El programa Argos: investigación
aplicada sobre la percepción y la atención en conducción real
Miguel A. Recarte.
Facultad de Psicología. Universidad Complutense. Madrid.
La Dirección General de Tráfico (Subdirección de Investigación y
Formación Vial) ha puesto en marcha en la presente década un programa de investigación,
el Programa Argos, orientado al estudio experimental del comportamiento del conductor bajo
condiciones de tráfico real. Este programa ha incluido el desarrollo de una
infraestructura tecnológica avanzada basada en un vehículo instrumentado para obtener
información sobre la conducta del conductor, la cual se ha venido desarrollando con el
apoyo técnico de la Facultad de Informática de la UPM. El sistema proporciona
parámetros cuantitativos sobre la dinámica del vehículo, acciones sobre los mandos y
registro de la mirada del conductor, incluyendo movimientos oculares y diámetro pupilar a
la vez que imágenes de vídeo del escenario de la carretera con indicación a tiempo real
del punto de fijación de la mirada. Detalles del sistema pueden consultarse en Nunes y
Recarte (1997). Los datos obtenidos posibilitan estudios conductuales relacionando eventos
de la carretera o condiciones particulares de la tarea de conducir con la atención
prestada a distintos elementos o zonas del campo visual.
Dentro de este programa Argos, un grupo de investigadores de la
Universidad Complutense hemos desarrollado trabajos abordando directamente los procesos de
percepción y atención en la conducción, los cuales han sido divulgados en congresos y
publicaciones nacionales e internacionales.
Un primer grupo de trabajos trata de la percepción de la velocidad
(Recarte y Nunes, 1996; Recarte, Conchillo y Nunes, 1996; Recarte y Nunes (enviado para
publicación), Conchillo, Nunes, Ruiz y Recarte, 1999). Los principales resultados indican
que los conductores infraestiman la velocidad a la que van; consiguientemente sobreajustan
la velocidad cuando intentan mantener una dada sin mirar al velocímetro. Este efecto es
mayor para velocidades bajas y más tras decelerar, precisamente en situaciones que exigen
mayor control sobre la velocidad (aproximación a poblaciones, centros educativos,
glorietas, salidas de autovías, etc.) y en las que se predice una menor probabilidad de
consultar el velocímetro debido a la mayor demanda del entorno.
Un segundo grupo de trabajos considera la percepción del tiempo de
llegada o de colisión (Recarte, Nunes y Lillo, 1996; Recarte y Nunes, 1998). Las personas
privadas momentáneamente de visión infraestiman el tiempo que tardará el automóvil en
alcanzar un lugar predeterminado. La infraestimación es mayor cuanto mayor es el tiempo;
si la variación en el tiempo se produce por variar la velocidad los cambios en los
juicios son mayores que si se produce por variar la distancia. La experiencia de conducir
tiene escasa relevancia en este proceso. Esta forma directa de estimar el tiempo del
automovimiento frontal tiene poco que ver, como habilidad, con la estimación del
movimiento transversal de móviles en pantallas de ordenador.
Un tercer grupo de trabajos trata sobre la atención, controlada
mediante la realización de tareas mentales, y de los movimientos oculares como
indicadores de los patrones de búsqueda de información visual mientras se conduce
(Recarte y Nunes, en prensa; Recarte, Nunes y López (1998), Recarte, Nunes y Conchillo
(admitido para publicación). Los principales resultados indican que tener la atención
puesta en los propios pensamientos produce estrechamiento de la ventana funcional de
exploración visual y, congruentemente, disminuyen las miradas a espejos y velocímetro.
Esto ocurre, fundamentalmente, si la tarea mental implica imágenes espaciales y cuando el
procesamiento requiere emisión de respuestas, a diferencia del procesamiento de material
verbal y del mero procesamiento receptivo de un mensaje.
En la actualidad continuamos esta línea de investigación con cuatro
objetivos de estudio: (1) qué otras tareas cognitivas (y procesos implicados), incluyendo
la actividad mental cotidiana en la conducción (tratar de recordar algo, repasar una
cuenta, mantener una conversación, hablar por teléfono, repasar un itinerario a seguir,
etc.) producen estrechamiento del campo de búsqueda visual. (2) Cómo estos cambios en
los patrones visuales asociados con la distracción pueden afectar a la seguridad vial:
detección de sucesos inesperados y toma de decisiones sobre estos sucesos. (3) Relaciones
entre atención y velocidad, tanto la carga atencional que puede suponer el control de la
velocidad y la posible pérdida de información sobre otros aspectos de la conducción,
como el efecto de la ocupación de la atención en pensamientos ajenos a la conducción
sobre la percepción y el control de la velocidad. (4) Relaciones entre atención y
movimientos oculares en situaciones de seguimiento de otros vehículos, especialmente
cómo se ve afectada la percepción del movimiento relativo de dos vehículos y el control
de la distancia de seguridad.
