Opinión y Debate
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico Año III

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Septiembre 2001. Nº 28

Contenido de esta sección:

Rebelión en las aulas (Julio Gutiérrez)
Lo que era
Lo que es hoy
RECORTES
I + d: una reflexión sobre la docencia en la Universidad
Los obispos abusan
El Constitucional anuló en 1985 el despido de una profesora por sus ideas religiosas
Los obispos desacreditan a la Iglesia, según la Asociación Juan XXIII

Rebelión en las aulas

Julio Gutiérrez Muñoz. Catedrático de la Universidad de Alcalá. Departamento de Física

Lo que era
Lo que es hoy

Vaya por delante una advertencia: las opiniones que vienen a continuación, además de ser absolutamente personales, aunque contrastables mediante un pequeño ejercicio experimental, son políticamente incorrectas. Por ello, recomiendo a los exquisitos de las ortodoxias de moda que se abstengan de seguir adelante con la lectura.

Nadie puede negar la existencia de una guerra abierta entre profesores y estudiantes que, si bien tiene carácter universal, es más virulenta en aquellos países que imitan los métodos y formas yanquis; y en eso España es particularmente experta.

Por otro lado, se constata un descenso en picado de los niveles exigibles en la educación cuando, en toda lógica, dada la mayor información disponible hoy, debería ser al contrario. Desde hace unos cuantos números, Vivat Academia ha venido haciéndose eco de la alarma que suena con estridencia entre los docentes. José Antonio Martínez Pons se preguntaba dónde estaban los sobresalientes, mientras otros lectores nos enviaban relaciones de respuestas de examen, dignas de un tratado sobre la regresión de la civilización.

Pero, hasta cierto punto, estos problemas no serían tan graves si no fuera por el rechazo visceral de los alumnos a las recomendaciones y el esfuerzo exigido por sus profesores. El mal se inicia ya tempranamente, en la escuela primaria, para terminar por hacerse crónico y sin cura en los centros de enseñanza superior. Sin esta guerra y sin la negativa de los estudiantes a realizar el trabajo exigido por los estudios que cursan, alentadas ambas por algunos medios de comunicación y ciertos periodistas, políticos, psicodidactapedagogos y padres ignorantes y/o desorientados, podríamos volver las aguas a su cauce normal, con alguna reforma y esfuerzo suplementario, pero así...

Quizás, a riesgo de hacerme extenso y, por tanto, pesado, convenga mirar primero hacia atrás, aunque no haya necesidad de retroceder mucho en el tiempo.

Lo que era

El problema, en parte, es tan antiguo como la propia Humanidad. Siempre ha existido cierto rechazo de los estudiantes hacia sus profesores, sobre todo a partir de la edad en que se considera entran en la adolescencia. Es, digámoslo así, ley de vida, forma parte de la rebeldía integral que alimenta las almas jóvenes. Significa la ruptura casi total con lo establecido como bueno o malo y, mientras van adquiriendo su propia personalidad, notan nacer esa convicción de que el mundo se puede mejorar, cuando no cambiar totalmente. Hasta aquí todo normal.

De esta manera los humanos pasamos de admirar a nuestros progenitores a tener como ídolos a nuestros maestros, para terminar por emular las hazañas de un aventurero, un revolucionario contemporáneo, o no tanto, o algún gurú más o menos reconocido por todos, que nos enseña la forma de ponerse el "mundo por montera".

No obstante lo anterior, los jóvenes de antaño, al llegar a la edad de la rebeldía, pese a sentir cierto rechazo por las normas que los profesores de enseñanza secundaria intentaban imponerles, o por el trabajo, considerado excesivo, de la enseñanza universitaria, eran plenamente conscientes de sus limitaciones y, en el fondo, sabían reconocer sus propios fracasos sin achacárselos a la ignorancia o incompetencia de los docentes que les habían caído en suerte. Centrándonos en la época de los estudios universitarios, resaltaban por evidentes ciertos tópicos estudiantiles que, posteriormente, se convertían en motivo de conversación animada en los reencuentros de las cenas de promoción, cuando ya el pelo era cano y los hijos propios intentaban los mismos trucos para justificar los suspensos.

A título de ejemplo, el estudiante despreciaba, y de ello hacía ostentación pública, a su compañero trabajador: "El empollón insoportable", que era secretamente respetado (sobre todo si tenía hipotecada su permanencia en la Universidad por la concesión de una beca que dependía de una buena nota media), cuando no envidiado.

En épocas pretéritas, no tan lejanas, los estudiantes sabían reconocer a los profesores buenos y distinguirlos de los malos, independientemente del nivel de aprobados, simpatía personal o disponibilidad del docente. Ciertamente, había profesores denominados "hueso", aquellos que exigían unos niveles de conocimiento considerados por algunos de sus pupilos como excesivos o que basaban el aprendizaje en la aportación de trabajo personal por parte del estudiante (búsquedas bibliográficas, prácticas primorosamente elaboradas, asistencia a seminarios adicionales, etc.). Claro que la dureza del "hueso" era relativa. Cuando se juntaban alumnos de diversos estudios, enseguida se comprobaba que todo dependía del nivel de exigencia medio que cada carrera tenía; y si no pregunten a aquellos que pretendían, año tras año, ingresar en alguna de las ingenierías bandera.

Los estudiantes se rebelaban contra la disciplina y el trabajo exigido porque, como hemos mencionado, la edad del universitario es la edad de la rebeldía por excelencia, pero sabían reconocer la valía del profesor. A ninguno, salvo algún irrecuperable de todos conocido, se le ocurría dudar de que los métodos establecidos, aunque mejorables, eran adecuados para conseguir aprender y aprobar, es decir, marcaban el camino del éxito. Obviamente, trabajar de la forma preestablecida resultaba aburrido y, reconociendo que el éxito se encontraba en la dirección opuesta, se elegía el camino "errado", con plena conciencia de ello, porque la vida es más divertida y se sobrelleva mejor por el otro lado. Una cosa se hacía evidente, había que saber "engañar" a los padres, para que no terminaran dudando de las buenas intenciones de sus descendientes y cortaran la aportación económica en castigo; a ningún padre se le pasaba por la cabeza la idea de que la Universidad era una Institución inútil, inservible u obsoleta. Unos padres más, otros menos, sospechaban que sus hijos se escaqueaban como podían y que eso de un suspenso por tener los vectores sin punta de tanto usarlos, no parecía muy convincente; en el fondo se hacía la vista gorda.

