Nuestro colaborador habitual Daviz Melero ha vuelto a quedar finalista en el certamen anual de cuentos, organizado por la Escuela Politécnica de la UAH. Este año, su relato "Camino de cruces" ha sido galardonado con un merecidísimo segundo premio. Camino de crucesDaviz Melero ¡Ah, hola! Les estábamos esperando. Pasen, pasen, están en su casa. Sí, siéntense allí, en la mesa aquella del fondo. Hace frío, ¿verdad? Si es que el invierno aquí es muy duro y además, desde que murió el Caudillo, ya no se nos atiende en este pueblo como antes. Claro, con eso de la emigración se quedó el pueblo sin jóvenes y sólo nos hemos quedado unos cuantos. Pero, eso sí, mi restaurante sigue abierto. Con eso de ser el único que hay en veinte kilómetros tenemos mucha suerte. Sólo viene clientela selecta como ustedes, je, je. No, nada de camiones. ¿No ven que ésta no es una ruta comercial? Aquí sólo viene a comer la gente de fuera a la que le han recomendado el local. Claro, llamando por teléfono para hacer la reserva. También tenemos a los lugareños, que vienen a tomarse unos chatos y el aperitivo, pero sólo con ellos no puedo mantener el local. Bueno, si ya han leído el menú verán que tenemos poca variedad, pero eso sí, lo mejor que hayan catado en su vida. A ver díganme. ¿Cordero y ensalada para todos? Muy bien. Y de beber, un vinito de la tierra, ¿verdad? Cosecha del año pasado, y el mejor para el cordero. Ya verán cómo no se arrepienten. Ahora mismo le digo a mi mujer que vaya poniendo la parrilla y en un veinte minutos mal contados se verán saboreando el mejor manjar que hayan catado en su vida. ¿Quieren un quesito de oveja para abrir boca? Lo prepara el tío Ramón, el de la lechería, y es exquisito. Sí, aquí todo es exquisito. Muy bien, ahora mismo les traigo la comanda. Qué, ¿a que todo estaba exquisito? Si ya se lo decía yo. Y el vinito entra como agua, ¿verdad? ¡Ja, ja, qué graciosos! ¿Se pensaban que era vino espeso, del que se toma con cuchillo y tenedor? ¡No, por Dios! Aquí todos somos paletos, pero en la comida somos muy exquisitos, y en esta región nos gustan los sabores suaves. De postre tenemos pan dulce del que prepara mi mujer y fruta de la región. ¿Que quieren más queso? Les ha gustado, ¿eh? ¿Y ustedes pan dulce? Pues yo les traigo un poco de todo y ustedes se lo reparten, ¿les parece bien? ¡Ah!, para no hacer otro viaje díganme: ¿un licorcito? Tenemos de endrinas, de hierbas, aguardiente... Muy bien, un poco de todo, ¿verdad? En un momento se lo traigo. Aquí tienen, el queso por aquí..., los licores por aquí..., y el pan dulce para ustedes, ¿verdad? Sí, este local es muy antiguo. Antes era una cuadra, ¿sabe usted? Pero lo arreglamos mi mujer y yo cuando nos casamos y lleva siendo un restaurante desde hace cuarenta años. Los avíos de campo son auténticos, ¿saben? Con eso de la reconversión empezaron a tirar las planchas de carbón, los carros, los arados, los yugos.... y mi mujer y yo los recogimos de los eriales, los arreglamos y los barnizamos. Tenemos recopilados de todas la épocas, ¿saben? Incluso tenemos romanas sujetando tiestos en la entrada, ¿no se han fijado? Luego las ven cuando salgan, pero no se vayan todavía, ¿eh? Tómenselo con calma, y disfruten del calorcito de la chimenea, que para eso se la he encendido, no tengan prisa. ¿Las cruces de piedra del camino de entrada? ¡Uy!, esa es una larga historia. ¿No la conocen? Sí, son muy antiguas. Cuando yo era un niño solía jugar con mis amigos al escondite por ahí. Pero de eso hace ya mucho tiempo, y mis amigos de entonces o se han muerto o se fueron de jóvenes a la capital y no regresaron. ¡Ay, dejemos el tema que me estoy poniendo sentimental! ¿Quieren que les cuente la historia? Entonces tienen que permitirme que tome asiento a su lado. Mis piernas ya no son las de antes, ¿saben? La historia me la contó mi padre cuando le hice la misma pregunta que ustedes a mí, aunque todos los que quedamos aquí la conocemos. Pero como mi padre era de la época, yo la conozco de primera mano. Parece ser que sucedió en su juventud, así que imagínense el cerro de años que tiene, porque yo soy el último de nueve