Dada la importancia de la distracción como factor de siniestralidad
esperamos contribuir a deslindar aspectos de especial relevancia aplicada al proporcionar
una evaluación mas objetiva de algunos factores de riesgo asociados con la actividad
mental cotidiana como potenciales distractores en la conducción de vehículos.
BIBLIOGRAFÍA
Conchillo, A., Nunes, Recarte, M. A & L. M., Ruiz, T. (1999). Speed
estimation in various traffic scenarios: open road and closed track. VIII International
Conference on Vision in Vehicles. Boston (USA).
Nunes, L. M., & Recarte, M. A. (1997). Argos program: Development
of technological systems and research programs for driver behavior analysis under real
traffic conditions (ISHFRT 2). In P. A. Alburquerque, J. A. Santos, C. Rodrigues & A.
H. Pires da Costa (Eds). Human Factors in Road Traffic II. Universidade do Minho.
Braga. Portugal.
Recarte, M.A. y Nunes (en prensa). Effects of verbal and
spatial-imagery task on eye fixations while driving. Journal of Experimental Psychology:
Applied.
Recarte, M. A. & Nunes, L. M. (1996). Perception of speed in an
automovile: estimation and production. Journal of Experimental Psychology: Applied, 2,
291-304.
Recarte, M. A., Conchillo, A. & Nunes, L. M. (1996). Percepción y
ajuste de incrementos de velocidad en automóvil. Psicológica, 17, 441-454.
Recarte M. A. & Nunes, L. M. (1998). Effects of distance and apeed
in the time to arrival estimation in an automobile: two classes of time?. En A. G. Gale et
al (Eds) Vision in Vehicles VI. Amsterdam: Elsevier (North-Holland)
Recarte, M. A., Nunes, L. M. & Conchillo, A. (1999). Attention and
eye-movements while driving: effects of verbal versus spatial-imagery and comprehension
versus response-production tasks. VIII International Conference on Viion in Vehicles.
Boston (USA).
Recarte, M. A., Nunes, L. M. y Lillo, J. (1996). Estimation of time to
arrival in a real vehicle and in a simulation task: effects of sex, driving experience,
speed and distance. En A. G. Gale et al. (Eds): Vision in Vehicles V. Amsterdam: Elsevier.
Recarte, M. A., Nunes, L. M., López, R. y Recarte, S. (1998). Recursos
atencionales y parámetros oculares en la conducción. En J. Botella y V. Ponsoda (Eds),
La atención: un enfoque pluridisciplinar (pp. 373-385). Promolibro: Valencia.
Reproducimos tres interesantes artículos, de Jesús Mosterín Emilio Méndez y José
Olivares Pascual, aparecidos en el Diario "El País" en los primeros meses de
este año, ya que se vuelve insistentemente a poner en tela de juicio el papel de la
ciencia en la sociedad actual y la idoneidad de fomentarla en las universidades; sobre
todo tras la aparición del informe sobre la reforma universitaria.
JESÚS MOSTERÍN
Diario "El País" ( 24-03-99)
Parece que los ocasos de siglo propician los anuncios agoreros, aunque prematuros,
sobre el final de la historia y de la ciencia. A finales del siglo XIX Lord Kelvin pensaba
que todas las fuerzas y elementos básicos de la naturaleza habían sido ya descubiertos,
y que lo único que quedaba por hacer a la ciencia era solucionar pequeños detalles (
"el sexto lugar de los decimales"). En 1875, cuando Max Planck empezó a
estudiar en la Universidad de Munich, su profesor de física, Jolly, le recomendó que no
se dedicara a la física, pues en esa disciplina ya no quedaba nada que descubrir. En 1894
Robert Millikan recibió el consejo de abandonar la física, una ciencia agotada, y
dedicarse a la sociología. Pero al año siguiente se descubrió el electrón (cuya carga
eléctrica mediría el mismo Millikan más tarde) y Max Planck (que afortunadamente no
había seguido el consejo de Jolly) inició el estudio de la radiación del cuerpo negro,
que acabó conduciendo a la cuantización de los niveles de energía y, en definitiva, a
la nueva física cuántica.