Independientemente de lo anterior, nadie pensaba en la Universidad como un centro de formación profesional, donde los licenciados e ingenieros aprendían directamente a hacer cerveza, fabricar aspirinas o montar un avión. La formación universitaria se entendía como algo amplio y muy general que capacitaba a los titulados para enfrentarse a los diferentes problemas profesionales con una versatilidad eficaz, mas con cierta especialización imprescindible, por supuesto. Siempre se acusó a la Universidad de ser parca en dar cultura y formación humanista en general.

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Lo que es hoy

Los cambios introducidos en la sociedad de hoy, y más aún en el entorno estudiantil, han sido radicales.

Empecemos por las afirmaciones del final del apartado anterior. Ahora se piensa en la Universidad (incluso se le exige ser) como centro de formación profesional más o menos avanzada. Esto es realmente grave y algunos docentes responsables todavía se rebelan contra esta visión errónea de la enseñanza superior. Las materias destinadas a la formación humanista de los alumnos son consideradas marginales, cuando no son excluidas totalmente. Escuchamos una y otra vez que los alumnos no son preparados adecuadamente para el ejercicio de la profesión. Claro que eso lo dicen, entre otros mal informados, muchos empresarios españoles que no saben lo que es una empresa y, menos aún, dirigirla. Las grandes empresas, sobre todo aquellas que más destacan a nivel mundial, no quieren diplomados en apretar la tuerca B23htv; si es necesario que sus técnicos lo sepan hacer, ya les enseñarán o lo aprenderán sobre la marcha. Las grandes empresas quieren profesionales con una formación lo suficientemente general y versátil como para enfrentarse a las soluciones que no están descritas en los manuales ni en los libros de texto. Todo lo demás es tener una visión empresarial anacrónica y/o tercermundista.

En parte como consecuencia de lo anterior, y también como resultado de concebir la universidad a un nivel parecido al de las Universidades Populares de la antigua Unión Soviética, se ha abierto un abismo entre lo que pretenden los clientes (estudiantes) y lo que están dispuestos a ofrecer los dependientes (profesores).

Desde los estudios primarios a los superiores, entre los padres, pedagogos, didácticos, psicólogos, periodistas y políticos han conseguido desprestigiar de tal manera la enseñanza, que uno ya no sabe si no será mejor dejar que impere la ignorancia. En mayor o menor medida, los colectivos antes enumerados tienen en conjunto la culpa del 90% del problema y dejamos para los propios estudiantes y el profesorado el 10% restante. Quede bien claro que entre la fauna política hay que colocar en lugar destacado a las llamadas "autoridades académicas", tanto ministeriales, como comunitarias y particulares de cada uno de los centros; todas ellas, en la medida de sus capacidades (o ¿deberíamos decir incapacidades?), ponen su granito de arena, al margen de las necesidades sociales, para deshacer, como tejido de Penélope, lo que con esfuerzo, a veces sobrehumano, construyen los auténticos profesionales de la enseñanza.

Vamos a realizar un somero análisis de la situación actual, ya que hacerlo en profundidad nos daría para escribir un tratado, pero intentaremos resaltar los aspectos más importantes, es decir, aquellos que por su simpleza y gravedad hacen prácticamente imposible el encuentro de soluciones.

Empezaremos por el grupo formado por docentes y discentes que, en nuestra opinión, son los menos culpables pero su contribución al desaguisado es, sin embargo, más diferenciable. Los estudiantes estudian ahora menos, es un hecho innegable, quizás porque las oportunidades de ocio (bien por diversidad de la oferta, bien por la disponibilidad de medios económicos para acceder a la misma) son infinitamente mayores. Lo peor es que han sido convencidos por el bloque de polípsicopadredidapedagogos de que aprender es cosa de escuchar muy poquito y trabajar aún menos. Ahora se aprende por ósmosis (sentándose en el bar a jugar al mus con el más listo de la clase), ciencia infusa (al fin y al cabo hay muchos que nacen sabiendo) o, simplemente, fotocopiando los apuntes de un compañero, aunque sean de ponerse a llorar y no sólo por las faltas de ortografía. Ya no se hace una carrera universitaria, todo lo más se trata de un paseo, sin cuestas arriba; con un poco de suerte, si uno va mirando al suelo en vez de admirar el paisaje, se puede encontrar el título a la vuelta de cualquier esquina. Además ¿quién paga? Porque, aunque el precio sea más o menos barato, el cliente tiene siempre razón y, si no estamos contentos, tenemos derecho a que nos devuelvan el dinero. No hay obligación de la asistencia a clase, ¿para qué? Al fin y al cabo los alumnos saben más que los profesores. En realidad, con la de horas que se pasan en el bar, están cumpliendo una gran labor social creando puestos de trabajo que, de estudiar como dicen los cánones, no existirían; alguna compensación deberá darles la sociedad.

Hablemos de los profesores. Su número ha aumentado en cifras absolutas, por lo tanto, aunque en porcentaje siga habiendo los mismos profesores malos, ahora se nota más. Sin embargo, hay que contar con un fenómeno adicional, los profesores se forman ahora menos, o quizás tienen menos interés en hacerlo; también entre ellos se ha extendido la idea de que los que ya están saben menos que los recién llegados. Además todo vale, cualquiera puede dar una clase. Al fin y al cabo, como los alumnos aprenden por ósmosis, como decíamos antes, no merece la pena esforzarse. También han contribuido a esta situación prácticas perniciosas de reconocimiento del trabajo investigador y docente, amén de un desprestigio social cada vez más marcado de la profesión. Siempre se ha cobrado poco en la docencia, pero encima, ahora, a la miseria de sueldo se une el desprestigio y el rechazo social. Si a esto unimos el reciente descubrimiento de los cursos de postgrado, cobrados aparte, impartiendo exactamente la misma materia que se imparte, o se debería impartir, en los cursos reglados, hemos terminado de redondear la contribución al problema de este colectivo.

