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ISSN: 1575-2844

Revista Vivat Academia. Febrero 2009

  Año XI. Nº 102

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Diciembre 2008 - Enero 2009. Nº 101

Contenido de esta sección:

Cuento en Navidad (Tomás Muñoz)
Extracto: consideraciones sobre el arte como puro hecho misterioso (Jesús Miguel Sáez)

Cuento en Navidad

Tomás Muñoz

tomastomas@mailpersonal.com

Para Laura, amor placentero

La tertulia transcurría con la normalidad esperable, mientras el café con leche en vaso de cartón se enfriaba lentamente encima de la mesa de una sola pata. Javier, displicente, tenía sus pies sobre una silla, al lado de la que estaba sentado, ambas con el asiento redondo en un material que semejaba madera, brillante como barnizada con mimo por un obrero aplicado. Lauro, en cambio, con el tronco hacia delante, sentado en el borde de su asiento, también redondo, no paraba de hablar de su tema preferido, la política. No argumentaba mucho más allá que los viejos que, lentos, paseaban todos los días al sol invernal en la plaza próxima, pero el énfasis que ponía en sus argumentos les revestía de una coherencia superior de la que intrínsecamente gozaban. Pepe, doblado sobre sí mismo, únicamente parecía escuchar lo que en la mesa se decía, no participaba casi nada y lucía hoy una pequeña brecha en su cabeza, ya en parte calva en su delantera, que se había hecho esa mañana cuando levantaba una caja en la cocina de su casa. Un esfuerzo inusual en él, ya que acostumbraba a tener más bien poca actividad física y sí mucha mental pero con dificultades para contarnos qué pasaba por su cabeza, siempre en introspección. Yo, mal educado, interrumpía a menudo a Lauro, torrente de ideas, que, con el tiempo, había aprendido a respetar mi turno de palabra, hecho éste que le costaba mucho al principio de nuestra costumbre de reunirnos allí, a últimas horas de la tarde, y charlar un rato, sin más intención que pasar el tiempo juntos poco antes de cenar.

Todo había empezado cuando tuve la fortuna de conocer a una muchacha belga que pasaba unos meses en la ciudad, intentando perfeccionar su español en una escuela que, recientemente abierta en la calle Principal, además de ofrecer la enseñanza de las lenguas habituales, por supuesto el inglés entre ellas, daba la oportunidad de aprender español a los extranjeros que temporalmente, o con expectativa de permanencia, se establecían entre nosotros, dándole un colorido a nuestras calles del que habían carecido desde hacía bastantes años, cuando la inmigración andaluza y extremeña se habían casi interrumpido, allá por los años setenta. Laura trabajaba en un laboratorio farmacéutico y estaba temporalmente tres meses aquí para empaparse de un proyecto de investigación que se había estancado y que ella -¿en sólo tres meses? le pregunté yo, ella no contestó, cuando me lo contó poco después de conocernos- vino a dar impulso.

Nos conocimos en el teatro, cuando vino una compañía de ballet de un país sudamericano que no recuerdo. Yo asistía solo porque no encontré a nadie que me quisiera acompañar y ella asistía sola porque era su primer fin de semana aquí y todavía no conocía a nadie. Además, creo que tampoco tenía mucho interés, dado el escaso tiempo que iba a estar y no quería mezclar su vida con otra gente, excepto la imprescindible con sus compañeros de trabajo, y así evitarse el esfuerzo del olvido posterior a su vuelta a casa. La invité a una cerveza tras el ballet y aceptó, yo creo que encantada, aunque después lo negó, y la lleve a una cervecería que estaba de moda porque, por 2,05 euros, ponía casi medio litro del líquido dorado y, lo que es más importante, una tapa fantástica. Mi preferida era el llamado pincho, una carne de un animal que yo no sabía identificar cuál era, quizá avestruz o caballo, quién sabe, muy condimentado, me encantaba eso, con un trozo de pan y unas patatas fritas con una aceite oloroso exquisito, aunque seguramente muy colesteroso. A ella le gustó, un poco sosa como corresponde a esos países más fríos que el nuestro, y repetimos la consumición, ella dos vinos de rioja, yo dos generosas cervezas. Se mantuvo alejada de mí de pié en la barra, como si el contacto físico le repugnara un poco, yo pensé que no me había duchado esa mañana. Salimos a la calle tras una hora de pie y le ofrecí llevarla en el coche a su casa que estaba en una urbanización relativamente alejada del centro de la ciudad en la que nos encontrábamos. Aceptó con insospechada facilidad y pensé que el ballet y el vino producían en ella, como en mí, un estado de placer que tendría consecuencias posteriores, como, afortunadamente para ambos, así ocurrió.