hermanos, así que fíjense. Verán, hace casi un siglo este pueblo tenía mucha más vida. Era un pueblo, claro, pero uno de los más importantes por los cultivos. Los avances modernos no existían: los campos se araban con burros o mulas, el bosque era silvestre y te podías perder en él, todas las familias se conocían y hacían negocios entre ellos, el dinero corría poco por los pueblos y era más normal el trueque en ganado o tierras... Eran otros tiempos, ¿saben? Ni mejores ni peores; era otra época. En aquel tiempo vivía una señorita de muy buen ver. Era la hija de uno de los mayores propietarios del pueblo. De tierras, se entiende. Les digo señorita, pero no sé exactamente la edad que tendría. En aquella época los hombres eran hombres con dieciséis o diecisiete años, no como ahora que con esa edad son unos chavales. Y lo mismo con las mujeres, que si llegaban a los veinte sin casarse, sus padres se temían que fueran a terminar siendo unas solteronas. Como les decía, esta señorita era una dama de una vez. Una vez vi una fotografía suya muy antigua en el ayuntamiento, me refiero cuando se estaba desmantelando el ayuntamiento, que hasta hace veinte años teníamos uno propio. Les aseguro que era una auténtica dama, mejorando lo presente, señoritas, je, je. Era morena, con unos ojos oscuros y enormes, como de gata, ¿saben?, de mandíbula afilada y la piel blanca y delicada como la leche... Aunque sólo era una fotografía muy antigua, y la vi hace tanto tiempo que mi memoria puede fallarme y haberse hecho una imagen irreal de ella. Como fuere, la tal señorita se llamaba Bernarda y ya estaba en edad casadera, pero sus padres querían elegirle el mejor esposo. Por supuesto, señorita, en aquella época los matrimonios estaban todos convenidos de antemano. No, no se escandalice, ya les he dicho que era otra época. Verán, en este pueblo había dos muchachos que la pretendían y que tenían alguna posibilidad. Uno era un chico de campo, recio y fuerte, el cual, a base del trabajo de varias generaciones, su familia había conseguido comprar algunas tierras. Era uno de esos casos que ocurren a veces en los que en lo más humilde nace alguien capaz de llegar a ser emperador como Napoleón, que ustedes que han estudiado ya sabrán que ni siquiera era francés sino de un pueblecito de Córcega. Ya saben a lo que me refiero. ¿No? Quiero decir que se puede ser un auténtico caballero, alguien con clase, sin haber tocado un libro en la vida, y también se puede ser la persona más chabacana del mundo y llegar a catedrático. Él seguía trabajando en el campo, pero en aquel momento podía permitirse el lujo de contratar peonadas para labrar y cosechar todas sus tierras. El otro muchacho era de una familia acomodada. Digamos que se lo habían dado todo hecho, que había nacido con un pan debajo del brazo. Este también era físicamente imponente, pero no del trabajo duro sino que era más bien su constitución. Eso aparte de los deportes que podía practicar. Ya saben, de estudiar en la ciudad en los mejores colegios, con equitación y esas cosas. No, señor, no diga que es la típica historia del terrateniente y el trabajador porque en aquellos tiempos no se sabía nada de política. Y ambos eran ricos, aunque por distintos motivos como ya les he explicado. Además, los dos muchachos eran grandes amigos desde niños. Habían ido a la escuela juntos hasta que se les terminó. La escuela, me refiero. Qué, ¿no lo entienden? La escuela del pueblo sólo podía darles una educación básica, y la maestra no daba abasto con tanto niño que había por entonces, así que sólo se podía estudiar hasta los nueve o diez años. Después, el que se lo podía permitir se iba a la ciudad a continuar estudiando, y el que no, se quedaba trabajando. Porque, eso sí, trabajo aquí ha habido siempre para todo el mundo. ¡Anda que no es dura la vida del campo! Como les decía, que se me va el santo al cielo, los muchachos eran grandes amigos y se habían pasado la vida juntos, excepto cuando el otro se iba a la ciudad largas temporadas. No, no se iban de pesca juntos. ¿Dónde iban a pescar aquí? Pero, ¿por qué se ríen? El campo da trabajo para todo