Pasemos al grueso del 90% del problema. La responsabilidad se reparte casi a partes iguales entre los grupos enumerados porque, entre otras cosas, parecen haberse puesto de acuerdo y hacen planteamientos que, cuando no son exactamente comunes, se complementan para añadir leña al fuego y mantener la guerra entre alumnos y profesores.

Entre todos ellos se han hecho un auténtico lío y han confundido, sobre todo en nuestro país, la formación necesaria de todo paisano para enfrentarse adecuadamente a la vida ordinaria (desde entender el folleto explicativo del microondas de la cocina, a rellenar como es debido una declaración de la renta) con la formación universitaria y profesional. En definitiva, se ha confundido la enseñanza superior y la enseñanza preparatoria para la enseñanza superior con una formación general necesaria e imprescindible de todo ciudadano, aunque éste sea un artista de circo (que maldita la falta que le hace aprender física cuántica).

A alguien, del grupo de los políticos, se le ocurrió la genial idea de que todo español debería tener un titulo universitario, mejor superior que una diplomatura. No sabemos si fue porque ello vestía bien internacionalmente, porque la universidad estaba en marcha y otro tipo de formación había que ponerla en funcionamiento, cuando no inventarla, o porque las noches de insomnio en el Ministerio dan para poco más, el caso es que un buen día nos despertamos siendo el país que más universidades y universitarios tenía de los de nuestro entorno; eso sí, siendo el que, en términos relativos al PIB, menos dedicaba a la enseñanza. Paralelamente, y como no todo el mundo está dispuesto a realizar el esfuerzo requerido por unos estudios superiores, incluso aunque estén perfectamente capacitados para ello, había que disminuir el grado de exigencia y empezar a hablar del fracaso escolar, presionando sobre los docentes para que los aprobados dejaran de estar en relación con los niveles reales de aprendizaje.

Pero hay más, y esto es políticamente más incorrecto si cabe. No todos los que llegaban a la universidad estaban ni capacitados ni preparados suficientemente para afrontar los correspondientes estudios. Cuidado, eso no quiere decir que esos ciudadanos sean de una categoría diferente o inferior. ¿Se le ocurre a alguien pensar que se es inferior por no saber domar un león, no tener habilidad para pintar un cuadro o no saber hacer reír desde un escenario? Cada profesión y actividad humana tienen su encanto, su valía y su importancia en la sociedad en la que nos desarrollamos, por eso, pretender que todos sean estudiantes universitarios es una aberración. Sería exactamente lo mismo decir, pongamos por caso, todos los españoles han de ser ingenieros de minas o expertos en filología etrusca. Seamos serios, por un lado están las vocaciones, por otro las aptitudes y por último las actitudes. Lo que, evidentemente, no debe suponer obstáculo alguno, tanto para ser licenciado en Medicina como para ser torero, es el origen social y/o las posibilidades económicas. Claro que a lo mejor nos enteramos algún día que es más barato formar un ingeniero de caminos que un buen fontanero o un buen electricista, vayan ustedes a saber.

A mí también me gustaría ser un maestro en manejar las mazas como malabarista, dar saltos mortales en lo alto de un trampolín, ser un escultor afamado y cotizado o un pintor de la categoría de Picasso, ganar de vez en cuando un maratón, correr en los circuitos de fórmula uno y ganar un millón de dólares en un master de golf o de tenis. Eso sin contar con la necesidad perentoria de tener un atractivo físico y un glamour como para ser elegido protagonista de una de esas películas espectaculares que hacen los yanquis. ¿Por qué me tendré que conformar con ser un profesor universitario y no poder acceder a todas esas delicias de la vida? ¿Por qué demonios y misterios de la naturaleza no puedo pasearme por una cuerda floja, a treinta metros del suelo, sin sentir vértigo? ¿Por qué no somos todos igual de guapos? ¿Qué maldición divina nos prohíbe a la mayoría de los mortales ser altos, rubios y con los ojos azules?

Pues he aquí que de la idea nacida de los políticos participan pedagogos, didactas, periodistas y, como no, entusiasmados padres, empeñándose en hacer de excelentes artistas del pincel, el cincel o la acrobacia unos mediocres licenciados o ingenieros. Por si esto fuera poco, le añaden el "todo vale". Claro está, no todo vale cuando se corren los 100 m en más de 15 segundos. Uno termina por reírse o sentir vergüenza ajena cuando ve en una Olimpiada a un nadador que casi se ahoga porque ni siquiera sabe mantenerse a flote. Pero en cuestión de capacidades o habilidades intelectuales la cosa de la medida o la comparación es difícil, cuando no se considera políticamente incorrecto hablar del asunto.

Pongamos un ejemplo. Antaño había que conocer bien las técnicas del dibujo antes de ponerse a hacer genialidades garabateando a lo Miró. Ahora cualquier pedagogo de nueva hornada alabará la genialidad de un estudiante que, sin esforzarse por aprender las técnicas más elementales de la perspectiva, derrama un bote de pintura en un papel, mientras que mirará con desprecio al esforzado alumno que pasa horas en mejorar y formarse.

Vendrán después los didactas a explicarnos que el problema reside en que no sabemos explicar. Obviamente no nos referimos a aquellos que se esfuerzan porque mejoremos nuestras técnicas y hagamos más fácil el aprendizaje a los alumnos, esos merecen todo nuestro respeto y admiración. No, nos referimos a aquellos que van adaptándose a "los tiempos que corren" y hacen posible esas historias, de todos conocidas, sobre cómo redactar un problema de matemáticas a lo largo de los últimos cincuenta años, con especial énfasis en el antes y después de la entrada en vigor de la Logse.

Mientras, los periodistas se frotan las manos porque tienen material suficiente para escribir, hacer entrevistas e inventarse víctimas del sistema, eso sí, por supuesto, silenciando lo que es políticamente incorrecto. Las reválidas y pruebas de madurez de nuestros padres no merecían ni una simple reseña en el diario local, ahora la "selectividad", aprobada en junio por más del 85% de los aspirantes, supone portadas de telediario nacional, transmitiendo con dramatismo la "angustia" sufrida por los estudiantes. Debemos reconocer que es periodísticamente más vendible una noticia sobre el aumento de un 1% en el número de suspensos, que el incremento del 25% en el consumo de bebidas alcohólicas en los bares y cantinas de los centros docentes.