El 29 de abril de 1980 el físico Stephen Hawking dedicó su lección inaugural como
Profesor Lucasiano de la Universidad de Cambridge a la pregunta ¿Está a la vista el
final de la física teórica?. Su respuesta fue que sí, y que la teoría de supergravedad
N = 8, entonces de moda, sería la teoría definitiva. Sin embargo, el viento sopla con
fuerza en las cumbres especulativas de la física contemporánea y en menos de una década
la supergravedad N = 8 pasó a formar parte de lo que el viento se llevó. Hoy las
apuestas irían por las teorías de supercuerdas, pero quién sabe dónde estarán en otra
década.
Hace dos años el periodista John Horgan publicó el libro El fin de la ciencia en el
que generalizaba a todas las ramas del saber la tesis escatológica de que el final está
próximo. Su mayor debilidad estriba en la ingenua fe con que el autor acoge cuanto le
dicen unos y otros científicos. Los científicos lo son porque a veces obtienen
resultados más o menos sólidos, pero ello es compatible con lanzarse en otras ocasiones
a las especulaciones más arriesgadas o descabelladas.
Newton dedicó tanto tiempo a la alquimia como a la mecánica, Faraday era miembro de
una secta fundamentalista, Cantor interrumpía sus clases de matemáticas para sostener
que las obras de Shakespeare en realidad fueron escritas por Francis Bacon, y el físico
Frank Tipler ha desarrollado recientemente la tesis (tomada en serio por Horgan) de que
todo el universo se va a transformar en un supercomputador programado por Dios para
resucitar a los muertos. La ciencia no se basa en argumentos de autoridad, y las
afirmaciones de los científicos (incluso de los famosos) han de someterse a la criba del
análisis epistémico y de la contrastación empírica.
Lejos de acercarse a su final, gran parte de la ciencia actual está en mantillas. No
sabemos nada de la vida fuera de la Tierra, ni siquiera si la hay o no. No entendemos el
funcionamiento de nuestro cerebro, no sabemos qué pasa en nuestra cabeza cuando tomamos
una decisión o aprendemos una canción.
Ignoramos en qué consiste la materia oscura, que constituye más del 90 % de la masa
del universo. No sabemos si existe el campo de Higgs previsto por el modelo estándar de
la física de partículas. La mejor teoría física de que disponemos, la teoría
cuántica de campos, es incompatible con la gravitación y sólo evita los valores
infinitos de la energía de sus campos mediante la renormalización, estableciendo un
corte ultravioleta, lo que implica que no aceptamos su validez más allá de cierta cota
de energías. De hecho, suele considerarse que las teorías cuánticas de campos son
meramente teorías efectivas, aproximaciones a bajas energías de otras teorías
subyacentes distintas y aún desconocidas. En astronomía, cada vez que lanzamos un nuevo
detector al espacio, encontramos sorpresas. En cosmología, como en paleoantropología,
cada nueva radiación medida y cada nuevo hueso excavado pone patas arriba nuestras
teorías precedentes. Los modelos cosmológicos inflacionarios están cogidos con
alfileres y no duran más que la canción del verano. La ciencia está en ebullición y su
final no está a la vista.
Jesús Mosterín es catedrático de Filosofía, Ciencia y Sociedad
(CSIC).
EMILIO MÉNDEZ
Diario "El País" ( 03-02-99)
Sr. Ministro:
Tres días antes de dejar el ministerio del que hoy es usted titular, la Sra. Esperanza
Aguirre me llamó a su despacho para hablar de la ciencia en España, aparentemente sin
intuir que en setenta y dos horas sería historia en el Ministerio de Educación y
Cultura.
Con un candor que yo no esperaba, en medio de nuestra conversación me asaltó,
"¿Y qué harías tú en cuanto a ciencia si estuvieras en mi puesto?" Eludí la
respuesta, porque prefería meditar mis palabras y además no estaba seguro que a ella le
interesara escuchar lo que le habría dicho. La conversación siguió amable y distendida,
pero al despedirnos me recordó que no había contestado su pregunta y me pidió que en
breve le enviara un folio con mis ideas. La noticia del cambio de ministros me llegó
cuando terminaba para ella un borrador escrito a vuela pluma. Para no sentir que he
perdido el tiempo, o quizá por vanidad, en lugar de tirar mis reflexiones a la papelera
me atrevo a enviárselas, por si usted tuviera inclinación a hacer el mismo tipo de
preguntas que su predecesora.