Las llaves de mi coche, un Seat Ibiza de escasa potencia y no muy cuidado por mí, las tenía en casa y hacía allá nos dirigimos. Debo decir que su actitud física y de palabra seguía siendo inusitadamente fría y distante. Yo lo achaqué al desinterés por mí y me hice a la idea de que la noche no iba a acabar tan bien como mis ensoñaciones decían, así que le propuse tomar algo en una discoteca próxima a mi domicilio, donde los bailones de salón, que tanto abundan en la actualidad, exhiben sus habilidades. No pareció gustarle mucho la idea y no insistí, en realidad, visto lo que ocurrió posteriormente, le apetecía mucho más quedarse en mi humilde morada.

Llegamos y le invité a una copa de cava que, casualmente, de verdad, había abierto esa mediodía para comer. No puso reparos a que la botella ya estuviera abierta aunque, yo, elegante, le ofrecí meter otra, sin abrir, que tenía de repuesto, en el congelador, también con la intención de que el descorche, siempre tan sensual, nos animara a llegar hasta donde, cada minuto que pasaba lo hacia más verosímil, teníamos que llegar. Nos tomamos la primera copa de pie en la cocina, a la luz amarillenta de una lámpara con bombilla de bajo consumo de 7 vatios y ahí la besé por primera vez. Me di cuenta de que todo lo que había sido frialdad y distancia entre los clientes del bar de tapas generosas o de los ceñudos asistentes al ballet se había vuelto gracilidad y cercanía. Se colocó en el rincón de la encimera de la cocina y su mirada se trucó dulce y envolvente. Me acerqué tímida y lentamente y depositó la copa, que hasta ese momento había mantenido en el aire a la altura de sus senos, como protegiéndolos de mi mirada ansiosa, en el mueble, bajó sus brazos y los dejó en los costados de su cuerpo. Ante esta postura abierta, acerqué mi cara, pero no mi cuerpo, a la suya y proyecté mis labios trémulos a los suyos, que los recibieron con la facilidad de la decisión ya tomada. Lentamente acercamos nuestros cuerpos y nos abrazamos. Todo comenzó ahí.

Estuvimos juntos los tres meses y adquirimos costumbres -es un niño metódico, le dijo el director de mi colegio a mi madre cuando yo tenía unos doce años-, que nos ayudaron a pasárnoslo razonablemente bien. Ahora nos escribimos de vez en cuando y, por teléfono, me confesó que tenía pareja estable en su país. Lo sospeché, pero me dio igual. Cuando me lo confesó, incluso me consoló porque borró de mi conciencia cierto sentimiento de culpabilidad por lo abrupto de nuestra separación.

Entre las costumbres adquiridas destacó, por su pertinacia, la de tomarnos un café americano, a medias, todas las tardes noches en esa cafetería que llegó a ser casi como una segunda casa para nosotros. Posteriormente me enteré de que las camareras -eran casi todas mujeres los empleados del sitio- nos llamaban la pareja de moda y llegué a pensar que habían sentido, casi tanto como yo, la ausencia definitiva de Laura. Cuando me quedé solo conservé la costumbre del café y, ahora, me lo tomaba yo todo, sin compartirlo. Cada noche iba allí y, mientras bebía, acababa de leer lo que durante el día no había podido leer en "El País". Dicho sea de paso, lo más interesante del periódico eran esas noticias que pasamos de largo cuando no tenemos tiempo y que, cuando sí lo tenemos y las leemos, nos damos cuenta de que, en realidad, las pequeñas noticias son las más importantes en muchas ocasiones.

En una de esas noches de café y lectura solitaria, apareció Lauro, al que ya conocía superficialmente, y se sentó, tras mi invitación, a mi mesa con un té, su bebida habitual, que llevaba en las manos, y comenzamos a hablar sin prisa de lo que a él le apasionaba y a mí no deja de interesarme. Después, Javier, que sale del trabajo a las diez de la noche, empezó también a asistir a nuestra tertulia y, finalmente, Pepe se agregó, aunque con menos asiduidad -dice tener muchas cosas que hacer-, y sólo para escuchar lo que se dice, ya que mantiene, casi permanentemente, una actitud ausente, como si su cabeza se encontrara muy alejada del lugar donde se encuentra su cuerpo. De vez en cuando hace algún comentario, pero normalmente excéntrico y alejado del meollo de lo que en ese momento se está tratando. De esta forma, en realidad, casi exclusivamente, somos Lauro y yo los que hablamos y decimos más o menos lo que piensa la mayoría de la gente, aunque a nosotros nos gusta revestirlo de cierto toque intelectual y, diría yo, a veces, plúmbeo.