el año y les aseguro que levantarse antes del amanecer y dormirse después del alba no es nada cómodo. No, si no me molesto. No, gracias, no quiero beber nada, que se me sube muy rápido. Fumen, fumen, no me importa. Bueno, continúo contándoles la historia. La muchacha, que se llamaba Bernarda como ya les he dicho, no les hacía ascos a ninguno de los dos. Mientras los padres de ambos chicos negociaban las condiciones del casorio, ella salía a pasear con los dos. Parecía que se lo pasaba muy bien con ellos, porque se veían todas las tardes y paseaban juntos por el bosque. Sí, ese mismo bosque que han visto ustedes a un lado cuando venían para acá. Paseaban horas y horas y regresaban al alba. El muchacho que trabajaba en el campo sólo iba por la mañana a supervisar sus tierras, y por la tarde dejaba a alguien encargado hasta el día siguiente. El otro, como total estaba empezando a encargarse de los negocios familiares, tenía mucho tiempo libre y le daba igual la hora. Tiene usted razón, eso no se veía bien en el pueblo, y las mujeres les seguían al principio. Pero sólo al principio, porque eran unos muchachos tan sanos y con tan poca malicia que nadie pensaba que pudieran hacerla ningún mal. Además, las mujeres también tenían que trabajar y no podían perder mucho tiempo en vigilar la virtud de la niña. Eran unos chicos tan saludables que nadie imaginaría nada malo de ellos. Quién lo iba a decir... En fin, sigo. Los padres de ella lo tenían difícil, porque si elegían a uno se emparentaban con la gente del pueblo venida a más, lo que supondría nuevos afectos. Ellos lo llamarían "nueva burguesía", aunque eran simples trabajadores que se habían sabido administrar. Sin embargo, con el otro tendrían parentesco con los mismos de su clase. No me mal interpreten: el más fino en un pueblo es el más paleto en la ciudad, pero ya les he dicho que en aquella época no se sabía nada de política. Y ellos eran de la "jet-set" del pueblo, como los que ahora salen en las revistas esas. Total, que después de mucho pensarlo y decidir, acordaron la boda con el muchacho rico de nacimiento. Con ello no perdían nada ya que seguían la línea de la tradición y no arriesgaban. En el pueblo nadie se sorprendió, porque ¡cómo iba esa muchacha tan gentil a mezclarse con alguien nacido con las manos manchadas de barro! No, no pongan esa cara. Es lo normal con este tipo de acuerdos. He leído en un libro que a eso se le llama "endogamia", lo de mezclarse con los de la propia clase. Además la dote sería menor si los de las dos familias se conocían de siempre. Efectivamente, tiene usted razón: la dote era ganado o tierras que la familia de la dama aportaba al matrimonio. No, el otro muchacho no se quedó triste. Ya les he dicho que ambos eran buenos amigos desde niños y acató la decisión dignamente, deseándoles lo mejor a los dos y preparando un magnífico regalo de bodas. Y así pasaron los meses previos al casamiento, haciendo los preparativos de una de las bodas más sonadas de la región. La lista de invitados abarcaría a ilustres de todo tipo, desde los alcaldes de las aldeas vecinas hasta un diputado en cortes, que así era como se llamaba en aquella época a los que habían hecho carrera política, que era oriundo del pueblo de nación, quiero decir..., de nacimiento. Fíjense si iba a ser sonada que empezaron a seleccionar desde jóvenes los lechones y corderos que se asarían en la boda para que fueran los más tiernos y sabrosos. Claro, la boda se celebraría en la iglesia del pueblo. Ya sé que es muy pequeña, qué me van a decir a mí. Precisamente con la tremenda cantidad de gente que llegaría tuvieron que hacer una gran selección de invitados. ¿A qué me refiero? Los acontecimientos de este tipo los celebraba el pueblo entero, y los anfitriones tenían que dar ejemplo y preparar el convite para todo el mundo. Claro, a cuenta suya. Esa era la costumbre. Pero de todas formas, éste es un pueblo pequeño, incluso en aquella época, así que no serían tantos como se pueden imaginar pero sí los suficientes como para declarar el día de la boda de fiesta. Como les decía, tuvieron que seleccionar a los