el nombre de España, vocablo proscrito, impronunciable desde décadas en el vocabulario nacionalista- es un ejercicio al que el soberanismo se aplica con renovado interés, mientras el Gobierno vasco trata de abrirse paso en las instancias europeas. El nacionalismo sueña con instaurar el eje Vitoria-Bruselas, quiere hacer pie en la Unión Europea para poder distanciarse de ese Madrid (inevitable metáfora de España) al que, en el mejor de los casos, sólo acierta a mirar de soslayo, recelosamente.

 ¿Euskadi puede permitirse el lujo de obviar a España teniendo en cuenta el alto grado de dependencia de su economía? El comercio exterior del País Vasco ascendió el pasado año al 61% del PIB, pero más de la mitad de las ventas realizadas fuera de la comunidad autónoma se dirigieron al resto de España. Y fue el mercado español el que cubrió la mayor parte (el 66%) de sus importaciones, preferentemente de materiales (inputs) intermedios para la fabricación industrial y de alimentación fundamentalmente.

El proceso de globalización en curso, indican algunos analistas, permite reducir esa dependencia en la medida en que facilita el comercio y la adquisición de medios financieros y de productos en el exterior, pero eso no anula, sostienen, la dependencia orgánica de una industria como la vasca, estructurada para abastecer el mercado español. 'La economía vasca tiene un grado de dependencia de la española mayor que el de Cataluña', afirma el economista Roberto Velasco. 'Exporta dos billones de pesetas al año, pero su imbricación con la economía española es absoluta. Dadas sus diferentes estructuras económicas, cuando España va bien, Euskadi va muy bien, y cuando España va mal, Euskadi va peor', asegura.

Cabe pensar que la segregación obligaría al País Vasco a indemnizar a España por los bienes estatales existentes en esta comunidad: puertos y aeropuertos, estaciones de ferrocarril, instalaciones industriales, edificios públicos, etcétera. Eso sin hablar de posibles disputas sobre las compensaciones por las inversiones públicas españolas en sectores estratégicos transferidos. Naturalmente, el Estado vasco debería pagarse su policía autonómica, la Ertzaintza, hoy costeada con los presupuestos del Estado, un eventual ejército, cubrir las ayudas económicas a las empresas destinadas a incentivar la exportación, la renovación tecnológica a las empresas y correr con los gastos que conlleva la representación diplomática exterior.

Medio billón de pesetas

La Seguridad Social es otro elemento por considerar. 'Las pensiones en Euskadi suponen al año medio billón de pesetas. Hoy no sería un problema, porque se recauda por encima de esa cifra, ¿pero qué pasaría si se redujera nuestro nivel económico y el empleo?', se pregunta Carmelo Urdangarin, analista y ex secretario del grupo cooperativo de máquina herramienta Danobat. 'Tenemos una población bastante mayor, la tasa de natalidad más baja de Europa, unas pensiones que aumentan entre el 5% y el 8% y cada vez vivimos más. Podría ocurrir', apunta, 'que llegáramos a añorar la caja única de la Seguridad Social española'.

Con todo, economistas como Antton Pérez de Calleja y Alberto Alberdi, director de Estudios Económicos del Gobierno vasco, subrayan, con otros, que éste es un debate exclusivamente político. Dicho de otro modo: Euskadi podría ser independiente sin que su economía se resintiera, siempre que las relaciones comerciales con España continuaran siendo las actualmente existentes y que ese futuro Estado vasco siguiera estando al abrigo de Europa.

De hecho, el proyecto nacionalista, permanentemente envuelto en la ambigüedad de los términos soberanía, autodeterminación, superación del marco político, etcétera, parte del supuesto de que la independencia llegaría a través de un proceso escalonado que no alteraría sustancialmente las cosas. Ahí está, sin embargo, el nudo gordiano del asunto, porque ninguna de las dos premisas parece resistir un razonable análisis de proyección política. 'Se habla del Mercado Único europeo, pero se pasa de puntillas sobre el mercado español, y justamente la clave empresarial está hoy en el mercado', indica Alfonso Basagoiti, presidente de la Corporación IBV y antiguo consejero de Hacienda del Gobierno vasco. 'Yo también creo', dice, 'que Euskadi podría ser viable económicamente si la separación se hiciera sin traumas, de forma pactada, si pudiéramos quedarnos en Europa y no perder mercado. El problema', destaca, 'es que cuando se habla de soberanismo hay que separar la teoría de la práctica, y todo indica que sin un acuerdo con el Gobierno central el coste económico sería grave o muy grave', afirma.

Ciertamente, aunque la economía va bien, la política vasca sigue fatalmente empantanada y las relaciones entre los Ejecutivos de Vitoria y Madrid son más bien pésimas. Un País Vasco independiente quedaría automáticamente fuera de la UE, y cabe pensar razonablemente que el Gobierno español utilizaría sus recursos diplomáticos, políticos y económicos, incluido el derecho de veto que le asiste, para evitar o retrasar en lo posible la integración del 'nuevo Estado vasco' como miembro de pleno derecho.

Tampoco parece que los países motores de la UE estén dispuestos a avalar en su seno un proceso autodeterminista que estimularía las pretensiones de casi medio centenar de regiones europeas. El último encuentro entre el presidente de la Comisión, Romano Prodi, y el lehendakari, Juan José Ibarretxe, no ha debido resultar muy estimulante para los intereses nacionalistas. 'Mire, lehendakari, sus problemas tiene que resolverlos en el Estado español, es un asunto interno. Europa no va a aceptar nada que no decida el Estado español', vino a decirle Romano Prodi, de acuerdo con la versión instalada en medios empresariales y políticos.

De igual manera, puede pensarse que un proceso de secesión contaminado políticamente por décadas de terrorismo no dejaría indiferente a la sociedad española ni a los actores económicos. Según el catedrático Mikel Buesa, el impacto de la secesión podría tener efectos devastadores, dada la fuerte integración en el mercado español de las 30 mayores empresas que facturan el 60% del PIB vasco. 'La aparición de fronteras y de aranceles supondría una alteración radical del contexto en el que se mueven estas empresas líderes y podría dar lugar a reestructuraciones adaptativas destinadas a preservar su cuota de mercado y a defenderse de las posibles reacciones de rechazo de los consumidores a los productos vascos, que serían tanto más intensas cuanto menos consensuada fuera la secesión', afirma este catedrático. 'Por ello', añade, 'no sería de extrañar que algunas de esas empresas acabaran deslocalizándose, abandonando el País Vasco, o que experimentaran procesos de segregación de activos con objeto de aislar sus actividades de ámbito regional con respecto a las realizadas en el resto de España'.

¿Se puede separar, pues, la economía de la política, como simula creer el nacionalismo? En realidad, nadie sabe, tampoco seguramente el nacionalismo democrático, cuál puede ser el desenlace del proceso soberanista. Tras las elecciones del 13 de mayo último, en las que Batasuna perdió 70.000 votos, los sectores independentistas del PNV y de EA han encontrado un nuevo argumento en su estrategia de integrar al nacionalismo violento en algún punto del camino hacia la soberanía plena. Dadas las dificultades del empeño, se piensa, sin embargo, que el nacionalismo vasco pretende situar al País Vasco al borde mismo de la separación, pero sin llegar a dar el último paso, una posición que le permitiría aprovechar, de hecho, las ventajas de una cuasi independencia y ahorrarse los inconvenientes de vivir a la intemperie, sin la cobertura y la interlocución que aporta un gran Estado.

El sueño nacionalista contempla fórmulas como la de un 'Estado vasco asociado a España', mira el caso de Puerto Rico (asociado a EE.UU.), se fija en la soberanía del land de Baviera, intenta sacar conclusiones del proceso de Quebec. Sea cual sea el desenlace, y al margen incluso del incipiente debate teórico sobre la economía política de la secesión vasca, el problema es que algunos analistas y un buen número de empresarios creen detectar ya perjuicios económicos reales derivados de la incertidumbre que cubre el horizonte político de Euskadi. En el documento que el Círculo de Empresarios Vascos entregó meses atrás a Ibarretxe, con el título El coste de la no España, se afirma que el discurso soberanista está incidiendo negativamente en la economía. 'Hemos soportado y soportamos el terrorismo, pero nuestro peor enemigo ahora es la incertidumbre política', afirma José María Vizcaíno, el presidente de ese club que agrupa a medio centenar de grandes empresas vascas. 'Tenemos que saber para qué luchamos y hacia dónde vamos. A mí me preocupa que los ciudadanos de fuera de Euskadi empiecen a no entendernos', indica. José María Vizcaíno habla de una sociedad vasca habituada a la inhibición y al silencio, de una burguesía mucho menos dinámica que la catalana, de una clase política impotente que no es capaz de darle una perspectiva clara al país y de actuar con coherencia. 'Asistimos', dice, 'a una fuga de capital humano impresionante. Perdemos centros de decisión: el BBVA, Iberdrola, el Grupo Correo; vemos empresas que buscan desarrollarse en otra parte. Se nos van las mejores promesas, buenos técnicos y financieros que no ven aquí oportunidades profesionales. Se nos van', apunta, 'no exactamente por la presión de ETA, sino por la atmósfera cerrada y de incertidumbre, por el ambiente, la falta de ilusiones, la tristeza que impera en tanta gente. ¿Y qué responde el sistema? El sistema dice que si se van es porque son malos vascos'.

Los teóricos aciertan en el caso vasco cuando indican que el terrorismo produce pérdidas de ingresos por turismo, un menor flujo de inversión extranjera, destrucción de infraestructuras y lo que denominan el 'coste de oportunidad' derivado de los recursos destinados a combatir la violencia, pero es posible que nunca llegue a saberse con exactitud el precio económico pagado por los vascos.

Pese a las dificultades del empeño, dos analistas: Alberto Abadie y Javier Gardezábal, han evaluado ese coste en el 10% del PIB vasco en un estudio en el que también extraen conclusiones de la favorable evolución de las cotizaciones en Bolsa que experimentaron las empresas vascas durante la tregua de ETA. El director de Estudios del Gobierno Vasco, Alberto Alberdi, cree, sin embargo, que el 'peso de la mochila' del terrorismo que soporta la economía vasca es imposible de cuantificar en términos de renta y productividad. 'Es posible que el coste de la violencia sea incluso mayor que esa cifra, pero me parece que no hay datos suficientes y por eso no me convence el análisis'.