En esto, los padres, espectadores interesados de esta representación antisocial, toman cartas en el asunto para sacar beneficio. En el fondo saben, ahora como entonces, que sus hijos les engañan, que no estudian lo suficiente, que pasan más horas en el bar que en la biblioteca, y no digamos en las clases. No obstante, reconocerlo supone un desgaste que no todos están dispuestos a asumir. Los hay que se sienten fracasados como padres cuando observan estos comportamientos en sus hijos. Otros, simplemente, gustan de presumir de hijos trabajadores e inteligentes por encima de la media ("¡Este curso ha tenido todo sobresalientes!" El pobre chaval no había aprobado ni el recreo). Quien más, quien menos, reconoce que es una tarea ardua y desagradable el seguimiento del trabajo de los hijos estudiantes, cuando éstos han sobrepasado los 14 años; se sale a bronca diaria y se va contracorriente en el río de lo socialmente de moda. Algunos padres pasan de sus hijos como pasan de su trabajo, de los problemas sociales o de las noticias del día, salvo cuando el Real Madrid o el Barcelona pierden un partido. Muchos hay que han decidido tirar la toalla y rezar porque la generación de sus nietos sea diferente. Un número nada despreciable de padres ha decidido venir a reclamar las notas de sus niños de más de veinte años ("¡Se lo juro por San Epigastrio que mi hijo estudia como una mula!" Y uno piensa: sí, sí, pero en el sentido literal del término), quizás porque una asignatura repetida es ahora más cara que antiguamente.

Lo más curioso es ver a muchos padres de los que opinan que la universidad no sirve para nada, que los docentes sabemos menos que sus hijos y que éstos pierden el tiempo en las aulas, empeñados en que consigan un título universitario, mejor superior que una diplomatura, en vez de dejarles elegir una profesión digna.

Para acabar de adornar el panorama, desembarcan los psicólogos con sus maravillosos argumentos sobre el traumatismo mental inducido por los suspensos y el trabajo académico. A ninguno de ellos se le ha ocurrido denunciar el traumatismo inducido por las absurdas decisiones políticas, el alabar siempre lo hecho, esté mal o esté bien, las verdades disfrazadas y aireadas en los medios de comunicación, el proceder de unos padres que además de la tolerancia deberían saber inculcar a sus retoños el sentido de la responsabilidad y la justicia y, lo que es aún peor, el traumatismo inducido por la práctica social del "tanto tienes tanto vales", al margen de cualquier otra valoración moral o ética.

Para terminar volvamos al conjunto de los políticos, subconjunto de autoridades académicas, con principal incidencia en las universitarias. Estas últimas son las más peligrosas porque en una gran mayoría dependen de los votos de los estudiantes para perpetuarse en sus cargos, y por eso son las que más énfasis han puesto en lo intolerable del llamado "fracaso escolar". Empezaron por hacer la vista gorda y ensanchar las mangas de sus togas con los años de permanencia en la universidad. Les importó poco degradar el nivel de enseñanza y acabar con una docencia de calidad, con tal de tener alumnos dispuestos a pagar las matriculas correspondientes, mejor repetidores que nuevos, que al fin y al cabo pagan más, aunque no muy repetidores que también se quejan más. Ese dinero no se empleó en mejorar la docencia sino, la mayoría de las veces, en veleidades megalomaníacas. Ahora están un poco asustados porque, con la disminución del número de posibles clientes universitarios, ven peligrar su tingladillo.

Esas mismas autoridades académicas no han tenido reparos en montar estudios, cuando no universidades nuevas, sin disponer de profesorado adecuado o mínimamente formado. Han permitido, también a cambio de votos en muchos casos, la llegada de malos profesores a las plantillas docentes; mejor es un estomago agradecido inútil que un posible sabio "incordión" llegado por méritos propios. Y no hablemos de los famosos estudiantes "profesionales de la política universitaria", resucitadores de seudosindicatos de tinte totalitario.

El colmo de los colmos consiste quizás en la proliferación de universidades "buenas en y para todo". Todavía no entendemos por qué no se han agrupado los investigadores en universidades dedicadas a unos cuantos estudios; a lo peor se habían conseguido grupos competitivos y productivos. Pero está bien eso de poder trabajar en ingeniería nuclear en cualquier rincón del país por recóndito que sea. Si uno tiene la suerte de haber nacido en un pueblo un tanto grandecito, puede empezar la escuela primaria y terminar siendo catedrático de universidad sin haber abandonado el término municipal ni de vacaciones.

Es mejor tener la universidad a pie de ayuntamiento, así el alcalde y algún concejal un poco más ilustrado pueden aspirar a ser profesores universitarios y nos permiten hacer de nuestra toga un sayo.

Decididamente, con este panorama, los profesores que pretendan hacer trabajar a los estudiantes, suspender a aquellos que no sepan el mínimo exigido por una imprescindible decencia docente, que intenten inducir a sus alumnos a la consulta de bibliografía consagrada, en vez de dictar (o publicar en Internet, malamente corregidos) unos apuntes obsoletos, que exijan la realización de un trabajo además de una asistencia asidua a las clases, prácticas y seminarios, que no digan, en cada momento, lo políticamente correcto, que encima denuncien situaciones beneficiosas para los que ostentan el poder, serán públicamente acusados de malos docentes y perjudiciales para la salud universitaria. Es más, con una encuesta un poco bien dirigida, se puede lograr que salgan lo suficientemente infravalorados como para conseguir su vuelta al "redil".

Fíjense, queridos lectores, que en ningún momento hemos hablado de la masificación como origen de esta guerra denunciada. Opinamos que la masificación puede estar en el principio de otros problemas, pero no tiene nada que ver con lo que aquí planteamos. Es verdad que en ella se escudan unos para no dar sus cursos como es debido y otros para cambiar las aulas por el bar, pero este fenómeno es puramente anecdótico. Es más, constatamos que ahora, cuando hay bastantes menos alumnos por profesor en los cursos de todos los niveles docentes, es mayor el rechazo al profesor y el desprestigio de su labor.

