El Rincón Literario
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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia

 Histórico Año III

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Diciembre 2000 - Enero 2001. Nº 21

EL CARRO

Por Sigfrido del Alce

En un pequeño pueblecito de montaña de un conocido país, vivía, hace mucho tiempo, un sencillo leñador que siempre se había distinguido por ayudar a sus vecinos. Nunca había dicho no al requerimiento de un favor por difícil que fuera para él. Llegaba incluso a dejar sus obligaciones familiares por acudir en auxilio de quien lo necesitara.

Por un quítame allá esas pajas, estalló una cruel guerra con el país vecino. El pueblecito se encontraba muy cerca de la frontera, por lo que sus habitantes decidieron hacer las maletas y partir hacia el interior. No todos tenían medio de transporte e iniciaron la caravana de refugiados bajando a pie por el intrincado camino.

Ángel, el leñador, aparejó su carro, subió en él a su mujer y su hija, de pocos meses, un pequeño atillo con lo más imprescindible para el viaje y las herramientas que consideró necesarias, una pala, una barra de hierro y su inseparable hacha. Lucera, la mula, vieja y tuerta del ojo derecho, aunque aún prestaba muy buenos servicios, últimamente ya no podía con el carro lleno.

Al llegar a un recodo del camino, se encontraron con tres familias amigas, cargadas de enseres como acémilas. Eran de las que más se habían beneficiado de su disponibilidad: Bernardo el panadero, Benita y sus dos hijos de 10 y 12 años; Santiago el carpintero, Andrea y los padres de ésta; Genaro el herrero, Juana y sus hijas de nueve y once años. Ángel descendió para saludar y les ofreció subir a los niños y los abuelos.

- Lucera no puede con más peso. Nosotros los adultos podemos hacer el camino a pie, turnándonos de uno en uno sobre el pescante para conducir el carro -les dijo-. Mi mujer se quedará arriba para cuidar de la niña. La mula no se cansará excesivamente con ocho personas, pero catorce supondría su muerte.

- ¡Nada de eso! -exclamó enseguida el panadero-. Subiremos todos al carro, no pasa nada porque muera este animal inútil al llegar a la ciudad. Al fin y al cabo allí no te servirá de mucho y es posible que pase mucho tiempo hasta que volvamos.

Los demás asintieron y exigieron hacer el camino cómodamente sentados en el carro. Angel se resistió e intentó disuadir a sus amigos.

- Puede que ni siquiera lleguemos a la ciudad si nos subimos todos. Además, deberéis dejar parte del equipaje que transportáis aquí. Lleváis demasiadas cosas inútiles y eso supondría mucho más de lo que Lucera ha podido arrastrar en sus años jóvenes. Las mantas y la comida serán imprescindibles, quizás algún cacharro de cocina, lo demás hay que abandonarlo. Mirad lo que llevo yo.

No hubo manera de convencerlos.

- Eres un pesimista, siempre lo has sido -decían-. Contigo nunca se ha podido hacer nada útil. La mayoría de las veces pierdes el tiempo en pesar los pros y los contras de cualquier empresa y muestras excesiva cautela.

Sin esperar a más discusiones, se subieron los doce junto con sus bultos. El leñador tomó a la mula por el bocado y ésta reanudó la marcha con mucha dificultad, para terminar parándose. Ángel, consciente de lo inútil que resultaba seguir razonando con ellos, cogió el atillo y rogó a su mujer que dejara a su hijita al cuidado de una de sus vecinas y se bajara del carro.

- Yo llevaré el equipaje -le dijo. Y volviéndose hacia el panadero con la angustia reflejada en su rostro, le rogó- Bernardo no fustigues mucho a Lucera. Caminará lenta, pero es mejor así. Sólo te pido que, de vez en cuando, uno de vosotros se baje para que pueda descansar mi mujer. Caminaré delante para marcar el camino y tened cuidado porque está resbaladizo.

Ángel acarició al animal que inició trabajosamente la marcha. Se oyeron gritos de satisfacción y entre ellos el leñador acertó a distinguir algunas frases sueltas: "Es un cobardica...", "siempre ve todo negro...", "...ya verás como nos tiene que dar la razón", "allá él si quiere caminar".

Pasaron varias horas. Afortunadamente el camino se había ensanchado y descendía con suavidad. No obstante, aún quedaba el tramo más difícil. Las recientes lluvias habían destrozado parte de la carretera, en una zona en la que existían grandes precipicios.

