La quiebra de Bear StearnsCarlos Díaz Gómez Tras los desastrosos años que siguieron al crac de 1929, el Congreso de los Estados Unidos aprobó en 1932 la primera Ley Glass-Steagall. A partir de entonces, el papel comercial y las obligaciones del gobierno en manos de los bancos adquirían la consideración legal de reservas, de modo que un banco podía esgrimir parte del dinero que le debían y no sólo los billetes y el oro que tuviera en su caja como muestra de su solvencia. Aunque sus deudores no estuviesen en condiciones de pagar. Dicha ley también ampliaba las condiciones bajo las cuales los bancos podían acceder a título individual a financiación del Sistema de la Reserva Federal, creado en 1913 para tratar de solventar las crisis de liquidez que periódicamente azotaban sin remedio el sistema financiero americano.
Así "se resolvió" entonces el debate sobre la convertibilidad que Inglaterra había conocido desde el siglo dieciocho y que resultó en el establecimiento por ley de la convertibilidad de la libra por oro en 1821; en la aprobación de la Ley Bancaria de 1844; y en la consolidación de dos escuelas de pensamiento, de dos posiciones enfrentadas, como conviene siempre a toda ciencia que aspire a serlo de verdad: las escuelas monetaria y bancaria. La primera defendía la necesidad de que los bancos limitasen la emisión de sus billetes a un múltiplo "razonable" de sus reservas de oro, como único modo de garantizar la convertibilidad y de evitar la inflación. La segunda sostenía que la convertibilidad no era un requisito imprescindible para el buen funcionamiento del sistema monetario, pues los bancos se cuidarían muy mucho de que el papel que descontasen fuese de buena calidad. Sólo aceptarían letras de cambio (derechos de cobro) libradas por deudores solventes, puesto que su propia supervivencia como institución dependía de que no emitiesen billetes (obligaciones de pago) en exceso. La primera escuela es estrecha y conservadora en el mal sentido de la palabra. Cuida celosamente los intereses del ahorrador, del titular o propietario del oro, del funcionario público que quiere un sueldo fijo que no pierda valor adquisitivo. Y limita estrictamente los recursos de los que puede disponer la clase emprendedora, el motor desobediente que arriesga su dinero y su futuro a una aventura incierta y quién sabe si abocada al fracaso. La segunda es del todo liberal: no pide ni necesita una autoridad gubernamental que, en nombre del bien común y de la estabilidad del sistema, venga a decidir por ley, sin saber más que los demás, lo que se puede y lo que no se puede hacer; y a creerse con derecho indiscutible a colocar su impuesto y a llevarse "su parte" de toda actividad lucrativa de que tenga noticia. No parece que nada esencial haya cambiado en el mundo financiero en los casi cuatro últimos siglos. Desde que en agosto del año pasado el banco de inversión que en 1923 fundaran Joseph Bear, Robert Stearns y Harold Mayer destapara el escándalo de las hipotecas subprime, los bancos centrales del mundo han dado a los bancos en dificultades facilidades de crédito cada vez más generosas. El banco grande, JPMorgan, se ha hecho con el pequeño después de que se hundiera su cotización al volatilizarse la confianza de que gozaba hace no tantas semanas. A perro flaco, todo se le vuelven pulgas. Lo que empezó siendo una operación a catorce días, se ha convertido en una renovación casi permanente del crédito. Los mecanismos habituales a que pueden acogerse los bancos comerciales para obtener financiación en momentos difíciles la ventanilla de la Reserva Federal y las subastas semanales y mensuales del Sistema Europeo de Bancos Centrales se han mostrado del todo insuficientes, y ha sido preciso ampliar los plazos y la lista de activos que los bancos centrales están dispuestos a aceptar a cambio de su crédito, que es el del contribuyente y el consumidor medio, lo que tendrá que pagar mañana de uno u otro modo. Quizá aceptando que los activos en los que ha invertido con el dinero de los demás, con el crédito bancario, no eran la bicoca con la que se engañaba.