Resumiendo, podemos asumir sin traumas que no todos seamos iguales en estatura, y que no podamos distinguirnos en los logros deportivos o en la realización primorosa de la soldadura de una tubería, mas negar a cualquiera la posibilidad de tener tantos conocimientos como Einstein o Barnard es una herejía hoy día, faltaría más.

Señores políticos, sabemos que un voto es un voto y la adulación atrae voluntades, pero, por favor, piensen un poco en el futuro y no sólo a cuatro años vista, que la fuerza de un país está en un buen sistema educativo y no en tener fichados los mejores y más caros futbolistas.

Señores pedagogos y didácticos, por mucho que se empeñen en demostrarlo, no podremos jamás enseñar programación avanzada a una ameba, aunque estos seres microscópicos estén en el origen del hombre allá por los tiempos del Precámbrico.

Señores periodistas igual que hablan de fracaso escolar podían ustedes hablar del fracaso en las escuelas taurinas, en las escuelas deportivas o en las escuelas de padres.

La guerra entre profesores y estudiantes se encarnizará aún más, mientras no aparezca alguna mente sensata que se dé cuenta de lo absurdo que es planificar una enseñanza encauzada exclusivamente al ingreso en la Universidad. Hasta ahora nadie se ha preocupado por pergeñar una formación profesional adecuada a las necesidades sociales. Es más parece que los gobiernos españoles, sean de izquierdas o de derechas, se han empeñado en que la formación profesional esté cada vez más desprestigiada. ¿Por qué será?

No es por poner como guinda la nota pesimista, pero B.F. Skinner, en el prólogo a la segunda edición de "Walden 2", ya pedía, allá por 1976: "...un nuevo género de educación, liberada de la interferencia de administradores, políticos y asociaciones docentes".

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RECORTES

I + d: una reflexión sobre la docencia en la Universidad
Los obispos abusan
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Los obispos desacreditan a la Iglesia, según la Asociación Juan XXIII

I + d: una reflexión sobre la docencia en la Universidad

ANTONIO HEREDIA BAYONA Y MIGUEL Á. QUESADA FELICE

Antonio Heredia Bayona es profesor titular de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Málaga, y Miguel Ángel Quesada Felice es profesor titular de Biología Vegetal de la misma universidad.

‘La Universidad es algo sinónimo de libertad. Libertad de pensar, libertad de contagiar y libertad, finalmente, de ser contagiados’.

Julián Marías. Diario "El País", Jueves, 12 de julio de 2001

No se trata de un error tipográfico. Con este título pretendemos llamar la atención, utilizando dos siglas muy al uso, sobre la concurrencia de dos actividades en los profesionales de la enseñanza universitaria. ‘I’, de investigación, claro, con mayúscula; y ‘d’, de docencia, con minúscula. Con minúscula porque quizás así refleje mejor su situación real en la institución universitaria, en la que todos hablamos de nuestros proyectos de investigación, pero muy poco de nuestra docencia diaria. Si repasamos los periódicos de los últimos meses encontraremos un buen número de artículos de opinión sobre el problema de la investigación en nuestro país. Más aún, ahora que se discute el complejo tema de una nueva ley universitaria, los temas que afectan a la investigación en la Universidad, a la organización de la misma y a la selección del profesorado seguirán, sin duda, siendo los temas estrella de los titulares. Poco o nada acerca de la docencia universitaria.

Existe masificación en nuestras universidades. La población de estudiantes supera el millón y medio y, como indica Miguel Ángel Quintanilla, ahora para la Universidad: ‘... el gran reto es cómo hacer compatible esta dimensión social de servicio público con las exigencias de calidad e incluso excelencia que le son propias...’. Esto se traduce en una magnífica excusa para explicar el fracaso de los estudiantes, sobre todo de los primeros cursos. Algo de verdad hay en ello, pero habría que ser más autocríticos y pensar si no hay alguna falta de capacitación, organización y dedicación por nuestra parte para recuperar gran parte de estos alumnos que, además, son la mayoría y corresponden al perfil del estudiante medio. Se nos olvida a menudo que las instituciones existen porque el hombre medio existe. Creemos, con Ortega y Gasset en su Misión de la Universidad, que es forzoso referir toda institución al hombre de dotes medias; para él está hecha y él tiene que ser su unidad de medida. Si nos ha tocado vivir tiempos de cambio vertiginoso, tiempos en los que la Universidad española ha demostrado su capacidad para hacer, en términos generales, una buena investigación en un tiempo corto, creemos que sus profesores también tienen capacidad para hacer una mejor docencia.

Las tareas que deben desarrollar los profesores universitarios comprenden labores docentes, investigadoras, de gestión y de extensión cultural. Estas tareas están íntimamente relacionadas y han de ser inseparables, en especial la investigación y la docencia. Pero es un hecho que, en muchos casos, existe una tensión evidente entre estas dos facetas. Decantada, sin duda, hacia la labor investigadora. Si fuésemos capaces de conocer el número real de horas que se dedica a la labor docente, incluyendo tutorías, seminarios e incluso horas de preparación de las clases, tendríamos en muchos casos números sonrojantes. Este abuso cotidiano, este desajuste entre la buena práctica docente e investigadora, sería justificado por gran número de profesores por la mayor gratificación intelectual de la investigación. Esto, en el mejor de los casos, es una pésima justificación y puede presentar, a medio y largo plazo, connotaciones negativas. No existe, por otro lado, una concordancia entre los estudios que abordan la relación docencia e investigación que muestren una clara correlación entre excelencia en investigación y excelencia en docencia. Por supuesto que hay excepciones, pero el equilibrio entre ambas labores es difícil conseguirlo.