invitados y entre ellos no figuraba la familia del otro muchacho. Tendrían que celebrar la boda en la calle con el resto del pueblo, lo que no les sentó nada bien, pero eran gente sencilla y se conformaron con que les mandaran la invitación. La pareja era muy feliz en los meses previos a su boda, e iban juntos a todas partes, incluso a la preparación con el párroco. El párroco de toda la vida había fallecido unos meses antes por un catarro común, pero en aquellos tiempos no existía ni una miserable aspirina para curarle. Le había sustituido un cura joven, de esos recién salidos del seminario. Imagínense cómo le veían las señoras al principio que hasta desconfiaban de confesarse con él. Pero en unos pocos meses el chico demostró estar a la altura de su predecesor y se ganó la confianza de todos. Prepararles para la boda parece ser que fue un orgullo para ambas familias, ya que alguien joven como ellos y recto en el camino de Dios desde siempre era la mejor compañía para la pareja. Las felices tardes que antes disfrutaban los tres muchachos paseando ahora transcurrían en la parroquia con el cura mientras preparaban el casorio. Incluso, cuando las obligaciones familiares ataban al chico, la muchacha pasaba ella sola las tardes allí, concienciándose de su futura condición de esposa y madre. Todo hubiera sido feliz, y la boda todavía se recordaría en alguna frase popular como "una comida más suculenta que en la boda de la Bernarda" si no hubiera pasado... lo que pasó. Sí, María, ¿qué quieres? Sí, ahora voy. Discúlpenme un momento, señores, voy a ver qué quiere mi mujer. Nada, que se había terminado el butano, pero ya he puesto otra botella para mañana. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Por los preparativos, gracias. Como les decía, la boda prometía ser algo fastuoso, lo nunca visto en la comarca. Pero se había cometido un error, como se dice ahora, "de bulto", je, je. ¿No me entienden? A la bella dama, a la mujer que había enloquecido a los dos muchachos pero que les había dado una de cal y otra de arena hasta que se tomó la decisión, se le empezó a abultar el vientre, no sé si me entienden... ¡Pero si no puede estar más claro! ¡Estaba embarazada! Había disimulado su incipiente turgencia hasta que fue inevitable que todo el mundo lo notara, y fue entonces cuando empezó el revuelo. ¿Quién había sido el disoluto que había causado tamaña infamia sobre su virtud, que había obligado a tan delicada flor a tan execrable acto? No se rían, je, je, es una forma poética de hablar... Soy un poco poeta también, ¿saben?, y por eso a veces me emociono cuando hablo, je, je... Por supuesto se le preguntó a ella, pero desde que se había descubierto el pastel no hacía más que llorar y llorar, declarando que ella no había hecho nada. Como se imaginarán, el jurado popular enseguida encontró a los culpables de la violación: los dos muchachos. La verdad es que este hecho les pilló desprevenidos, ya saben cómo son las cosas en los pueblos. Era un secreto a voces del que todo el mundo era partícipe menos los interesados. Se comentaba en las tertulias de los cafés, las viejas lo pregonaban mientras tomaban el sol en la plaza y los comerciantes lo propagaron a los cuatro vientos hasta que lo supo toda la comarca. Para cuando ellos se enteraron ya era demasiado tarde: en dos días se habían formado dos bandos, cada uno defendiendo la inocencia de su protegido. Por un lado, los que defendían al muchacho rico declaraban que alguien con sus estudios y de su alcurnia era incapaz de hacer algo así y que era un hecho propio de alguien acostumbrado a la brutalidad del campo como el otro. Por el otro bando, estaban los que defendían al muchacho de campo, alegando que no habían podido esperar al matrimonio y que ahora lógicamente le querían echar la culpa al pobre chico, que trabajaba duramente todos los días. Imagínense la que se armó, con discusiones por la calle y dimes y diretes en cualquier parte. No, ya les he dicho que ellos no estuvieron enterados hasta que se lo dijeron sus familias, y para entonces ya era tarde. La muchacha no tenía hermanos ni hermanas porque era