Falta talante liberal

A falta de un verdadero estudio, algo inexistente en la actualidad -del lado nacionalista, nadie ha pasado hasta ahora de una somera contraposición de argumentos-, Alberto Alberdi sostiene que el soberanismo no tiene por qué resultar traumático. 'El problema vendría en todo caso de una declaración de guerra comercial a muerte por parte de España, porque lo que falta precisamente', dice, 'es un talante liberal'. Al contrario que otros muchos economistas y hombres de empresa que coinciden en la idea de que fuera de la UE 'hace un frío de congelación', Alberto Alberdi afirma que seguramente se exagera el impacto de una hipotética expulsión de Euskadi de la UE. Y opina algo parecido sobre los efectos de la posible animadversión de los mercados españoles. 'Puede que al principio, durante algún tiempo, llegara a existir algo de eso; ha ocurrido, de hecho, en Checoslovaquia, pero supongo que luego las aguas volverían a sus cauces. No tiene porqué ser determinante'. Y añade: 'Además, tampoco tengo claro que a la UE le interesara mantener a Euskadi fuera de sus fronteras, porque podría encontrarse con un nuevo paraíso fiscal en Europa. Mi impresión es que los argumentos económicos no son determinantes', subraya, al tiempo que reconoce que tampoco está convencido de que la independencia traería consigo un grado de bienestar mayor que el que comporta actualmente la autonomía'.

El catedrático de Economía de la Universidad Complutense Mikel Buesa opina de forma bien distinta. 'Los datos contables demuestran que la economía vasca necesita mantener su alto nivel de conexión exterior para asegurar el funcionamiento de sus actividades productivas y generar las rentas correspondientes al nivel de vida actual de la población vasca', ha escrito en un artículo de próxima aparición. '¿Sería posible mantener esas actividades y rentas si finalmente el nacionalismo logra imponer la secesión en el País Vasco? La respuesta a esta cuestión es claramente negativa si se acepta que la secesión dejaría a Euskadi fuera de la UE, ya que las barreras arancelarias', argumenta, 'elevarían automáticamente los precios de esas exportaciones y reducirían su cuantía'. Según este catedrático, sólo el 'coste directo' de la 'no España' alcanzaría una cifra del orden del 9,5% del PIB vasco.

Una visión económica desde dentro: LAS EMPRESAS VASCAS TEMEN EL COSTE POLÍTICO DEL CONFLICTO: UNA IMAGEN DETERIORADA. Pocos vascos ignoran que la imagen de Euskadi en el resto de España se ha deteriorado enormemente en las últimas décadas

Basta señalar que todavía hace 15 años el Athletic de Bilbao era el club con más peñas de simpatizantes en España-, pero es como si ahora cobrara cuerpo la sospecha de que empiezan a rebasarse ciertos límites.

Alfonso Basagoiti cree firmemente que existe una animadversión hacia lo vasco y dice que convendría no minusvalorarla, aunque, como opina el presidente de la patronal Confesbask, Román Knorr, esa reacción no tenga, hoy por hoy, demasiado peso. A juicio del ex consejero vasco, se trata de una actitud sociológica de rechazo que no tiene en cuenta a la mitad de la población vasca, no nacionalista, y que ignora el hecho de que únicamente el 21% de la población dice estar por la independencia.

'Es una reacción que cuenta con el respaldo interesado político y mediático y que a veces', indica, 'está también inducida por intereses ilegítimos de pura competencia empresarial'. Basagoiti sostiene que pagar impuestos al País Vasco 'empieza a estar mal visto', y recuerda que cuando ABC y El Correo se fusionaron, un diario que compite con los dos primeros publicó el siguiente titular: 'ABC pagará sus impuestos en el País Vasco'. Piensa que hay que preocuparse seriamente cuando pagar impuestos a instituciones democráticas, como las diputaciones forales, suscita valoraciones negativas. Tiene más ejemplos. 'En la fusión BBV-Argentaria, un asunto que despertó mucho interés fue el de saber si la sede fiscal iba a estar aquí o allí. El entonces presidente del banco, Emilio Ibarra, tuvo que decir que la sede fiscal iba a estar en una ciudad tan española como Bilbao. No te dicen que eres un hijo de puta, pero sí que eres tibio cuando señalas que la culpa no está sólo en una parte, cuando les dices que el choque entre dos nacionalismos nos perjudica. Todo es tan sutil, como real', afirma Alfonso Basagoiti.

La exportación vasca de bienes de equipo y máquina herramienta está menos expuesta al boicoteo del consumidor español por la naturaleza discreta del producto, pero es un secreto a voces entre los empresarios del sector que el made in Euskadi no supone ya una ventaja en sí misma. Aunque hace dos años hubo una campaña por Internet contra una empresa cooperativa vasca de consumo, y recientemente la misma empresa ha denunciado judicialmente al ex presidente de Melilla, Enrique Palacios, por vincularla a HB, no parece, en efecto, que haya ninguna campaña organizada contra los productos vascos. Lo que sí hay son reacciones espontáneas individuales. Como la de este empresario de la construcción del Levante que ha dejado de equipar las viviendas que construye con los electrodomésticos del grupo vasco cooperativo. 'Son buenos fabricantes, pero también hay otras marcas en los mismos parámetros de calidad y precio. Yo opté por no comprarles cuando me di cuenta de que los de ETA no son sólo unos matados que actúan por su cuenta, sino que tienen detrás un entramado y financiación nacionalista. No, no tengo ninguna relación especial con el País Vasco; bueno, antes iba de vacaciones a San Sebastián, pero me toca mucho las narices lo que está pasando allí', dice. 'Por ejemplo, me parece intolerable la situación de los concejales del PP y del PSOE y la falta de respuesta del nacionalismo. Y que conste', añade, 'que no soy nacionalista, soy un tipo más bien de izquierdas que se siente de allí donde le tratan bien. A mí', señala, 'me da francamente igual que los vascos no se sientan españoles, que hagan lo que quieran. Lo que sí exijo es que se comporten como demócratas, que respeten a los demás. La mía es una decisión personal adoptada de común acuerdo con mis colaboradores, y aunque no conozco a nadie que haga este tipo de boicoteo, yo siempre pienso, como regla general, que lo que yo hago también lo están haciendo otros'.

Con unas ventas anuales cercanas a los 10.000.000.000 € y una plantilla de más de 60.000 personas que en su mayor parte trabajan en otras regiones españolas, la Mondragón Corporación Cooperativa (MCC) es el primer grupo industrial y comercial del País Vasco. Sus empresas están más expuestas en este terreno, dada su destacada presencia en el mercado español, particularmente en el campo de la alimentación.

El presidente de MCC, Jesús Catania, ha declinado responder a las preguntas planteadas por este periódico, pero se sabe que es un asunto que le inquieta. '¡Cómo no le va a preocupar, si sabe que hay directores de centros de Eroski que buscan hacerse la foto junto al coronel de la Guardia Civil en las concentraciones de repulsa por los atentados para disipar cualquier atisbo de sospecha y desmentir las acusaciones de la competencia!', comenta un empresario.

Durante el encuentro que el Círculo de Empresarios mantuvo con Arnaldo Otegi en los tiempos de tregua, Jesús Catania rebatió contundentemente la teoría, expuesta por el líder de Batasuna, de que la independencia de Euskadi no supondría un problema económico siempre que los productos vascos continuaran manteniendo la relación calidad-precio. '¿Pero tú crees que podemos ir con la txapela a vender a España? Tenemos que ir con la bandera de la Unión Europea', le indicó a Arnaldo Otegi. Bien integradas en el Consejo Superior de Comercio, en el ICEX y en todos los foros de poder, las empresas del grupo han eliminado toda referencia vasca en sus catálogos, al tiempo que proclaman su españolidad, condición que exhiben como argumento frente a sus competidores franceses en el terreno del consumo.

Un caso hipotético científicamente analizado: CLAVES de RAZÓN PRÁCTICA Nº 100. Marzo 2000

El objeto de este estudio es examinar la hipótesis de que un territorio de un Estado miembro (como Escocia, Córcega, País Vasco o Cataluña), o incluso de varios estados miembros, de la Unión Europea decidiera escindirse y permanecer, o ingresar en la UE. Aunque tiene en cuenta distintas consideraciones políticas y económicas, trata de desarrollar las normas jurídicas que se aplicarían a este caso hipotético, para el que, sin embargo, no hay precedentes, sino pistas.

Nadie, que sepamos, ha esbozado hasta la fecha con cierta profundidad los elementos principales para un análisis teórico de tal hipotético caso. Distintos partidos nacionalistas que gobiernan regiones europeas pretenden ofrecer a los ciudadanos el mito de una nueva identidad colectiva, más nítida que la de los viejos Estados miembros, hoy convertidos en entidades plurales y abiertas. Parte de ellos han expresado, más o menos retóricamente, su deseo de que sus regiones se escindan en un futuro del Estado miembro al que pertenecen y formen parte de la Unión Europea como nuevo Estado desde el momento de la separación, es decir, permaneciendo todo momento en la Unión. Lo cual no es evidente, y puede resultar engañoso.

Ni la Unión ni sus Estados miembros tienen interés en favorecer el estallido de ninguno de sus miembros. Cabe opinar incluso lo contrario: en buena medida, la integración europea ha fortalecido a los Estados que participan en el proceso. Uno de los elementos más valiosos del proyecto europeo es el intento de unir preservando identidades, nacionales y subnacionales. Europa suplementa la capacidad nacional de formular un proyecto colectivo, limitando tanto el estatismo como el nacionalismo excesivo. En terminología de Joseph Weiler, la integración ha transformado a los Estados-nación en Estados miembros de la UE. Además, la inserción de un Estado miembro en una polis más amplia, una Unión que es verdadera Comunidad de Derecho, contribuye al respeto y protección de las minorías comprendidas en los territorios de los socios comunitarios.

Pero el refuerzo producido por el proceso de integración de sus unidades componentes no significa que no las haya cambiado: un Estado miembro no se define ya por su moneda, ni se definirá, un día, por su ejército. Incluso aunque su territorio siga siendo el mismo y sea un referente de identidad, sus fronteras con otros Estados de la Unión han perdido sustancia. En este sentido, la integración relativiza el concepto mismo de soberanía nacional. En virtud de la construcción europea, los ciudadanos de la Unión han visto alterarse el contenido real de sus constituciones nacionales y la forma en la que se gobiernan. Sus gobiernos tienen que aceptar decisiones obligatorias contra las que han votado en el Consejo de la UE. Con frecuencia la representación de intereses nacionales en Europa convive con la de otros intereses más fragmentados, y a veces más decisivos, en áreas como el comercio exterior o el mercado interior.