Sin embargo, cuando nos preguntamos acerca de esta tensión entre investigación y docencia encontramos más analogías que diferencias. Hacer buena ciencia y docencia necesita de tiempo, de una buena dosis de trabajo personal y disciplina, de aprender a corregir errores para establecer criterios personales. Necesitan de una búsqueda constante, de un pathos creativo, de un deseo inteligente, como diría José Antonio Marina. Como afirmaba Ortega, ‘la ciencia es creación, y la acción pedagógica se propone sólo enseñar esa creación, transmitirla, inyectarla y digerirla’. También docencia e investigación requieren de la generosidad de que nos habla San Agustín en sus Confesiones. Y, al igual que hay muchas formas de hacer ciencia, hay idénticas formas de enseñarla: con elegancia, con prepotencia, con avaricia, con ansiedad, con humildad, con cierta dosis de espiritualidad... No dudemos que nuestras prácticas docente y científica son un fiel reflejo de nuestra lectura personal del mundo que nos rodea. Al igual que la interpretación de una obra sinfónica, el desarrollo del contenido de una clase y la gestación de una hipótesis científica son, esencial y necesariamente, actos irrepetibles. Además, hay que afirmar que alcanzar excelencia en investigación y docencia necesitan también dinero. Para mejorar las infraestructuras científicas, pero también para aulas, bibliotecas, servicios informáticos y laboratorios de prácticas dignos. Fondos para cubrir las plantillas desde criterios puramente docentes y así minimizar la ratio alumno/profesor y poder ofrecer una enseñanza teórica y práctica más personalizada. Hace falta aumentar los fondos para investigación y desarrollo, pero también hay que reclamar en foros públicos fondos para una mejor y más digna infraestructura docente.

Mejorar la docencia implicaría construir para cada área de conocimiento del ámbito universitario un programa educativo reflexionado que responda a preguntas simples y críticas: a qué tipos de alumnos se va a enseñar, cómo se debe enseñar, qué pretendemos comunicar y cómo controlar el proceso de aprendizaje de los estudiantes. Estamos de acuerdo con lo que en este sentido recoge el olvidado y criticado informe Bricall, que insistía en que la institución educativa debería hacer explícitos sus objetivos específicos, ya que ello supone un valioso elemento de orientación para el aprendizaje de los estudiantes. Podemos ir más lejos. La tan traída y llevada evaluación de la calidad docente, hágase e incentívase de una vez de forma seria, tendría que ser extendida al departamento universitario como unidad básica de la tarea docente. Pensamos que un auténtico departamento universitario debe asumir, como tarea de equipo de profesionales, el control y seguimiento crítico de la actividad docente. Con reflexiones periódicas sobre la consecución de los objetivos concretos que se propongan. Tarea en la que deben involucrarse los profesores del mismo con distinta experiencia y cualificación, junto con los ayudantes y licenciados jóvenes en proceso de formación. Aunando esfuerzos y asumiendo que la diversidad de lecturas, personalizada en cada uno de los miembros del departamento, es el mejor potencial del que disponemos. También creemos que el asesoramiento personalizado a los estudiantes debería empezar a formar parte de nuestro trabajo cotidiano. Nuestra experiencia personal nos dice que el fracaso de un buen número de estudiantes es parcialmente debido a la desorientación de los mismos. Pensamos que forma parte de nuestro trabajo ofrecer al estudiante puntos de reflexión y vías de solución a sus problemas.

Se avecinan tiempos de cambio para la Universidad. Aparecerán opiniones sarcásticas, prepotentes, poco constructivas. Esperemos que el tema de la docencia no quede al margen de este cambio. Permítannos una última reflexión. En estos tiempo de globalización, de frías realidades virtuales, hay, de nuevo con Ortega, que esforzarse en proporcionar a nuestros alumnos universitarios una educación para la vitalidad, para el entusiasmo. Estamos seguros de que eso se consigue con una conducta y comunicación directas, más personales en nuestros pasillos, aulas y laboratorios, a menudo fortalezas secretas e inexpugnables. Como ha escrito George Steiner, una Universidad digna es sencillamente aquella que proporciona el contacto personal del estudiante con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Esto es cuestión de proximidad, de ver y de escuchar. No es sino lo que Fernando Savater, en su El valor de educar, nos dice: ‘La verdadera educación es aquella que proporciona más educación’. Nos preguntamos si acaso no es éste el enigmático significado de la sentencia taoísta: Conocemos el sonido de la palmada de dos manos, pero ¿cuál es el sonido de la palmada de una sola mano?

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Los obispos abusan

Diario "El País". Sábado, 8 de septiembre de 2001

La Conferencia Episcopal Española ha justificado los despidos de profesores de religión por motivos tales como casarse por lo civil, ir de copas o faltar a misa, y ha achacado la crítica social por esos despidos al interés que, a su juicio, mantienen algunos grupos para que la enseñanza religiosa católica desaparezca de la educación pública. La jerarquía eclesiástica enarbola una vez más el espantajo del anticlericalismo para eludir la más mínima autocrítica sobre su comportamiento. ¿Hace ejercicio de anticlericalismo el presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, al calificar de grave error tales despidos y de escasamente prudente y sensible la actuación episcopal en la actual sociedad española?

La alarma social y la inquietud que esa actuación ha causado incluso en sectores sociales afectos a la Iglesia católica tienen fundamentos más sólidos. Un millar de teólogos y teólogas reunidos este fin de semana en Madrid no han dudado en calificarla de ‘intolerante’ e ‘inconstitucional’. Se trata de una actuación que interfiere gravemente en el sistema de valores constitucionales que ampara al conjunto de los ciudadanos españoles y que parece responder a la idea de que la Iglesia se reserva un espacio propio en el que puede obviar actuar como un Estado dentro del Estado. La Iglesia alega títulos jurídicos para determinar la idoneidad de los profesores de religión en la enseñanza pública y proponer su nombramiento, como son los acuerdos firmados por España y la Santa Sede en 1979 y el convenio económico-laboral firmado por el Gobierno del PP y el episcopado español en 1999, en el que la Administración educativa adquiere la condición de empleador y pagador de esos enseñantes. Pero la interpretación que hace de ellos en la práctica es tan abusiva que constituye un desafío no sólo al sistema constitucional vigente, sino al mero sentido común.

Es cierto que la Iglesia ha llegado a esos extremos con el consentimiento del Gobierno, que, al amparo del convenio económico-laboral firmado en 1999 con el entonces ministro de Educación, Mariano Rajoy, permite contratos laborales con cláusulas que pueden ser nulas de pleno derecho, como la extinción de tales contratos ‘a propuesta del ordinario diocesano correspondiente cuando, según criterio del mismo, el trabajador haya dejado de reunir los requisitos de idoneidad que motivaron su contratación’. De aquellos polvos proceden estos lodos, y lo más grave es que el Gobierno del PP haya avalado un desarrollo de los acuerdos de 1979 que puede incluso ir más allá de lo establecido en su propio articulado. Cláusulas de ese tipo abren el camino a la arbitrariedad más absoluta, con clara vulneración de la Constitución y del Estatuto de los Trabajadores, como despedir a un asalariado o no renovarle el contrato por casarse con un divorciado o dejar de cumplir el precepto dominical. Nadie está legitimado para vulnerar el derecho al trabajo de unos docentes ‘en razón de sus principios ideológicos o creencias íntimas’, según proclamó ya en 1985 una sentencia del Tribunal Constitucional sobre un caso de despido en un centro religioso de enseñanza.