hija única. ¿No se lo había dicho ya? Pues sí, era hija única y había que restablecer el honor de algún modo. Les estoy hablando de honor, por lo que Lope de Vega se pasó escribiendo toda su vida. Las personas modernas como ustedes lo llaman ahora orgullo o ética porque la palabra suena anticuada, pero es el honor con mayúsculas lo que le habían robado a la muchacha y había que recuperarlo de algún modo. Imagínense la presión a la que se vieron sometidos los dos chavales por parte de todo lo que les rodeaba. Ambos eran íntimos amigos pero... ¿cómo estar seguros de lo que había hecho el otro con la chica? No podían hablar entre ellos porque ninguno podía acercarse a la casa del otro, está claro, así que todo se fue acumulando como en una olla a presión tapada. Y coció y coció hasta que reventó. Tuvo que ser el pretendiente el que tomara la iniciativa: mandó un jornalero a casa de su amigo para citarle a la entrada del pueblo al anochecer. Sería una reunión para restablecer el honor, una lucha justa, y sólo se permitirían facas. No, señorita, no son garrotes. Las facas son unas navajas muy grandes, como esas que se cierran pero en grande. ¡Pues claro que iban a matarse! El honor sólo se restablece con sangre. En mi modesta opinión de historiador de andar por casa, yo creo que su intención no era pelear sino hablar, pero ya les he dicho que estaban sometidos a una gran presión no sólo por el pueblo sino por toda la gente que les conocía. Dicen que la luna estaba roja, roja como la sangre, aquel día por la noche. Ya saben que al anochecer, si se dan las circunstancias adecuadas, la luna tiene ese color. Pero en aquella circunstancia, quién sabe si porque era verano o porque el tamaño de la mentira o de la ofensa había llegado a estratos incomprensiblemente elevados, aquella luna llena iluminaba las penumbras con su luz encarnada. Iluminaba el camino de entrada al pueblo que el muchacho de campo recorría en sentido inverso en busca de su destino. ¿Qué encontraría? Quizá la muerte, quizá que se le eximiera de su culpa. Exactamente, tiene razón: como los "juicios de Dios" de la Edad Media. Pues claro que nadie hizo nada por evitarlo, señorita; los duelos no se prohibieron hasta principios de siglo. Como les decía, nadie sabe lo que pensaba el muchacho de campo mientras caminaba por el sendero, pero no hay duda de que estaría renegando de su maldita suerte. Ya les he dicho que era una persona noble, con clase como se dice ahora, y no había pedido ayuda a nadie. Lo que no esperaba encontrarse al llegar era a todo un séquito de acompañantes con el otro chico, el que tenía estudios. No es que él fuera un cobarde, ni mucho menos, pero se había visto arrastrado a esta situación, a la obligación de matar a su amigo, y le habían seguido para asegurarse de que cumpliría con su obligación porque todos sabían que no estaba dispuesto a luchar. No era cobarde como algunos piensan, pero su carácter era más pusilánime que el del otro, y fue incapaz de impedir a los otros hombres que le siguieran. Cuentan que el que llegaba no se inmutó cuando vio a todo el grupo y siguió andando hasta alcanzar a su amigo. El otro también avanzó unos pasos y con un movimiento de la mano prohibió a los demás que le siguieran. Ambos se situaron frente a frente en medio del camino, las miradas cruzadas, las manos apretadas en sendos puños. Mi padre, que fue quien me contó la historia y tendría entonces unos quince años, estaba allí acompañando al artesano que le tenía de aprendiz, y juró que corrieron lágrimas silenciosas por los ojos de los dos chicos. Incluso dijo que la luz de la luna las teñía de rojo, como si esas lágrimas fueran de sangre. Nadie sabe quién fue, pero en ese momento alguien gritó: "¡Mátale!". Poco a poco, los demás corearon este grito y las voces se fueron haciendo más y más uniformes, aliñadas con amenazas de tipo: "¡Saca la faca o te escalabramos!", "¡O le rajas tú u os matamos a los dos!" En ese momento mi padre supo cuál iba a ser el desenlace y, disimuladamente, reculó y se fue a esconder tras unas piedras sin que nadie se diera cuenta. Desde allí pudo ver cómo