Volver al principio del artículo Volver al principioHomenaje a Hamilton Naki, el cirujano clandestinoFuenteovejuna Hamilton Naki, un sudafricano negro de 78 años, murió a finales de mayo de 2005. La noticia no figuró en los diarios, salvo honrosas excepciones, pero su historia es una de las más extraordinarias del siglo XX. El cine lo bautizo como "El cirujano clandestino". Naki fue un gran cirujano. Él fue quien retiró el órgano del corazón de la donadora, para ser transplantado en el pecho de Louis Washkanky, en 1967, en Ciudad del Cabo, África del Sur, en la primera operación de transplante cardíaco humano con éxito. Es un trabajo delicadísimo, porque el corazón donado tiene que ser retirado y preservado con el máximo cuidado. Naki era tal vez el segundo hombre más importante del equipo que hizo el primer transplante cardiaco de la historia. Sin embargo, no podía aparecer públicamente porque era negro, en el país del apartheid. El cirujano-jefe del grupo; el Dr. Christian Barnad, se convirtió en una celebridad mundial de la noche a la mañana, pero Hamilton Naki no podía salir en las fotografías del equipo. Cuando apareció en una por descuido, el hospital informó que era un empleado del servicio de limpieza. Naki usaba bata y máscarilla, pero jamás estudió medicina o cirugía. Había abandonado la escuela a los 14 años para ser jardinero en la Facultad de Medicina de Ciudad del Cabo. Comenzó limpiando los chiqueros de los animales de experimentación y, a la vez, estudió, sin estar matriculado, toda la clínica quirúrgica de la facultad, en los quirófanos en que los médicos blancos practicaban las técnicas de transplantes en perros y cerdos. Aprendía de prisa y era curioso y se transformó en un cirujano excepcional, hasta el punto que Barnard lo requirió para su equipo. Se quebrantaban las leyes sudafricanas del apartheid, cuando un negro como Naki operaba pacientes o tocaba la sangre de blancos. No obstante, el hospital hizo una excepción con él y se transformó en un cirujano clandestino. Era el mejor y dictaba clases a los estudiantes blancos, aunque ganaba el salario de un técnico de laboratorio, lo máximo que el hospital podía pagar a un negro. Vivía en una barraca sin luz eléctrica ni agua corriente, en un gueto de la periferia. Hamilton Naki enseñó cirugía durante 40 años y se retiró con una pensión de jardinero de 275 dólares al mes. Pero eso no le importó. El siguió estudiando y dando lo mejor de sí, pese a su discriminación. Cuando el apartheid acabó, le concedieron una condecoración y un diploma de médico honoris causa. Pese a la clandestinidad y discriminación, jamás dejó de dar lo mejor de sí, manteniendo su pasión por ayudar a vivir, y nunca reclamó por las injusticias sufridas a lo largo de su vida. Volver al principio del artículo Volver al principioRECORTES DE PRENSAHamilton Naki, las manos del primer trasplante de corazónJorge Escohotado Fuente: Lunes, 13 de junio de 2005 elmundo.es Hamilton Naki, que murió el 29 de mayo a los 89 años, empezó de jardinero en la Universidad de Ciudad del Cabo. Luego limpió las jaulas del Departamento Médico y, más adelante, trabajó como anestesista de animales. Lo más importante es que su destreza hizo posible el primer trasplante de corazón humano. La muerte de Hamilton Naki, condenado durante casi cuatro décadas al anonimato por su condición de negro, nos recuerda uno de los episodios más vergonzosos de la medicina moderna. En la Sudáfrica racista del apartheid, donde se establecían diferencias en el sistema jurídico en función del color de la piel, fue Christian Barnard -sudafricano blanco- quien en 1967 recibió todos los honores por llevar a cabo el primer trasplante de un corazón humano. Pero fue también Naki, el humilde autostopista, quien aquella noche hizo posible lo que durante siglos había supuesto un reto imposible para la medicina. El 2 de diciembre de 1967, Denise Darvaald, una joven blanca atropellada al cruzar una calle, fue trasladada con urgencia al Groote Schuurhospital (El Cabo), donde se le diagnosticó muerte cerebral, aunque su corazón seguía latiendo. En otra cama del mismo hospital, Louis Washkansky, un tendero de 52 años, agotaba sus últimas esperanzas de vivir. Entonces, el Doctor Barnard decidió intentar el trasplante. En una épica intervención de 48 horas, los dos equipos lograron extraer el corazón de la joven e implantarlo en el cuerpo de Washkansky. Los asistentes recuerdan la delicadeza con la que Naki limpió el órgano de todo rastro de sangre antes de que Barnard volviese a hacerlo latir en el pecho del hombre. Pero, ¿qué hacía Hamilton Naki, un ciudadano de segunda, que había abandonado los estudios a los 14 años por necesidad, en medio de una de las operaciones más destacadas del siglo? Quizás las palabras del célebre Barnard, poco antes de su muerte, lo resuman: "Tenía mayor pericia técnica de la que yo tuve nunca. Es uno de los mayores investigadores de todos los tiempos en el campo de los trasplantes, y habría llegado muy lejos si los condicionantes sociales se lo hubieran permitido". Nacido hacia 1926 en una aldea del antiguo protectorado británico del Transkei (provincia de El Cabo), todo parecía condenarle -como al resto de sus compatriotas negros- a una existencia mísera en el inicuo régimen del apartheid. Poco a poco, sus capacidades le fueron granjeando puestos de responsabilidad. De limpiar jaulas pasó a intervenir en operaciones quirúrgicas a los animales del laboratorio, donde tuvo la oportunidad de anestesiar, operar y, finalmente, trasplantar órganos a animales como perros, conejos y pollos. De manera encubierta, Naki se había convertido en técnico de laboratorio. Él a menudo ingrato trabajo de experimentar con animales le permitió afinar sus dotes quirúrgicas: "Ahora puedo alegrarme de que todo se sepa. Se ha encendido la luz y ya no hay oscuridad", dijo éste héroe clandestino al recibir en 2002 la orden de Mapungubwe, uno de los mayores honores de su país, por su contribución a la ciencia médica. Hasta sus últimos días, uno de los mayores cirujanos del siglo sobrevivió con una modesta pensión de jardinero. Volver al principio del artículo Volver al principio de "Recortes" Volver al principio |
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