Pilar, la leñadora, no se había atrevido a pronunciar una queja, pero estaba visiblemente cansada. Los del carro cantaban divertidas tonadas montañesas y ni siquiera habían advertido la evidente cojera de Lucera. Ángel se detuvo y el carro frenó en seco. El carpintero, tras una maldición irreproducible, gritó

- ¿Qué pretendes, ignorante?, ¿qué nos matemos? Tu inútil mula ha parado de repente y casi nos caemos.

Ángel con resignación, pero con firmeza, puso los brazos en jarras y se enfrentó a Santiago

- Final de trayecto por el momento, es hora de comer y dejar descansar a Lucera. Si queréis seguir, hacedlo vosotros, pero a pie.

- ¡Ni lo sueñes! -bromeó Genaro y, sacando un martillo de su equipaje, amenazó a Ángel-. Te atizaré con mi herramienta si intentas dirigir la travesía. Comeremos, sí, pero seguiremos viajando como hasta ahora. Tu mujer y tú sois más jóvenes y podéis reposar mientras preparamos la comida. Juana cocina muy bien y nos va a preparar un caldo calentito de chuparse los dedos.

- Cálmate Ángel -murmuró Pilar-, no vamos a discutir ahora. Nos queda un largo trayecto y éstos no van a desistir de viajar cómodos.

- Está bien -dijo Ángel resignado-. Hagámoslo así, pero necesitamos desatar a Lucera y buscar agua fresca.

Benita refunfuñó, pero se bajó inmediatamente y pidió a sus hijos que buscaran leña seca para encender el fuego.

Durante la comida todo fueron parabienes y elogios para Ángel.

- Pasaron el Alcalde y el boticario y casi nos atropellan; nada de invitarnos a subir a su carro -se quejó Andrea-. Tu eres muy diferente. Contigo se puede ir a cualquier sitio, siempre dispuesto a ayudar.

-Todavía recuerdo aquella vez que arriesgaste tu vida para sacar a una de mis ovejas del pozo en que había caído -añadió Bernardo-. Yo no lo hubiera hecho y la oveja era mía.

Así discurrieron casi tres horas, recordando otros tiempos y hablando de lo insensata y absurda que era la guerra. Cuando se disponían a partir, Ángel enganchó de nuevo la mula y se dirigió a sus amigos

- En el cruce tendremos que tomar el camino de la izquierda, el que va por el lado sur del río. Es un poco más largo, pero estará practicable. Después de las fuertes lluvias de la semana pasada, la carretera tiene un tramo cortado y sería peligroso atravesarlo.

- ¿Ya empezamos otra vez, Ángel? -vociferó Santiago-. No te preocupes lo discutiremos Bernardo, Genaro y yo y decidiremos qué dirección tomar. Tú procura que Lucera no vuelva a cojear. Si fueras más listo, subirías al carro con nosotros y así tendrías mejor humor.

Ángel y Pilar iniciaron la marcha y, para dejar de pensar en las posibles consecuencias de la falta de prudencia de sus vecinos, hablaron de la mejor manera de albergarse en la ciudad. Entretanto, en el vehículo, se desató una gran discusión acerca de la ruta a seguir. No se ponían de acuerdo y daban grandes voces.

- Habrá que votar -exclamó el panadero que se encontraba sobre el pescante junto a su mujer-, sólo así saldremos de dudas.

Para darle más énfasis a su ocurrencia, dio un fuerte tirón de las riendas mientras se volvía a mirar hacia atrás. Lucera, que no veía por el lado derecho, cambió bruscamente su dirección saliéndose del camino y arrastrando el carro a un gran barrizal.

Ángel absorto en la conversación con Pilar no vio lo que ocurría, pero se estremeció y tuvo la certeza de que algo malo pasaba al oír los gritos y las maldiciones a su espalda. La escena que contempló al volverse era deprimente. El carro estaba a punto de volcar, hundida en el barro hasta el eje una de las ruedas. Lucera piafaba aterrada, haciendo más peligrosa la situación, mientras Bernardo le propinaba latigazos con verdadera saña. Genaro amenazaba a Santiago con la barra de hierro y le culpaba de haber dejado llevar las riendas al panadero.

El leñador se acercó a la mula a grandes zancadas y, sujetándola como pudo del bocado, comenzó a tranquilizarla. Pilar corría, pidiéndoles calma, temerosa en parte de que la pelea fuera a más y su hijita saliera mal parada.