Los tratados originales comunitarios y sus posteriores reformas y añadidos no han previsto la posibilidad de que un Estado miembro deje de serlo, es decir, que se salga. Tampoco ningún Estado miembro quiere salirse. Sólo en previsión de los casos de descolonización se establecieron algunas disposiciones para que lo que eran territorios de un Estado se independizaran y dejaran de pertenecer a la Comunidad. También se abordó en su momento el caso de Groenlandia, que permaneció en su Estado, Dinamarca, pero fuera de la Comunidad Europea, es decir, el caso contrario al que nos ocupa.

Y, sin embargo, parece oportuno abordar las posibilidades que un territorio escindido de un Estado miembro tendría para permanecer en la UE y sus efectos previsibles. El territorio escindido, convertido en nuevo Estado, ¿acabaría negociando su adhesión como cualquier otro candidato a la Unión Europea o, por el contrario, podría conseguir su permanencia bajo una nueva forma? Sea como sea, el debate sobre la viabilidad de la opción que estudiamos es sólo la antesala del debate principal: el de su eventual idoneidad.

Antes de entrar en materia es conveniente mencionar la cuestión del tamaño económico óptimo del Estado, que se trata crecientemente en la literatura. Para el economista Robert J. Barrow "no existe relación alguna entre el crecimiento o el nivel de renta per cápita y el tamaño de un país, medido en función de su población o de su extensión". Los países pequeños pueden tener éxito y, de hecho "el tener un tamaño reducido favorece la apertura exterior porque la alternativa no sería viable económicamente". Ahora bien, una vez en la UE, con su mercado abierto, este tipo de razonamiento pierde fuerza. Además, no es lo mismo ser un Estado rico y bien adaptado al mundo actual que escindirse de un Estado para convertirse en Estado independiente y rico. Alberto Alesina y otros consideran que con el libre comercio el tamaño de los Estados deja de ser relevante para el tamaño de los mercados. Cuando unas economías pueden sacar provecho del efecto de escala de su integración económica en una unidad superior se reduce la necesidad de formar países grandes. Alesina llega incluso a la conclusión de que una mayor integración económica puede reducir en Europa la necesidad de una integración política, ya sea de los Estados o de la propia Unión Europea. Conviene recordar que el nivel de solidaridad interna que proporciona la UE es mínimo (el tope presupuestario de la Unión sigue en un 1,27% del PIB) y que esta función de redistribución, y la de creación de "bienes públicos" esenciales para las economías y el bienestar, corresponden básicamente aún al Estado. Asimismo, hay que tener en cuenta la cuestión de la capacidad negociadora internacional de un Estado para conseguir condiciones ventajosas. A este respecto, los Estados grandes tienen ventajas, aunque la pertenencia a la UE potencia las capacidades de los pequeños en las negociaciones extra-comunitarias.

Conviene también recordar que desde fuera de la UE, las expectativas de incorporación han servido en unas ocasiones de freno a tendencias secesionistas en el país aspirante, pero en otras de aliciente para las secesiones. Este último caso se ha dado cuando la escisión en un Estado europeo no miembro de la UE facilitaba el ingreso del territorio escindido en la Unión, como Eslovenia o Chequia. Eslovenia quería ingresar en la UE, pero sabía que no lo conseguiría junto a Serbia y otros en la antigua Yugoslavia. La explosión de aquel Estado federal comenzó en parte por Eslovenia. Evidentemente, el deseo de ingresar en la UE no es el único motivo de la decisión eslovena de separarse, pero contribuyó a ello. La historia le está dando la razón: Eslovenia está entre los primeros elegidos para la ampliación al Este de la UE. En parte se podría considerar algo parecido de la facilidad con que la parte checa admitió la separación de Eslovaquia en la antigua Checoslovaquia. Ahora, sin embargo, se plantea un problema. Pues la República Checa y Eslovaquia mantienen acuerdos bilaterales en el terreno comercial y otros que tendrían que romper si uno de ellos, pero no el otro, ingresara en la UE. Probablemente el problema se resuelva con periodos transitorios adecuados y con la aceleración del ingreso de Eslovaquia, para que se produzca si es posible al mismo tiempo que el de la República Checa.

El territorio de la UE y el territorio de los Estados miembros

Ningún territorio forma parte jurídicamente de la Unión sino como parte de un Estado (aunque no todos los territorios de un Estado forman parte de la UE, por ejemplo Groenlandia en el caso danés). Pero son los Estados miembros los que conservan competencia para definir su propio territorio. Esta competencia nacional encuentra limitaciones en el Derecho Internacional y también en el Derecho Comunitario, pues un Estado no puede modificar unilateralmente el territorio que es parte de la UE, entre otras razones porque supone la modificación del Tratado, formal o materialmente, y por la posible incidencia del citado territorio en las políticas comunes.

El debate más parecido que recientemente se ha dado en el plano europeo se ha concentrado no en la secesión, sino en la posibilidad de suspensión de los derechos de pertenencia en casos en los que un Estado miembro diera marcha atrás en su situación democrática: las modificaciones introducidas por el Tratado de la Unión Europea (TUE, modificado por el de Amsterdam) en los artículos 49 (condiciones de adhesión) y 7 (sanciones) indican la cautela europea sobre su propio futuro. El nuevo Tratado prevé la posibilidad de suspender en sus derechos aun Estado miembro por "violación grave y persistente" de los principios democráticos. Ha sido introducido en el nuevo Tratado sin que ningún Estado haya puesto dificultades, especialmente a instancias de Estados miembros partidarios de una rápida ampliación y, sin embargo, preocupados por el respeto futuro a estos principios en las nuevas democracias del Este. Este artículo 7 encarga al Consejo Europeo, compuesto por jefes de Estado o de Gobierno, la vigilancia del respeto a los derechos humanos y principios democráticos por parte de un Estado miembro. La tensión es difícil de resolver: si un Estado entra a formar parte de la UE se debería dar por descontada su naturaleza democrática y su respeto por los derechos fundamentales.

Casos indicativos

Otras mutaciones de territorio de los Estados miembros de la UE distintas a la secesión han tenido lugar en la historia de la Comunidad. Estos cambios han confirmado la vigencia del principio de competencia nacional sobre la definición del territorio, con sus distintos matices. Por ello, y, porque sirven para el argumento sobre la hipotética secesión y permanencia o ingreso, merece la pena estudiar casos como el de la salida sin secesión (Groenlandia); secesión y salida (Argelia); o unificación y entrada (Alemania).

a) Groenlandia: salida sin secesión

Aunque se trata de un caso inverso al que nos ocupa, guarda un claro paralelismo. Es el de una parte de un Estado miembro que decide no seguir siendo parte de la (entonces) Comunidad Europea. No fue simple. Pero puede llevar a algunas enseñanzas sobre el grado de complejidad que supondría tener que gestionar una escisión de un Estado dentro de la UE.

Groenlandia era, y es, parte de Dinamarca. Con 62.000 habitantes (42.000 esquimales y 10.000 daneses) no tenía estatuto de autonomía cuando se negoció el ingreso de Dinamarca en la Comunidad Económica Europea (CEE). Pero, pese a las resistencias en Groenlandia, Dinamarca decidió incorporar este territorio como comunitario. El referéndum danés de 1972 arrastró a Groenlandia a ingresar en la CEE como parte de Dinamarca el 1 de enero de 1973. De hecho, el entonces Consejo Provincial (Landsret) de Groenlandia había previamente pedido, en marzo de 1972, que el plebiscito en ese territorio se aplazase hasta que se pudiera difundir más información sobre la Comunidad Europea, y que, en todo caso, los votos de los groenlandeses no contaran en el referéndum danés si éste se acercaba a un empate. La petición del Landsret, sin embargo, se rechazó, pues ya se había firmado el Acta de Adhesión de Dinamarca. Una vez Groenlandia en la CEE, los pescadores comunitarios de alta mar, sobre todo alemanes, desplazaron una parte importante de su actividad hacia aguas de Groenlandia, donde se generó una reacción aún más contraria a la permanencia en la CEE.

El estatuto de autonomía para Groenlandia, aprobado el 29 de noviembre de 1978, entró en vigor el 1 de mayo de 1979. El 3 de abril de 1981, el Landsting (Parlamento) groenlandés decidió organizar un referéndum sobre la permanencia en la CEE, que se celebró el 23 de febrero de 1982, y en el que una mayoría (52%, algo menos que en 1972) se pronunció a favor de la salida de Groenlandia de la Comunidad. El Landsting decidió por unanimidad solicitarle al Gobierno danés que diera los pasos oportunos para sacar a Groenlandia de la CEE.

El 19 de mayo de ese año, el Gobierno danés presentó un memorándum al Consejo de Ministros comunitario, proponiendo unas modificaciones de los Tratados, basado en los artículos 96 del Tratado CECA, 236 del Tratado CEE, y 204 del Tratado Euratom (CEEA), solicitando que Groenlandia se incorporara a la lista de los Países y Territorios de Ultramar que figuraban en el Anexo IV del Tratado CEE.

Se negociaron estas reformas. La Comisión Europea hizo una propuesta: simplemente tres artículos para los tres tratados (CEE, CECA, CEEA) que rezaban: "El presente Tratado no se aplica a Groenlandia". Y la mención al Anexo IV, junto con algún ajuste más como un acuerdo de pesca entre Groenlandia y la CEE, además de un acuerdo de asociación. Groenlandia quedó vinculada a la CEE por un acuerdo de asociación especial, de una "forma mutuamente armoniosa", como señaló el Parlamento Europeo, que aprobó al respecto un dictamen no vinculante. Este Tratado fue aprobado por unanimidad y ratificado por todos los Estados miembros y se publicó en el Diario Oficial del 1 de febrero de 1985. Era, como señaló el Parlamento Europeo, "la primera vez que el Gobierno de un Estado miembro solicita exclusión de la jurisdicción de los Tratados para una parte de su territorio que, aunque se le haya concedido una amplia autonomía, sigue siendo parte de la estructura de ese Estado". Hoy, con la proliferación de políticas y programas y legislación comunitaria, resultaría mucho más compleja la negociación de la salida de la jurisdicción de los Tratados de un territorio como Groenlandia, pese a tener una economía relativamente simple.