La situación invita no sólo a la reflexión, como ha señalado la ministra de Educación, Pilar del Castillo, sino a tomar algún tipo de iniciativa que haga desistir a la Iglesia de seguir por ese camino. Si la actual jerarquía eclesiástica insiste en la tesis de que lo que hace con los profesores de religión deriva de convenios bilaterales entre Estados y que tales profesores son su avanzadilla catequística en la enseñanza estatal, será imposible no denunciar tales convenios.

Al actuar de la manera que lo hace, la Iglesia parece empeñada en reabrir un conflicto -la llamada cuestión religiosa- socialmente superado hace tiempo. A la España democrática, sea cual sea el signo político del Gobierno de turno, le resultará cada vez más insoportable que le impongan normas contrarias a la Constitución y el sentido común, por más que se digan amparadas en convenios entre Estados. Resulta el colmo de la desfachatez por parte de la Iglesia utilizar la ayuda económica e institucional del Estado democrático para enseñar su doctrina en los centros públicos de enseñanza e ignorar al tiempo las leyes de ese mismo Estado en sus relaciones contractuales con los docentes que la imparten.

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El Constitucional anuló en 1985 el despido de una profesora por sus ideas religiosas.

La sentencia redactada por Tomás y Valiente amparó a Pilar Sala contra un colegio católico.

JUAN G. BEDOYA. Diario "El País". Madrid, Domingo, 9 de septiembre de 2001

Despedir a una profesora por su ideología o creencias íntimas merece no sólo una declaración de nulidad laboral, sino también una severa censura de inconstitucionalidad. ‘Un despido sin causa y nulo de nulidad radical’, proclama una sentencia del Tribunal Constitucional en 1985, que otorgó el amparo a Pilar Sala Ribalta, expulsada en julio de 1982 del colegio católico Lestonnac, de Mollet del Vallés (Barcelona), por no ajustarse al ideario religioso del centro. El ponente de la sentencia del máximo tribunal fue Francisco Tomás y Valiente, asesinado por ETA en 1996.

Pilar Sala Ribalta está triste estos días ‘por el espectáculo que supone que en el siglo XXI se atreva alguien a despedir a unas profesoras por casarse por lo civil o no asistir a misa. ‘En el tiempo del franquismo se puede entender, pero ahora no sé qué adjetivos utilizar. Me da pena de que pase esto todavía en España’, proclama esta profesora curtida en una larga batalla judicial en defensa de sus derechos elementales. Fueron más de tres años de lucha y coraje en busca de una sentencia satisfactoria contra el colegio que la despidió sin contemplaciones: el Lestonnac de Mollet del Vallés (Barcelona), de la compañía de María.

La Magistratura de Trabajo, en primera instancia, y el Tribunal Central del Trabajo sentenciaron a su favor declarando nulo el despido, pero Pilar Sala recurrió en amparo al Tribunal Constitucional en busca de una reparación que llegase al fondo del asunto, es decir, que no solamente proclamara la nulidad del despido, sino una nulidad de ‘radical nulidad’ por razones de ‘discriminación ideológica’. Lo consiguió en 1985 con una unánime sentencia redactada por Tomás y Valiente, acompañado en sala por Jerónimo Arozamena, Francisco Rubio Llorente, Luis Díez-Picazo, Antonio Truyol Serra y Francisco Pera Verdaguer.

La carta

El 23 de julio de 1982, sin que lo esperara y, aparentemente, sin motivo alguno, la profesora Sala Ribalta recibió una escueta carta de despido: ‘Lamentamos tener que notificarle que queda rescindida su relación laboral y, en consecuencia, puede considerarse despedida. Los motivos que justifican esta grave decisión son: a) por su disconformidad con las normas de la dirección del centro, creando con ello fricciones que deterioran los criterios que presiden la enseñanza en esta institución; b) por desarrollar su actividad en forma que no se ajusta al ideario de nuestro centro’.

La Magistratura de Trabajo de Barcelona no tardó en declarar nulo ese despido por ‘inconcreción de los motivos’, y tampoco se retrasó la sentencia del Tribunal Central del Trabajo, a donde recurrió Pilar Sala. En ambos casos, la demandante no consiguió que el despido fuera declarado nulo ‘de nulidad radical’ por ‘discriminación religiosa’.

Sin ni siquiera acudir a la ejecución de las anteriores sentencias, que le daban derecho a recuperar el empleo, Pilar Sala Ribalta, dirigida por el letrado José Manuel Gómez de Miguel, acudió en amparo al Tribunal Constitucional. Y el máximo intérprete de los derechos constitucionales, el 27 de marzo de 1985, dictó una sentencia cuyos fundamentos no dejan lugar a dudas sobre cómo deben interpretar los poderes públicos y privados, religiosos o laicos, creyentes o descreídos, el artículo 14 de la Constitución, que proclama la igualdad de todos los españoles ante la ley ‘sin discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social’.

Dice el Constitucional: ‘El derecho a establecer un ideario educativo no es ilimitado, sino que, por el contrario, [tiene] sus límites en el respeto de los principios y declaraciones de la Constitución. Una actividad docente hostil o contraria al ideario de un centro docente privado puede ser causa legítima de despido con tal de que los hechos de ataque abierto o solapado al ideario del centro resulten probados. Pero el respeto, entre otros, a los derechos constitucionalizados implica que la simple disconformidad de un profesor respecto al ideario del centro no puede ser causa de despido si no se ha exteriorizado o puesto de manifiesto en alguna de las actividades del centro’.

