Editorial
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico Año III

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Abril 2001. Nº 24

LA FRASE DEL MES:

La única cosa que sé es que nada sé; y esto cabalmente me distingue de los demás filósofos, que creen saberlo todo.

Sócrates.

La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada.

Gabriel García Márquez.

De los Catedráticos, Titulares y otras faunas universitarias

Hace unas semanas una persona ajena a la Universidad, pero que había pasado unos días colaborando en la de Alcalá de Henares, nos comentaba que sería incapaz de trabajar en un ambiente en el que el último recién llegado, sin experiencia alguna, se creyera en posesión de la verdad, más sabio que los más experimentados trabajadores y alardeando de su falta de necesidad de aprender nada nuevo. Esta es realmente la tónica general de la vida universitaria y nos recuerda aquellas palabras de la canción de Georges Brassens en las que, más o menos, dice "el necio no tiene edad"; el que es necio es necio y de nada vale que peine canas o acabe de salir del huevo.

Esta persona se refería fundamentalmente a aquellos recién licenciados que, por el hecho de obtener una beca o un puesto de ayudante, desprecian olímpicamente el trabajo anterior de los que van a ser sus compañeros, cuando no sus directores de tesis. Este fenómeno, muy español, desde luego no se da en las empresas privadas, donde están muy claras las responsabilidades, las obligaciones y los derechos. En la universidad todos parecen tener derechos y ninguna responsabilidad.

Cabe preguntarse sobre el origen de esta enfermedad que ha minado la calidad de la enseñanza y, más aún, la calidad de la investigación. Recordemos que esta última se está valorando al peso y, consecuentemente, la investigación española parece haber dado un salto de gigante, pero seguimos esperando que los resultados se parezcan en algo a los de los países de nuestro entorno. De ello todos tenemos culpa, desde el primer catedrático hasta el ultimo estudiante, pasando por el personal de administración y servicios, cada uno en su parcela, evidentemente.

Hemos de aclarar que, en nuestra opinión, nada tiene que ver en el asunto la tan traída y llevada LRU, quizás lo único que hizo la ley, ahora en proceso de contrarreforma, fue evidenciar los problemas al diluir todavía más las responsabilidades, pero la causa fundamental la debemos buscar en el seno de la propia fauna universitaria; de hecho no creemos que una nueva normativa vaya a arreglar absolutamente nada. Antes de darle un repaso a las características más sobresalientes del comportamiento de esa fauna universitaria, vaya una segunda aclaración: afortunadamente no todos los especímenes se comportan según el modelo que describiremos a continuación, ¡apañados estaríamos! A Dios gracias sean dadas de la existencia de esa minoría que hace posible diariamente que la universidad española no muera por intoxicación progresiva.

En la cúspide la pirámide nos encontramos a los catedráticos. Indudablemente muchos de ellos, no todos, han debido esforzarse bastante por llegar a superar las pruebas y barreras correspondientes. Ese esfuerzo les ha marcado profundamente, a los esforzados y a los potrosos, sobre todo cuando, en su itinerario por los vericuetos del laberinto universitario, han tenido que rendir pleitesía y doblar el espinazo ante aquellos que más tarde decidirían sobre su futuro. Un alto porcentaje de ellos, una vez alcanzado el grado de la divinidad docente, optan por comportarse exactamente igual que han aprendido y pretenden imponer unas normas que, en el mejor de los casos, están trasnochadas. No se plantean que el prestigio nunca viene añadido al cargo o título y que lo deben de conquistar con su actitud y su buen hacer. Claro que, en el sistema ya consolidado en que se mueven, una actitud moralmente buena y un buen hacer, por lo general, no llevan más que a la envidia y el desprecio de muchos de sus compañeros, con lo cual la pescadilla se muerde la cola y la solución no hay quien la atisbe. Así tenemos catedráticos a los que no les importa valerse de la letra de la ley para imponer sus criterios sin contar con las necesidades de los que les rodean y, por supuesto, sin pensar en el daño que infringen a la sociedad a la que pertenecen; véanse personas que pretenden dirigir y/o firmar cualquier trabajo que se ponga a tiro en un radio de veinte despachos.

Un poco menos retribuidos, pero sobre el papel con las mismas obligaciones y casi idénticos derechos, nos encontramos a los titulares. Al ser más numerosos, y tener una inmensa mayoría la certeza absoluta de que nunca llegarán a subir el último peldaño, suelen ser más reivindicativos, revoltosillos y contestatarios. Pero eso no les hace ni más sensatos, ni menos peligrosos. Lo más curioso del caso es que habitualmente critican a los catedráticos en bloque, sin pararse a pensar que no todo el monte es orégano, que hay algunos dedicados en cuerpo y alma a ayudar a los demás y no les importa que otros les superen en todos los aspectos profesionales. Ciegos, entre otras cosas porque su ambición de llegar a catedráticos les impide ser conscientes de la realidad en la que viven, aseguran que todos los catedráticos son iguales y deben acabar con sus "prerrogativas". Cojan ustedes al azar a uno de esos titulares más feroces, amáñenles una oposición para que puedan subir ese peldaño final, y tendrán un catedrático peor que el conjunto previamente despreciado. Enseguida olvidarán cómo ellos llegaron, con esos aires de grandeza mencionados al principio, con la sabiduría bajo el brazo, adquirida en una universidad de baja calidad, criticada con razón, pero que no sólo soportan, sino que perpetúan con su forma de actuar en cuanto se les da la ocasión. De nuevo un problema sin solución, porque hacer catedráticos a todos los titulares, si bien acabaría con las críticas muchas veces infundadas, perpetuaría aún más este sistema pernicioso de la enseñanza superior. Nos queda por decir que, cuando miran un poquito hacia abajo, se encuentran con los niveles inferiores de la pirámide, por los que, a su vez, son criticados y despreciados como es natural, y entonces hacen ostentación de haber olvidado aquellos discursos utilizados cuando se encontraban en ese peldaño más bajo.