A diferencia de lo ocurrido con Groenlandia, cuando Dinamarca ingresó en la CEE, expresamente dejó fuera a las islas Feroe, pertenecientes al Reino, aunque dejó abierta la posibilidad de su eventual posterior ingreso (art. 227 V CEE). Las Feroe tenían un estatuto de autonomía desde 1948, según el cual, la legislación danesa y los tratados internacionales que firme Dinamarca (aunque mantenga el Gobierno las relaciones exteriores) sólo se aplican en las islas si éstas dan su consentimiento. Temores nacionalistas, culturales y de recursos pesqueros para un pueblo de 40.000 habitantes, llevaron a las Feroe a optar por quedarse fuera de la CEE. Dinamarca intentó en las negociaciones de adhesión buscar un acuerdo satisfactorio para las Feroe dentro de la CEE, y no fuera, pues el único estatuto externo posible entonces era el de país y territorio de ultramar, pensado para no europeos. Las Feroe obtuvieron este estatuto y un plazo de tres años para poder ingresar en la CEE, optando por no ejercitar este derecho.

b) Argelia: Independencia y salida

Argelia era un Departamento de Francia -es decir, parte de la República- cuando se negoció y entró en vigor tanto el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, como el posterior Tratado de Roma (art. 227.2 TCEE), Con la misma consideración que los Departamentos de ultramar franceses (Martinica, Guadalupe, Guyana y Reunión).

Esto significaba que Argelia entraba en el campo de aplicación territorial del Tratado CEE, con las "modulaciones" previstas en el citado artículo (con un estatuto parecido al de Canarias en la actualidad), un caso de "aplicación parcial" de los tratados. Argelia no entraba en el ámbito de aplicación del Tratado CECA. Un Protocolo anejo al Tratado de Roma de 1957 preveía que en la primera revisión del Tratado de la CECA se solucionaría la cuestión. Naturalmente, con la independencia de Argelia en 1962, dicho protocolo nunca se desarrolló.

La independencia de Argelia y su constitución como nuevo Estado significó su salida de la CEE, pero nunca se formalizó. Entra en la categoría de modificaciones no expresamente previstas por el Tratado, pero aceptadas por interpretación. La mención a Argelia sólo fue eliminada del texto por el Tratado de Maastricht (TUE) en 1992, con la desaparición del art. 227. Fue un caso en que un Estado miembro modificó el alcance de su territorio tan sólo con el consentimiento tácito de los demás Estados.

c) Alemania: unificación y entrada

Algo similar, desde el punto de vista jurídico, ocurrió con la unificación de Alemania, con la incorporación de lo que antes había sido territorio de un Estado distinto, la República Democrática Alemana (RDA), no miembro de la UE. Ésta modificó el alcance de su territorio, lo que no implicó cambio en los tratados -pues el Estado miembro seguía siendo el mismo-, aunque sí una compleja negociación sobre adaptaciones y transiciones para la aplicación de las políticas comunitarias en los nuevos Länder del Este. También posteriormente hubo que negociar otros aspectos, como la modificación en el Tratado de Maastricht el número de escaños en el Parlamento Europeo que correspondían a Alemania.

La Ley Fundamental de Bonn ofrecía dos vías para la unificación, el artículo 23 y el artículo 1465. Los alemanes eligieron el artículo 23, ya que contemplaba la posibilidad de extender la vigencia de la Ley Fundamental a otras partes de Alemania, sin alterar su orden constitucional ni tampoco los fundamentos jurídicos de su adhesión a la Comunidad Europea. El artículo 146 hubiera llevado a la redacción de una nueva Constitución ya un debate peliagudo sobre si se había creado un nuevo Estado a partir de los dos anteriores. Es cierto que la mayoría de los constitucionalistas alemanes opinaban que el 146 no conducía a la fundación de un nuevo Estado. De ser así, la nueva Alemania debería haber negociado su adhesión al a Comunidad Europea.

El artículo 23, en cambio, permitía la integración de la población y el territorio de la RDA en las instituciones federales existentes. La RDA quedaba disuelta y sin Estado sucesor. El artículo 23 también era de posible aplicación a "otras partes de Alemania", pero en las negociaciones bilaterales con Polonia se limitó esta vía. De hecho, tras la unificación el artículo fue suprimido y las alusiones del Preámbulo de la Ley Fundamental a futuras unificaciones fueron eliminadas.

Alemania recibió en su empresa unificadora el apoyo decidido de la Comisión Europea, presidida entonces por Jacques Delors, y del Parlamento Europeo, que reconoció el derecho de los alemanes del Este a formar parte de una Alemania y una Europa unidas. El Consejo Europeo de abril de 1990, celebrado en Dublín bajo presidencia irlandesa, aprobó un Documento sobre la unidad alemana, que reconocía el derecho a la autodeterminación del pueblo alemán y aceptaba la vía rápida del artículo 23, con lo que algunos jefes de Gobierno hacían de la necesidad virtud y olvidaban sus reticencias iniciales a una unificación acelerada y no tutelada internacionalmente.

Los alemanes decidieron que los Tratados comunitarios serían aplicados tal cual en todo nuevo territorio tras la unificación, sin necesidad de renegociar su contenido con la CE y de recibir el consentimiento de los demás Estados miembros. Alemania contaría con casi ochenta millones de habitantes, pero conservaría su mismo número de votos en el Consejo y sus dos comisarios. Sólo con la reforma de Maastricht se rompió su igualdad con los otros grandes de la UE y se le permitió a Alemania crecer en número de diputados europeos por encima de los demás.

Desde la perspectiva del Derecho Comunitario, las normas europeas se seguían aplicando en toda Alemania, de acuerdo con el antiguo artículo 227 del Tratado CE, que se limitaba a enumerar los territorios sujetos al derecho comunitario. Lo único que variaba era la definición de la extensión del territorio alemán, una cuestión de derecho interno y de Derecho Internacional Público, pero que produjo una alteración del estatuto jurídico de Alemania en la CE. La CE adelantó al 1 de julio de 1990 la vigencia en la antigua RDA de las normas europeas que dan lugar a una unión aduanera, unos meses antes de la unificación formal de las dos Alemanias. Con la unificación, Alemania pactó algunos periodos transitorios para la aplicación de normas europeas en los länder de la antigua RDA, no acostumbrados al funcionamiento del libre mercado y en una situación económica y social delicada.

Los casos de Groenlandia, Argelia y Alemania son distintos al caso de escisión y permanencia e ingreso en la UE. Sin embargo, ilustran el principio de competencia nacional sobre modificaciones del territorio de un Estado miembro, con algunas limitaciones de derecho europeo, pues, en dos de los casos, los otros Estados miembros también tuvieron que dar su consentimiento, mientras el de Argelia es una situación de hechos consumados, pero que no planteaba problemas prácticos pues era un territorio que se independizó y se salió de la UE.

Estas limitaciones no impiden que un Estado expulse una parte de su territorio, pues a él le corresponde la definición de su alcance geográfico. Un jurista de renombre como C. D. Ehlerman, antiguo director general de los Servicios Jurídicos de la Comisión Europea, ha considerado que "los Estados miembros conservan el poder para definir el alcance de su territorio"6. Es, pues, al Estado miembro a quien corresponde fijar su alcance territorial. Aunque este principio debe ser complementado por otro, según el cual el Estado no puede hacerlo unilateralmente si ello implica modificación de los tratados o de la aplicación de las políticas comunitarias. Pues práctica establecida es que con los años se han creado unos vínculos jurídicos y políticos en la UE que impiden la marcha atrás respecto a la pertenencia de un territorio. En este sentido, no existe la posibilidad de una inaplicación efectiva de normas comunitarias a través de una declaración unilateral, salvo las salvaguardias por razones de seguridad previstas en el propio Tratado.

Es decir, que la integración produce efectos no sólo a través de la definición del territorio, sino esencialmente de la aplicación de políticas. Así, las Islas Canarias se incorporaron en 1986 a la CE como parte de España, quedando exenta de la aplicación de algunas políticas comunes. Los posteriores cambios en la situación comunitaria de Canarias han requerido la aprobación de todos los Estados miembros de la UE.

En este sentido, se está desarrollando otro factor adicional que actúa en contra de las posibilidades -e incluso del posible sentido- de las escisiones: el euro. En el Tratado de Maastricht que sirve de diseño jurídico-constitucional a la construcción de la Unión Económica y Monetaria se señalan las posibles condiciones para la entrada en el euro, pero no hay indicación alguna sobre posibles salidas de un país de la Unión Monetaria, algo que resultaría incluso más difícil una vez que esté en circulación el euro físico en el 2002 y desaparezcan las denominaciones nacionales. Técnicamente, al constituirse en nuevo Estado, el territorio escindido dejaría de ser parte de la Unión Monetaria y tendría que renegociar su ingreso, en caso de que lo quisiera, lo que le obligaría a constituir (como, por cierto, lo hizo Luxemburgo para participar en el Sistema Europeo de Bancos Centrales) un Banco Central propio y a cumplir los requisitos que hubiere en ese momento, lo cual implica una nueva contabilidad nacional. En resumen, cabe señalar que el euro, además de relativizar el concepto de soberanía en materia monetaria, es un factor suplementario en contra de las escisiones en la UE por los elevados costes de transacción que supone salir y entrar de nuevo en la moneda única, para lo que habría que crear un banco central, aprobar nuevas normas y cumplir antiguos o nuevos criterios de convergencia o de funcionamiento.

Pero lo más importante es que la Unión no decide sobre posibles mutaciones de los territorios nacionales. Sólo sobre sus consecuencias para la UE. No hay territorios miembros de la UE, sino Estados. Ahora bien, una escisión genera expectativas. Formalmente, hasta que la región escindida se constituyera en Estado, un proceso que sería arduo, no estaría en situación de poder ser, o de volver a ser, territorio de la Unión. En lo que sigue se estudiarán las condiciones de la escisión y las de la vinculación (mediante permanencia o incorporación) del nuevo Estado.

La caída de un coloso o sálvese quien pueda: El fin de la Unión Soviética
según www.historiasiglo20.org:

La guerra fría terminó por el derrumbe de uno de sus contendientes. El proceso de reformas iniciado por M. S. Gorbachov en 1985 precipitó una dinámica que terminó llevándose por delante la propia existencia del estado fundado por Lenin.

En medio de una profunda crisis económica, con una población gracias a la glasnost (transparencia) cada vez más consciente de la crueldad y la corrupción que había caracterizado la dictadura soviética, el nacionalismo vino a actuar como factor incontenible de disgregación del estado soviético, heredero del Imperio zarista.