Yo empezaría por definir la filosofía del ministerio en materia científica a partir
de las mismas características de la ciencia: apartidismo, excelencia, y apertura a la
discusión. La ciencia moderna tiene un doble valor, cultural y económico. Es a la vez un
reflejo del progreso intelectual de un pueblo, como las bellas artes, la música o la
literatura, y un motor de avance económico. Sólo este segundo valor justifica las
grandes inversiones que exige el desarrollo de la ciencia actual, y la convierte, junto a
la política monetaria, la defensa y las relaciones exteriores, en una verdadera cuestión
de estado, más allá del partido en el gobierno.
Por ello, el responsable directo de la política científica no debiera ser un
político sino un profesional del mayor prestigio, con visión clara del papel de la
ciencia, con dotes de administrador y capacidad para dialogar y aunar esfuerzos con otros
ministerios y con la comunidad científica. Sólo con esas cualidades, y rodeado de un
grupo de asesores independientes y seleccionados de entre nuestros mejores científicos,
podría aquél enfrentarse a los apremiantes desafíos que tiene planteados la ciencia
española.
Uno de los más profundos problemas, y del que se derivan muchos otros, es la falta de
planificación y continuidad del apoyo a la ciencia, cuya historia reciente está llena de
aceleraciones y frenazos. Al fulgurante arranque de mediados de los años ochenta siguió
un crecimiento espectacular que ha dado muchos frutos, pero que ha traído un futuro
incierto para muchos de los científicos de menos de cuarenta años, que ven, dentro y
fuera de nuestro país, cómo pasan sus mejores años profesionales sin conseguir una
estabilidad desde la que explotar una excelente preparación en la que el erario público
ha invertido tanto. Siendo realistas, a la vista de los números que se citan (más de
cuatro mil en España y unos mil en el extranjero, según EL PAÍS del 17 de enero, es
impensable que la totalidad de dichos científicos tenga cabida en el sistema de
investigación pública, pero la situación es muy seria y exige urgentemente una
solución que involucre a la empresa privada.
España invierte en ciencia poco y de forma irregular. Se habla a menudo de la notable
diferencia en gastos de I +D con países más avanzados, aunque una distinción entre la
"I" y la "D" mostraría que las diferencias son algo menores en
Investigación y mucho mayores en Desarrollo. Es esencial corregir este desequilibrio,
pero no a expensas de la primera sino a través de un crecimiento sostenido de ambas
mejor moderado y constante que fuerte y esporádico que acorte distancias con
nuestros socios europeos.
Para obtener de la sociedad ese apoyo mantenido a la ciencia, es crucial reducir la
separación entre ambas. Aquélla ve a los científicos como seres remotos y
despreocupados por los problemas reales, mientras que éstos se quejan de su aislamiento e
irrelevancia en el debate público. Hace falta conseguir el acercamiento de nuestros
investigadores al resto de la sociedad, en especial a los sectores médico e industrial, y
su participación para explicar la contribución de la ciencia al desarrollo y bienestar
del país.
La inversión en ciencia es cara y exige la optimización de los recursos, evitando
duplicaciones y propiciando la colaboración. Por ello, es importante la coordinación
efectiva si no la fusión en un Ministerio de Ciencia y Tecnología de los
diferentes organismos con responsabilidad en I + D actualmente dispersos en diferentes
ministerios. Un peligro pocas veces mencionado pero bien real es el de la atomización de
la ciencia española en el Estado de las Autonomías. Al lógico deseo por ampliar el
esfuerzo científico regional y adecuarlo a las necesidades locales, podría seguir una
fragmentación de la política científica, que sólo serviría para multiplicar los
gastos y disminuir la eficacia de los diferentes grupos de investigación.
Estos acuciantes problemas, y otros igualmente importantes, como la mejora de la
calidad científica o la capacidad de innovación, aunque tienen una componente política
son primordialmente técnicos. Su solución necesita de una participación amplia de los
diferentes grupos políticos y de los propios científicos, de la que debiera salir una
visión común del futuro de la ciencia española y un compromiso para hacerla realidad.
La reputación de apertura al diálogo con que usted llega al Ministerio de Educación
es fuente de renovada esperanza para que España se suba definitivamente al tren de la
ciencia. Quedo a su disposición para comentar en detalle los problemas que aquí apunto,
aunque tengo la seguridad de que mis colegas en España, que los viven a diario, le
podrían dar una lista más completa de ellos y valiosas sugerencias para afrontarlos.