jaleaban a los dos chicos gritando cada vez más fuerte, animados seguramente porque eran mayoría. Usted lo ha dicho: querían ver sangre. Los dos muchachos cruzaron unas palabras y se separaron, sacando las facas y abriéndolas. No sé si han visto alguna vez una faca de esas. No, desgraciadamente ya casi no se fabrican si no es para adornar la pared de algún coleccionista. No, tampoco tenemos ninguna aquí para enseñársela, pero ya se pueden hacer una idea de cómo son: navajas largas de hoja curva, como el cuchillo de un carnicero. El caso es que desde lo lejos mi padre vio cómo saltaban las chispas cuando los dos chicos entrechocaban sus navajas. Me dijo que bailaban como en una danza de muerte, si me permiten la expresión, mientras los otros hombres seguían animándoles. Dieron vueltas y vueltas, y se lanzaron una finta tras otra hasta que se quedaron frente a frente, la punta de la faca de cada uno apoyada en el pecho del otro. En ese momento, sudorosos y jadeantes, detuvieron el baile. Por un momento pareció que el tiempo se había detenido. Las voces se calmaron y no se oía más que los ruidos del campo. En ese momento mi padre miró al cielo para que alguien divino interviniera, y vio que la luna ya no estaba roja sino blanca, como tiene que ser, pero que no tenía su aspecto habitual. ¿Saben qué dijo que parecía? Parecía una calavera, con su eterna sonrisa coronando la escena. Bajó de nuevo su mirada a la pareja de luchadores, justo a tiempo para ver el final de la tragedia. Después de tanto tiempo hay diferentes versiones de lo ocurrido. Unos dicen que el muchacho fue más rápido; otros, que en un último amago de lucha le clavó la navaja sin pensar. Sin embargo, yo me quedo con la versión de mi padre, que estuvo allí y lo vio. El chico de campo sonrió y se dejó caer, clavándose la hoja en el pecho. Se desplomó en el suelo polvoriento con la navaja todavía clavada, su mango apuntando al cielo como si la justicia hubiera llegado de allí... Permítanme que le añada un tono lírico, porque la cruda realidad sería demasiado violenta para ser narrada directamente. Ya les he dicho que soy un poco poeta. El otro muchacho, al ver a su amigo muerto en el suelo, se dio cuenta de lo que había pasado y soltó un grito infrahumano que se oyó incluso en el pueblo... Pero esto sólo fue el principio. El padre del chico de campo había hecho oídos sordos a su hijo y había reunido a todos los jornaleros fieles de sus tierras para acudir en su ayuda, pero cuando llegó era demasiado tarde. Oyó el grito y comprendió lo que había ocurrido. Preso de una rabia incontrolada, como es lógico, salió corriendo hacia el lugar para vengar la muerte injusta de su hijo, que no había hecho otra cosa en su vida más que trabajar y ser una persona íntegra, y fue entonces cuando comenzó la masacre. Los otros hombres que habían ido a jalear al muchacho rico abrieron sus propias navajas y la batalla fue inevitable. La rabia por la situación a la que se había llegado, mezclada con los odios ancestrales que todas las familias de pueblo van acumulando, generación tras generación, desembocaron en una lucha sin cuartel. El resultado fue que murieron cinco hombres, aparte del chico, a otros dos les saltaron un ojo, varios perdieron la movilidad en las manos a causa de las heridas, y ninguno de los supervivientes se fue sin una raja con cuya cicatriz recordarían el resto de su vida aquella noche. Entre los muertos estaba el padre del muchacho de campo, con lo que la desgracia fue doble para aquella familia. Sí, como dice usted, fue muy fuerte. ¿Mi padre? El pobre estaba aterrorizado tumbado tras las rocas viendo cómo se estaban masacrando. Antes de que se diera cuenta, se vio corriendo de vuelta al pueblo para buscar ayuda, pero como ya saben era tarde para hacer nada. Sí, sí, muy fuerte. Sin embargo, milagrosamente el muchacho rico salió ileso de la lucha, sólo con un par de rasguños. ¿La chica? Bien, esta es la paradoja de la historia: cuando supo lo que había ocurrido salió corriendo de su casa hacia la iglesia, quizá para confesar su pecado a la única persona que no lo revelaría nunca: el párroco. Sólo