El movimiento centrífugo se inició en las repúblicas bálticas, que durante el otoño de 1989 dejaron claro su intención de romper los lazos con un estado al que se habían unido como víctimas del Pacto que firmaron Molotov y Von Ribbentrop en 1939. Paralelamente el nacionalismo aparecía en las repúblicas caucásicas, azuzado por el enfrentamiento entre armenios y azeríes en Nagorno-Karabaj en 1988.

Cuando en febrero de 1990, Gorbachov  dio un paso adelante en su perestroika (reestructuración) renunciando al monopolio político del PCUS y convocando elecciones parcialmente pluralistas, se encontró con que en Lituania, Letonia, Estonia y Moldavia ganaban las fuerzas políticas independentistas. Lituania declaró inmediatamente su independencia, sentando un precedente para las demás repúblicas que constituían la URSS.

La desintegración de la URSS no vino, sin embargo, motivada por las reivindicaciones de los pequeños pueblos bálticos. El movimiento que definitivamente derrumbó la URSS vino... de Rusia, la nación que había construido el imperio zarista, antecesor del estado soviético. En mayo de 1990, Borís Yeltsin, quien había sido expulsado del PCUS en 1987, fue elegido presidente del Parlamento ruso. Desde esa posición de poder, Yeltsin impulsó medidas que precipitaron el fin de la Unión Soviética.

En julio de 1990, el XXVIII Congreso del PCUS constató la acelerada decadencia del partido que había aglutinado al estado soviética durante décadas. El propio ministro de asuntos exteriores  Eduard Shevarnadze dimitió en diciembre de 1990 en protesta por lo que el veía como un inminente golpe de estado que devolvería al país a la época de Breznev.

Acorralado entre las fuerzas comunistas conservadoras que buscaban una vuelta atrás en el proceso de reformas y las fuerzas reformistas y nacionalistas, Gorbachov trató de negociar un nuevo Tratado de la Unión que reconstruyera sobre nuevas bases de mayor libertad nacional la antigua URSS. Sin embargo, los comunistas ortodoxos trataron de imponer una solución de fuerza, el 19 de agosto de 1991, Gorbachov era secuestrado en su residencia de veraneo en el Mar Negro y un grupo de comunistas de la línea dura se ponían al frente de un golpe militar. La falta de unidad en el ejército y las acciones de protesta popular en Moscú hicieron fracasar el golpe. Fue el momento de Borís Yeltsin, quién se puso al frente de la protesta contra el golpe en la capital del país.

El golpe militar frustrado fue como la señal de alarma que precipitó la huida precipitada de todas las repúblicas de una Unión Soviética que a nadie ya interesaba. Mientras el PCUS, el instrumento político que había aglutinado a la URSS, era prohibido.

El 1 de diciembre de 1991, el 90.3 % de los ucranianos votaron por la independencia. El 8 de ese mes, en una solución improvisada sobre la marcha, los líderes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, Borís Yeltsin, Leonid Kravchuk y Stanislav Shushkevich, se encontraron cerca de Brest-Litovsk y acordaron la denominada Declaración de Belovezhskaya Pusha: las tres repúblicas eslavas abandonaban la URSS y formaban una así llamada Confederación de Estados Independientes. El 21 de diciembre, en un encuentro celebrado Almá Atá, ocho de los doce repúblicas restantes de la URSS (Estonia, Letonia, Lituania y Moldavia habían optado por la independencia pura y simple) siguieron el ejemplo de Rusia, Ucrania y Bielorrusia.

Impotente y abandonado por casi todos, Gorbachov dimitió como Presidente de la URSS el día 25 de diciembre de 1991. La bandera roja soviética era arriada en el Kremlin de Moscú. La bandera rusa la sustituía. Rusia tomaba el relevo de la URSS en la escena internacional: las embajadas, el puesto permanente en el Consejo de Seguridad, el control del armamento nuclear soviético... Sin embargo, el mundo bipolar de la guerra fría había tocado a su fin. Anunciado por el presidente Bush a principios de 1991, nacía un "nuevo orden mundial".

El fin de la guerra fría

Las revoluciones de 1989 en la Europa oriental habían supuesto un acontecimiento histórico de múltiple resonancia. Por un lado, constituyeron el derrumbe de los sistemas comunistas construidos tras 1945, por otro, significaron la pérdida de la zona de influencia que la URSS había construido tras su victoria contra el nazismo y que muchos no dudaban en denominar "imperio soviético".

La guerra fría, el enfrentamiento que había marcado las relaciones internacionales desde el fin de la segunda guerra mundial, va a terminar de una forma que nadie se hubiera atrevido a pronosticar unos años antes, por el derrumbe y desintegración de uno de los contendientes. El fin de la guerra fría y la desaparición de la Unión Soviética son dos fenómenos paralelos que cambiarán radicalmente el mundo.

Los historiadores no se ponen de acuerdo en señalar el momento en el que la guerra fría concluyó. Veamos los principales acontecimientos diplomáticos que jalonaron los años 1989, 1990 y 1991:

Para muchos, la Cumbre de Malta entre el presidente norteamericano George Bush (padre del actual Presidente Norteamericano) y Gorbachov marcó el fin de la guerra fría. Ambos líderes se reunieron en el buque Máximo Gorki fondeado en las costas de Malta el 2 y 3 de diciembre de 1989. Pocas semanas después de la caída del Muro de Berlín los dos mandatarios se reunieron para comentar los vertiginosos cambios que estaba viviendo Europa y proclamaron oficialmente el inicio de una "nueva era en las relaciones internacionales" y el fin de las tensiones que habían definido a la guerra fría. Bush afirmó su intención de ayudar a que la URSS se integrara en la comunidad internacional y pidió a los hombres de negocios norteamericanos que "ayudaran a Mijaíl Gorbachov". Este proclamó solemnemente que "el mundo terminaba una época de guerra fría (...) e iniciaba un período de paz prolongada".

Otros señalan que el fin del conflicto tuvo lugar el 21 de noviembre de 1990, cuando los EE.UU., la URSS y otros treinta estados participantes en la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa firmaron la Carta de París, un documento que tenía como principal finalidad regular las relaciones internacionales tras el fin de la guerra fría. La Carta incluía un pacto de no agresión entre la OTAN y el Pacto de Varsovia. El presidente Bush manifestó tras firmar el documento: "Hemos cerrado un capítulo de la historia. La guerra fría ha terminado."

Sólo dos días antes se había firmado Tratado sobre Fuerzas Convencionales en Europa que suponía una fuerte reducción de tropas y armamento no nuclear en el continente. Tras entablar negociaciones en Viena en marzo de 1989, se llegó al acuerdo de que ambas superpotencias debían reducir sus tropas en Europa a 195.000 hombres cada una. Se partía de la presencia de 600.000 soldados soviéticos y 350.000 norteamericanos.

El 16 de enero de 1991 la coalición internacional dirigida por EE.UU. inició su ataque para desalojar a los invasores iraquíes de Kuwait. El apoyo soviético a las sanciones de la ONU que finalmente llevarían al desencadenamiento de la Guerra del Golfo fue acordado en la cumbre de Helsinki, celebrada el 9 de septiembre anterior entre Bush (padre) y Gorbachov. Este apoyo era un ejemplo palpable del fin del antagonismo y de la supremacía norteamericana.

El 1 de julio de 1991, tras las revoluciones de 1989 y en pleno proceso de descomposición del estado soviético, el "Tratado de amistad, cooperación y asistencia mutua" firmado en Varsovia en 1955, el Pacto de Varsovia, desapareció. La OTAN quedaba como la única gran alianza militar en el mundo.

Finalmente, el 31 de julio de 1991, Bush y Gorbachov firmaban en Moscú el Tratado START I de reducción de armas estratégicas. Este acuerdo fue rápidamente superado al año siguiente, el 16 de junio de 1992, por la firma de Bush y el nuevo líder ruso Yeltsin del Tratado START II. Los dos antiguos contendientes acordaron importantes reducciones en sus arsenales nucleares.

En un proceso enormemente rápido la URSS y los EE.UU. pusieron fin al largo enfrentamiento que habían iniciado tras el fin de la segunda guerra mundial El orden establecido en Yalta se derrumbó ante la mirada atónita del mundo en unos pocos meses.

De la disolución de la URSS  al levantamiento popular de Argentina

En la víspera de Navidad de 1991, hace exactamente una década, Mijail Gorbachov se presentaba frente a las cámaras de TV para anunciar su renuncia como presidente de la URSS, la cual dejaría de existir oficialmente ese 31 de diciembre. Con ese anuncio, la burocracia estalinista culminaba su larga tarea de destrucción del Estado surgido de la Revolución de Octubre de 1917.

En realidad, la URSS ya había dejado de existir efectivamente desde el fracaso del golpe del KGB (Comité para la Seguridad del Estado) de octubre de 1991. "Con la derrota del golpe (...) el viejo aparato estatal de la Unión Soviética se ha quebrado, con el derrumbe de la KGB y el Partido Comunista. En su lugar hay un sistema estatal armado de retazos, que a partir de ahora oscilará entre un dislocamiento completo o una dictadura cívico militar basada en las fuerzas burocrático-restauracionistas que enfrentaron el golpe. La Unión Soviética, como unidad estatal efectiva ha dejado de existir, y lo mismo debe decirse de la URSS como un Estado obrero".

Pero el mismo golpe no había sido más que un intento desesperado de frenar la descomposición estatal. Desde abril de 1991 se venía discutiendo la redacción de un nuevo "Tratado de la Unión" que reconociera las "libertades" conquistadas por las camarillas burocráticas de las repúblicas, adaptara la organización del Estado a las tendencias centrífugas desatadas por el proceso de restauración capitalista en curso y, a la vez, pusiera un freno a la tendencia a la disolución del Estado federal.

El texto del nuevo "Tratado" fue escrito y reescrito decenas de veces pero nunca salió del papel, porque lo que estaba en juego era la distribución de los recursos de la ex URSS entre las distintas camarillas empresarias y regionales, con vistas a la privatización y a la restauración capitalista. En los dos años previos, los burócratas de las empresas "soviéticas" habían fugado unos 60.000 millones de dólares...

En los meses que fueron del golpe a la disolución formal de la URSS, se produjo una enorme transferencia de recursos hacia las camarillas de las diferentes republicas. Business Week informaba entonces que "el fracaso del golpe dio nuevo impulso a las grandes liquidaciones. En muchos casos, los bienes estatales fueron transferidos del gobierno central de Moscú a las repúblicas. Bielorrusia, por ejemplo, recibió derechos sobre todos los bienes del sector de aviación de su territorio que incluyen aeropuertos domésticos, cuatrocientos aviones y el aeropuerto internacional de Minsk".