- Lo que pasa es que siguen siendo unos fachas como lo fueron sus padres y abuelos -aseguró con su habitual aplomo Lauro-. No han podido olvidar el pasado franquista y lo defienden como, lo que realmente es, algo suyo.

- Pues claro -Javier parecía despertar y cuando lo hacía normalmente era para apoyar las palabras de Lauro que era su amigo-. Son básicamente franquistas que se quitan la careta en cuanto tienen la menor oportunidad.

Lauro le miraba intensamente con ojos asertivos e interesados y ,en cuanto tuvo oportunidad, tomó de nuevo la palabra para continuar con su argumentación:

- Si no se sintieran responsables de lo que hicieron los suyos y hubieran sido capaces de abjurar de ese pasado, no tendrían ningún inconveniente en que se hiciera ese mínimo acto de justicia que es saber dónde están los restos de los asesinados durante la guerra y la dictadura.

Tras una hora de diálogo de este jaez, en el que intervine poco, decidí darle un giro a la conversación que estaba tomando derroteros agrestes para una charla relajada a última hora de la tarde y que podía hacer que mi café no me gustará todo lo que era de desear. Introduje la variante televisiva, que a mí me gustaba tanto, y que a estos pseudointelectuales, como a todos los pseudointelectuales que son y han sido, les parecía sólo acta para mentes simples. A mí, quizá mente simple, sin embargo, cada día me gustaba más la tele. Mi idilio con ella empezó hace unos meses, en que me compré una de pantalla plana de 32", por un precio ridículo para lo que era habitual hasta hace muy poco tiempo.

Es sorprendente cómo ha evolucionado la sociedad, todavía recuerdo la cantidad de veces que mi padre me ha contado cómo, para comprar la primera tele que hubo en casa, en blanco y negro y pequeña y fea, tuvo que hacer no sé cuántas horas extras en la fábrica y cómo la llegada de ese artilugio, que trajeron dos empleados de la tienda donde lo compraron y que hicieron una gran puesta en escena durante la instalación y sintonización de los dos únicas cadenas que había en aquel momento en este país, atrasado entonces, supuso un acontecimiento en la comunidad de vecinos, con llamadas de mi madre a sus amigas para que vinieran a verla y el revuelo que se armó alrededor de ella. Pues bien, para mi, ahora, traer ese electrodoméstico que se ve francamente bien, y en colores, y que es infinitamente superior al primero que hubo en casa de mis padres, no ha supuesto ningún esfuerzo extraordinario, en una oferta de una gran superficie, lo aboné en caja con mi tarjeta de crédito, lo acarreé yo mismo hasta mi coche y, en media hora, lo instalé en mi casa sin ningún problema. Todo facilidades, amén de que supuso un coste de dos semanas de trabajo para mí, no las interminables horas extras de mi padre. De hecho ha cambiado mi vida, mis horarios se han transformado ya que le dedico dos horas diarias, más o menos de 12 de la noche a dos de la madrugada, en un tiempo en que veo lo que ponen o, si no me gusta nada, pongo un DVD. Esto, lamentablemente, me ha acabado alejando del cine dada la comodidad que supone verlo con alta calidad sin salir de casa y poder interrumpirlo para ir al baño o beber agua o, simplemente, alargar el placer de ver una película que te gusta, o repetir escenas o, en las escasas veces que las veo acompañado, poder comentarlas con la persona con quien accidentalmente la vea en ese momento. Dije:

- Esta noche es Gran Hermano en Telecinco. Me encanta ese programa, demuestra cómo ha evolucionado este país en los últimos años, desde una tierra cutre y paupérrima, a una gente moderna, sin complejos, y deseosa de vivir cada día mejor. Me parece increíble, por ejemplo, que una muchacha de 20 años le diga a un compañero que le gusta, que si se atreve a acostarse con ella esa misma noche.