Emilio Méndez es catedrático de Física de la Universidad del
Estado de Nueva York en Stony Brook y Premio Príncipe de Asturias de Investigación
Científica y Técnica.
JOSÉ OLIVARES PASCUA
Diario el País ( 24-02-99).
La aparición en la revista Nature de una nota sobre el posible lanzamiento al mercado
de especies vegetales dotadas del llamado gen terminator es un ejemplo más del desamparo
en que se encuentran la agricultura y la sanidad de los países en desarrollo. Por el
enojo causado en los agricultores de dichos países, la compañía productora está
considerando retrasar la introducción de las semillas genéticamente programadas para
autodestruirse.
El control de la germinación tiene como objeto proteger la propiedad intelectual de
quienes han desarrollado la semilla. La compañía ve en la moratoria un deterioro de su
propia imagen y afirma que podría influir negativamente (¿todavía más, me pregunto
yo?) en la percepción pública de la biotecnología agrícola. No me refiero a la
percepción de los daños que el cultivo de plantas transgénicas pudiera causar al
ambiente o a la salud (bajo o nulo, por otra parte), sino a la discriminación económica
que implica. Muy pocos países pueden pagar el coste de este tipo de productos. Además,
muchas veces se riza el rizo y el cultivo de una especie mejorada exige la aplicación de
un agroquímico producido por la misma compañía.
Si nos vamos a la salud, tenemos el mismo panorama. Un artículo publicado en Molecular
Medicine Today sobre la comercialización de la genética humana pone el dedo en la llaga
al señalar la gran importancia que está adquiriendo la investigación genética médica
en el sector privado. El problema es que tiene un alto coste que tiene que pagar el
usuario de los productos o de la tecnología obtenida. Si, según se dice en el mismo
número de la revista, el ministerio de Sanidad de Sudáfrica ha abandonado el programa
para administrar AZT a las embarazadas seropositivas por falta de fondos, ¿cómo se puede
tratar el sida en otros lugares de mayor incidencia y más bajas posibilidades
económicas? ¿No van a ser los países ricos cada vez más sanos y los pobres cada vez
más enfermos?
Recientemente hemos podido leer en la prensa una denuncia sobre la falta de interés
que al parecer muestran las compañías farmacéuticas por la vacuna contra el sida. Es
una postura comprensible, teniendo en cuenta el gasto que supone la aplicación de la
triple terapia. Pero ¿están supliendo esa falta de interés los organismos públicos?
¿Se puede conseguir algo dentro de un contexto a nivel nacional e internacional donde se
prima la investigación privada frente a la pública (o dicho de otro modo, la
investigación privada con fondos públicos?). Quizá esto suene algo exagerado, pero
corresponde a la realidad: la UE sólo subvenciona proyectos de investigación si
participan empresas interesadas en la comercialización de los posibles resultados
obtenidos.
La investigación es cara. La introducción de un nuevo producto farmacéutico puede
haber supuesto la inversión de varios miles de millones de pesetas. En principio parece
una carga difícil de soportar con financiación pública. Sin embargo, se olvida que,
indirectamente y en su mayor parte, se está subvencionando a través de la medicina
socializada. El valor intrínseco de una dosis de interferón o de un anticuerpo
monoclonal para diagnóstico es relativamente bajo, pero el valor añadido es muy alto,
como consecuencia de los gastos invertidos en investigación, los ensayos clínicos, los
fracasos y retrasos, la corta vida del disfrute de una patente en la que hay que recuperar
el capital invertido, y los beneficios de ese capital.
¿Cómo podría lograrse que los avances en agricultura, sanidad y medio ambiente
llegaran a todos? Es una pregunta de difícil contestación. ¿A través de la
beneficencia? ¿A través de subvenciones? ¿O con nuevas ideas sobre la distribución de
los fondos que los países desarrollados dedican o deberían dedicar a la investigación?
Para el aprovechamiento global de las nuevas tecnologías es imprescindible la
participación del sector público. Habría que pensar si, al menos en la investigación
en los campos mencionados, no convendría dejar a un lado la rentabilidad económica de la
inversión pública, aparte de hacer un esfuerzo general para incrementarla
significativamente.
José Olivares Pascual es profesor de investigación del CSIC en la
Estación Experimental del Zaidín (Granada).