La Comunidad de Estados Independientes (CEI) que vino a reemplazar de apuro a la desaparecida Unión Soviética, fue "un recurso transitorio para evitar la guerra (por el reparto de los recursos entre las camarillas burocráticas), una especie de tregua, lo cual de ningún modo debe servir para la reconstrucción del Estado, sea en Rusia, o en Ucrania, mucho menos para convertir a la ex URSS en un Estado federal". Hasta el golpe de octubre, el imperialismo había mantenido una política de conservación de la unidad de la URSS, aunque en el marco de un nuevo "Tratado". A principios de 1991, el FMI fue muy claro al respecto, en particular en lo que se refiere al mantenimiento del centralismo en materia presupuestaria y monetaria. Por ese motivo, tanto Bush (padre) como Margaret Thatcher y H. Kohl apoyaron inicialmente a los golpistas del KGB.

Pero el imperialismo debió adaptarse a la disolución de la URSS como se había adaptado, dos años antes, al derrumbe imparable de la RDA. Zbigniew Brzezinski, ex asesor del Presidente Jimmy Carter y figura influyente de la política exterior norteamericana, reveló que había discutido con los dirigentes ucranianos la formación de una "Comunidad de Estados" similar a la Commonwealth británica. Bush padre, entonces presidente norteamericano, revisó y corrigió el discurso en que Yeltsin proclamó la defunción de la URSS.

"La Comunidad nació entonces como un compromiso inestable, incluso con el propio imperialismo".

La cuestión nacional

La desintegración de la URSS fue la consecuencia de las tendencias centrífugas ahogadas por la burocracia estaliniana y el Estado burocrático. Detrás de la fachada de la URSS existía un enorme descontento nacional, incluso en la nacionalidad rusa. La disolución de la URSS, sin embargo, sólo reemplazó la dictadura de la burocracia central por la dictadura de las burocracias locales, asociadas a su vez con el imperialismo mundial. Más aún, tampoco la burocracia rusa dejó de ejercer su supremacía sobre las restantes camarillas nacionales, a través de la CEI y de acuerdos bilaterales, que normalmente establecían tropas rusas en las repúblicas periféricas.

"La independencia nacional de las repúblicas sigue siendo una tarea revolucionaria (...) No puede haber independencia efectiva de las repúblicas sin la expulsión de la burocracia estalinista y tampoco habrá revolución sin darle un contenido antioburocrático y antirestauracionista a los reclamos independentistas de las masas de las repúblicas".

Restauración capitalista

Con la desintegración de la URSS y el ascenso de Yeltsin al poder en Rusia, el proceso de la restauración capitalista asumió un ritmo acelerado. Privatizó en masa empresas, consorcios industriales, yacimientos y minas en beneficio de una pequeñísima capa de burócratas, mediante procedimientos que fueron definidos por numerosos observadores como "delictivos", "criminales", "mafiosos". En consonancia, las masas sufrieron un retroceso sin precedentes en sus condiciones de vida.

Todo esto acentuó el retroceso de la economía rusa. La producción "tanto industrial como agrícola" continuó cayendo en picada; la dependencia del endeudamiento externo creció y el retraso relativo de la economía se profundizó. También agudizó la tendencia a la descomposición estatal de la propia Rusia, como se puso en evidencia en la guerra de Chechenia.

Cuando este proceso de descomposición económica y estatal llevó a la cesación de pagos de Rusia en 1998 y a una gruesa crisis financiera internacional, la burocracia abandonó el macaneo independentista. Con el ascenso de Vladimir Putin, la burocracia (y el imperialismo) intentan ponerle un límite a la disolución rusa y reconstruir el Estado centralizado: por eso relanza la guerra contra Chechenia y se enfrenta a los "barones" locales para reconstruir la autoridad de Moscú.

Pero el proceso político que llevó a la disolución de la URSS tuvo lugar, históricamente, en el cuadro de una crisis excepcional del capitalismo mundial, luego de la derrota yanqui en Vietnam. Entre 1970 y 1990, la tasa de crecimiento de la economía mundial cae a la mitad de la registrada en las dos décadas anteriores.

Se produce una seguidilla de crisis económicas, "interrumpidas" por "recuperaciones" extremadamente frágiles y cortas. En 1973, estalla la "crisis del petróleo"; en 1975/77, la crisis inflacionaria en los países imperialistas; en 1980, la recesión e hiperinflación en Estados Unidos; en 1982, la crisis desatada por la deuda latinoamericana; en 1987, se derrumba Wall Street; en 1990/92, se combina la recesión norteamericana, la crisis financiera en los Estados Unidos (compañías de ahorro y préstamo), las devaluaciones europeas y, muy importante, el inicio de la larga y aún inconclusa depresión japonesa; en 1997, se derrumba Asia; en el 98, Rusia; un año más tarde, Brasil; y luego Argentina, Turquía, la burbuja Internet y la Bolsa de Wall Street. La colonización capitalista de Rusia tiene un carácter esencialmente destructivo porque no hay lugar para las fábricas rusas, ucranianas o bielorrusas en un mercado mundial saturado de mercancías y capitales excedentes.

El papel de las masas

La disolución de la URSS puso en evidencia que la burocracia no sólo había agotado todas sus posibilidades de desarrollo; mostró también que había fracasado el intento de saltar esta barrera mediante la integración económica, financiera y política con el capitalismo mundial. La crisis mundial había convertido a la URSS y al "bloque soviético", con sus monumentales deudas externas, en "el eslabón más débil de la cadena" de la economía mundial dominada por el capital financiero.

La inviabilidad histórica de los regímenes burocráticos "la inviabilidad de la autarquía, la política de saqueo de la burocracia que iba destruyendo las bases sociales del Estado obrero, la presión del capitalismo mundial" se materializó en la forma de una lucha de clases determinada. El primer antecedente fue la huelga general polaca de 1980, la ocupación de los astilleros y el surgimiento del sindicato Solidaridad. Aterrorizada, la burocracia buscó una asociación política y social más estrecha con el imperialismo y resguardar sus privilegios amenazados por la vía de la restauración de la propiedad privada. El propio Gorbachov, en sus Memorias, reconoce el papel del levantamiento polaco en el lanzamiento de la perestroika, que fue antes que nada un movimiento defensivo de la burocracia ante el temor que despertaban las crecientes huelgas y manifestaciones en la propia URSS.

Crisis mundial

El derrumbe de la URSS, que es una consecuencia de la inviabilidad histórica de la burocracia estalinista y de su fracaso para superar estos límites mediante la asociación con el imperialismo, puso al desnudo el cuadro de derrumbe potencial de la economía mundial dominada por el capital financiero. En resumen, el derrumbe de la URSS fue una expresión mayúscula de la crisis mundial.

Cuando todos hablaban del "fracaso del socialismo", la Prensa Obrera se empeñó en demostrar que "la experiencia de la descomunal desintegración del Estado provocada por todas las alas y por todas las tentativas políticas de la burocracia restauracionista y sus aliados capitalistas, simplemente demuestra que el comunismo es la salida a la muerte del ‘comunismo’".

Aunque reconocía que el proletariado había recibido un serio golpe con la destrucción de la propiedad estatal y sus conquistas sociales, la Prensa Obrera sostuvo que el factor dominante de la situación creada con la disolución de la URSS era la agudización de la crisis y de la lucha de clases a escala mundial.

Diez años después de estos acontecimientos, las escenas de la "toma del Palacio de Invierno" que transmite la TV a todo el mundo tienen lugar en la Plaza de Mayo y con la activa participación del partido que, diez años antes, había anticipando que la consecuencia del derrumbe de la URSS sería un avance sin precedentes de la crisis revolucionaria a escala mundial.

Países sin Estado
Luis DALLANEGRA PEDRAZA.

Este autor continúa profundizando su obra, orientada a la construcción de una Teoría de las Relaciones Internacionales desde la perspectiva de los países que no tienen poder, que son más de los dos tercios del planeta, iniciada hace varios años con "El Orden Mundial del siglo XXI", publicado en 1998. Esta vez, estudia la construcción del orden mundial en la etapa post-bipolar.

El hecho dominante de nuestro tiempo, es el cambio que hubo del sistema internacional creado en 1648 por el Tratado de Westfalia a un nuevo sistema en proceso de gestación. Los principios de Westfalia basaban el orden en la soberanía de los Estados. Dejaron de regir los principios soberanos basados en Westfalia. Habría que redefinir los principios clásicos de la organización mundial y de la política exterior. Desde la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración de la URSS en 1991, que marcaron el fin del sistema bipolar, las tendencias se centraron en el "eje" económico con un alto índice de transnacionalización en el funcionamiento del sistema mundial. EUA, cuyas ventajas comparativas y competitivas, exclusivas y excluyentes, se hallan en el "eje" estratégico-militar, siguió operando, de manera tal de volcar las tendencias del sistema hacia este "eje". Los acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 confirmaron esta aspiración, toda vez que ahora el sistema, principalmente, gira alrededor del "eje" estratégico-militar y secundariamente alrededor del económico, permitiendo que adopte una configuración imperial, aunque no totalmente concretada.

Coincidentemente con la finalización del sistema bipolar, se observa un notable declive del actor central del sistema, el Estado-Nación, dando lugar, en términos del autor, al fin de una "Macro-Etapa", la del Estado-Nación, para inciarse una nueva, en la que el Estado adoptará características diferentes a la del Estado-Nación. Entretanto, el "direccionamiento" del sistema sigue los criterios del/los más poderoso/s.

Las "autoridades de hecho "son los actores más poderosos que hacen uso de las estructuras institucionales, para que las reglas, generadas por ellos, se implementen y se cumplan. De esto resulta el régimen internacional, que responde a la estructura del sistema. Cuando la estructura cambia, lo hace también el régimen y el orden, y el sistema será recreado y "re-estructurado". La complejidad creciente se da en el sistema, que cada vez tiene mayor cantidad de actores que se interrelacionan e intercondicionan y, a su vez, éstos, se vuelven "heterogéneos". 