Pepe, reconocido como obseso sexual no ejerciente, levantó la cabeza en ese momento y prestó más interés a la conversación y me animó.

– Cuenta, cuenta -me dijo.

-Pues –continué-, luego pidieron ambos una hora sin cámaras para echar un polvo sin que nadie les molestará y, claro, lo hicieron. Y esto con millones de testigos y sin que se les caiga la cara de vergüenza. Sí, cómo ha cambiado este país.

- La tele es una mierda que lo único que hace es atontar a la gente y alejarla de los problemas reales.

El viejo progre, Javier, seguía repitiendo las viejas consignas de un tiempo felizmente pasado.

Apuré los posos de la taza del café y miré a Lauro, que permanecía insospechadamente callado y meditabundo. Yo sabía que, en realidad, él estaba de acuerdo con lo que decía Ángel, porque, además de ser también un progre a la antigua usanza, era un gran cinéfilo de los que aún visitaba las salas de cine semanalmente y, seguramente, consideraba que la televisión y el DVD se estaba cargando el placer del cine "comme il faut", esto es, en una sala oscura y con gente desconocida a tu alrededor. Pero, evidentemente, los tiempos habían cambiado. De pronto pareció despertar de su meditación y habló:

- Son las once, tenemos que irnos que van a cerrar.

Disciplinadamente nos pusimos en pie. Salimos hablando los cuatro demasiado alto. La televisión producía división de opiniones y apasionamiento. Andando despacio, llegamos a la esquina de la calle Principal con la plaza Grande, allí nos separábamos cada noche, cada uno partía desde ese punto a su respectivo hogar, situado en cada uno de los cuatro puntos cardinales, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Quizá como nuestros planteamientos vitales, cada uno equidistante de los demás.

- Hasta mañana, señores -dije, formal.

- Hasta mañana -contestaron.

Y nos fuimos separando poco a poco. Me subí el cuello del chaquetón de piel de cordero para protegerme del frío y miré al cielo. La luna, brillante entre nubes, velaba nuestras vidas sosegadas. Sí, esta noche voy a dormir muy bien, pensé, estoy seguro.

Alcalá de Henares, 14 de diciembre de 2008

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Extracto: consideraciones sobre el arte como puro hecho misterioso

Jesús Miguel Sáez

Dentro de un espacio, no sólo significa lo visible, sino sus partes minimalistas ocultas, las que creemos percibir con nuestros sentidos, que alcanzan alguna vez su punto de razón pese a ser abstractas -antes incluso de ser observadas las fuerzas internas no perceptibles, ya están actuando-. Más tarde, si volvemos a mirar con otra perspectiva, lo invisible y lo corpóreo siempre cambia con el tiempo, de tantas maneras y puntos de referencia miles, tan traviesos, que nos confunden en tantos significados al ser descodificado por el lenguaje, aún los objetos quedando quietos, pero siempre en movimiento bien lineal o circular, porque un objeto parado -ya hemos dicho- tiene fuerzas ocultas que lo ponen en marcha; y las relaciones entre éstos, tan diferenciadas, buscando su punto de fuga. Son tantos términos, los perceptibles y los que se van alejando, los que interactúan -en sus diferentes niveles espaciales-, los que acontecen y los que están fuera del plano, incluso los que se dispersan, ya sea en plena armonía o colisionando, incluso al ser representados, hasta adquirir dentro del entorno un valor pleno, inherente a este, incluso las figuras como personajes -bellos o no- se ven arrastradas por tamaña y traviesa condición, comunicándose o permaneciendo en silencio, cuyo sustrato de realidad se confunde con la ficción y, por qué no, viceversa, en tanto que de color azucena se viste nuestro rostro, porque la luz, al incidir o atravesar de manera diversa la imagen, oculta el sentimiento, lo atrapa o congela -pese a que en ese mínimo instante claudica el presente que ya es pasado-, lo trasgrede o lo eleva o bien lo traspasa, aceptando la contorsión del cuerpo como plena dicotomía, que al reflejarse en un espejo adopta un posicionamiento diferenciador y cambiante, más bien misterioso o inquietante, arrancado desde la idea primigenia al sentimiento que nos agita el espíritu, al tanto conciencia nuestra mente, y nos dispone en el viaje, que nunca concluye en ningún puerto, pues permanece como pura reflexión vital sin subrayados que descontextualicen la obra. Sólo el resentimiento anula el arte, su espíritu.

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Última modificación: 15-01-2009