Dios sabe qué ocurrió en aquel lugar sagrado aquella noche, porque una hora más tarde Bernarda salió tan corriendo como llegó de vuelta hacia su casa, en el mismo momento en el que su prometido entraba en la finca con unos cuantos hombres malheridos. Él corrió a su encuentro, ya que la última vez que se habían visto ninguno podía imaginarse que ocurriría aquella desgracia. El padre del chico y los testigos que les vieron de lejos declararon que sólo cruzaron un par de frases y ella regresó llorando a su casa. Él se quedó en el mismo sitio viendo cómo huía hasta que desapareció tras la puerta. Después levantó la mirada al cielo, se llevó las manos al pecho y su cuerpo se desplomó como un fardo de grano. Cuando llegaron hasta donde estaba todos lo sabían de antemano: estaba muerto. Dicen que siempre había tenido mala salud aunque fuera un chico corpulento y vigoroso, pero en mi opinión yo creo que se le rompió el corazón. No, nadie supo qué se habían dicho, porque al día siguiente Bernarda y su familia habían abandonado el pueblo sin dejar rastro ni dar ninguna orden a los encargados de sus tierras. ¿El cura? Esto es lo que originó las habladurías. A los dos días apareció ahorcado en la capilla, después de haber dado la extrema unción a los muertos y de dejarlo todo preparado para su entierro. Las malas lenguas dicen que él era el responsable de la barriga de la Bernarda, que un chico tan joven y apuesto estaba hecho de carne y hueso al fin y al cabo, aunque fuera sacerdote. Pero el caso es que nunca se supo quién fue el padre de la criatura que Bernarda llevaba dentro y que originó tamaña tragedia, aunque las causas estaban claras: los malos quereres, las envidias y los rencores son los peores amigos, incluso para un pueblo pequeño como este. Pues esta es la historia, señores.... ¡Ah, las cruces! Eso es más sencillo. Como nadie reclamaba las propiedades de la familia de Bernarda, el ayuntamiento se hizo cargo de ellas durante un año. Después de este tiempo procedió a venderlas y el alcalde, que había sido amigo de las tres familias involucradas en el asunto, empleó parte del dinero en construir el camino de cruces de piedra para que nunca nadie olvidara lo que había ocurrido allí. Sin embargo, los años pasaron, la gente se fue yendo del pueblo y hoy sólo quedo yo para recordarlo. Y ustedes también, por supuesto, ahora que también conocen la historia. Sí, ya se va haciendo tarde y nosotros vamos a recoger también. No se olviden los abrigos, que afuera hace un frío que corta. ¿Han comido bien? Me alegro. Hale, a pasarlo bien y vuelvan cuando quieran que aquí estaremos. No se olviden de llamar antes, ¿eh? Hale, vayan con Dios, hasta luego. Pero bueno mujer, no pongas esa cara. ¿Cómo se te ocurre llamarme para decirme que me calle en mitad de la historia? ¡Cómo que vaya forma de perder el tiempo! ¿Es que te crees que podemos vivir del aire? ¡Anda ya, hombre! Como que te crees que la gente va a venir aquí sólo para comer tu cordero. ¡Venga ya, si en la ciudad y todos los pueblos de la carretera general lo hacen igual o mejor que tú! Pues mira, si soy un payaso estoy orgulloso. La gente viene aquí a escuchar la historia y yo se la cuento, y no me importa hacerlo si van a seguir recomendando el restaurante a sus amigos. Por lo menos éstos han sido más sutiles que los de antes de ayer, que dijeron que no pagaban si no se la contaba. ¿Ah, sí? Desde luego en la capital no lo deben saber. Pues si te crees que todo el mundo sabe que el camino de cruces es el que lleva al antiguo cementerio, ¿por qué me siguen pidiendo que les cuente la historia? Ya, para contrastar, ¿no? Seguro, como que la gente de la capital va a perder el tiempo en investigar si la historia es verdadera o no, con lo ocupados que están siempre. Mira, me has dado una idea: algún día escribiré el cuento y le diré a un historiador que es una leyenda auténtica del pueblo, a ver si me la publican en algún libro de esos. Anda, anda, qué sabrás tú de cómo llevar un negocio.... Dedicado a mi padre y al maestro G. G. M. Volver al principio |
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