El sistema internacional del siglo XIX era "eurocéntrico", basado en una "pentarquía" y una gran periferia subordinada de diferente manera al orden impuesto o irradiado desde Europa. En el siglo XX, Naciones Unidas, fue creada por 52 Estados. Para fines de los ´60, el proceso masivo de descolonización en Africa, más que duplicó los Estados miembros del organismo mundial. Para los años 70 aparecieron las empresas multinacionales y otro tipo de actores transnacionales, que operaban como grupos de presión. Hacia fines del siglo XX los Estados-Nación, debido principalmente al proceso de fragmentación, llegaron a aproximadamente 200, acompañados de un gran número de actores transnacionales de diferente tipo. El sistema actual, a diferencia de los sistemas anteriores, está conformado por una diversidad de actores en cantidad y miembros, representados de esta manera: por un lado, por el Estado-Nación, que progresivamente ha ido abandonando y/o perdiendo su rol de actor para transformarse en gestor; por el otro los actores transnacionales con fines de lucro que han crecido en poder de decisión y, finalmente, la sociedad civil que comienza a tomar en sus propias manos su propio destino. Estos constituyen los miembros del nuevo sistema mundial, heterogéneo, pero del que saldrán las nuevas pautas de orden mundial. Hace unas semanas , el Presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, declaró que si una región se independiza de un país socio, dejaría automáticamente de formar parte de la Unión Europea (UE). Esta región, por el mero hecho de su independencia, se convertiría en un tercer país en relación con la UE y, desde ese mismo momento, los tratados comunitarios dejarían de serles de aplicación. No obstante, señala el presidente del Ejecutivo comunitario, la región en cuestión tendría la posibilidad de solicitar la adhesión a la UE mediante los cauces habituales a tal efecto. En este sentido, la aceptación de este nuevo Estado independiente en el seno de la Unión requeriría la aprobación unánime de los países comunitarios y la ratificación de sus respectivos parlamentos nacionales.

Las declaraciones de Prodi parecen advertir del riesgo o de los efectos perversos que incurrirían aquellas regiones que quisieran desvincularse de un país socio de la UE. La salida del proceso de integración europea supondría, sin lugar a dudas, un coste demasiado alto. Pero esta consecuencia sólo sería el resultado final de un largo proceso que se habría iniciado dentro de las fronteras de un Estado miembro. Sin embargo, ¿es legítima la secesión desde un punto de vista democrático? Si la respuesta a esta cuestión es afirmativa, ¿cuál debería ser el procedimiento a seguir?, ¿es justa la inmediata exclusión de estas regiones de la UE?. Estas son algunas de las muchas preguntas que se podrían formular a la hora de analizar el derecho a la secesión, su alcance y sus repercusiones prácticas en el marco europeo.

Comparto la corriente de opinión de algunos filósofos políticos sobre el componente democrático de la secesión. La secesión es el acto definitivo de la autodeterminación, y la autodeterminación es, a su vez, la idea central de la democracia. Las resoluciones 1514 y 2625 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, entre otras, proclaman el principio, también el derecho, a la libre determinación de los pueblos. Sin embrago, cabe señalar que tanto la Carta de las Naciones Unidas como dichas resoluciones reconocen, también, el derecho de los Estados a preservar su integridad territorial de los intentos de quebrantar la unidad nacional. Esta aparente contradicción nos obliga a contextualizar el derecho de autodeterminación de los pueblos. Las sucesivas resoluciones se promulgaron entre 1945 y 1980, es decir, las Naciones Unidas han ido estableciendo la teoría del "agua salada" en que sólo se reconocería el derecho de autodeterminación (unilateral) a los territorios de dominación colonial y/o de aquellos pueblos sometidos a la subyugación, dominación y explotación extranjeras, pero no así de las naciones sin estado europeas. Existe cierto consenso doctrinal acerca de esta idea, aunque no existe unanimidad en sus posibilidades de interpretación.

En mi opinión, abogaría por una interpretación más amplia y generosa del derecho a la autodeterminación. Si se concede a los ciudadanos el derecho -y la oportunidad- para decidir quiénes serán sus representantes políticos y, por tanto, qué tipo u orientación de políticas deberían implementarse, ¿por qué, entonces, no se les puede permitir también decidir el espacio territorial en que quieren autogobernarse? La voluntad de una región debe ser no sólo una condición necesaria, sino también decisiva para el proceso que conduzca a la secesión. No podemos concebir un escenario político en que el resto de regiones o el mismo gobierno central sean jugadores con un poder de veto absoluto. Eso no quiere decir que la secesión sea unilateral ni que se plantee en términos incondicionales. En un marco jurídico plenamente democrático tiene que haber, no cabe duda de ello, un espacio para las negociaciones entre todos los actores implicados para determinar la forma, los pasos y las condiciones en qué se desarrollaría esta salida ordenada, consensuada y, por extensión, pacífica.

El dictamen del Tribunal Supremo canadiense sobre la secesión del Québec sostiene que, en caso de un referéndum favorable en este sentido, aquella provincia y el estado de Canadá estarían obligados a negociar un eventual proceso de secesión. Así pues, el resto de provincias y el Gobierno federal tendrían el deber de respetar la voluntad popular expresada democráticamente a través de una pregunta "clara" -sin ambigüedades- y de una mayoría igualmente "clara". No quisiera quitar importancia a qué mayoría debería establecerse, pero este aspecto no debe ser un obstáculo para encarar, sin tapujos, un debate sobre la secesión.  

El ejercicio del derecho de secesión no debe causar temor a nadie. Más bien lo contrario. Si las regiones no hacen uso de este recurso -o no lo apelan- querrá decir que el estado está unido por consenso y no por la fuerza o coacción de una mayoría que es percibida como hostil. Dicho en otros términos, la secesión pondría de relieve los históricos desacuerdos entre las partes en contienda y, por tanto, sólo estarían "oficializando" las profundas diferencias que les separan. Quiero subrayar que este resultado final no es ni un fracaso ni una desgracia absoluta, aunque reconozco que pueda ser un signo de debilidad institucional al no haberse encontrado una fórmula de acomodación aceptable y compartida por todos. Llevar a cabo este derecho representa ejercer los valores democráticos en su máxima pureza. Es, a mi modo de ver, todo un logro.

No obstante, como apuntábamos más arriba, la eventual secesión de una región europea supondría su salida de la UE aunque podría iniciar -si ésta fuera su voluntad- el procedimiento correspondiente para volver a ingresar a la familia de países europeos. Desde mi punto de vista esto es inaceptable en el sentido de que se mezclan (malintencionadamente) dos planos de debate bien distintos. Me explico. La secesión de una región no implica automáticamente la voluntad de ésta de abandonar el proyecto europeo, ¿o es que dicha región no contribuyó a los méritos del país para ingresar a la UE? Si es así, ¿por qué debería, una vez más, recorrer el mismo camino? Dicho en otros palabras, si la secesión se ha llevado a cabo a través de un proceso pacífico y consensuado entre las distintas partes, la UE -aunque indirectamente- incurriría en una clara injerencia en los asuntos internos de un Estado miembro en el sentido de que penalizaría al recién estado constituido al ostracismo europeo. Permitidme una observación más. Imaginemos una entidad subestatal que se ha emancipado y que, además, siempre ha manifestado un europeísmo sin complejos. Para que esta región pueda convertirse en un miembro de pleno derecho de la Unión se requiere el visto bueno -el voto unánime- de los socios europeos. No es exagerado pensar que el estado que "acogía" esta región, ahora independiente, pueda boicotear su incorporación en un ataque de despecho. ¿Sería democrática esta actitud de rechazo?

Alguien podría pensar que simplifico las cosas, pero nada más lejos que la realidad. Se lo aseguro. El Plan Ibarretxe, sin ser un proyecto secesionista tal y como se entiende, es un buen ejemplo de ello. Determinados eurodiputados españoles ya se han apresurado a preguntar a la Comisión sobre la legitimidad del Plan Ibarretxe. Es evidente que la propuesta no agrada, levanta recelos y, por tanto, se buscan argumentos para rechazarla amparándose en el derecho comunitario. Por cierto, ¿la Comisión europea tiene la potestad de emitir este tipo de opiniones y de interpretar las normas comunitarias? A mi me parece que no. Las declaraciones de Prodi son un ejemplo más de la contribución a la confusión y al enfrentamiento innecesario entre posturas políticas divergentes. Creo firmemente que la solución pasa por la Europa de las Regiones y, evidentemente, por la constitucionalización del derecho a la secesión en la futura carta   magna europea. ¿Utopía? Quizá sí, pero me reconforta pensar que no soy el único que lo piensa.

Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales.

Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas.

Las respuestas no se hicieron esperar.
Reproduzco la de Manuel (manumostaza@jazzfree.com) del 2 de junio de 2004.

Varios comentarios a su interesante artículo. Que la autodeterminación sea la idea central de la democracia es una opinión suya. Ningún teórico medianamente conocido ha hecho nunca semejante afirmación.

La posibilidad de cambio de gobierno en un régimen democrático va siempre acompañada de un respeto por la minoría y por las reglas de juego vigentes. Por eso no es lo mismo votar un cambio de gobierno que una secesión, ya que uno implica un cambio de las reglas de juego y el otro no.

Como bien señala en el caso canadiense, la voluntad de secesión ha de ser clara, pero no está claro que porcentaje de voto supone esto. Además, como han defendido los canadienses, no vale invocar el derecho de autodeterminación hasta que se consigue la secesión. También debería ejercerse después, para dar oportunidad a los que han "perdido" la oportunidad de reintegrarse en el Estado del que salieron.

Y ahora la de Víctor Rafael Álvarez Aguilar (rafaelalvarez69@hotmail.com) del 2 de junio de 2004.

¿Y que hay respecto de la vigencia y validez de los acuerdos comerciales públicos o privados entre estados o entidades financieras, comerciales o industriales… en cuanto a su aplicación y a sus efectos jurídicos?. ¿Dejarían de tener validez?, y si eso sucede entre los países europeos. ¿Qué hay de los países de las demás regiones y sus ciudadanos?, ¿Ante quién se recurriría?, ¿Es competente y es jurisdicción de la ONU pronunciarse al respecto?. ¿Respetarán los países europeos esa decisión?. En lo que respecta a la política estadounidense con los países latinoamericanos, se ha preferido la solución política a la legal, pero ¿Hasta cuándo puede mantenerse una actitud de este tipo?. El trato estadounidense y europeo es menos desigual a la hora de establecer acuerdos y cumplirlos, ya que como Usted debe saber por encima de la actitud politica, al final prevalecerá la ley independientemente de lo que políticamente se crea oportuno en determinada circunstancia.