Por fin se hizo el silencio y, sin que nadie lo insinuara, comenzaron a descender del carruaje con caras asustadas, conscientes del peligro que habían corrido.

Ángel se apresuró a buscar piedras planas, que colocó ante la rueda atascada, y arrebató a Genaro la gran barra de hierro que aún llevaba en la mano, para hacer palanca con ella. Inspeccionó el buje y, en medio de la desgracia, no pudo ocultar su satisfacción.

- ¡No se ha roto nada! -gritó-. Si empujamos todos y lo hacemos a la vez, enseguida tendremos el transporte listo. Todo se ha quedado en un susto.

Los demás hicieron oídos sordos. Se sentaron al borde del camino, mirándose con desconfianza, y así permanecieron dejando que Ángel hiciera todo el trabajo. El leñador no conseguía que Lucera moviera el carro. Estaba embarrado hasta las rodillas y la barra le resbalaba de las manos. Tomó el hacha y se dispuso a cortar una gruesa rama baja, mientras decía

- Por favor, no vale la pena desmoralizarse, ahora más que nunca debemos trabajar en equipo, si no será imposible sacar este armatoste del barro. Debéis ayudarme, yo solo no podré hacer la fuerza necesaria.

Genaro se levantó y comenzó a dar instrucciones al leñador.

- Esa rama no te vale, corta aquella de más arriba. Las piedras que has cogido no son lo suficientemente planas. No hagas la palanca desde atrás, es mejor desde el lateral para meter uno de los cantos bajo la rueda.

- Debes darte prisa -argumentaba Santiago-, o de lo contrario se nos va a echar encima la noche antes de llegar al cruce. No hagas caso a Genaro, desde atrás es mejor y, a la vez, con el pie vas empujando la rama. Ten cuidado no te vayas a resbalar y te bañes en ese barro asqueroso.

Bernardo entretanto había desaparecido entre unos matorrales, mascullando algo sobre la flojedad de vientre que le había entrado del susto.

Andrea repetía una y otra vez, como alucinada

- Dejad a Ángel que haga lo que estime conveniente, que para eso es suyo el carro. Ni se os ocurra meteros en ese fango pegajoso, con uno que se enmierde es más que suficiente. ¡Bueno vais a poner después el carro y a los que se os arrimen!

Pilar, arrullaba a la niña, sentada en medio del camino, y lloraba en silencio. Su expresión era de rabia. "Siempre le ocurre lo mismo a este marido mío por su manía de ayudar a todo el mundo", pensaba. De repente se levantó con aire decidido y se enfrentó al corro que formaban sus compañeros de viaje.

- ¿Es que nadie se va a molestar en ayudar a mi Ángel? -dijo con un gesto de dureza mal reprimido en su rostro- ¿Ya no os acordáis de las veces que os ha ayudado él a vosotros sin pararse a pensar en las consecuencias?

Los demás bajaron la cabeza y no dieron muestras de haber oído la increpación de Pilar. Ésta, visiblemente fuera de sus casillas, continuó

- Durante la comida recordabais lo bueno que había sido Ángel con vosotros, arriesgando incluso su vida. En cierta ocasión estuvo detenido por encubrirte a ti Genaro, seguro que lo recuerdas muy bien. No tenéis corazón, sois unos egoístas y vais a dejar que el pobre Ángel se hernie para sacar el carro. No merecéis que nadie haga nada por vosotros, panda de desagradecidos.

Las palabras de Pilar no surtieron efecto alguno. Al contrario, los del grupo comenzaron a discutir de nuevo si era mejor tomar el camino sur o seguir por la carretera cuando llegaran al cruce, sin mostrar el más mínimo interés por la escena que se desarrollaba en el barro.

Ángel jadeaba por el esfuerzo y con voz enronquecida exclamaba una y otra vez:

- Ayudadme por favor. Arre Lucera. Lucera arre.

Pilar envolvió a su hija en una manta y la colocó al borde del camino.

- ¡No quiero saber nada más de vosotros, malditos holgazanes! -gritó, dirigiéndose a Bernardo que retornaba-. Si salimos de ésta, no volváis a pedirnos un favor porque tendréis la puerta cerrada.