Huelga cualquier comentario si seguimos descendiendo por la escalera. Nos encontramos con aspiraciones cada vez más frustradas, ya que la imagen de la pirámide a escalar, que tiene la forma geométrica que tiene y no sirve darle vueltas, les amenaza con no poder llegar nunca a la cúspide. Esos sentimientos de frustración, que en otros ámbitos profesionales se dan con menos frecuencia, son en el seno de la comunidad universitaria muy virulentos, porque el sistema permite llegar sin mucha dificultad, salvo por el hecho de tener que escalar dando codazos, empujones y pisotones a diestro y siniestro, sin mirar a qué prójimo se está vapuleando. Un ejemplo claro lo tenemos entre aquellos que, habiendo hecho sus pinitos en la investigación, sin haber dado jamás una clase, afirman en voz bien alta: "para ser docente no hace falta absolutamente nada, cualquiera puede dar una clase"; no importa que sólo sepan un poco de algo muy especializado, al fin y al cabo son portadores de la sabiduría desde la cuna.

En todo este embrollo, nos encontramos con una comunidad docente adocenada, sin ganas de aprender de los que les precedieron en la lucha, despreciando cualquier conocimiento que no sea innato, ya que, según la mayoría, la universidad en sus años de estudiante no les enseñó nada. El resultado es una enseñanza anclada, en el mejor de los casos, en la época de la revolución industrial. Así tenemos profesores que siguen fielmente los apuntes tomados en su época de estudiante, errores incluidos, para impartir sus clases, mugrientos, con manchas de café y quemaduras de cigarrillo. Algunos otros, conscientes de la necesidad de reciclarse, optan por pedir prestados los apuntes a sus estudiantes, para adornar su futura docencia con las barbaridades que se les han ido ocurriendo sobre la marcha en su corta o larga experiencia.

Una pincelada sobre el PAS y los estudiantes es necesaria, ya que a estos colectivos aludimos también al comienzo de este artículo. Los primeros, quizás viendo el panorama en que desarrollan su trabajo, desprecian olímpicamente el de los grupos docentes. También critican sin discriminación, olvidan que mucho del trabajo de un profesor se realiza en la tranquilidad del hogar, incluso hasta altas horas de la noche, en muchas épocas del año, sin cobrar horas extras por ello. Gustarían de tener la libertad horaria y de movimientos de que gozan sus compañeros docentes, sin darse cuenta de que la sociedad actual ha distribuido las responsabilidades para que la maquinaria funcione y cada individuo tiene un papel que representar. ¿Se imaginan un grupo teatral en el que, al subir el telón, cada actor quisiera recitar el libreto del personaje de su agrado?

Los estudiantes, los de siempre, pero ahora con más convicción, pretenden pasar el menor tiempo posible dedicado al aprendizaje y terminan odiando al profesor que les hace trabajar, o al conserje que les prohibe convertir en una timba los pasillos de esta vilipendiada institución. Cínicamente, proponemos una solución drástica, pero eficaz, a sus problemas. Bastaría con llegar a establecer una media de años de permanencia y firmar un contrato con cada alumno que se acercara a iniciar sus estudios, en el sentido de establecer el precio de los mismos, darles una bibliografía, por aquello del que dirán, y dejarles tranquilos hasta que, una vez concluído el periodo correspondiente, debieran volver a recoger el flamante título. Eso sí, deberíamos mantener abiertas las cafeterías para evitar que las familias se vieran en la necesidad de mantener a los hijos en casa. Es decir, repetimos que esta idea es cínica, proponemos la conversión de las universidades españolas en cafeterías ilustradas, donde, para aquellos más aplicados, una pantalla de tamaño no demasiado escandaloso, auriculares incluidos para no molestar, difundiera parte de los conocimientos y aclarara las dudas más habituales. De esta forma, ni los profesores se verían en la necesidad de preparar sus clases, ni se pelearían entre ellos para conseguir nuevas plazas a fin de rebajar la dedicación propia, ni el personal de administración y servicios tendría tanto trabajo, ni habría exámenes que preparar quince días antes, en el peor de los casos, ni se gastarían fondos en mantenimiento y actividades que a nada parecen servir, ni a los responsables académicos se les pedirían explicaciones por su falta de tacto, honradez o visión.

Como es habitual, en nuestro editorial hemos presentado un panorama un poco deprimente. Ello es así con la única sana intención de servir de revulsivo a la comunidad a la que preferentemente va dirigido, a fin de que reflexione sobre sus propias contradicciones. Obviamente, reiteramos nuestro convencimiento de la existencia de un buen grupo de buenos profesionales en todos los colectivos, dedicados por entero a su trabajo, que critican las actitudes que son criticables, que no generalizan con evidente odio o envidia hacia sus compañeros y, además, hacen lo humanamente posible e imposible porque la Institución Universitaria funcione. A ellos vaya nuestro agradecimiento y nuestro reconocimiento, además de nuestro ruego de proseguir en la brecha dificultándole al enemigo el ganar posiciones.

LA REDACCIÓN

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