Al final, todo es hablar de dinero: LAS CONSECUENCIAS ECONÓMICAS DE LA SECESIÓN

Una reciente declaración del Círculo de Empresarios Vascos pide que 'se realice un análisis objetivo y serio de la gran interdependencia que existe entre las empresas y la economía del País Vasco y las del resto del Estado, así como del coste económico y social de las posibles alternativas'. Esta petición debería recibir una respuesta positiva por parte de los responsables políticos del País Vasco porque es una manera eficaz de dar contenido concreto a los conceptos abstractos de soberanismo, territorialidad, autodeterminación y autogobierno habituales en el discurso del nacionalismo. La realización de ese estudio facilitaría al Gobierno vasco una información indispensable, tanto para definir los objetivos de su acción política como, sobre todo, para explicar con seriedad a la ciudadanía vasca lo que está en juego en el movimiento hacia una eventual secesión.

Atendiendo la petición de los empresarios, los responsables políticos del País Vasco seguirían la pauta marcada por sus colegas europeos con ocasión de un movimiento de sentido inverso al de una secesión. En 1986, cuando decidieron lanzar el gran proyecto de pasar de una unión aduanera esclerotizada a la creación de un verdadero mercado único comunitario, encargaron a una comisión de expertos dirigida por Paolo Cecchini un estudio encaminado a estimar los costes que soportaba la Comunidad por no alcanzar el grado superior de integración que implicaba el mercado único. Esta comisión de expertos tenía que estimar lo que se denominó 'el coste de la no-Europa', o -visto desde el otro lado- tenía que estimar los beneficios que derivarían de la construcción de un genuino mercado interior para toda la Comunidad. Como es bien sabido, las cifras del estudio, publicado en 1988, fueron tan impresionantes que los responsables políticos europeos se movieron rápidamente hacia la realización de la unión económica y monetaria a partir de 1992, pudieron explicar a sus ciudadanos lo que estaba en juego con el movimiento hacia el mercado único y, con los años, vieron confirmadas sobradamente las previsiones sobre el crecimiento adicional que resultaría del mismo.

La apelación de los empresarios vascos a que el estudio sea 'objetivo y serio' no está fuera de lugar. El análisis de las consecuencias económicas de la secesión, sus costes y beneficios económicos, es un tema extremadamente delicado porque se ha de proceder a estimar los beneficios que el País Vasco deriva de su integración en los mercados españoles de mercancías, de servicios, de capitales, de trabajo, segmentos a su vez en gran parte del mercado único comunitario, y a estimar el 'coste de la no-España', los beneficios que la economía vasca perdería con la secesión. La validez de estas estimaciones dependerá del rigor en la selección de los escenarios que puedan dibujarse para la secesión, entre los que debe figurar el de un País Vasco que tenga que desenvolverse, al menos temporalmente, sin el estímulo que la amplitud actual del mercado proporciona a la eficacia productiva de sus industrias. En la realización de un análisis de esta naturaleza nada habría más estéril que su confusión con una acción política con contenido -digamos- exclusivamente 'patriótico' o abertzale.

Que esta estéril confusión es un peligro real en el País Vasco que se tiene que evitar puede ilustrarse, a modo de ejemplo, con las declaraciones del presidente del PNV, Xabier Arzalluz, a un periodista polaco publicadas por EL PAÍS en extracto el pasado mes de agosto. Al ser preguntado acerca de lo que cambiaría si mañana el País Vasco se separa del resto de España, Arzalluz ha intuido correctamente la conveniencia, potencialmente muy fecunda, de referirse en su respuesta 'solamente a cosas prácticas' (trenes de alta velocidad, mercados exteriores, moneda común), pero al formular la respuesta ha sucumbido a las querencias del exclusivismo 'patriótico', tan fuera de lugar en el tratamiento de las 'cosas prácticas'. En este último aspecto, la respuesta del presidente del PNV se adorna con alguna inexactitud 'patriótica' sobre la economía de Euskadi (exporta fuera de España el 70% de su producción), acompañada de la pueril autoproclamación de la superioridad política e intelectual de los vascos y del excluyente lenguaje del 'no necesitamos a Madrid para nada'.

En el pensamiento del presidente del PNV parece hallarse implícita la idea de que la eventual secesión del País Vasco consiste en 'seguir todas las cosas igual que están ahora, más la independencia', por lo que sería superfluo cualquier estudio de las consecuencias económicas de la secesión y cualquier negociación sobre los ajustes exigidos por el cambio en las anteriores relaciones con España y con Europa o por las nuevas relaciones a establecer. En realidad, la eventual secesión cambiaría muchos elementos de una situación del País Vasco caracterizada en la actualidad, entre otras cosas, por un alto grado de integración comercial y financiera con España y con Europa, una elevada volatilidad de los flujos de capital y una notable facilidad para la deslocalización de empresas y actividades. Por ello, el cambio en el sistema de relaciones con España y con Europa crearía inevitablemente un cúmulo de problemas prácticos que exigirían una negociación rigurosa. Parece superfluo añadir que, en esta negociación, el País Vasco necesitaría de 'Madrid' para todo.

Las cosas no pueden ser de otra manera porque ninguna sociedad de nuestro tiempo, incluida la sociedad vasca, es un producto de la naturaleza, sino primordialmente un producto de la historia. Una vinculación multisecular, que se remonta casi a los albores mismos del reino de Castilla en el siglo XI, ha tejido una espesa trama de interdependencias demográficas, comerciales y financieras del País Vasco con el resto de España que es imposible pasar por alto, sobre todo cuando la Unión Europea, de la que España forma parte, se viene moviendo con éxito creciente hacia una integración económica cada vez más profunda y más beneficiosa para sus partícipes. Resulta ilusorio imaginar que la cirugía de la secesión pueda operar sobre esta trama de interdependencias sin la anestesia de una cuidadosa negociación de los ajustes exigidos para paliar las incidencias negativas de la secesión, que afectarán principalmente a la economía vasca por su alto grado de dependencia de los mercados españoles y europeos. Este escenario no tiene otra alternativa real que no sea la poco atractiva ruptura revolucionaria de los lazos con España, que conduciría, inevitablemente, a la pérdida de mercados y al éxodo de capitales, de empresas y de trabajadores, a modo de preludio del retorno a la naturaleza, obviamente inviable, con que parece soñar el radicalismo abertzale.

Sea o no estéril el tratamiento que Arzalluz dio a las cosas prácticas en su respuesta al periodista polaco, es positivo que el presidente del PNV intuya la conveniencia de referirse a las mismas cuando es preguntado por las consecuencias de la secesión. Esta intuición sería muy fecunda si conduce a acoger la petición del Círculo de Empresarios Vascos y se pone en marcha un análisis riguroso de las consecuencias económicas de la modificación del sistema de relaciones del País Vasco con España y con Europa. Para realizar este análisis, el País Vasco dispone de unas técnicas que se han ido perfeccionando con el tiempo, en especial con los estudios dedicados a analizar los costos y beneficios que supone el ingreso de un país en una unión monetaria, cuestión que ha despertado un interés creciente en los últimos años. El País Vasco dispone también de expertos suficientemente cualificados para manejar estas técnicas y, a modo de muestra, puede verse un estudio reciente que intenta cuantificar la incidencia del terrorismo de ETA en la economía vasca, comentado por Patxo Unzueta en EL PAÍS del 18 de octubre. El estudio, The Economic Costs of Conflict: a Case-Control Study for the Basque Country, ha sido publicado en septiembre de 2001 como documento de trabajo del National Bureau of Economic Research y a él se ha referido la revista Business Week a propósito del debate sobre las consecuencias económicas del 11 de septiembre. Sus autores son Alberto Abadie, de la Universidad de Harvard, y Javier Gardeazábal, de la Universidad del País Vasco.

En último término, una decisión positiva sobre el estudio de las consecuencias económicas de una eventual secesión podría marcar el comienzo del declive de la concepción exclusivamente abertzale o 'patriótica' de la acción política del nacionalismo vasco para abrirla a contenidos sociales y económicos más universales. Este cambio, tan esperado por los observadores externos después de los resultados de las últimas elecciones, sería muy esperanzador, en primer lugar, porque está históricamente comprobado que las concepciones exclusivistas, se quiera o no, arrastran consigo la secuela de la violencia contemplada como una forma legítima de lucha política, incluido el engendro de la 'socialización del sufrimiento' que autoriza a violar los derechos humanos de los propios ciudadanos vascos en aras de no se sabe bien qué mito colectivo. En segundo lugar, porque superar el exclusivismo 'patriótico' en la acción política significaría que esta acción pasa a ser concebida en el País Vasco, al igual que en los países democráticos de su entorno europeo, como gestión y mejora del bienestar social de los ciudadanos (no del sufrimiento social de éstos), y dentro de ese bienestar, los contenidos 'patrióticos' son un elemento más, nunca el elemento exclusivo. Finalmente, sería esperanzador por otro motivo no menos importante: en todos los países de aquel entorno, las instituciones e instrumentos de la acción política democrática, que son similares a los existentes en el País Vasco (partidos políticos, elecciones, Parlamento, Gobierno), son utilizados como cauce idóneo para abordar y tratar de resolver los más complejos problemas políticos sin que hasta el momento resulten apreciables las ventajas que puedan obtenerse por eludir este cauce cuando se trata de abordar los problemas derivados del sistema de relaciones del País Vasco con España y con Europa.

Como se habrá podido observar, la cuestión de los españolistas se basa en vaticinar los males para la economía de la región escindida, para los secesionistas se trata de una acto de voluntad o soberanía popular.

Si partimos de la base de la democracia nos hallaremos ante un dilema: ¿La voluntad de la mayoría (sea secesionista o no) se ha de imponer a la minoría y sus derechos?. ¿Existe la reversibilidad de los procesos.

He tratado de omitir en este artículo los aspectos de razonamientos históricos ya que éstos son muy prolijos y con tantas lecturas como lectores, algo muy común.

Dejaremos para posteriores páginas otros aspectos, como los jurídicos o de imagen que conllevan los secesionismos y un apartado especial para el secesionismo catalán ya que el gallego siempre ha sido menor en virulencia, exigencias y seguidores que los dos anteriores. También la historia de las dos secesiones de Portugal (una del reino de Castilla y León y la otra ya de España) y de los territorios de Ultramar son omitidas por falta de espacio.

Prometo en sucesivas entregas, mojar mi cálamo en las tintas de lo descartado.

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Última modificación: 20-02-2007