Después con aire abatido se colocó delante de la mula y tiró con fuerza de las riendas, mientras alentaba al animal. El leñador había resbalado varias veces y el barro le cubría todo el cuerpo, lo que le daba un aspecto feroz. Centímetro a centímetro, la rueda fue saliendo del bache y comenzó a rodar por el lecho de piedra que había preparado Ángel. Tras más de una hora de incansables esfuerzos, el carro se encontró de nuevo en la carretera.

Voces de "hurra" resonaron en el bosque cuando el relincho de Lucera alertó al grupo.

Pilar sollozaba mientras limpiaba con su pañuelo la cabeza de su marido que yacía en el suelo extenuado por el esfuerzo. Sin decir palabra, los otros doce miembros de la expedición comenzaron a subir al carro. Ángel se incorporó sorprendido al oír gritar de alegría a los niños.

- ¿Qué hacéis insensatos? -exclamó-. Esperad un poco, necesito descansar y lo mejor sería que buscáramos un sitio donde acampar para pasar la noche. ¿No habéis tenido suficiente con lo que ha pasado? Estoy molido.

Genaro se sentó en el pescante y dijo

- Venga hombre. Deja ya de hacerte la víctima y ponte en pie. Súbete al carro si tan cansado estás, pues no estamos dispuestos a pasar aquí la noche. Sabes que hay lobos y tendríamos que montar guardia. Mejor es llegar al río y acampar junto al puente. A buen ritmo sólo nos quedan dos horas de camino. Te doy cinco minutos para que te decidas, en caso contrario harás el trayecto a pie. Tú verás.

Ángel y Pilar no se movieron del sitio. Intercambiaron una mirada de resignación y tomando del suelo a su hijita se abrazaron.

- Déjalos que se marchen, allá ellos -musitó Ángel-. Demasiados problemas nos han dado. Prefiero no tenerlos más por compañeros de viaje.

El herrero hizo restallar el látigo.

- Por última vez, Ángel, olvida tu pesimismo y no pierdas más el tiempo. Si no te decides, nos marchamos.

El leñador no se inmutó y comenzó a desatar el equipaje para preparar el campamento.

- Recoge unas ramas secas Pilar y encendamos una hoguera, así los lobos no se acercarán. Yo velaré.

Lucera inició la marcha y se volvieron a oír las risas y las canciones. Santiago tomó la palabra con aire de alivio

- ¡Nos hemos librado por fin del pesado de Ángel!, siempre dándonos la monserga. No tenemos por qué tomar el camino del sur. Ahora podemos seguir por la carretera sin problemas y sin tener que discutir.

Los otros asintieron y, al llegar al cruce, giraron a la derecha. El firme estaba en muy buenas condiciones en aquel tramo y Genaro puso la mula al trote aprovechando la pendiente. El animal, aunque cansado, notó el alivio del descenso y pareció rejuvenecer, emprendiendo una alegre carrera.

- ¡Ten cuidado con la curva! -advirtió Bernardo-, ¡el corte está detrás!

El aviso llegó tarde. El herrero tiró de las riendas y accionó la manivela del freno de las ruedas, pero su desconocimiento del estado del artilugio hizo que el trinquete se partiera por la brusca maniobra. Lucera sintió el dolor del hierro que se clavaba en sus encías, pero la velocidad del carro era demasiada para sus escasas fuerzas. El corte de la carretera, muy profundo, se hundía hacia la izquierda en un terrible precipicio erizado de rocas. Los gritos de socorro y un fuerte relincho invadieron el valle, mientras el sol se ocultaba al fondo.

Ángel bajó con dificultad por el barranco, agarrándose a los arbustos, con el hacha al cinto. Sabía que, por mucha prisa que se diera, poco podía hacer por los que yacían desperdigados al final de la pendiente, junto al arroyo crecido por los aguaceros recientes. Pilar miraba absorta desde el borde, con el lejano sonido de los gritos de la desgracia todavía resonando en su cerebro. La luz intensa de la luna le permitía observar el horror de la escena en toda su dimensión.

Lucera aún se movía presa de estertores, en un charco de sangre, y emitía un lastimoso ronquido. El leñador remató al animal con su herramienta.

- Adiós mi querida amiga -susurró-.

Fue apilando los cadáveres de sus vecinos, en una pequeña oquedad del final de la pared formada por el precipicio. Buscó entre los restos del carro la pala y, mientras con rabia contenida rezaba una oración, fue cubriendo de tierra los cuerpos. Era el último favor que hacía a los que tanto había ayudado.

Un aullido rasgó el silencio de la noche.

 FIN

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