‘Así la cosas (...), la sentencia de la Magistratura debió amparar a la demandante en su libertad ideológica y declarar el despido nulo con nulidad radical por lesión de un derecho fundamental. La simple declaración de nulidad no basta, por varias razones: primera, porque con ella el órgano judicial se queda en el plano de la legalidad sin adentrarse por el de la constitucionalidad al que aquélla (el artículo 17.1 del Estatuto de Trabajadores) le conduce; segunda, porque el pararse ahí incumple con el deber de tutela que la Constitución le impone; tercera, porque si tal actuación judicial bastara, sería facilísimo para cualquier empresario encubrir un despido en verdad discriminatorio y contrario a algún derecho fundamental bajo la apariencia de un despido sin causa, por medio de una carta de despido que diera lugar a una declaración de despido nulo; y cuarta, porque la declaración de despido nulo con nulidad radical, que es la que desde el inicio ha pedido la demandante, implica la necesaria readmisión y no permite la indemnización sustitutoria que es posible en casos de despidos simplemente nulos’, concluye el Tribunal Constitucional.

El fallo inapelable advierte, además, a los tribunales laborales implicados de que debieron ‘amparar a la profesora en su libertad ideológica, considerar el despido como discriminatorio y contrario a la libertad ideológica y, en consecuencia, declararlo nulo con nulidad radical, lo que comporta la readmisión con exclusión de indemnización sustitutoria’.

Una maestra rural

Han pasado 19 años y Pilar Sala Ribalta recuerda, como si fuera ayer, el comienzo de su calvario judicial por confesar en privado, como quien no quiere la cosa, que ya no era creyente. Semanas después de esa confidencia inadvertida recibió de la dirección de su colegio la carta de despido y se propuso luchar hasta el final contra lo que entonces consideró un despropósito y resultó ser un disparate constitucional. Hoy, Pilar Sala es directora de la escuela de Cabrianes, un pueblecito de 300 habitantes, en la comarca de Sallent, cerca de Manresa. Una cuidada escuela rural con cuatro maestros y 37 alumnos, a la que accedió tras ganar unas oposiciones de la Generalitat en 1988. Fundada por Juana de Lestonnac, una francesa de ascendencia noble, santificada por Roma y sobrina de Michael de Montaigne, la Compañía de María tiene varios colegios en España y pasa por ser una organización educativa abierta y de calidad. Todavía en vida de Juana de Lestonnac, la Compañía tuvo problemas con las autoridades eclesiásticas por empeñarse en culturizar a las mujeres, lo que, siglos atrás, causaba gran escándalo. Suyo fue el primer colegio mixto de Barcelona. Pilar Sala no guarda rencor a su antiguo colegio, al que regresó con el amparo del Constitucional. ‘Me trataron muy bien, la verdad. Amables, sin coacciones. Me adjudicaron un curso y estuve dando clase hasta que aprobé las oposiciones. Quiero que conste, porque así fue’, declaró a EL PAÍS desde su domicilio en Sallent, a pocos kilómetros del pueblecito en el que ejerce de maestra y directora de zona. Está satisfecha de haber ganado, para sí y para otros, aquella buena batalla, pero escandalizada por lo que ocurre con las profesoras enviadas al paro por los obispos. Y va más allá: le parece un error discriminar y separar a los niños por motivos religiones, aunque sea una hora, unos para cada clase según la creencia de los padres. ‘Como es un error separar a los niños para ir unos a clase de catalán y otros, a clase de castellano’. ‘A la larga, estas separaciones traerán consecuencias’, dice.

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Los obispos desacreditan a la Iglesia, según la Asociación Juan XXIII

El congreso de teólogos aplaude a Galera

JUAN G. BEDOYA. Diario "El País". Madrid, Domingo, 9 de septiembre de 2001

La Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII celebró ayer su asamblea ordinaria en un paréntesis del 21º Congreso de Teología, y acordó iniciar la redacción de un manifiesto sobre los problemas que sufre la Iglesia. ‘Los obispos la desacreditan con sus actuaciones’, adelantan. Los 1.200 participantes del congreso recibieron con aplausos a dos profesores enviados al paro por los prelados. Uno de ellos era Resurrección Galera, de Almería.

‘Quiero manifestar que mi fe y mis profundas creencias cristianas no se han visto alteradas, a pesar de las opiniones y los insultos que he escuchado estos días contra mi persona. Sólo Dios es quién para juzgar mi conducta’, dijo la profesora Resurrección Galera ante los 1.200 asistentes al 21º Congreso de Teología que la Asociación Juan XXIII celebra en Madrid. Galera fue enviada al paro por el Obispado de Almería por casarse por lo civil. Los teólogos también tuvieron la oportunidad de escuchar a José Antonio Fernández, un cura casado de Murcia que perdió el empleo después de varios años de ejercerlo por invitación del episcopado, que sabía de su situación antes de contratarlo.

Las desgracias de este cura murciano comenzaron cuando, sin él quererlo, apareció retratado en la prensa de Murcia con su familia. Tenía ya cinco hijos cuando el obispo le invitó a ser profesor en un instituto de la región, pero se le despidió, según contó ayer, porque esa situación pasó a ser conocida por la opinión pública. Por cierto, que la carrera sacerdotal de Fernández, antes de reducirse al laicado y casarse, había sido extraordinaria: fue vicario de la Diócesis de Cartagena-Murcia y también rector del seminario diocesano.

Despedido en 1997, el profesor Fernández llevó la decisión episcopal ante un tribunal de los social, que falló a su favor. El recurso episcopal ante el Tribunal Superior de Justicia de Murcia, sin embargo, le quitó la razón, y ahora tendrá que ser el Tribunal Constitucional quien decida su suerte tras el correspondiente recurso de amparo.

El Congreso de Teología condenó el viernes con severidad el comportamiento ‘intolerante’ e ‘inconstitucional’ de los prelados con estos profesores y es probable que vuelva sobre el tema en las conclusiones que hoy se someterán a votación.

Por su parte, la directiva de la Asociación de Téologos Juan XXIII acordó ayer redactar un informe sobre la situación de la Iglesia y, por boca de su secretario general, Juan José Tamayo, advirtió sobre ‘el lastre’ que supone la jerarquía con sus actuaciones, ‘frente a la vitalidad de los fieles y las iglesias de base, puesta de manifiesto de manera impresionante en este congreso’.

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Última modificación: 11-10-2001