Editorial
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico. Año IX

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Octubre 2007. Nº 89

LAS FRASES DEL MES:

En el mundo sólo hay una cosa constante: la inconstancia.

Jonathan Swift

Un hombre, cualquier hombre, vale más que una bandera, cualquier bandera.

Eduardo Chillida

La España de los anacronismos

Los españoles somos muy viscerales, quizás los europeos más viscerales, y ello nos lleva a mantener nuestros odios y amores por generaciones. De hecho, los más jóvenes, normalmente, no saben por qué odian o aman ciertas cosas, pero deben mantener la tradición. Consecuencia de ese fanatismo es el mantenimiento de todo tipo de incongruencias y anacronismos, por mucho que cambie, en principio, el entorno social. Aquí no funciona el aforismo de Jonathan Swift de nuestra cabecera, aquí somos constantes hasta la muerte, incapaces de perdonar y menos de olvidar.

Son muchos los ejemplos, aunque podemos destacar los más recientes, relacionados, sobre todo, con los símbolos de nuestra discutida unidad como estado.

En numerosos debates, se plantea, con extrañeza, el comportamiento anómalo de los españoles ante la bandera, en contraposición con el habitual en otros países del mundo desarrollado. ¿Por qué ese aparente desprecio por el símbolo por excelencia de nuestra identidad nacional? La respuesta es simple, identificamos la bandera con una época ya no tan reciente: la dictadura. Verdad es que los colores son los mismos y, por mucho que se haya cambiado el escudo central, respondemos ante ella como lo hacían nuestros padres y abuelos. Peor aún, identificamos a los que osan exhibirla como pertenecientes a o añorantes de un régimen odiado. De forma análoga se comportarían otros ante una bandera tricolor elegida como emblema del Estado. Quizás deberíamos cambiarla por una totalmente ajena a nuestra historia próxima o lejana, sólo así nadie tendría la excusa de la identificación; pobre del que ose proponer tal solución.

Este proceder anacrónico viene reforzado por otro aún mayor: el mantenimiento de posturas independentistas y, por ende, asociadas a sus propias enseñas. Por alguna misteriosa razón, los españoles nos empeñamos en querer destacar de nuestros vecinos utilizando todo tipo de procedimientos y no podría faltar el uso de los símbolos. No es que despreciemos los símbolos, todo lo contrario, nos creamos distintivos propios que nos individualizan y distinguen de los demás. Nuestra apasionamiento nos lleva, entonces, a exigir el respeto por nuestros emblemas y a despreciar y odiar los correspondientes de nuestros prójimos.

Sin embargo, las tendencias actuales del mundo civilizado caminan en sentido contrario: se unificó Alemania, se intenta hacer de Europa un Estado nuevo y potente, se globaliza la economía, se difuminan las fronteras con la inmigración... No obstante, nosotros continuamos erre que erre con nuestras identificaciones localistas. Cuentan las crónicas (quizás sean ciertas) que Aníbal aleccionaba a sus generales, antes de la batalla, recomendándoles no poner a los íberos juntos, para evitar que se pelearan entre ellos y destruyeran la unidad de sus ejércitos. Ese individualismo propició algunas invasiones de un Estado que nunca se consideró como tal. En casi todas las ocasiones, tras rechazar al invasor, como ocurrió después de la ocupación napoleónica, en vez de cerrar filas para reconstruir el país y restañar las heridas, nos hemos enfrentado en guerras fraticidas, a veces, por la simple razón de la sucesión al trono, lo cual, al fin y al cabo, tanto daba. El Califato de Córdoba se desmoronó en pequeños reinos, por ese afán nuestro de preferir ser cabeza de ratón a cola de león. Y así sucesivamente.

Y he aquí otro de los anacronismos de la España actual. Al parecer, ahora nos enfrentamos por mantener una monarquía que, por muy parlamentaria que sea, no deja de ser monarquía. Hay quien opina que la monarquía es mejor que una república por una única razón: el heredero, desde la cuna, es preparado para desempeñar una serie de funciones a no olvidar en toda su vida, lo cual es mejor que un presidente "honorífico" de república que haría lo mismo pero con menos "profesionalidad", amén de estar sujeto a los caprichos de la estadística electoral. Sin embargo, hay una inmediata refutación. Por mucho que nos empeñemos en poner salvaguardas en la Constitución, nada impide que una jefatura de estado hereditaria termine en manos de una persona incapaz de desempeñar dichas funciones. Eso sin olvidar que, en la concepción moderna de la sociedad, no hay razón para que una familia esté, al completo, por encima de los derechos y obligaciones del resto de ciudadanos. Por otra parte, en una monarquía el símbolo por excelencia es la propia persona del rey y, por razones de posible sucesión, los demás miembros de la estirpe real. Como resultado, criticar o poner en entredicho la persona conlleva un agravio al símbolo.

Hagamos un inciso aclaratorio. En eso de identificar personas con los símbolos e instituciones que representan, los españoles somos los campeones. Reprochar al presidente del gobierno, a un rector, al presidente del parlamento una conducta, por muy alejada del sentido común que esté, lleva inmediatamente aparejada la acusación de socava de la institución correspondiente.

En consecuencia, si somos anacrónicos en la forma de responder a los agravios a las personas, imagínense nuestro comportamiento ante un agravio a los símbolos. Así, por la misma razón apuntada más arriba, seremos capaces de quemar, sin pestañear, la bandera del vecino, ahora bien, ojito con quemar la nuestra.

Quizás va siendo hora de ponernos a la tarea urgente de modernizar nuestras conductas y, sobre todo, nuestras mentes. Han pasado a la historia, al menos en el llamado mundo occidental, los tiempos en que la quema de una bandera suponía una declaración de guerra con todas sus consecuencias. Quedan, eso sí, terráqueos que todavía responden con esa o peor contundencia.

Quizás va siendo hora de tomarnos con calma, pero con urgencia, el tiempo necesario para debatir qué modelo de sociedad queremos para nuestro país, al margen de conveniencias políticas y/o electoralistas. No sirve empeñarse en seguir un modelo pasado de moda. No vale aceptar el crecimiento de individualismos a fin de mantenernos en las poltronas del poder. No vale seguir mostrando falta de solidaridad con nuestros vecinos, a los que tradicionalmente hemos explotado sin escrúpulos, exigiendo que la riqueza generada con su ayuda sea de nuestra exclusiva propiedad. No vale caer en la guerra de símbolos porque, a la larga y dada nuestra idiosincrasia, terminaremos enfrentándonos a mamporros. No vale permitir que un puñado de violentos, más anacrónicos que la media nacional, aunque sean pocos, hagan imposible la vida a la gran mayoría silenciosa – en realidad no son tan pocos o, al menos, tienen poder suficiente en las instituciones del país como para hacer de su capa un sayo-. No vale esgrimir argumentos en contra de plantear el problema en el parlamento. No vale utilizar los anacronismos de otros países europeos, como coartada para mantenerlos en el nuestro. No vale utilizar la mayoría parlamentaria para tomar decisiones dañinas para la mayoría de los ciudadanos españoles

Se hace, pues, necesario un debate reposado que nos lleve a un consenso lo más mayoritario posible, a fin de decidir nuestro futuro, sin mantener posturas extemporáneas.

LA REDACCIÓN

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Vivat Academia, revista del "Grupo de Reflexión de la Universidad de Alcalá" (GRUA).
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Última modificación: 26-11-2007